—Dadi…
—¿Sí?
—¿Y el abuelo encontró al final a la hija de Rosa?
—¿Tú que crees?
—Que sí, el abuelo encontraba siempre todo lo que se me perdía, hasta los calcetines. Seguro que encontró a la niña.
—Pues crees bien. Tardó unos meses, pero al final dio con ella y la llevó con su madre. Las dos se quedaron a vivir en Sevilla, en Lora del Río. Allí Rosa empezó a trabajar como maestra y al poco tiempo se casó con el párroco, que en el fondo era un poco rojo, como ella, y no tenía alma de cura.
—¿Y por qué no podías hacer magia para salvarte a ti misma? Eso no tiene sentido.
—Los occidentales eso no lo entendéis, sois muy pragmáticos. ¿Por qué todo tiene que tener sentido? ¿Acaso tiene sentido la vida? Al final, se muere, ¿para qué vivirla?
—Eso no lo entiendo, abuela. Casi nada de lo que has dicho.
—Claro, es normal que no lo entiendas. Si lo entendieras, me preocuparía.
—Tampoco entiendo por qué a ti no te pasó nada cuando salvaste al abuelo. ¿Por qué no te pasó lo mismo que a tu madre Barathi? ¿Era porque el abuelo no era bueno, porque había hecho daño a otros?
—¿Tú crees que tu abuelo no era bueno? ¿Es eso lo que crees? ¿No se portaba bien contigo? ¿No te quería más que a nadie? ¿No se tiraba al suelo para que te subieras sobre su pobre espalda como un elefante viejo y te llevaba de un lado a otro de la casa?, ¿no te contaba cuentos y te daba muchos besos cuando te ibas a la cama y él estaba contigo? ¿Tú crees que él no era una persona buena? ¿De verdad lo crees?
—Bueno, sí era muy bueno, conmigo sí, y con mamá también; podía haber pasado con él lo que pasó con tu padre, que se fue y no te cuidó cuando naciste.
—Pues claro que era bueno. A veces las personas buenas también hacen cosas malas, y al revés. Y sí, tienes razón, Elena, mi padre se fue. Pero él tampoco era malo.
—¿Y por qué te dejó? Nunca quieres hablarme de él ni de Barathi. Me dijiste que algún día me contarías lo que ocurrió. Ya soy mayor. ¿Es que no te has dado cuenta?
Acaricié el rostro de mi nieta y ella me sintió igual que si el roce hubiera surgido de las profundidades de un corazón vivo. Ya había llegado al principio.
—Mi padre era médico, uno muy bueno. Curó a mucha gente. Llegó a la India para trabajar en el hospital Mayo de Jaipur, para cuidar de otros que no tenían forma de pagar. Allí conoció a mi madre. Ella trabajaba en las cocinas, pero lo ayudó con su magia a curar a una mujer a la que él no conseguía sanar y entonces se enamoraron. Mi madre era muy especial. Y fue muy feliz con mi padre mientras pudo verlo allí, a escondidas. Por eso su marido mató a mi padre, la veía tan alegre que sospechó que lo estaba engañando con el ingrese al que sonreía en el hospital. Los hombres antes eran muy impetuosos y hacían esas cosas. Ella entonces le hizo revivir y nadie se enteró de que su marido había intentado matarlo y de que su nueva hija podía no ser de él. Con mi padre, Barathi fue mucho más feliz de lo que había sido jamás antes incluso juntando todos los trocitos de su vida. Pero él no llegó a saber que yo iba a nacer, ella no se lo contó. Después de devolverle la vida, le pidió que regresara a su país, para salvarlo del peligro que corría e impedir que su desgracia se repitiera. No le dijo nunca que estaba embarazada. Luego, hasta que yo nací, mi madre estuvo viviendo con mi abuela Asha y, cuando murió, su marido Sagar me dejó ir a su casa porque tenía miedo, había visto el poder de Barathi y la temía a ella y a mi abuela.
