La isla de los muertos
Toda profesión tiene figuras descollantes cuya fama rara vez trasciende los límites de su actividad. Pocos podrían nombrar a los más destacados contables, dentistas, ingenieros sanitarios, agentes de seguros, sepultureros… por mencionar sólo un puñado de ocupaciones prosaicas pero esenciales.
En cambio, existen modos de ganarse la vida tan visibles que sus practicantes se transforman en nombres cotidianos. Ante todo están las artes dramáticas, donde si alguien alcanza el estrellato resulta instantáneamente reconocible para gran parte de la raza humana. Les siguen los deportes y la política; y también, argumentaría un cínico, el crimen.
Jason Bradley no encajaba en ninguna de estas categorías, y nunca había esperado ser famoso. El episodio del Glomar Explorer había ocurrido hacía tres décadas en el mayor de los secretos, y él había desempeñado un papel menor. Varias veces lo habían abordado escritores que ansiaban obtener una nueva perspectiva de la Operación Jennifer, pero no habían conseguido nada.
A pesar del tiempo transcurrido, la CIA debía considerar que el único libro que existía sobre el tema ya era demasiado, y había tomado medidas para desalentar a otros autores. Después de 1974, Bradley había recibido durante varios años la visita de caballeros anónimos pero corteses que le recordaban los documentos que él había firmado cuando le dieron la baja. Siempre venían en pareja, y a veces le ofrecían un trabajo que no describían con precisión. Le aseguraban que seria «interesante y bien remunerado», pero él ya ganaba un buen dinero en las plataformas petroleras del Mar del Norte, y no se dejó tentar. Había pasado más de una década desde la última visita, pero sin duda la Compañía aún lo tenía fichado en sus vastos bancos de datos de Langley, o dondequiera estuviesen ahora.
Se hallaba en su oficina del piso cuarenta y seis de la torre Teague —ahora empequeñecida por los más recientes rascacielos de Houston— cuando recibió el encargo que lo haría famoso. Era el 2 de abril, y al principio Bradley pensó que su cliente ocasional Jeff Rawlings lo había llamado con un día de retraso para hacerle una broma típica del 1 de abril. A pesar de sus abrumadoras responsabilidades como gerente de operaciones en la plataforma Hibernia, Jeff era famoso por su sentido del humor. Esta vez no bromeaba, pero Jason tardó un rato en tomarse el problema en serio.
—¿Esperas que crea —dijo— que tu plataforma de un millón de toneladas dejó de trabajar por culpa de un pulpo?
—No toda la instalación, claro; sólo el tubo distribuidor número uno, el más productivo. Cuarenta mil barriles al día. Cinco líneas de flujo funcionando a todo trapo. Hasta ayer.
Jason cayó en la cuenta de que la plataforma Hibernia tenía forma de pulpo. Sus tentáculos —oleoductos— recorrían el fondo del mar desde la estructura central hasta las docenas de pozos de tres mil metros que habían abierto en esa piedra arenisca rica en petróleo. Antes de llegar a la plataforma principal, las líneas de flujo de varios pozos se combinaban en un tubo distribuidor, también en el fondo del mar, a casi cien metros.
Cada tubo distribuidor era un complejo industrial automatizado del tamaño de un gran edificio de apartamentos, que albergaba el equipo necesario para manejar la mezcla a alta presión de gas, petróleo y agua que brotaba de los yacimientos. Muchos millones de años atrás, la naturaleza había creado y almacenado ese tesoro oculto; arrebatárselo no era tarea fácil.
—Dime exactamente qué sucedió.
—¿Esta línea es segura?
—Desde luego.
—Hace tres días comenzamos a obtener lecturas erráticas en el instrumental. El flujo era normal, así que no nos preocupamos. Pero luego dejamos de recibir datos; perdimos todas las instalaciones de monitoreo. Obviamente se averió la caja maestra de fibra óptica, y los sistemas automáticos apagaron todo.
—¿No fue un exceso de líquido?
—No, el separador funcionó a la perfección… por una vez.
—¿Y luego?
—Procedimiento estándar. Enviamos una cámara abajo, la Ojo 5. Adivina qué pasó.
