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Verano del 74

Asistir a un funeral colectivo no es el mejor modo de festejar que cumplo veintiún años, pensaba Jason Bradley; pero al menos no lo afectaba en sus emociones personales. Quizá el director de la Operación Jennifer y sus amigotes de la CIA ni siquiera conocieran el nombre de los sesenta y tres marineros rusos que ahora entregaban al mar.

La ceremonia parecía irreal, y la presencia de los camarógrafos añadía otra dimensión de fantasía. Jason tenía la sensación de ser un extra en una película de Hollywood, y de que alguien gritaría «¡Acción!» en cuanto los cadáveres amortajados cayeran al agua. Hasta era posible que el mismísimo Howard Hughes estuviera en el avión que los había sobrevolado unas horas antes. Si no era el Viejo, debía ser otro directivo de la Summa Corporation; nadie más sabía lo que sucedía en aquel paraje solitario del Pacífico, mil kilómetros al noroeste de Hawai.

Ni siquiera el equipo de operaciones del Glomar Explorer —totalmente aislado del resto de la tripulación— había sabido nada sobre la misión hasta que estuvieron en alta mar. Era evidente que intentaban una tarea de salvamento sin precedentes, y los más avispados apostaban por un satélite de reconocimiento perdido. Nadie soñaba que rescatarían un submarino ruso sumergido a dos mil brazas, con sus ojivas nucleares, sus libros de códigos y su equipo criptográfico. Y desde luego a los tripulantes…

Jason nunca había visto la muerte hasta esa mañana. ¡Vaya cumpleaños! Quizá se había ofrecido como voluntario por curiosidad morbosa, cuando los camilleros le pidieron ayuda para trasladar los cuerpos desde el depósito. (Los planificadores de Langley habían pensado en todo; habían provisto refrigeración para exactamente cien cadáveres.) Sintió asombro —y alivio— al descubrir qué bien conservados estaban la mayoría de los cuerpos, después de seis años en el fondo del Pacífico. Los marineros que habían quedado atrapados en compartimientos herméticos, a los que no podía llegar ningún depredador, parecían estar durmiendo. Si hubiera sabido ruso, Jason habría sentido el impulso irresistible de gritarles que se despertaran.

Sin duda había a bordo alguien que sabía ruso y lo hablaba a la perfección, pues la ceremonia fúnebre se había realizado en ese idioma; sólo ahora, al final, se usaba el inglés, cuando el capellán del Explorer intervino con las palabras finales para la sepultura en el mar.

Hubo un largo silencio después del último «Amén», seguido por una breve orden a la guardia de honor. Y luego, mientras los marineros perdidos se deslizaban uno por uno por la borda, se oyó la música que rondana a Jason Bradley el resto de su vida.

Era triste, pero no se parecía a ninguna música fúnebre que conociera; su ritmo lento y arrollador encerraba el poder y el misterio del mar. Jason no era un joven demasiado imaginativo, pero le parecía escuchar el retumbo de las olas que marchaban eternamente contra una costa rocosa. Sólo muchos años después supo qué bien escogida estaba esa música.

Los cadáveres llevaban lastre y cayeron al agua con los pies para adelante, con un breve chapoteo. Desaparecieron al instante; llegarían intactos a su lugar de reposo definitivo, antes de que los acechantes tiburones pudieran mutilarlos.

Jason se preguntó si sería cierto el rumor de que oportunamente la filmación de la ceremonia se enviaría a Moscú. Habría sido un gesto civilizado, aunque un poco ambiguo. Y dudaba que Seguridad lo aprobara, por muy hábil que fuera el montaje.

Mientras la dotación de marineros regresaba al mar, esa música cautivadora se esfumó en el silencio. La sensación opresiva que había rondado al Explorer durante tantos días pareció disiparse como un hunco de niebla en el viento. El silencio se prolongó; luego se oyó un «Rompan filas» en el sistema de altavoces, no con la sequedad habitual, sino tan quedamente que los hombres alineados tardaron un rato en dispersarse.

Ahora podré celebrar mi cumpleaños como corresponde, pensó Jason. Ni soñaba que un día volvería a pisar esa cubierta, en otro mar y en otro siglo.