Diwali llegaría muy pronto, el decimoquinto día de la quincena oscura de karttika, esta vez en el mes de octubre. Desde unas semanas antes, Asha pensaba en reconciliarse con Neeja. Había pasado demasiado tiempo y faltaba poco para que abandonaran esta vida. No quería que llegara ese momento sin haberla perdonado. Solía meditarlo mientras recogía las boñigas de su viejo buey, las amasaba en forma de tortas y las pegaba a las paredes para que se secaran al sol. Luego las apilaba con cuidado frente a la puerta de nuestra casa. Asha tomó un poco del estiércol para limpiar y dejar listo nuestro hogar como merecía la ocasión, el Festival de las Luces, la bienvenida del nuevo año. En ocasiones, también empleaba las tortas como combustible para cocinar o calentarnos, o se las ofrecía a otros si en algún momento nos hacían falta unas rupias. Siempre se vendían bien. Los dalits se ocupaban de recoger hasta el último excremento de vaca que cayera al suelo, pero el buey era nuestro y su boñiga también. Por ahora, Asha no necesitaba más ayuda que la mía. Pero últimamente le dolían mucho los riñones y tenía que pararse cada poco tiempo para recobrar el aliento porque sentía como si el pecho se le hubiera encogido y a menudo le faltaba el aire.
Tal vez debería haber utilizado parte del dinero que había ganado ese año en una vaca cebú que pudiera parir otro buey, pero no compraba nada si para ello debía pedir al prestamista. Prefería ahorrar y tener todo el dinero en su mano; así, guardando un poquito cada vez que le sobraba, le había ido bien y así seguiría. Lo hacía con el grano y el aceite, con las rupias, incluso con las tortas de estiércol. Solo debía aguantar un poco más. Volvió adentro. El curry de pimientos que había dejado al fuego cocinándose con ghee estaba casi preparado. La boñiga ardía con una llama lenta y limpia, que duraba mucho. La mejor para preparar el dahl, que me encantaba. A mi lado en el suelo, sobre un paño de algodón, varios de mis dulces preferidos esperaban su momento: til ke laddo y pheeni. También leche de coco y shubat.
Sin embargo, de nuevo Asha había llegado a la conclusión de que la diosa de la prosperidad Lakshmi tampoco la favorecería especialmente ese año. Continuaba sin ser capaz de aproximarse a Neeja. Seguirían siendo enemigas. Y enlazaba nudos en la cuerda que iba cortando en trozos mientras visualizaba en su mente las arrugas en la frente y en la comisura de los labios, la nariz prominente y la barbilla puntiaguda de la odiada vieja, para más tarde dejárselos dispersados cerca de su casa y así mantenerla a raya, mientras Neeja llegaba a idéntica conclusión. Ambas eran igual de tercas. Les venía de familia.
—Abuela, ¿me darás dinero esta vez para comprar fuegos artificiales? Te prometo que tendré mucho cuidado y no me haré daño.
Asha había empezado a enroscar con mimo el algodón alrededor de varios cordones cortos. Después empapaba las mechas en aceite y las iba colocando en platillos de barro que dejaba alineados cerca de la puerta.
—Hoy prefiero que encendamos juntas las lamparillas, Lila. Llegarán igual de lejos y nuestra felicidad en el tiempo que empieza será para las dos la misma, tan prolongada como el camino que recorran. ¿Me ayudas a adornar el altar? Debemos contentar a Lakshmi. Tampoco esta noche seré capaz de reconocer lo bueno que tiene tu abuela Neeja y la diosa ya debe de estar harta de mí. Pero podremos ponerle flores y ofrecerle incluso algunas rupias. Este año nos ha ido muy bien en el bazar, debemos agradecérselo.
—Pero a mí me gustaría encender fuegos y petardos con los otros niños, abuela. No lo he hecho nunca.
