Katerina leía en su habitación a la luz de un velón encajado en un quinqué en forma de mariposa, de cuerpo estriado y ojos turquesa. La cama era tan mullida y espaciosa que en ningún sitio como aquel podría echar más de menos a su marido. Una cacería de tigres. ¡Qué locura! Pero no se había sentido capaz de rechazar la invitación de su hermana mientras Fernando jugaba a ser cazador, hacía mucho tiempo que las dos no se veían, casi desde que nació Noa. Después, Rachel y Josef se instalaron en Jaipur y no habían tenido contacto más que por carta. Además, nunca habían sido unas hermanas muy unidas. Katerina no entendía por qué, pero desde niñas había habido entre ellas una sombra que no dejaba florecer esa estrecha relación que envidiaba en algunas de sus amigas. No existía ninguna razón en particular, o al menos ella no la conocía: le habría gustado no sentir que algo no terminaba de ir bien entre ambas. En realidad, siempre se habían ayudado, como cuando los padres de Fernando decidieron irse a Palestina y él llegó a dudar si seguirlos y Katerina sufrió tanto. Pero ahora, alojada en su casa de Jaipur, se encontraba muy a gusto.
Katerina se sobresaltó cuando oyó llamar a la puerta y dejó el libro sobre la mesilla. Enseguida, Rachel entró. Iba en salto de cama, con una bata de seda anudada a la cintura y unas zapatillas con pompón azul. Los grandes rulos con los que recogía su pelo bajo una redecilla le hacían parecer mucho mayor. Se acercó de puntillas y se metió bajo las sábanas.
—¿Qué estás haciendo? —le gritó su hermana.
Pero ella subió la tela por encima de sus cabezas.
—¿Recuerdas? —murmuró Rachel.
Katerina sentía un hormigueo en la oreja y también en sus sentimientos, al recuperar una complicidad que alguna vez tuvieron en un mundo que ya solo existía en sus recuerdos.
—Pues claro, ¿cómo se me iba a olvidar? Cuántas noches pasamos así, hablando de nuestras cosas. Tonterías, muchas veces, pero eran más divertidas cuando las compartíamos.
—Pues prepárate, que esta te va a gustar. Estoy segura.
—¡No me asustes!
—Que no, mujer, y baja la voz, que no nos puede escuchar nadie. Es un favor para alguien muy especial.
—A ver si te explicas, que me estás poniendo nerviosa.
—La maharaní me ha pedido algo muy atípico. Jamás lo habría creído de ella.
—¿La maharaní? ¿Esa estirada?
—No la conoces bien, Katerina, no puedes juzgar. Eso es lo que me has dicho tú siempre. ¡Quiere que la acompañemos a hacer un viaje!
—¿Un viaje? ¿Tú y yo? ¿Adónde?
—A conocer a Gandhi. Y no puede saberlo nadie. Tiene que ir con la escolta mínima, sin sus sirvientas y, sobre todo, sin que se entere el maharajá. Como Víctor ya está aquí con el fotógrafo de National Geographic y hacen noche en la haveli, ella planea agregarse mañana a su grupo, como si fuera una más.
Katerina se quitó la sábana de encima y se irguió.
—¿De verdad me estás proponiendo que hagamos las tres con el primo de mi marido un viaje de doscientos kilómetros de ida y otros doscientos de vuelta para acompañar a una consentida a conocer a un loco? ¿Es eso lo que me propones?
—Sí, bueno, más o menos.
Katerina se rio. Su hermana se relajó, al fin.
—¡Me encanta!
—Ya lo sabía yo. Por eso le dije que tú vendrías. Yo sola no me atrevería. Pero tampoco es como lo has descrito. Irá con parte de sus guardaespaldas, todos de incógnito, vestidos a la europea y sin mucho bombo. Ellos jamás la delatarían, son eunucos. Sus eunucos, ya me entiendes.
—Pues no, no te entiendo, ¿qué significa eso, Rachel?
—La verdad es que no sé bien ni si en realidad serán eunucos o no; ella los llama así y yo no tengo nada que objetar. A mí todo esto de la corte me viene un poco grande, para qué te voy a engañar. Mira que me he leído y releído el protocolo, pero siempre hay una regla o una excepción que me lo cambia todo. Además, Naisha es una persona muy peculiar. Salimos mañana por la mañana, en dos coches: en uno, nosotras con el chófer y un guardaespaldas; y en el otro, Víctor, el fotógrafo y algún eunuco más de esos. Parece que Víctor va a aprovechar para hacerle una entrevista, algo así como «Las ranís se emancipan». Por supuesto, a cara cubierta para que no se sepa cuál de las miles de ranís que debe de haber por todo el país ha hablado. Haremos noche en Gangapur y regresaremos al día siguiente. Víctor saldrá de allí después para reunirse con Fernando en Ranthambore.
