Visitando a Oscar
—¿Por qué estas cosas siempre se llaman Jim? —preguntó el reportero que había interceptado a Bradley en el aeropuerto de St. John’s. Le sorprendía que hubiera sólo uno, teniendo en cuenta el alboroto que había causado su misión. Claro que uno era más que suficiente; al menos no debía vérselas con una manifestación de Bluepeace.
—Por el primer buzo que usó un traje acorazado, cuando rescataron el oro del Lusitania en los años treinta. Desde luego, han mejorado mucho desde entonces…
—¿En qué?
—Bien, tienen propulsión propia, y yo podría vivir en Jim cincuenta horas, a dos kilómetros de profundidad. Aunque no sería muy divertido. Aun con servomecanismos, cuatro horas es el tiempo máximo de labor eficiente.
—Yo no me metería en esa cosa —dijo el reportero, mientras los mil quinientos kilos de titanio y plástico que habían acompañado a Bradley desde Houston eran cuidadosamente depositados en un helicóptero de Chevron—. De sólo mirarla me da claustrofobia. Sobre todo si recordamos…
Bradley ya conocía el resto, así que decidió escabullirse. Saludó con la mano y caminó hacia el helicóptero. Muchos entrevistadores le habían hecho esa pregunta de un modo u otro, procurando obtener alguna reacción. Todos habían quedado defraudados, y habían tenido que pergeñar titulares tan imaginativos como «El hombre de hierro con traje de titanio».
—¿No tienes miedo de los fantasmas? —le habían preguntado otros buzos. Eran las únicas personas a las que les había respondido con seriedad.
—¿Por qué iba a tener miedo? —respondía siempre—. Ted Collier era mi mejor amigo. Sólo Dios sabe cuántos tragos compartimos. —«Y muchachas», pudo haber agregado—. Ted habría estado encantado; de otro modo yo no habría podido pagar a Jim en aquellos días: lo conseguí por una cuarta parte de lo que costó construirlo. Tecnología punta, además; nunca tuvo un fallo mecánico. Y Jim lo mantuvo con vida tres horas más de lo que especificaba la garantía. Quizá un día yo necesite esas tres horas.
Pero esperaba que no fuera en este trabajo, si su ingrediente secreto funcionaba. Era demasiado tarde para echarse atrás; confiaba en que su enciclopedia, que parecía haberlo decepcionado en un detalle importante, hubiera sido precisa en otras cuestiones.
Como siempre, Jason quedó impresionado por el tamaño de la plataforma Hibernia, aunque sólo una parte era visible sobre el nivel del mar. Esa isla de hormigón de un millón de toneladas parecía una fortaleza, y su perfil irregular ofrecía un campo de fuego en todas las direcciones. Estaba diseñada para combatir a un enemigo implacable, aunque no humano: los grandes icebergs que llegaban errando desde su vivero del Ártico. Los ingenieros afirmaban que la estructura podía resistir el máximo impacto posible. Nadie les creía.
Hubo una leve demora cuando el helicóptero se aproximó a la plataforma de aterrizaje del techo del alto edificio; ya estaba ocupada por un helicóptero de la RAF, y tuvieron que desplazarlo para que ellos pudieran descender. Bradley echó un vistazo a las insignias, y gruñó para sus adentros. ¿Cómo habían logrado enterarse tan pronto?
El presidente de World Wildlife lo aguardaba en la ventosa plataforma. Se saludaron mientras los grandes rotores se detenían lentamente.
—¿Señor Bradley? Conozco su reputación, desde luego; encantado de conocerle.
—Eh… Gracias, alteza.
—Este pulpo… ¿de veras es tan grande como dicen?
—Es lo que me propongo averiguar.
—Mejor usted que yo. ¿Y cómo se propone encarar el asunto?
—Ah, secretos del oficio.
—Sin violencia, espero.
—Ya he prometido no usar bombas nucleares, alteza.
El príncipe sonrió fugazmente, luego señaló el vapuleado extintor que Bradley llevaba con cuidado.
—Usted debe de ser el primer buzo que lleva una de esas cosas bajo el agua. ¿Piensa usarlo como una jeringa hipodérmica? ¿Y si el paciente se opone?
No estaba muy lejos de la verdad, pensó Bradley; seis puntos sobre diez. Y yo no soy ciudadano británico, así que no puede encerrarme en la Torre por negarme a responder preguntas.
—Algo parecido, alteza. Y no causará ninguna lesión permanente.
Eso espero, añadió en silencio. Había otras posibilidades; Oscar podía ser totalmente indiferente… o podía ofuscarse. Bradley confiaba en que estaría a salvo dentro de la armadura metálica de Jim, pero sería incómodo ser sacudido como un guisante en su vaina.
El príncipe aún parecía preocupado, y Bradley sospechó que esa preocupación no era por el protagonista humano del inminente encuentro. Las palabras de su alteza real pronto confirmaron su sospecha.
—Por favor, Bradley, recuerde que esa criatura es única… Es la primera vez que alguien ve una viva. Y quizá sea el mayor animal del mundo; quizá el mayor que haya existido. Oh, algunos dinosaurios sin duda pesaban más… pero no cubrían tanto territorio.
