El momento del día que siempre esperaba con ilusión era el de los preparativos de la comida. Asha ponía en una pequeña vasija un puñadito de arroz crudo que, en la siguiente noche de luna llena, ofreceríamos a los pies de la diosa del templo para compartir con los que tenían menos. Al caer en ella, la cáscara del cereal hacía un ruido como de roce de alas de cucaracha. Pero cuando mi abuela lo limpiaba y lo cocinaba, sabía como si las alas fueran de faisán. Siempre servíamos comida también a Barathi y a los demás espíritus que pudieran acompañarla. Desde que yo había contemplado el bello rostro astral de mi madre la noche anterior a que el bazar se llenara de hombres gritando y corriendo ensangrentados, me alegraba mucho más de que mi abuela le diera también de comer.
Ella siempre repartía en tres escudillas de madera lo que tuviéramos, ya fuera una ración generosa o, la mayoría de las veces, tan raquítica que las porciones parecían bailar la danza de la vida sobre el fondo del recipiente: ninguno de los integrantes del conjunto se tocaban entre sí. Luego colocaba una de ellas frente a la figura del altar y salía un momento para dejar que las almas se nutrieran con la esencia de los alimentos. A mí, los restos físicos que luego se apresuraba a repartir entre las dos me parecían un manjar, incluso aunque ya hubieran sido despojados de su sustancia inmaterial. Y aunque por respeto habría debido esperar a que Asha terminara de comer para empezar a hacerlo yo, ella se saltaba esa norma, como muchas otras, y ambas comíamos a la vez.
—Abuela, tengo que preguntarte algo.
—Tus preguntas son siempre como la neblina de la mañana en la selva de la pantera: grises y escurridizas. Pero mejor que me las hagas.
—¿Por qué los extranjeros nunca son pobres?
—¿Y cómo sabes que no lo son?
—Viven en casas lujosas y compran comida que nosotros no podemos comer nunca.
—Pero tú no les ves el alma. No todos tienen una tan rica como la tuya. Ni tan luminosa.
—¿Y el alma se puede comer?
—No, pero si no tienes alma, de nada te vale comer cada día dhal con verduras, cocos bañados en leche con azúcar y almendras fritas. Nada de eso te alimentará porque siempre serás infeliz. El árbol no niega su sombra ni al leñador. Pero deja de preguntar y sigue comiendo, que hace mucho calor y quiero echarme un rato. Los huesos me crujen hoy como los cuernos de dos vacas chocando entre sí. Esta tarde no iremos al bazar.
—¿Puedo ir yo a la ciudad?
—¿A la ciudad? ¿Y qué harás allí? ¿Otra vez la niña europea?
—Me pidió que fuera a verla más veces. Quiere que juguemos juntas. Y tú me aconsejas que ayudemos a quienes nos piden ayuda. Recuerda que su madre me dijo que podía volver cuando quisiera.
—No debes creer todo lo que te digo, a veces mi lengua se mueve más aprisa de lo que debiera.
—¿Puedo ir? Conozco el camino y Bhumika vendrá conmigo. Quiere ver a la niña blanca. No se cree que quiera ser mi amiga.
—¿Tu hermana tiene el permiso de su padre para ausentarse de su casa? Es extraño. Hay mucha faena estos días.
—Se ha hecho daño en una mano. Ahora no puede trabajar y anda enredando por el taller. Ayer estuve jugando con Rahul y me lo contó.
—No sé si la sahib querrá de verdad admitiros en su hogar de nuevo. Creo que ya has ido demasiadas veces, incluso te echan de menos en el bazar. Aunque esa mujer miraba de otra forma y, además, ¿qué podrías perder? Pero ¿por qué quieres seguir yendo? La luna y el sol no pueden ser amigos.
—Pero siempre van en busca el uno del otro. Y yo solo quiero jugar con ella mientras esté aquí. Volverá pronto a su casa al otro lado del mundo, como todos los niños blancos, pero ¿qué mal hago en conocerla?