—¿Y por qué tu madre no quiso que tu padre se quedara con ella y contigo?
—Siempre haces preguntas muy difíciles de responder, pequeña mochuela blanca. ¿Por qué lo hizo? ¿Sabía ya que ella moriría? ¿Había visto en sus sueños cómo sería mi vida? ¿Podría mi padre haber hecho otra cosa? La verdad es que no lo sé. Mi madre no me lo explicó y a él no lo conocí, ni en el mundo astral en el que estoy ahora, ni en el mundo físico en el que despertarás mañana tú. Solo sé que no se es bueno o se es malo siempre, Elena, se actúa de un modo u otro según la ocasión y eso tiene un efecto, sobre ti y sobre los otros. Ese efecto puede cambiar el sentido en el que gira el Universo. Pero las lecciones no se aprenden con la experiencia de otros, se aprenden cuando las recita uno mismo. Ella sabía que, al revivirlo, podría sufrir un castigo, pero decidió ponerse del lado de mi padre y luego decidió seguir su camino sin él. Solo ella sabe por qué.
—Decidió salvar a tu padre igual que tú a mi abuelo.
—Sí, igual que yo. Yo también sabía lo que podía ocurrirme.
—¿Y por qué tú pudiste seguir viviendo hasta hace poco y ella no? Menos mal que sigues viniendo a verme desde entonces, porque yo me quise morir contigo y con el abuelo. Fue horrible lo que me hicisteis, moriros los dos uno después del otro, casi a la vez. Yo me quise morir también.
—Mi madre no creyó en su poder como hice yo. Creo que eso fue lo que me salvó. ¿Quién puede saberlo? O tal vez fuera que me di en vida a un forastero que consiguió reflejarse en el espejo de mi alma. Tu abuelo me vio siempre como una persona igual a él. Siempre. Y todos morimos antes o después. Los dos éramos muy viejos, habíamos vivido mucho. Vi y amé muchísimo más de lo que nunca pensé que podría. Tuve la gran suerte de cuidar y querer a tu madre y a tus tías. Y a ti. También a mí me costó mucho irme. Igual que mi abuela Asha, supe que tendría que dejarte sola y que aún no me había dado tiempo a prepararme. Pero ¿alguien está preparado alguna vez para dejar el mundo físico? Tampoco tuve tiempo suficiente para prepararte a ti. Tu madre hace mucho que ha elegido su senda, pero tú eres como yo, llevas la marca en tu vientre y no has renegado de ella. Yo sé que no lo harás. Todavía tengo que cuidar de ti. Aún no sabes todo lo que eres, necesitas quien te guíe en el camino de las brujas de la luna plateada. Por eso sigo viniendo a verte y vendré mientras tú lo desees y yo no te haya enseñado todo lo que debes aprender, y te contaré mi historia. La tuya. Lo haré en tus sueños, como ahora, pero vendré.
—Ya estamos como siempre, dadi, no me has explicado bien por qué tú pudiste seguir viviendo cuando nació mi madre y Barathi se murió cuando naciste tú si las dos habíais hecho lo mismo. Como siempre, abuela, que me dejas con las ganas de saber más cosas. Venga, cuéntamelo ya.