—Pues menuda emancipación. Esa raní es un poco infantil, ¿no?
—Katerina, esa raní tiene veinte años y cuatro hijos. Y pasa su vida metida entre cuatro paredes, o veinticuatro, pero paredes al fin y al cabo.
—En fin, no seré yo quien la juzgue, Rachel. Me parece una excursión muy interesante. Iré de mil amores.
Pasar unas horas observando a Gandhi fue una experiencia sublime para todos. Ese faquir sedicioso que subía medio desnudo las escaleras del palacio del virrey, tan menudo y parsimonioso al hablar, con una expresión de beatitud en el rostro y un mudra de paz en las manos, tenía millones de seguidores. Pero era una persona como todas. Solo su empeño por perseguir la justicia lo diferenciaba en algo. El interés por independizar a nuestro país del Imperio Británico lo había llevado a manifestarse muchas veces de forma pacífica, a numerosas huelgas de hambre y, ante la negativa del Gobierno de Londres para conceder a la India ni siquiera un estatuto de autonomía al estilo del de Australia o Canadá, a embarcarse en una campaña de desobediencia a las leyes de la Corona. Abandonó su casa y, seguido de decenas de discípulos y periodistas, recorrió trescientos kilómetros a pie, hasta llegar al océano Índico, donde tomó en las manos un poco de agua. Aquello fue el pistoletazo de salida. La fabricación y el comercio de la sal eran monopolio de Gran Bretaña, pero millares de indios imitaron a Mahatma, evaporaron agua del mar y consiguieron la sal cada día a la vista de todos, sin temer las represalias de las leyes. Muchísimos fueron encarcelados, pero ellos continuaban desobedeciendo y siguiendo el principio fabuloso de no violencia del Bapu. Gandhi pasó nueve meses en la cárcel, pero sus seguidores lo apoyaron hasta que el virrey tuvo que reconocer que, o los mataba a todos, o no podía evitar que decenas de miles de indios se opusieran al privilegio comercial británico.
También Katerina y Rachel habían regresado de su encuentro con Gandhi extasiadas, conscientes de haber conocido a una persona inmortal, con un espíritu universal.
—Que sí, que lo es. Si no, a ver cómo puede explicarse lo que ha conseguido. Que es un santo. ¿No has visto cómo andaba? Si parecía que no pisaba el suelo, Rachel, era como si diera pasitos sobre el aire. Y cuando te miraba, ¿no te daba la sensación de que te podía ver por dentro? He tenido ganas de bajar los ojos y acercarme a que me tocara la cabeza con las manos, de verdad; quería que me perdonara los pecados.
—Yo estoy de acuerdo con tu hermana, Rachel. Ese hombre es un santo. Extremadamente inteligente, pero santo.
Víctor, sentado entre las dos, asentía con la cabeza mientras daba la razón a Katerina. La raní se encontraba enfrente, sola en un sillón de elevado respaldo y mullido cojín. Era extraño verla vestida a lo occidental, con una falda color berenjena por debajo de las rodillas, botas altas, una blusa clara abotonada hasta el cuello y el pelo recogido en una coleta. También con ese atuendo Naisha resultaba extrañamente hermosa, pero, al mirarla, Katerina concluyó que en realidad eran sus vestiduras de seda y pedrería las que la convertían en una maharaní, alguien a quien sus súbditos odiaban, temían y amaban por igual. Para algunos, una diosa. Los cuatro guardaespaldas, recios como altas cúpulas, no se habían separado de su lado más de una brazada durante todo el día. Y Víctor no había osado acercarse demasiado a ella ni siquiera cuando la entrevistó, un rato antes de sentarse a cenar en ese hotel donde pasarían la noche antes de que las mujeres regresaran a Jaipur y él se reuniera con su primo Fernando en el Parque Nacional de Ranthambore.
La raní se levantó y sus eunucos se movieron todos a una para anticiparse a su siguiente acción.
—Señores, me voy a retirar. Ha sido un día muy largo. Pero antes quiero agradecerles a todos que me hayan permitido acompañarlos. Sin ustedes, no habría podido cumplir este sueño. Tiene razón, Katerina, Gandhi es un mahatma, un alma grande. Lo que nosotros, los hindúes, conocemos como gurú: un maestro, un guía. Solo los occidentales se asombran de que alguien como él tenga ese halo de espiritualidad. En la India, muchos otros tienen esa aureola. Es la luminosidad de su interior que se escapa por sus vísceras y llega a todos los que tenemos la suerte de encontrarnos con él. Gandhi hará grandes cosas. Estoy convencida de ello. Llevará a mi país a la independencia. Sí. Y yo me alegraré, aunque algunos crean que no debería. Buenas noches.