—Ve, pero prométeme que regresaréis mucho antes de que el sol se ponga y buscad a Rahul para que vaya con vosotras. Ya es casi un hombre, tan leal y tan piadoso como lo era su abuelo. Y recuerda lo que te he contado sobre los niños mendigos. Sé que no quieres terminar con la lengua cortada y con muñones en lugar de tus hermosas manos, pequeña mochuela blanca, mendigando para otros en las ghats que se hunden en el río de alguna ciudad lejana. Confío en ti. Sé que no te acercarás a nadie de quien no te fíes y que solo permanecerás en sitios concurridos.
—No debes preocuparte, abuela. Conozco bien la ciudad y por dónde debemos ir. Yo nunca te dejaría sola.
La aldea donde vivían mis hermanas estaba tan solo a tres bananos de mi casa. Siempre se me escapaba una sonrisa cuando descubría a algún aldeano mirando al cielo en cuclillas que me anticipaba la cercanía de las barracas. El intenso hedor a excrementos me recordaba durante un buen trecho que debía mirar bien dónde pisaba. Al verme entrar en su casa, mis primas y mis hermanas se abalanzaron sobre mí. Reían como la brisa entre las copas de las palmeras. Pero solo a Bhumika le permitieron salir. Besé los pies de Neeja antes de irme con mi hermana y su padre me saludó con ternura, como siempre. Ella había heredado los ojos profundos de nuestra madre Barathi, pero la segunda mujer de Sagar tenía las manos más ágiles y las piernas más largas y él ya no se acordaba de su mirada. Además, como había predicho Asha, ya podía dejar de sufrir por su afrenta: su nueva esposa le había dado dos hijos varones que crecían fuertes y altos como espigas.
Enseguida encontramos a Rahul: jugaba con un montón de críos junto a varias casas de adobe. Casi todos iban medio desnudos y los gritos de unos corriendo tras los otros se expandían por encima de las techumbres de hojas de palma. Dos cerdos pardos salieron de detrás de una choza y los persiguieron hasta que un anciano los reprendió desde el umbral del camino y todos se alejaron entre una algarabía de chillidos. Me reí al verlos y le di la mano a mi hermana.
—Los niños tienen siempre ganas de correr tras los animales —le dije.
Bhumika los observó con gesto altivo.
—Por eso yo voy a casarme con nuestro primo Shauri. Él ya no juega como un tonto.
—¿Ya ha arreglado padre la boda? ¿No iban a casar solo a Bhuvi? Lleva meses presumiendo de que le quedaba poco. ¿Cuándo será?
—Cuando llegue el verano, en la época propicia. Nos casaremos juntas en la misma ceremonia. El abuelo Ashram lo ha decidido así. Solo iban a casar a la tonta de nuestra hermana, pero consiguieron encontrar otro marido para mí y así las ceremonias serán mucho más baratas. Ya lo estoy deseando, por fin tendré mi propio hogar y dejarán de regañarme.
—Pero ya no podrás venir a jugar conmigo. Te echaré de menos, Bhumika.
—No se puede tener el sol y las estrellas. Pero siempre podrás venir a verme. La familia de nuestro primo no vive lejos de aquí, tan solo a medio día de carro. Y él será un buen marido. Ya lo he visto una vez.
Bajé los ojos. Estaba a punto de llorar, aunque me contuve a duras penas. Mis hermanas, todas mayores que yo, pensaban que seguía comportándome como una cría.
—No me lo habías contado.
—Todo el mundo está muy atareado con los preparativos. No puedes imaginar la de faenas que se acumulan: avisar a los invitados, preparar los regalos de la dote, buscar los músicos…, un violinista, un flautista, el del armonio, un tamborilero… Y la comida…, no me imaginaba que podía juntarse tanta. Bhuvi me ha enseñado el depósito que madre había estado reservando para nuestras bodas. Neeja lo ha continuado llenando: dhal, ghee, arroz, hojas de betel y nueces de areca, tabaco de mascar, tarros de aceite, incluso paan. Tendremos la mejor boda que nadie podría desear. Incluso se servirá jarabe de azúcar, cocos limpios sobre los que no se haya respirado y dulces. Créeme, no he podido ir a verte para contártelo. Hoy me han dejado salir porque me caí y no puedo mover la mano y padre no quiere que llegue a casa de Shauri dañada. No sería de buen suegro. Pero no te pongas triste, ya verás como tardarán poco en concertar tu matrimonio.