—Debes quedarte, Lila, esta noche es muy especial. Créeme. Tenemos que estrujar el tiempo y prepararnos para la nueva vida. Sobre todo tú, mi pequeña mochuela blanca.
—¿Cuándo vas a dejar de llamarme así?
—Pronto, Lila, muy pronto. O tal vez nunca, ya veré. ¿Me prometes que intentarás estar cerca de mí? Este Diwali lo recordarás siempre. Nunca te pido nada, pero hoy me gustaría tenerte a mi lado.
Yo no había olvidado que había quedado en reunirme con Rahul y con Bhumika. Esa noche todos nos escapábamos de nuestros quehaceres y la estricta vigilancia se adelgazaba entre la felicidad y la esperanza compartida. En cuanto se apagara la hoguera de la pira de trapos, hojas, leña y maleza que los niños llevábamos días amontonando en la calle ancha, en el centro del pueblo, y los tambores dejaran de resonar, nos buscaríamos en la orilla del río. Echaríamos al agua barcos de papel con las lamparillas encendidas y, juntos, los veríamos alejarse. Pero no insistí, me acerqué a mi abuela y le besé los pies. Después me levanté y seguí ayudándola a adornar las paredes y el altar: todo estaría listo para la gran noche. Intenté enderezar las hojas de mango frescas que debían presidir la entrada de cada casa que quisiera recibir la visita de la diosa.
Asha metió una moneda de plata en un vaso, echó en él algo de la leche que había comprado por la mañana y esparció algunas gotas sobre las paredes. Al ordeñar la vaca, se había acordado de Anil. Él era quien se encargaba de eso cuando vivían juntos. El dueño del animal lo llevaba por las aldeas ofreciendo su preciado alimento y mi abuelo prefería ocuparse él mismo de recogerlo: era la única forma de asegurarse de que el líquido sabroso no hubiera sido rebajado con agua o pis. Seguro que las vacas no lo engañaban.
Me maravillaba el festival. Ni siquiera cuando era mucho más pequeña me asustaba de la algarabía que formaban los gritos agudos de la gente, los repiques de los tamborileros y los estallidos de petardos y fuegos artificiales, y recordaba bien las miles de lucecitas dibujando imágenes en el lienzo mágico de la noche. Todos llevábamos semanas preparándonos para celebrarlo. Era la ceremonia más hermosa, la que marcaba el final del año y el principio del siguiente, el símbolo de la necesidad del hombre de superar su infelicidad e ignorancia innatas e iluminarse con la luz de la verdad, el triunfo del dharma sobre el adharma. Hacía muchos siglos, el señor Ramayana del reino de Ayodhya se ausentó durante catorce años en busca del demonio Ravana, que osó raptar a su esposa, Sita. Al final, el bien venció al mal y consiguió matarlo: la luz prevaleció sobre la oscuridad. Según la leyenda, los habitantes de la ciudad llenaron las murallas y los tejados de sus casas con lamparitas y las encendieron para que sus brillos guiaran a su príncipe de vuelta a casa y celebrar así su regreso. En esos días, yo sabía que tenía que hacer un esfuerzo por ver lo bueno de los otros, hasta de quienes se habían portado mal conmigo. Y solía conseguirlo. Nos colocamos frente al altar y repetimos en voz baja el mantra:
—En la búsqueda del ser me entrego a Lakshmi, que otorga prosperidad. Aum.
Ya había comenzado a anochecer y nos dimos prisa en vestirnos con sendos saris que Asha, más emocionada aún que yo misma, había comprado al tejedor Chandresh, de magnífica seda y color rosa iridiscente. Asha me puso en la nariz un diamante en forma de lágrima de lluvia y me ayudó a enroscarme en la muñeca dos brazaletes de oro labrado. También me colocó dos anillos que bailaban en mis todavía menudos dedos. El frío desconocido del metal sobre mi piel se extendió por la palma y recorrió mi brazo como un rayo. Me quedé extasiada mirando a mi abuela y esas preciosas alhajas que no había visto jamás lucir en nuestro cuerpo. Ella anudaba sobre su tobillo un golsus de plata cuyas cadenitas tintineaban. Sus brillos confundieron a la luna.