—Las baterías se agotaron.
—No. El cable se atascó en el andamiaje externo, antes de que pudiéramos echar una ojeada con la cámara.
—¿Qué le pasó al operario?
—Bien, la cocina no está del todo mecanizada, y al chef Dubois siempre le viene bien la mano de obra no cualificada.
—Así que perdiste la cámara. ¿Qué pasó después?
—No la hemos perdido, pues sabemos dónde está, pero sólo muestra un montón de peces. Así que enviamos a un buzo para que desenredara la maraña, y para ver qué encontraba.
—¿Por qué no un ROV?
En un yacimiento marítimo siempre había varios robots subacuáticos: ROVs, por Remotely Operated Vehicles, «vehículos de operación remota». Los viejos tiempos en que los buzos humanos hacían todo el trabajo habían quedado atrás.
Hubo un silencio embarazoso en el otro extremo de la línea.
—Temía que me lo preguntaras. Hemos sufrido un par de accidentes, hay dos ROVs en reparaciones, y el resto está trabajando en una tarea de emergencia en la plataforma Avalon.
—Parece que no es tu día de suerte. Por eso has llamado a la Bradley Corporation… «Ningún trabajo es demasiado profundo». Cuéntame más.
—Ahórrate la publicidad. Como la profundidad es de sólo noventa metros, enviamos a un buzo, con equipo estándar de héliox. ¿Alguna vez oíste a un hombre gritar en el helio? No es un ruido muy agradable. Cuando lo subimos y pudo hablar de nuevo, dijo que un pulpo cubría la plataforma. Juró que tenía cien metros de diámetro. Eso es ridículo, claro está. Pero no hay duda de que es un monstruo.
—Por grande que sea, una pequeña carga de dinamita lo induciría a moverse.
—Demasiado riesgo. Ya conoces la estructura: a fin de cuentas, tú ayudaste a instalarla.
—Si la cámara aún funciona, ¿no muestra a la bestia?
—Llegamos a entrever un tentáculo… pero no hay modo de juzgar el tamaño. Creemos que ha regresado al interior. Nos preocupa que pueda arrancar más cables.
—¿No se habrá enamorado de las cañerías?
—Muy gracioso. Sospecho que ha venido a darse un atracón. Ya sabes, ese maldito efecto oasis de que alardean siempre en Publicidad.
Bradley lo sabía, desde luego. Lejos de ser dañinos para el medio ambiente, casi todos los artefactos subacuáticos eran irresistiblemente atractivos para la fauna marina, y a menudo atraían a los barcos pesqueros y constituían un paraíso para los pescadores deportivos. A veces se preguntaba cómo habían logrado sobrevivir los peces antes de que la humanidad tuviera la generosidad de brindarles apartamentos, desperdigando pecios por todo el fondo del mar.
—Quizá un pincho para ganado surta efecto… o una buena dosis de ondas subsónicas.
—No nos importa cómo se haga, mientras no se dañe el equipo. De todos modos, parecía una tarea apropiada para ti… y para Jim, naturalmente. ¿Está preparado?
—Siempre está preparado.
—¿Cuándo puedes llegar a St. John’s? Hay un jet de Chevron en Dallas; puede recogerte en una hora. ¿Cuánto pesa Jim?
—Una tonelada y media.
—Ningún problema. ¿Cuándo puedes estar en el aeropuerto?
—Dame tres horas. Para mí no es una tarea normal. Tendré que investigar un poco.
—¿Las condiciones de costumbre?
—Sí: cien mil más gastos.
—Y sin cura no hay paga.
Bradley sonrió. Debía de ser la primera vez que esa fórmula tradicional de los salvamentos se mencionaba en estas circunstancias, pero parecía aplicable. Y sería un trabajo fácil. ¡Tan sólo cien metros! Qué disparate…
—Por supuesto. Te llamo en una hora para confirmar. Entre tanto envíame por fax los planos del tubo distribuidor, para que pueda refrescar mi memoria.
—De acuerdo; y veré qué más puedo averiguar mientras aguardo tu llamada.