—Shauri es casi tan viejo como padre. A mí no me gusta. Y la abuela Asha dice que soy demasiado pequeña aún para casarme. Tú también lo eres, solo tienes un año más que yo.
—Tú qué sabrás… Es cierto que eres muy pequeña, todavía no entiendes. El corazón en paz ve una fiesta en cada aldea. Es bueno que él sea mayor, así podrá darme mejor de comer. Ese es el deber del esposo. Y Asha está loca. Siempre anda ofendiendo a nuestra familia. No sé cómo puedes vivir con ella. Yo quiero casarme. Estoy harta de que la mujer de padre me diga lo que tengo que hacer. Casi siempre está enfadada y nos pega. Además, me gusta nuestro primo, es alto y fuerte. Y se ríe mucho. Si esperamos demasiado para elegir marido, a los mejores enseguida los eligen otras.
—No digas eso, Asha no está loca. Solo sabe cosas que otros no pueden ver.
—Está loca. Y si tú le sigues haciendo caso, terminarás como ella. Ningún hombre juicioso te querrá y acabarás sola, sin marido ni hijos. Serás una vergüenza.
—Yo ya sé con quién voy a casarme, Bhumika, pero no será ahora. Quiero vivir con la abuela más tiempo. Me da igual lo que digas de ella. Lo que diga todo el mundo. Pero deja ya de hablar como una vieja y anda más rápido, que creo que Rahul no nos ha visto y tiene que venir con nosotras.
—Rahul, Rahul. Siempre Rahul. Aquí tienes a tu Rahul.
Él se aproximaba despacio. Me fijé en su porte: estaba muy delgado y sus muslos eran demasiado finos para sus rodillas tan robustas. Se colocó frente a nosotras y me sonrió. Sus ojos de abubilla se cruzaron con los míos un instante, pero yo retiré la vista. El ambiente sofocante se mostró en mis coloreadas mejillas. Los otros niños jugaban con piedras que dejaban caer a sus pies. El que formaba la figura más curiosa, ganaba.
—¿Estás segura de que esa niña nos recibirá? —preguntó Rahul—. ¿Sus padres no nos echarán? ¿Cuándo se ha visto algo así? No puedo protegerte si sigues haciendo siempre cosas imprevisibles. Me vuelves loco. La hierba no puede crecer debajo de las vacas. Cuando nos casemos, dejarás de correr por ahí.
—Si no lo creyera, ¿os haría ir hasta allí? No soy estúpida. Solo quiere salir a jugar. La llevaremos al lago de los caimanes. Ella tendrá comida para darles. Vive en el palacio del maharajá, seguro que puede conseguir lo que desee.
—Si es tan tonta como todos los niños ingrese, es capaz de caerse al lago. Verás cómo nos metemos en problemas.
Rahul arqueó las cejas. Muchas veces no podía entendernos. Su flequillo negrísimo le hacía cosquillas en los párpados. Echó a andar. En las manos llevaba un palo con el que iba golpeando en la tierra. La arena caliente saltaba al ritmo de sus pasos. El polvo del camino también quemaba al respirar, pero apenas lo percibíamos; era el polvo de siempre, más agradable incluso que el hedor y la elevada temperatura de la esencia de la muerte: el olor de la madera y la carne carbonizadas en cualquier pira funeraria. El calor aún podía soportarse, pero el sudor nos caía en gotas gordas por la frente y caminábamos casi todo el rato con la vista puesta en el suelo. Poco a poco, las chabolas y las escasas edificaciones enlucidas de la aldea fueron difuminándose a nuestras espaldas.