—Esto es para ti. No debes olvidártelo cuando te vayas. Y cierra la boca antes de que se cuele en ella una mosca.
—Muchas gracias, abuela. Son muy bonitos.
—Serás muy hermosa. Ya lo eres, una nieta digna de un maharajá. Pero yo no podré dejarte mucho más que estas joyas. Esto es lo que he conseguido reunir en toda una vida. Debes cuidarlas bien y no decirle a nadie que las tienes. A nadie. Déjate puesto el anillo más pequeño, pero guardaremos lo demás, podrías perderlo.
Asha me ayudó a quitármelas y las guardó en el cofre de metal que custodiaba todos sus tesoros: un velo de gasa blanca; un par de chogas; otras dos faldas de colores vibrantes, las mejores que tenía; una túnica roja de seda; y el sari con incrustaciones que había usado hacía muchos años el día de su boda. También el turbante y el dhoti que llevaba su marido, y una diadema de plata que le había regalado su familia paterna al concertar su matrimonio. Acarició un momento la larga tela roja. Pero enseguida la dejó y cerró con llave. Asha pensaba a menudo en Anil: ¿se acordaría él de sus ojos como ella de los suyos?, con un amargo dulzor que comenzaba a extenderse desde el vientre y se bifurcaba por las manos hasta salir de su cuerpo a través de sus retorcidos dedos.
¿Se habría desarrollado para llegar a su unión con Dios? Cada alma no se creaba al concebir el cuerpo físico sino en el mundo de existencia más elevado de todos, el Sivaloka, y desde allí tomaba formas cada vez más densas hasta que volvía a nacer en lo físico, en el Bhuloka. Así es como aprendían las almas. La de Anil se iba aproximando a su final de la travesía en el mundo físico. Pronto llegaría al moksha y se liberaría del ciclo de las reencarnaciones y de los tres malas.
Asha se miró en el espejito que guardaba junto con el peine y otros objetos útiles que había acumulado en su larga vida y se pintó el tika, se embelleció los párpados con kohl y luego me colocó flores blancas en el pelo. Unas lágrimas agrias le emborronaron la visión de la belleza diferente de su nieta. Antes de levantarse, se las limpió sin que yo la viera. Abrió entonces las dos puertas, la del minúsculo patio y la de la calle, y dejó a su lado sendas lamparillas empapadas de aceite mientras seguía repitiendo en voz alta el mantra. Prendió las mechas y me abrazó con fuerza, envueltas las dos por las sombras danzarinas. Permanecimos así unos minutos, sin decirnos nada, percibiendo ambas nuestro amor infinito y la unión de nuestras almas. Cuando nos separamos, rodeamos toda la casa con un círculo de candelas encendidas. El olor del aceite negro y pringoso nos picaba en la garganta, pero no nos importaba; esa noche todo adquiría una luminosidad ambigua en la que los espíritus de los ancestros se inflamaban. Muchos vagaban felices esperando la ocasión de tocar nuestras mejillas y transmitirnos su amor. El de Barathi lo había hecho antes, mientras Asha y yo nos abrazábamos. Se me iluminó el rostro y una excitación dulce me atravesó el cuerpo desde la frente hasta los pies.
Salimos a la calle. Todas las demás casas, las de los pobres y las de los ricos, también habían sido rodeadas por cientos de lucecillas y nuestros vecinos, vestidos con lo mejor que poseían, iban concentrándose poco a poco alrededor de la pira. Varios hombres blandían antorchas y con ellas la prendieron por los cuatro puntos cardinales. Un intenso humo negro comenzó a subir. Impregnado en él, se evaporaba el humor maligno de los demonios oscuros. Algunos lloraron. De cuando en cuando, un cohete irrumpía con sus aureolas de colores por encima de las copas de las palmeras. Los niños encendían cuerdas de patt-has y petardos que se abrían en dos como frutos secos al partirse y estallaban en chispas doradas. Los tambores solemnes repiquetearon muy despacio mientras las llamas se hicieron cada vez más impetuosas. Algunos hombres bebían ponche y las mujeres y los niños se enlazaron en abrazos largos. Los brillos de los golsus que las mujeres más ricas lucían en los pies deslumbraron a las estrellas.