Bradley aún pensaba en esas palabras cuando se sumergió lentamente en el mar y el pálido sol del Atlántico norte se desvaneció en una negrura total. Le causaban más euforia que alarma; no se dedicaría a ese oficio si fuera fácil de asustar. Y pensaba que no estaba solo; dos fantasmas benignos descendían con él a las profundidades.
Uno era el primer hombre que había explorado este mundo: William Beebe, el héroe de su juventud, que en los años treinta había rozado el borde del abismo en su primitiva batisfera. Y el otro era Ted Collier, que había muerto en el mismo lugar que Bradley ocupaba ahora. En silencio, y sin alharaca, porque no había nada más que hacer.
—Me acerco al fondo; visibilidad, aproximadamente veinte metros… Aún no veo la instalación.
En la superficie, todos lo observarían por sonar y —en cuanto llegara allí— por la cámara golpeada.
—Blanco a treinta metros; rumbo, dos dos cero. Lo veo; las corrientes debían ser más fuertes de lo que pensé. Llegando a cubierta.
Una nube de cieno cubrió todo por unos segundos y —como de costumbre en estos momentos— recordó la «pequeña polvareda» del Apolo 11. La corriente pronto despejó esa bruma, y pudo contemplar el colosal complejo industrial que se elevaba bajo los haces gemelos de las luces externas de Jim.
Era como si hubieran arrojado una planta química de gran tamaño al fondo del mar, para que allí se dieran cita millares de peces. Bradley veía menos de un cuarto de la estructura, pues la distancia y la oscuridad ocultaban la mayor parte. Pero conocía íntimamente la configuración, pues había pasado muchas horas caras, frustrantes y a veces peligrosas en instalaciones casi idénticas.
Un gran bastidor de tubos de acero, más gruesos que un hombre, formaba una jaula abierta alrededor de un ensamblaje de válvulas, tubos y recipientes de presión, atravesado por cables y cañerías. Parecía que lo hubieran armado sin ton ni son, pero Bradley sabía que la colocación de cada componente estaba pensada para lidiar con las inmensas fuerzas del abismo.
Jim no tenía piernas (bajo el agua, como en el espacio, eran un incordio) y los propulsores de baja potencia controlaban sus movimientos con exquisita precisión. Hacía más de un año que Bradley no usaba su armadura móvil, y al principio lanzó un chorro demasiado fuerte, pero pronto recobró su vieja destreza.
Se acercó a su objetivo, flotando a pocos centímetros del fondo para no agitar el cieno. En esta situación, la visibilidad era importante, y le alegraba que la cúpula hemisférica de Jim ofreciera una visión panorámica.
Recordando el destino de la cámara —yacía a pocos metros en una maraña de cables finos—, Bradley se detuvo frente al tubo distribuidor para estudiar el mejor modo de entrar. Su primer objetivo era encontrar el corte en el cable de fibra óptica del monitor; conocía la instalación, así que no esperaba inconvenientes.
Su segundo objetivo era expulsar a Oscar; eso quizá no fuera tan fácil.
—Allá vamos —le comunicó a la superficie—. Ingresaré por la entrada de operarios. Túnel de acceso B; no hay mucho espacio para maniobrar, pero no importa.
Rozó suavemente las paredes de metal del corredor circular, y entonces reparó en un ruido constante y sordo que venía de los laberintos de tanques y tubos que lo rodeaban. Parte del equipo aún debía de estar funcionando; el lugar debía de ser mucho más ruidoso cuando todo funcionaba a tope.
Ese pensamiento activó un recuerdo olvidado. Cuando era pequeño había silenciado los altavoces del sistema de sonido de una feria con unos disparos certeros del rifle de su padre, y luego había pasado semanas temiendo que lo descubrieran. Quizá la reacción de Oscar fuera similar: este ruidoso intruso le molestaba y había recurrido a la acción directa para restaurar la paz y el silencio.
¿Pero dónde estaba Oscar?
—Estoy desconcertado… Ahora me encuentro en el interior, y puedo ver toda la estructura. Muchos escondrijos… pero ninguno sirve para ocultar nada más grande que un hombre. Mucho menos algo del tamaño de un elefante… Ah: aquí está lo que buscamos.
—¿Qué has encontrado?
—La caja principal de cables: parece un plato de espaguetis que se le cayó a un camarero atolondrado. Se debe haber requerido cierta fuerza para desgarrarla; habrá que reemplazar todo el tramo.
—¿Qué pudo haber sido? ¿Un tiburón hambriento?
—O una morena furiosa. Pero no hay dentelladas, como cabría esperar. Ni dientes, llegado el caso. Un pulpo sigue siendo la mayor probabilidad. Pero el culpable no está en casa.