—Rahul tiene razón, Lila, quizás sería mejor llevarla a otro sitio menos peligroso. Y además, ¿van a dejarla salir o quieres sacarla sin el permiso de su madre? ¿Has pensado cómo vas a pasear a una niña blanca sin que le ocurra algo malo? Hasta nosotros debemos tener cuidado. En la ciudad, no debemos acercarnos a lugares donde no haya mucha gente. Desde que los británicos prohibieron que los rajás tomen a su servicio a los hijos de los más pobres, lo que los necios extranjeros llaman esclavitud a pesar de ser una buena costumbre de nuestros abuelos, las mafias de mendigos se los compran para ponerlos a pedir. Pero también los roban. Ahora hay tantos que les cortan las manos o la nariz para que den más lástima y los extranjeros y los ricos les den más dinero. No deberíamos acercarnos a Jaipur.
—Ella no es inglesa. Es de un lugar llamado Praga. Y hemos ido solas a la ciudad decenas de veces, Bhumika, sabemos dónde debemos estar. Asha también me ha advertido. Pero los bandidos jamás se atreverían a raptar a una niña europea. La Policía no se queda ciega para los europeos, solo para los indios. Mira lo que llevo. —Deshice el fardo que llevaba bajo el brazo y exhibí un pequeño sari rojo y un pañuelo para la cabeza—. Se le ocurrió a Noa, ella se lo pondrá y saldremos cuando su madre piense que los dos hermanos están acostados. Después de comer, siempre les obligan a descansar dos horas. Ellos nunca trabajan, tienen sirvientes. Y se aburren mucho y suelen escaparse con los hijos de sus criados por el ala de las cocinas. Nos lo pasaremos muy bien, ya veréis. Es una niña muy divertida. No parece sahib.
—Yo voy. No puedo perderme esto.
Rahul se adelantó. Aprovechaba cualquier ocasión para servirme de guía. Se sentía ya mi dueño. No muchas veces le concedía yo esa oportunidad, aunque él sentía que debía protegerme siempre. Para eso era el hombre y yo la mujer.
—Los dos estáis locos —dijo Bhumika—. Pero yo también voy, alguien tiene que cuidar de vosotros. Soy tu hermana mayor. Y tengo curiosidad por ver a una niña de pelo de oro que quiere ser amiga de una hindú.
Pasamos cerca de la laguna del palacio de Jal Mahal, sus aguas susurraban colores de felicidad a la tierra triste. Un pastor esperaba que uno de sus camellos terminara de beber. Los ojos de ambos se parecían: lóbregos y turbios como el fondo de las aguas. Pero el animal aparentaba ser más feliz.
Jaipur era también un animal feliz: un elefante pintado de colores que elevaba su trompa y barritaba antes de comenzar a andar. La ciudad rosa, levantada sobre el lugar en el que siglos antes se había desecado un lago, nunca descansaba. A medida que nos acercábamos al centro, el bullicio se intensificaba. Innumerables personas se movían de un lado a otro: algunas escuálidas, sucias, con la cara y el pelo embadurnados de pigmentos chillones, sin destino ni futuro; muchas más transportaban mercancías sobre sus cabezas, en carros tirados por bueyes, en bicicletas o arrastrándolas directamente sobre la tierra en cajas o cestas. Frutas, tejidos, vestidos, pañuelos, túnicas y colchas, sábanas y almohadas, alfombras de lana y seda de dibujos hermosísimos, durris, madejas de algodón de fuertes colores, miles de flores en cestones para las ofrendas…
Cuando llegamos a la haveli donde se hospedaba Noa, dejé a Rahul y a Bhumika resguardados bajo la sombra de un magnolio exuberante. Una familia de monos se aproximó en busca de comida pero, al ver el palo de Rahul, se sentaron a esperar.
—No tardaré. Veréis como tengo razón.
Llamé a la colosal puerta blanca y un sirviente con turbante rojo y dhoti claro me saludó con un namaskaran y me acompañó hasta el inmenso salón. Enseguida me sirvió un té con menta y luego se perdió al final del inescrutable corredor que llevaba a la otra ala del palacete. En segundos, Noa apareció trotando.
—¡Lila! ¡Cuánto me alegro de que hayas vuelto! ¿Me traes eso?
—Namasté.
