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El poder de la pirámide

Tras enviar a la afligida Ada a su cuarto, Edith y Donald Craig se miraron con incredulidad.

—No lo entiendo —dijo Edith—. Nunca ha sido desobediente. De hecho, siempre se llevó muy bien con la señorita Ives.

—Y normalmente le va bien en este tipo de examen: ninguna ecuación, sólo preguntas de opción múltiple y figuras bonitas. Déjame leer de nuevo esa nota…

Edith se la entregó mientras seguía estudiando el examen que había causado el revuelo.

Estimado señor Craig:

Lamento informarle de que he debido suspender a Ada por desobediencia.

Esta mañana su curso fue sometido a la prueba estándar de percepción visual. Le fue muy bien (95%) con todos los problemas salvo el número 15. Para mi asombro, fue la única alumna de la clase que dio una respuesta incorrecta a esta sencillísima pregunta.

Cuando se lo comentamos, negó rotundamente que estuviera equivocada. Aun cuando le mostré la respuesta impresa, se negó a reconocer su equivocación y sostuvo tercamente que el error era de todos los demás. No tuve más remedio que enviarla a casa para salvaguardar la disciplina del curso.

Lo lamento de veras, pues habitualmente es una niña muy buena. Quizá usted pueda hacerla entrar en razón.

Sinceramente,

Elizabeth Ives (directora)

—Es como si hubiera querido suspender a propósito —dijo Donald.

Edith meneó la cabeza.

—No lo creo. Aun con este error, habría aprobado con creces.

Donald miró las coloridas figuras geométricas que habían causado el problema.

—Sólo queda una cosa por hacer —dijo—. Háblale y trata de calmarla. Dame diez minutos con una tijera y un poco de cartulina… y lo zanjaré de una vez por todas, para que no haya más discusiones.

—Me temo que estaríamos tratando los síntomas, no la enfermedad. Necesitamos saber por qué insistía en tener razón. Eso es casi patológico. Quizá debamos recurrir a un psiquiatra.

Donald ya había pensado en ello, pero había rechazado la idea. En años posteriores, recordaría a menudo la ironía de ese momento.

Mientras Edith consolaba a Ada, tomó las medidas de los triángulos con lápiz y regla, los recortó y unió los bordes hasta confeccionar tres ejemplos de las dos figuras sólidas más sencillas: dos tetraedros y una pirámide, todas con lados iguales. Parecía un ejercicio pueril, pero no podía hacer menos por su amada y perturbada hija. Leyó:

15 (a) He aquí dos tetraedros idénticos. Cada uno tiene como lados cuatro triángulos equiláteros, totalizando ocho.

Si unimos dos caras cualesquiera, ¿cuántos lados tiene el nuevo sólido?

Era un sencillo experimento mental que estaba al alcance de cualquier niño. Como dos de los ocho lados son absorbidos por el resultante sólido con forma de diamante, la respuesta era seis. Al menos Ada había acertado en eso…

Donald sostuvo el diamante de cartulina entre el pulgar y el índice y lo hizo girar varias veces, luego lo apoyó en el escritorio con un suspiro. De inmediato se dividió en los dos componentes.

15 (b) He aquí un tetraedro y una pirámide, cada uno con bordes de la misma longitud. Empero, la pirámide tiene una base cuadrada, además de cuatro lados triangulares. En conjunto, pues, las dos figuras tienen nueve lados.

Si unimos dos caras triangulares cualesquiera, ¿cuántos lados tiene la figura resultante?

—Siete, desde luego —murmuró Donald, pues dos de los nueve originales se perderían dentro del nuevo sólido.

Inclinó las figuras de cartulina hasta unir un par de triángulos. Parpadeó.

Se quedó boquiabierto.

Guardó silencio un instante, verificando la prueba que veía con sus propios ojos. Sonrió lentamente y habló en voz baja por el comunicador interno:

—Edith, Ada… Os quiero mostrar algo.

En cuanto Ada entró, con los ojos inflamados y moqueando, Donald le tendió los brazos.

—Ada —susurró, acariciándole el pelo—. Estoy muy orgulloso de ti. —El asombro de Edith le agradó más de lo que debería—. Jamás lo hubiera creído. La respuesta era tan obvia que la gente que preparó el examen no se molestó en verificarla. Mira…

Tomó la pirámide de cinco lados y pegó el tetraedro de cuatro lados en una cara.

La nueva forma tenía sólo cinco lados, no los «obvios» siete.

—Aunque he encontrado la respuesta —continuó Donald, mirando con admiración a su hija, que ahora sonreía—, no lo puedo visualizar mentalmente. ¿Cómo supiste que los otros lados se alineaban así?

Ada puso cara de desconcierto.

—¿De qué otro modo se podían alinear? —respondió.

Hubo un largo silencio mientras Donald y Edith asimilaban esta respuesta, y llegaron simultáneamente a la misma conclusión.

Quizá Ada tuviera poca comprensión de la lógica y del análisis, pero su percepción del espacio, su intuición geométrica, era extraordinaria. A los nueve años, en eso superaba a sus padres. Por no mencionar a los que habían preparado el examen…

La tensión del ambiente se disipó poco a poco. Edith se echó a reír, y al cabo los tres se abrazaron con alegría casi infantil.

—¡Pobre señorita Ives! —trinó Donald—. ¿Qué dirá cuando se entere de que tiene en su curso al Ramanujan de la geometría?

Fue uno de los últimos momentos felices de su vida conyugal; con frecuencia se aferrarían a este recuerdo en los amargos años venideros.