Katerina, Rachel y Víctor se despidieron de Naisha y presenciaron cómo se alejaba del salón seguida por sus cuatro perros falderos, fornidos pero sumisos ante una mujer que era la mitad de alta y de corpulenta que ellos. Rachel se levantó a continuación.
—Pues yo voy a secundar su idea. También estoy muy cansada. Ha sido un día con muchas experiencias muy interesantes. Katerina, ¿vienes?
Su hermana miró a Víctor, que tenía una copa llena en la mano. Le pareció de mala educación dejarlo solo. Negó con la cabeza.
—Como prefieras. Pero recuerda que mañana saldremos temprano. La raní no quiere que reparen en su ausencia. Víctor, ha sido un placer conocerte un poco más. Espero que coincidamos de nuevo en el desayuno.
Víctor le cogió la mano a Rachel y le besó el dorso. Era un hombre guapo, aunque sin estridencias. Lo justo para encandilar con una chispa algo pícara de los ojos, intensos como la magia de un país en el que convivían Devas, mendigos y maharahás.
En el salón del hotel solo quedaron ya otros dos huéspedes indios, con turbante y trajes occidentales de buen corte y excelso planchado y almidonado. Hablaban bajo, sin que se les oyera más que alguna palabra suelta a pesar de encontrarse a poca distancia de Katerina y Víctor.
—¿Te apetece que salgamos al jardín? Hace una noche preciosa. Pasear un rato antes de acostarnos sería un remate maravilloso para un día que ha tenido mucho interés, ¿no crees?
La mujer pensó si aceptar la invitación. Al fin y al cabo, él era primo de Fernando. No quería ser descortés. Se levantaron y atravesaron el portón que daba al jardín. A ambos lados, a la luz de farolillos sobre columnas de mármol rosa, las bignonias azules mostraban grandes flores que la luna teñía de plata y las estrellas de noche. Dos murciélagos pasaron raudos cerca de ellos. El aire olía a mojado, aunque en el cielo iluminado por la esfera observadora de los mundos no se apreciaba ni una nube. Víctor ofreció su brazo a Katerina y echaron a andar despacio. Desde allí, no se veía el final del inquietante recinto ajardinado del hotel, que ocupaba una antigua haveli de un noble indio venido a menos por culpa de las nuevas leyes británicas.
—Es curioso este país, ¿verdad? Tiene tantos contrastes que resulta difícil entenderlo. —Víctor se aproximó al rostro de Katerina para hablarle.
Ella deseó que se separara. No se había dado cuenta de cuánto tiempo llevaba saliendo acompañada por su marido. Ya no estaba acostumbrada a hablar a solas con ningún otro hombre. Sin embargo, le contestó acercándose un poco más: no quería comportarse como una mojigata.
—Sí, pero ¿es posible entender algún país? Siempre hay diferencias, nosotros también seremos enigmáticos para ellos.
—Y mi primo Fernando, ¿qué opina de la India? Supongo que le fascinará, al menos sus tigres. —Víctor miró a Katerina de una forma extraña que ella no llegó a interpretar.
Qué diferente era ese hombre de su marido. Podían ser primos pero no tenían nada en común, ni en el físico ni en su forma de ser. Durante todo el día, le había parecido muy directo, incluso impertinente a veces, demasiado seguro de sí mismo. Y era varios años menor que Fernando, atlético, muy moreno, parecido a Arjuna, el joven príncipe guerrero, de quien cualquier madre podría sentirse orgullosa. El marido de Katerina, sin embargo, a pesar de la herencia compartida con Víctor de sus abuelos españoles, era rubio y de piel clara como la harina de castañas e igual de dulce, y en los últimos años había perdido la figura que antes siempre se había esforzado por mantener. Katerina sintió una punzada de nostalgia al pensar en sus ojos, grises y sinceros, y en sus manos anchas y suaves, que tan bien la conocían.
—Fernando no suele hacer estas cosas. Es la primera vez que nos separamos. Si te digo la verdad, también se animó porque tú ibas a estar aquí, para reunirse contigo unos días. Es un hombre muy familiar.
—Y muy afortunado.
Ella se soltó del brazo de Víctor y se tocó los brazos. La rebeca que llevaba resultó muy fina, de lana cruda demasiado calada. Él se le volvió a acercar.