Junté las palmas y me las llevé a la frente al tiempo que me inclinaba. Noa me imitó a regañadientes sin inclinarse demasiado.
—Namasté. Siempre tan educada. No sé por qué muchos se empeñan en decir que sois unos salvajes. Eres más amable y civilizada que la mayoría de mis compañeras del colegio de Londres. Es una pena que no vayan a creerme.
—Aquí tienes el sari. Pero preferiría que le dijeras a tu madre lo que vas a hacer.
—Estás loca. Entonces no podríamos salir de aquí jamás. Ella quiere conoceros, pero no tan de cerca. Gabriel ha estado fuera varias veces y no le ha pasado nunca nada. Tampoco me pasará a mí. Tú me cuidarás, ¿verdad?
—Verdad.
—Pues todo solucionado. Pero tenemos que esperar un poco. Mi madre está ensayando y quiere que la acompañemos, me ha pedido que te invite.
—Pero mi hermana y Rahul nos están esperando fuera.
—Diles que entren.
—No sé si querrán.
—Querrán. Se lo pido yo. Vamos.
Noa me agarró de la mano y me llevó casi a rastras hacia la puerta. Otro sirviente la abrió de nuevo y salimos. Bhumika y Rahul bajaron la vista cuando vieron a Noa aparecer delante de mí.
—Preséntamelos.
—No saben hablar inglés.
—Ni yo rajastaní. Namasté. Me llamo Noa —les dijo sonriéndoles y enseguida se volvió a mí—. Diles que vamos dentro, que voy a darles de merendar.
Noa se aproximó a ellos, los abrazó y les dio un beso en la mejilla. Él se apartó enseguida, ninguna mujer debía tocarlo en público, pero no dijo nada. Noa los agarró de la mano y, mientras yo les explicaba adónde íbamos, nos hizo entrar en la haveli y nos condujo al cuarto donde su madre estaba tocando el violoncelo. Al vernos entrar, Katerina se detuvo y nos sonrió. Llevaba el pelo suelto y ninguno de nosotros pudo dejar de admirar sus ondas. Los rayos del sol en un mediodía turbio.
—Veo que me traes más visitas de las que esperaba, Noa. Tienes que avisarme si vas a hacer algo así. Somos las invitadas de la tía Rachel. Aunque seguro que no te importará recibirlas, ¿verdad, cariño? Tan solo son dos niños más. Gabriel y Noa se encuentran muy solos aquí, necesitan compañía. —Katerina sonrió a su hermana, quien le devolvió una sonrisa menos efusiva y luego se hundió un poco más en la gran butaca de seda rosa—. Continuaré entonces.
Ni yo ni Rahul ni Bhumika habíamos oído jamás tocar un instrumento como ese. Nos quedamos inmóviles durante toda la interpretación, con las tazas de té que acababan de traernos en la mano, sin dar ni un trago a pesar de que el calor del camino nos había secado el paladar y la lengua. Cuando Katerina terminó, Rachel comenzó a aplaudir y a lanzar vivas a su hermana.
—No es para tanto, Rachel, no exageres. Además, aquí la madera se reseca mucho y las cuerdas no suenan bien.
—Es tan hermoso… Me recuerda tanto a nuestra casa, cuando tocabas allí para papá y mamá. Los echo tanto de menos… Me has hecho llorar. Pero no soy la única. Mira, Lila también está llorando.
Katerina se acercó a mí. En mis ojos bailaban los verdes y los amarillos.
—¿Qué te ocurre, cielo? ¿Estás bien?
Yo seguía llorando sin decir nada. Rachel me limpió con un pañuelo suave. A una orden suya, un sirviente con turbante blanco y mostacho negro me trajo un vaso de agua que no probé.
—Dinos qué te pasa, por favor. No creo que lo haga tan mal como para hacerte llorar, ¿no, cielo?
—Es una música hermosísima, señora. La más bella que he oído.
—Es Ravel. Emociona. Pero muchas gracias, nunca nadie había reaccionado así ante mi música. ¿Quieres aprender a tocar?
Rachel se levantó de golpe de la butaca y zarandeó el brazo de su hermana.