Cuando las llamas de la hoguera empezaron a extinguirse, Asha me compró un palo de caña de azúcar. Las tiendas permanecían abiertas hasta bien entrada la noche; las buenas ventas predecían un próspero año entrante. Enseguida empecé a masticarlo mientras todos abandonaban los restos de la hoguera y se iban acercando al río para arrojar en él sus lamparitas. Las márgenes estaban repletas ya de muchos que se bañaban o se arrodillaban en sus orillas antes de dejar al arbitrio de las aguas la esperanza de un futuro más próspero.
—No, Lila, espera, no la lances conmigo. Esta vez tomaremos caminos diferentes.
—¿Por qué, abuela? Yo quiero que mi camino sea el tuyo.
—No siempre se puede elegir. Ven, siéntate a mi lado, mis piernas no aguantarán mucho más de pie.
Me acurruqué junto a ella. Cientos de luces flotaban en el agua, sobre las ondas oscuras del río parecían bailar al son del mantra más antiguo de la creación. A lo lejos, las casas se veían también iluminadas como chiribitas en los ojos.
—Lila, ¿por qué no me cuentas lo que te preocupa?
—¿Por qué dices eso? No me ocurre nada.
—Ya has olvidado que siempre te miro dentro. Sé que algo te sucede, pero lo que veo no puedo descifrarlo. Es algo que se me escapa. Dímelo y veré si puedo ayudarte.
—Fue el otro día, cuando fui a jugar con Noa. Me di cuenta de que también existen otros futuros.
—Cada uno tiene el futuro que su destino le marca. El tuyo no puedes saberlo ahora, nadie puede. Quizás debas abrir tus alas y volar. Pero la senda que te toque, deberás aceptarla, Lila, como se acepta el monzón y la sequía.
—Se acepta que la lluvia caiga con rabia y anegue los campos, pero mientras tanto, si podemos, esperamos en una casa construida en lo más alto. ¿Por qué nosotros apenas hacemos nada por resguardarnos?
—Esa pregunta no puedo contestártela. Los dioses deciden, nosotros tan solo podemos resignarnos a sus designios y vivir en paz. Ningún mortal vive del aliento que asciende y desciende. Vivimos de otro aliento en el cual ambos reposan. Aunque sí debo decirte algo: sufrirás hasta saber cuál es su decisión, pero conocerás el amor y la dicha, mi Lila amada. He cumplido bien con mi deber, ya estás preparada. Estás lista para lo que vendrá.
—Katerina, la madre de mi amiga sahib, me habló de una escuela para niños en Jaipur. No cuesta nada. ¿Crees que podría ir allí a aprender otras cosas?
—Aprenderás, Lila, aprenderás. No pienses más en ello. No será porque tú se lo pidas a la vida, sino porque la vida te lo pida a ti. Pero debes recordar siempre algo, Asha: ama, ama mucho, entrégate sin pensar en recibir. Y nunca llames más de una vez por su nombre al hombre a quien empieces a amar. Nunca. Así la maldición no podrá encontrarlo. Jamás debes olvidarlo, Lila
—Abuela, yo ya sé que me casaré con Rahul. ¿Has olvidado que me prometiste elegirlo para mí? Ya he dicho su nombre muchas veces.
—Y también sabes que mi lengua a veces es demasiado rápida. La elección está hecha. Solo cabe esperar. Como las luces de las lamparillas se inmiscuyen en las sombras de las aguas que siguen el fluir del río, la vida fluirá.