Tomándose su tiempo, Bradley revisó atentamente la instalación, y no pudo encontrar más señales de daños. Con suerte, la unidad podría volver a funcionar en un par de días, a menos que el saboteador clandestino atacara de nuevo. Entre tonto, él no podía hacer nada más; empezó a impulsarse delicadamente para desandar el camino, guiando a Jim por el laberinto de vigas y tubos. Una vez perturbó a una pequeña masa pulposa: un pulpo, en efecto, quizá de un metro de ancho.
—Te tacharé de mi lista de sospechosos —murmuró.
Casi había atravesado la estructura externa de tubos y vigas cuando comprendió que la escena había cambiado.
En su infancia había participado de mala gana en una excursión escolar a un famoso jardín botánico del sur de Georgia. No recordaba prácticamente nada de la visita, pero había un elemento que por algún motivo le había causado una gran impresión. Nunca había oído hablar del baniano, y le asombró descubrir que existía un árbol que tenía muchos troncos, y cada uno era una columna que contribuía a sostener su ancha techumbre de ramas.
En este caso, había exactamente ocho, aunque no se molestó en contarlas. Estudió esos ojos, enormes y negros como insondables pozos de tinta, que lo escrutaban desapasionadamente.
A menudo le habían preguntado si alguna vez había tenido miedo, y siempre daba la misma respuesta: «Claro que sí, muchas veces. Pero siempre después. Por eso todavía estoy vivo». Aunque nadie le creería, ahora no sentía el menor temor, sólo pasmo, como el que sentiría cualquier hombre ante una inesperada maravilla. En verdad, su primera reacción fue: «Le debo una disculpa a ese buzo». La segunda fue: «Veamos si esto funciona».
El brazo izquierdo de Jim ya aferraba el cilindro del extintor, y Bradley lo elevó para apuntar. Simultáneamente, movió el brazo mecánico derecho para que los dedos pudieran presionar el gatillo. La operación sólo llevó segundos; pero Oscar reaccionó primero.
Parecía estar emulando los actos de Bradley, apuntando hacia él un tubo de carne, casi como si imitara ese extintor de incendios apresuradamente modificado. Bradley se preguntó si pensaba rociarlo con algo.
Era increíble que una criatura tan grande se moviera con tal celeridad. Bradley sintió el impacto del chorro a pesar de la armadura, mientras Oscar pasaba a velocidad de emergencia; no era momento para caminar por el fondo del mar como una mesa de ocho patas. Desapareció en una nube de tinta tan espesa que las luces de alta intensidad de Jim resultaron totalmente inútiles.
En su perezoso regreso a la superficie, Bradley le susurró a su amigo muerto: «Bien, Ted, lo hicimos de nuevo… pero creo que no podemos adjudicamos el mérito».
A juzgar por el modo en que se había ido, no creía que Oscar regresara. Entendía el punto de vista del animal, incluso simpatizaba con él.
Allí estaba el apacible molusco, cumpliendo en paz su función de impedir que el Atlántico norte se transformara en una sólida masa de bacalao. De pronto aparecía un monstruo luminoso que agitaba apéndices amenazadores. Oscar había hecho lo que haría cualquier pulpo inteligente. Había reconocido que en el mar había una criatura mucho más feroz que él.
—Enhorabuena, señor Bradley —dijo su alteza cuando Jason salió lentamente de su armadura. Siempre era una operación engorrosa, pero lo mantenía en forma. Si engordaba un par de centímetros, no podría pasar por el círculo de cierre del casco.
—Gracias, alteza —respondió—. Sólo era un trabajo de rutina.
El príncipe rió entre dientes.
—Creí que los ingleses teníamos el monopolio de la parquedad. Supongo que no está dispuesto a revelar su ingrediente secreto.
Jason sonrió y negó con la cabeza.
—Quizá un día tenga que usarlo de nuevo.
—Fuera lo que fuese —dijo Rawlings con una mueca—, nos costó una fortuna. Cuando lo rastreamos con el sonar (el eco es asombrosamente débil), Oscar se desplazaba con rapidez hacia aguas profundas. Pero quizá regrese cuando vuelva a tener hambre. No hay ningún lugar del Atlántico norte donde la pesca sea tan buena.
—Haré un trato contigo —respondió Jason, señalando su vapuleado cilindro—. Si regresa, te mandaré mi bala mágica… y puedes enviar a tu propio buzo para resolver el problema. No te costará un céntimo.
—Tiene que haber una trampa —dijo Rawlings—. No puede ser tan fácil.
Jason sonrió, pero no respondió. Aunque se atenía a las reglas, sentía un leve (levísimo) remordimiento de conciencia. El lema «Sin cura no hay paga» también implicaba que te pagaban cuando encontrabas la solución, sin vuelta de hoja. Se había ganado sus cien mil dólares, y si alguna vez le preguntaban cómo se hacía, respondería: «¿No lo sabías? Un pulpo es fácil de hipnotizar».
Sólo estaba disconforme con una cosa. Habría querido tener la oportunidad de verificar la sugerencia que hacía Jacques Cousteau en aquel viejo libro que su enciclopedia citaba providencialmente. Sería interesante saber si el Octopus giganteus tenía la misma aversión al sulfato de cobre concentrado que su pequeño primo de diez metros, el Octopus vulgaris.