—¡Katerina! ¿Qué estás diciendo? ¿Es que siempre tienes que meterte donde no te llaman?
—Mujer, yo podría comenzar a enseñarla. Aún pasaremos unos meses aquí y quizás Fernando acepte la oferta del maharajá.
—¿Y también vas a llevártela contigo cuando regreséis a vuestra casa en Praga? No seas egoísta, hermana, no le enseñes a esta niña una forma de vida que no tiene nada que ver con la suya y que tendrá que olvidar en cuanto desaparezcas. Ella tiene su destino aquí y en él no cabe la música clásica ni un violoncelo. Sabes que no me gusta ni siquiera que haya estado viniendo a jugar con Noa, y tú, como siempre, haces lo que te da la gana. Pero esto ya sería ir demasiado lejos. No puedes dejarte llevar por la compasión, Katerina. Hasta Gabriel está extasiado con ella, ¿es que no te has dado cuenta? Cada vez que viene, no tiene ojos para nada más.
—Es cierto, tienes razón. Es que me ha emocionado. Es una niña tan despierta. Le pediré disculpas.
Me puse delante de ella y le hablé, intentando que mi inglés sonara perfecto.
—No se disguste por mí, señora, su música es muy bella, pero en mi corazón hay otras muchas melodías hermosas. La guardaré junto a ellas. Y le agradezco su ofrecimiento, pero tengo que ayudar a mi abuela Asha, no podría venir tan a menudo como sería necesario para aprender a tocar.
—Eres una niña muy inteligente, Lila. Estoy segura de que llegarás lejos. No podré enseñarte a tocar, pero quizás sí pueda ayudarte a que aprendas a hacer alguna otra cosa. ¿Has oído hablar de la Escuela de las Artes de Jaipur?
—¡Katerina!
—Deja ya de hacer de mala. No lo eres. Cuando estuvimos de visita, vi que había niñas allí, pocas, pero alguna había. Ella podría tener otro futuro si pudiera aprender a hacer algo. El maharajá corre con todos los gastos de esa escuela. Son muy pocos niños, pero puede que a Josef lo escuche y ella pueda entrar.
—Ellos son felices, a su manera. Es su cultura, no creo que pase demasiado tiempo hasta que los británicos les dejen recuperar su país, Gandhi y Nehru tienen mucha fuerza y, si consiguen unir a los hindúes y a los musulmanes, antes o después lograrán la independencia. Y, Katerina, en este país, las mujeres no estudian, mucho menos si son pobres.
—Sí, si son protegidas por la raní. Las he visto, y tú estabas conmigo, Rachel. Te repito que había niñas en esa escuela. No me vengas con que tenemos que respetar su modo de vida. Lila podría vivir de otra forma si estudiara algo, incluso en este lugar en el que hay más manos que mendigan de las que sueltan unas rupias. No me digas que ya te has insensibilizado ante lo que ves cada día. ¿Por eso no sales de este palacio? Su abuela se ocupa de ella, solo tendrías que conseguir que la admitan.
—Katerina, estás juzgando lo que no conoces. No es buena idea entrometerse en el modo en que viven los demás. ¿Es que no vas a cambiar nunca? ¿Qué te crees que eres? ¿Qué sentirías si otros juzgaran tus costumbres y tus creencias? Tu marido es judío. Deberías haber aprendido algo sobre eso. Imagínate que alguien le intentara decir que no debe educar a sus hijos en la Tora o que eres peor que los demás porque celebras el Sabbat. Debes ser humilde.
—Rachel, sabes que Fernando no es muy creyente. No celebramos el Sabbat ni ningún otro rito, sobre todo desde que sus padres se fueron.
—No hay forma, eres incorregible. En la Escuela de las Artes enseñan a esmaltar con oro, plata y latón, a confeccionar alfombras, a encuadernar y otras cosas así; no sé si es lo más apropiado para una niña. Pero tal vez podríamos conseguir que la dejaran entrar en el Maharaja College. Creo que estudian en inglés, según el sistema británico, pero también en sánscrito y en hindi. Y preparan a sus alumnos para entrar en la Universidad de Calcuta. Aunque no sé por qué me estoy dejando llevar por tu locura, ¿es que no puedes ir a ninguna parte del mundo sin tener que hacer de madre de alguien? A Fernando le va a dar algo cuando se entere de que te he seguido en todo esto. Además, aunque hay niñas que van a la escuela, casi siempre sus familias las sacan de allí para casarlas. Seguro que no servirá de nada.
