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Un molusco descomunal

La primera mala noticia llegó cuando Bradley había iniciado su demorado almuerzo. Chevron Canada alimentaba bien a sus invitados VIP, y Bradley sabía que después de aterrizar en St. John’s tendría poco tiempo para comidas tranquilas y regulares.

—Lamento molestarlo, señor Bradley —dijo el camarero—, pero hay una llamada urgente de la sede central.

—¿Puedo cogerla aquí?

—Me temo que no. También tiene vídeo. Deberá recibirla allá atrás.

—Maldición —dijo Bradley, engullendo un rápido bocado de un espléndido bistec de Texas. Apartó el plato de mala gana y caminó hacia la cabina de comunicaciones de la cola del jet. El vídeo era unidireccional, así que no tuvo empacho en seguir masticando mientras Rawlings presentaba su informe.

—Nos hemos asesorado sobre el tamaño de los pulpos, Jason. Al personal de la plataforma no le gustó que te rieras de sus estimaciones.

—Un lástima. Lo verifiqué con mi enciclopedia. El pulpo más grande tiene menos de diez metros de extensión.

—Pues será mejor que mires esto.

Aunque la imagen que parpadeaba en la pantalla era obviamente una fotografía muy vieja, era de excelente calidad. Mostraba a un grupo de hombres en una playa, alrededor de una masa amorfa del tamaño de un elefante. Siguieron más fotos en rápida sucesión; las imágenes eran nítidas, pero no se sabía de qué eran.

—Si tuviera que apostar —dijo Bradley—, diría que es una ballena en estado de descomposición. He visto y olido varias. Tienen precisamente ese aspecto; sólo puedes identificarlas si eres biólogo marino. Así es como nacen las serpientes de mar.

—Enhorabuena, Jason. Así opinaba la mayoría de los expertos… en 1896. Y el lugar era Florida; Saint Augustine Beach, para mayor precisión.

—Mi bistec se está enfriando, y esto no me estimula el apetito.

—No te demoraré mucho más. Ese pequeñín pesaba cinco toneladas; por suerte, se conservó un fragmento en el Smithsonian, de modo que cincuenta años después los científicos pudieron volver a examinarlo. No hay duda de que era un pulpo; debía de tener setenta metros de extensión. Quizá nuestros buzos no exageren tanto con su estimación de cien metros.

Bradley calló un momento, procesando esta información inesperada e inquietante.

—Lo creeré cuando lo vea —dijo—, aunque no sé si quiero.

—Por cierto —dijo Rawlings—, ¿se lo has mencionado a alguien?

—Claro que no —rezongó Jason, molesto ante la mera sugerencia.

—Bien, los medios se han enterado de algún modo; los titulares de los fax de noticias ya lo llaman Oscar.

—Buena publicidad. ¿Qué te preocupa?

—Esperábamos que pudieras liberarte de la bestia sin que todo el mundo estuviera vigilando. Ahora tenemos que andarnos con cuidado; no debemos lastimar al pequeño Oscar. La gente de World Wildlife está alerta. Por no hablar de Bluepeace.

—¡Esos chiflados!

—Quizá. Pero World Wildlife se debe tomar en serio; recuerda quién es el presidente. No conviene contrariar a la familia real.

—Haré lo posible por ser gentil. Los artefactos nucleares quedan descartados… incluso los pequeños.

El primer mordisco del bistec, ahora tibio, activó un recuerdo ingrato. Varias veces, recordó Bradley, había comido pulpo, y le había gustado.

Ojalá pudiera evitar la situación inversa.