—A eso yo no puedo responderte, Elena. Solo sé que la magia, como la vida, siempre permite excepciones. También fue una excepción que Neeja no fuera castigada al usar la magia negra para matar a su hija y tener solo hijos varones. Ella solo perdió una gran parte de su poder, aunque no todo. Si naces siendo bruja, te mueres siéndolo. Y siguió viviendo como ella había decidido mucho tiempo, aunque ahora no sé si, al final, en realidad su camino terminó en el mismo lugar y solo varió su forma de vivirlo. Yo, por si acaso tenía que irme del mundo físico y moría al nacer tu madre, fui muy feliz con tu abuelo hasta ese momento e intenté prepararme por si mi cuerpo se deshacía. Mientras lleve otra vida dentro de sí, ninguna bruja de la luna plateada puede sufrir el castigo por haber infringido las Leyes de la magia; por eso sabía que, cuando mi hija naciera, ya sí podría morir. Pero dejé de temer a Neeja y me negué a despedirme de ellos, de todos mis seres queridos. Quizás eso me salvó. Y lo cierto es que a mí no me habría importado morir por tu abuelo; en realidad, sin él, no habría vivido. Además yo tengo ventaja: sabía que podía quedarme con vosotros todo lo que quisiera. Es lo bueno de creer en lo que yo creo, que puedes quedarte vagabundeando por el mundo astral todo el tiempo que desees; como estoy yo ahora aquí contigo, que eso del infierno es un rollo y, el cielo, ni te cuento. Pero yo vengo a verte cuando deseo o cuando me necesitas. Aunque lo más importante de todo esto es que tú hayas aprendido la lección.
—¿Que no debo salvar a alguien si se muere?
—No, eso no, que todas tus acciones tienen consecuencias, Elena. Y casi siempre se puede elegir de qué lado quieres ponerte.
—Sí, yo la he aprendido. También me lo dice mi madre cuando quiero hacer algo que no debo: que si me porto mal, me castigará. Lo que pasa es que eso no es cierto, muchos niños en el cole se portan mal y no los castigan a ellos solos, nos castigan a todos por su culpa. Lo llaman «castigo conectivo». Incluso, a veces, algunos se escapan sin que se dé cuenta la profesora y solo nos castigan a los demás, tontos, que nos quedamos. A mí no me gusta nada porque yo me porto bien y me da igual, también me castigan. Eso debe de ser también una excepción.
—Eso será un castigo colectivo.
—Bueno, pues será eso.
—Ya veo que lo has entendido. Es el karma, que no significa que estés predestinada, que tengas que ir a un sitio fijo. Eres libre de decidir lo que haces, si haces bien o haces mal. Los Vedas dicen: «Si siembras bondad, cosechas bondad; si siembras maldad, cosechas maldad». Todo lo que hagas en tu vida se acumula y se vuelve en tu contra o en tu favor.
—Pues claro. Todo eso ya lo sé, abuela. Y me parece bien, aunque no sé si será verdad. Mis amigas no se lo creen y mis amigas son muy listas. Dicen que Jaime nos pega a todas cuando quiere y no le pasa nada casi nunca. ¿Y cuándo piensas contarme lo de las maldiciones? No te creas que se me ha olvidado.
—¿Qué quieres saber de las maldiciones?
—Si son verdad o son mentira, si se cumplen o no.
—Bueno, la mayoría no se cumple. Otras sí. Que yo sepa, las maldiciones que se echan a las esmeraldas se cumplen siempre. La última que yo escuché mientras estaba viva fue la de una piedra muy grande que una maharaní de la India —ya sabes, como una reina de las de aquí pero de allí— había regalado a mi madrebís. Y esa maldición sí se cumplió. Aseguraba que todo el que vendiera la piedra sufriría la más horrible de las muertes y así fue hasta lo que yo pude saber. El último que la vendió, un nazi muy desagradable, se suicidó junto con su amante. El que se la había vendido al bisabuelo de la maharaní murió aplastado por un elefante tras una semana de horribles dolores; del pobre demonio a quien yo se la di y la vendió también supe que había tenido un horrible accidente en un autobús de línea que hacía el trayecto de Jerez a Madrid; y de los tres que le compraron la esmeralda a él y se la vendieron al nazi, dos de ellos, marido y mujer, murieron por culpa de una sífilis galopante que, para empezar, los dejó sin nariz y que, misteriosamente, ningún antibiótico pudo curar. El tercero, su hijo, también murió al poco tiempo, de un pelotazo en la cabeza mientras jugaba al ping-pong.
—¿Y eso es una muerte horrible?
—Depende de para quién. Para un hombre tan engreído como él, seguro que fue la más horrible.
—Dadi…
—¿Sí?
—¿Qué es una sífilis galopante?