—Solo te ruego que habléis con el maharajá. Pídeselo a Josef cuando regrese, que le hable él. Esas escuelas son gratuitas, Rachel. Debemos intentarlo.
Al cabo de unas horas, mientras caminábamos de regreso a nuestra aldea, les expliqué a Rahul y a Bhumika lo que entendí de lo que había ocurrido en el salón. Él no podía creer lo que oía. Y, encima, la tarde de juegos se nos había estropeado. La madre de Noa insistió en que nos quedáramos mientras tocaba varias piezas más y al final no pudimos salir de la haveli hasta que empezaron a encender las lámparas de gas en las salas y sus luces chispeantes se vieron también a lo lejos en las calles. Aunque al menos nos habían ofrecido unos pasteles cuyo dulzor aún nos rezumaba por la comisura de los labios. Incluso, viendo la avidez con que los devorábamos, nos habían animado a llevarnos algunos, que ahora Rahul intentaba comer lo más despacio posible para que ese placer insólito no se evaporara tan pronto de su paladar. Nunca antes había sentido tanta saliva brotando a borbotones en su boca. Pero a punto estuvo de atragantarse cuando yo le conté que la señora se había ofrecido a enseñarme a tocar.
—Esa sahib es una irrespetuosa. No sabe que una india decente no puede tocar un instrumento musical. Eso solo lo hacen las cortesanas.
—Las europeas lo hacen.
—Las europeas no cuentan, Lila. Ellas también fuman, beben y hablan y miran a los hombres como si fueran sus dueñas. No deberías ver más a esa niña. No me gusta. No es como nosotros. Ni siquiera sabía que no debe tocarme ni besarme. No es correcto.
—Ella no conoce bien nuestras costumbres, Rahul. No lo ha hecho con mala intención. Solo quería daros la bienvenida a su casa.
—Me da igual, no me gusta. Tú no eres igual que ella. No sé por qué no te contentas con estar con los tuyos. Tú te casarás conmigo. No con uno de ellos.
—No exageres, solo jugamos juntas. Me cae bien y me da pena. Está muy sola.
Busqué el apoyo de mi hermana, pero ella bajó la vista y no me miró cuando, por fin, dio su opinión.
—Si mi abuela Neeja se enterara… No es tan blanda como Asha.
—Pero tú no se lo dirás, ¿verdad, Bhumika? No quiero causarle problemas a Asha. No lo había pensado así. —Las lágrimas estaban a punto de emborronarme la visión, pero apreté los dientes y conseguí sobreponerme—. Solo jugamos. No hay nada malo en eso.
Rahul me dijo lo que Bhumika quería haberme explicado hacía tiempo, aunque se había callado para no molestarme.
—Los ingrese nunca traen nada bueno, Lila, ellos siempre terminan haciéndonos daño. Recuerda lo que pasó con la primera fábrica de algodón. Al final la aldea entera desapareció, todos tuvieron que irse de sus casas porque los zemindars prefirieron venderles los terrenos a los extranjeros que arrendarlos y ahora no queda ningún indio en la aldea. Ellos se lo quedaron todo. Se llevan lo nuestro, nos echan de nuestra tierra, nos prohíben seguir nuestras costumbres, se ríen del color de nuestra piel, de nuestros dioses y nuestros ritos.
—Noa no es inglesa. Y tampoco es así, Rahul. Ella es mi amiga, jamás nos haría daño. Bhumika, ¿tú crees que Rahul tiene razón?
—Yo no sé nada, pero creo que, si no te doblas con la hierba, terminarás quebrándote. Siempre es así. No te llenes de ideas raras la cabeza, ellos son distintos. Tienes que aceptarlo.