—¿Tienes frío? —No esperó la respuesta de Katerina, se quitó la chaqueta y se la puso por encima de los hombros.
—¿Por qué crees que Fernando es muy afortunado? Él habla muy bien de ti. Admira tu trabajo. Siempre le ha apenado que todos andéis tan desperdigados por el mundo.
—Él tiene una mujer como tú. Por eso es muy afortunado. Yo nunca te habría dejado sola. Mucho menos con alguien como yo.
Víctor le acarició el rostro y le cogió una mano. Se la besó. Katerina se sintió desconcertada. También, para su sorpresa, halagada: hacía muchos años que ningún otro hombre demostraba interés por ella. Todavía seguía siendo una mujer hermosa. Los años le habían conferido una belleza más serena, como el reflejo de la luna alumbra en el fondo del pozo los pececillos de colores.
—Nunca he visto unos ojos que miren como los tuyos, Katerina. ¿No te lo han dicho antes? Son como el lago donde me bañaba de niño, muchos se ahogaron en él, pero todos seguían arrojándose a sus aguas. Eres tan hermosa que cualquier hombre sería el más feliz del mundo viviendo a tu lado.
Katerina no se ruborizó, pero retiró la mano. Habían llegado al final del jardín, a su alrededor solo había sombras que se perdían en la tapia de la finca. Se habían alejado demasiado del salón y la haveli ya no se divisaba. Varios faroles con velones encendidos sobre estacas cortas alumbraban el camino de vuelta, en un sendero de luces a media altura que parecían volar.
—Debemos volver, Víctor, se está haciendo muy tarde y mañana tenemos que salir temprano. Ya has oído a Rachel.
—¿Nunca lo has engañado? ¿Cuándo os casasteis? Creo recordar que yo aún no había empezado a trabajar. Vuestra boda fue muy sonada, algo insólito teniendo en cuenta que mis tíos son judíos y tú no. Hace mucho tiempo ya de aquello. ¿No quieres sentir un placer diferente?
Katerina sintió que un escalofrío jugaba con su piel. Se separó un poco más de él y dio un paso hacia las luces.
—¿A Fernando? Por supuesto que no. Nunca. Vamos adentro, por favor. Tengo frío.
Él la tomó del brazo, le puso la otra mano en la nuca y la besó en los labios. Katerina intentó separarse, pero él no la dejó, entonces cerró los ojos y se encontró devolviendo ese beso inesperado. Traidor. Cuando Víctor se separó, ella bajó la vista y le habló en voz baja.
—Lo lamento, esto no debía haber ocurrido.
—No lo lamentas, deseas sentir mucho más. Sabes que quieres venir conmigo. Mañana desapareceré, no debes preocuparte de eso, y nadie sabrá nada. Solo tú y yo. Solo tú sabrás que sigues siendo la mujer más deseada y la más hermosa, como cuando te vi la primera vez.
—No sabía que te había causado esa impresión.
—Porque estás acostumbrada a causarla. No soy sino uno más de los hombres a los que has hecho perder la cabeza. Fernando es afortunado. Y odiado.
Él volvió a intentar besarla, pero ella lo abofeteó.
—No. —Katerina se giró y echó a andar.
—¿Estás segura?
—Me voy a mi habitación. Y haré como que todo esto no ha sucedido. Fernando no sabrá una palabra de que le has faltado así al respeto, pero tú no volverás a acercarte a mí. ¿Has entendido?
Víctor arrugó el ceño con un mohín infantil que le hacía aún más atractivo. La noche que esperaba pasar no era la que empezaba a imaginarse. Se dio cuenta enseguida de que solo se había equivocado de objetivo. Lástima que hubiera sido demasiado tarde. ¿O quizás no? Pero tenía que ser ella, al menos en primera opción; ella, la bella mujer de su maravilloso primo y precisamente por eso. Exhibió la más seductora de sus sonrisas.
—No te enfades. Siento haberte ofendido. Está claro que me equivoqué contigo.
Katerina se detuvo y lo miró con dureza.
—¿Es que no tienes respeto por nadie? ¿Ni siquiera por tu primo?
—Por supuesto, lo respeto tanto, mi bella Katerina, que quería cuidarte como él lo habría hecho. Y lo siento mucho, pero no puedo obligarte a vivir. Aunque te aconsejo que no me dejes a solas esta noche. Estás a tiempo, aprovecha la oportunidad. Intuyo que será mejor para ti.
—Yo ya vivo como quiero, Víctor. Siempre he decidido dónde quiero estar. Y ahora no deseo seguir aquí.