No perdería tiempo haciendo el equipaje; Bradley siempre tenía dos maletas listas, una para los trópicos, otra para el Ártico. Apenas usaba la primera; casi siempre tenía que trabajar en zonas inhóspitas, y esta vez no sería la excepción. El Atlántico norte era frío en esa época del año, y quizá hubiera mar gruesa; claro que a cien metros de profundidad no importaría mucho.
Los que consideraban a Jason Bradley un palurdo rudo e insensible se habrían sorprendido con su siguiente acto. Pulsó un botón de la consola del escritorio, se recostó en su silla reclinable y cerró los ojos. Aparentemente estaba dormido.
Había tardado años en identificar la música envolvente que escuchara en la cubierta del Glomar Explorer casi media vida atrás. Había sabido desde el principio que estaba inspirada por el mar; el lento ritmo de las olas era inconfundible. Y cuán apropiado que el compositor fuera ruso, el más subestimado de los tres titanes de su país, pues rara vez se lo mencionaba junto con Chaikovski y Stravinski.
Como Sergei Rajmáninov mucho tiempo atrás, Jason Bradley había quedado embelesado por La isla de los muertos de Arnold Boecklin, y ahora volvía a evocar ese cuadro. A veces se identificaba con la figura amortajada y misteriosa que iba de pie en el bote; a veces con el remero (¿Caronte?) y a veces con el tétrico cargamento, que se dirigía a su sitio de reposo definitivo bajo los cipreses.
Era un ritual secreto que había evolucionado con los años, y creía que más de una vez le había salvado la vida. Pues mientras él estaba enfrascado en la música, su subconsciente —que al parecer no se interesaba por esas trivialidades— estaba muy ocupado, analizando el trabajo que le aguardaba, y previendo los problemas que podían surgir. Al menos ésa era la teoría que Bradley sostenía con cierta seriedad, aunque no se proponía refutarla mediante un análisis detenido.
Al fin se incorporó, apagó el módulo musical y se giró hacia uno de los teclados. El NeXT modelo 4 que almacenaba la mayoría de sus archivos y sus datos no era la última palabra en ordenadores, pero había acompañado el crecimiento de la empresa y Bradley se resistía a las actualizaciones, con el sensato principio de que «si funciona, no lo arregles».
—Ya me parecía —murmuró, echando un vistazo al artículo de la enciclopedia sobre el pulpo. «Tamaño máximo cuando está totalmente extendido, diez metros. Peso, de cincuenta a cien kilogramos».
Bradley nunca había visto un pulpo que se aproximara a esas dimensiones, y como la mayoría de los buzos que conocía los consideraba criaturas encantadoras e inofensivas. Nunca había tomado en serio la idea de que pudieran ser agresivos, mucho menos peligrosos.
El artículo de la enciclopedia también remitía a «Deportes submarinos».
Esta referencia le llamó la atención. La buscó de inmediato y la leyó entre divertido y sorprendido. Aunque había practicado el buceo deportivo, sentía el típico desdén del profesional por los aficionados. Muchos de ellos lo habían abordado para pedirle empleo, ignorando olímpicamente que realizaba la mayoría de sus trabajos en aguas demasiado profundas para humanos desguarnecidos, a menudo sin luz ni visibilidad. Pero tenía que admirar a los intrépidos buzos del estrecho de Puget, que lidiaban con oponentes más pesados que ellos y poseían el cuádruple de brazos, y los llevaban a la superficie sin dañarlos. (Parecía ser una de las reglas del juego: si lastimabas al pulpo antes de devolverlo al mar, quedabas descalificado.)
La breve secuencia de vídeo de la enciclopedia parecía una escena de pesadilla: Bradley se preguntó cómo dormían los buzos del estrecho de Puget. Pero obtuvo un dato vital.
¿Cómo hacían esos deportistas desquiciados —hombres y mujeres, pues los había por igual— para persuadir a un apacible molusco de salir de su guarida para enzarzarse en una lucha? No podía creer que la respuesta fuera tan simple.
Llamó a su proveedor habitual para hacer un par de pedidos inusitados, cogió sus petates y se dirigió al aeropuerto.
—Los cien mil dólares más fáciles que he ganado —se dijo.