Mi hija Maya nació una noche en la que los búhos se quedaron ciegos dentro de sus nidos. Abrió sus ojos, de un color tan parecido a la avellana tostada como los de su padre, en la Ciudad de México, en una pequeña villa encalada y rodeada de senderos ribeteados de tamarindos. Mauro se había recuperado enseguida de la herida mortal y, al principio, creyó que había sanado gracias a los cuidados de un médico a quien no llegó a ver y que había venido a la pensión mientras él se encontraba inconsciente. Y los preparativos del viaje al otro lado del océano se me habían hecho muy pesados. No nos quedó más remedio que acudir a Mariana para que nos ayudara a mover los hilos y obtener todos los documentos que necesitábamos si queríamos salir de España a tiempo. Aunque tanto ella como Rosa insistieron en que debíamos esperar a tener el bebé y ninguna entendió las razones de tanta prisa por reunirme con Katerina, Fernando y Daniella antes de dar a luz. Para agilizar los trámites, Mauro y yo tuvimos que casarnos. Él no me había pedido que me convirtiera en su esposa, no sé si por miedo a que, al ser marido y mujer, ya no pudiera pagarme cada vez que se acostara conmigo. A mí, la verdad, no se me había ocurrido reafirmar mi amor en ningún altar, ni hindú ni cristiano: tenía otras cosas en qué pensar, y una boda, por mucho que a mi amiga le entusiasmara, no estaba entre ellas.
Nos casamos un atardecer en una antiquísima parroquia a las afueras de Sevilla, con Rosa cantando habaneras cada vez que el cura nos daba un respiro y hacía el favor de callarse un momento; Mariana y Carmen enganchadas de la mano, pensando —yo lo sabía— en lo muchísimo que les gustaría estar en nuestro lugar, aunque no para demostrarle nada a Dios ni a los hombres, sino la una a la otra; y Mauro temblando de una emoción picajosa que se había adueñado de él desde que entramos en la pequeña construcción románica con santos hombres que oraban esculpidos entre gárgolas y otras formas de monstruosos animales imaginarios. En el cabecero, que miraba a oriente, hacia mi lejano país, las tres ventanas más altas que anchas dejaban pasar una luz tenue, casi de ocaso. Yo observaba las pinturas extrañas que colgaban de los muros, tan serias, tan diferentes de la alegría y la lujuria de las de los templos de mi niñez, y seguía sintiéndome traidora. Ni siquiera sabía bien qué hacía casándome a los pies ensangrentados de un Dios que se sacrificó por los hombres y al que no había tenido el gusto de conocer en persona hasta entonces, aunque sin duda sería algo más piadoso que mis abandonados dioses hindúes. Pero en los ojos de Mauro vi que él agradecía esa ceremonia: en cierto modo, lo reconcilió con su pasado; los únicos que lloraron al salir de la iglesia fueron él y Mariana. Yo eché de menos mis visiones de almas presas en el mundo en que alguna vez habitaron. Ya no veía más que a mis muertos. Intuía que, a medida que iba superando mis miedos, yo controlaba la magia y no era ella la que me controlaba a mí. Y no quise acudir a su poder para averiguar lo que mi recién estrenado marido no me había contado todavía.
A las pocas semanas de casarnos, en cuanto Mariana nos hizo llegar los papeles que yo esperaba con ansia mal disimulada y a pesar de mi tripa ya bien abultada, emprendimos el larguísimo viaje hasta aquel país nuevo en el que los hombres eran mestizos y sus ojos hermosos me parecían capaces de vislumbrar mi pasado y mi futuro.
Daniella me vio atravesar la cancela del jardín inmenso lleno de flores que olían como las largas guirnaldas de los templos de Jaipur, dejó el patinete en el suelo y salió corriendo a mi encuentro. Al contemplarla de nuevo después de tanto tiempo, me asaltó el recuerdo de algo que había ocurrido hacía muchos años, cuando todavía vivíamos en Praga. Gabriel aún no había muerto. Yo acababa de volver a darle a Katerina el bebedizo para que olvidara. Ese fue el inicio. Ella, aturdida todavía, no supo reaccionar cuando se encontró con Víctor. Nos dirigíamos a la Feria de las Flores de Námestí Miru. En la esquina de la plaza, Daniella se despidió de la Virgen negra y salió corriendo, aunque se detuvo de repente y nos esperó. Mis recuerdos volaron hacia aquel lugar lleno de gente. Olí el aroma de las flores amarillas de los parterres y los dulces de miel y frutos secos de los puestos ambulantes, y sentí el sol sobre mi piel. La niña tiraba de la mano de Katerina con insistencia.
—Mamá, mamá, ¿me llevarás?
—¿Otra vez, Daniella? Llegaremos muy tarde entonces.
—Pero si tenemos mucho tiempo… Solo un ratito, anda…, por favor…
Katerina miró la hora, todavía faltaban unos minutos para las cuatro en punto. El Ayuntamiento no quedaba lejos y el precioso reloj merecía el retraso. Aunque a la niña le interesaba mucho más la torre en la que vivían las princesas de todos los cuentos del mundo, la de la iglesia de Nuestra Señora de Týn, la más bonita de Praga entera. La del Ayuntamiento resaltaba igual, en negro sobre el blanco encalado del resto de la fachada, pero no era tan digna de servir como morada de ningún príncipe ni de ninguna reina; si acaso lo sería de un brujo o de una hechicera. Llegamos justo a tiempo: las figuras de madera de los doce apóstoles acababan de salir por las ventanas y se movían al ritmo lento de cada campanada, enmarcadas por la Vanidad, la Avaricia, el Turco. La Muerte. Daniella aplaudió al verlas bailar alrededor de las esferas: la de arriba con la hora y la posición del sol, de la luna y de los planetas; y la más baja con los meses y sus signos zodiacales.
—Vámonos a casa —dijo Daniella a nuestra madre al oído entonces.
—Pero ¿no querías ir a comprar flores? —le respondió Katerina.
—Ya no quiero. Vámonos a casa.
—No puede ser que nos marees así, ahora vamos y ahora no vamos. Tenías muchas ganas de que fuéramos al mercado. Iremos.
—Es que no quiero. No me gusta lo que vamos a encontrarnos.
Pero Katerina negó con la cabeza y no le hizo caso. Y yo no creí en mí ni en mi pequeña hermana que, no sé cómo, intuyó que debíamos regresar. En cuanto las figuras volvieron a esconderse, seguimos andando.
Sí, ese fue el inicio. Yo había venido a México a poner fin a lo que tampoco supe evitar aquella tarde en Praga cuando desoí a Asha de nuevo.
Volví de repente a la realidad, a ese México caliente, cuando Daniella dio un brinco y logró colgarse de mi cuello, con cuidado de no rozar mi enorme barriga. Se me saltaron las lágrimas. La quería como si fuera mi hermana de verdad. Como a mi propia hija. Sentí que me ahogaba. Respiré hondo. Ella seguía abrazada a mí. Empecé a dudar de que pudiera hacer lo que debía. Cuando me soltó, comprobé que había crecido mucho, su cara se le había alargado por la barbilla y ensanchado en la frente; y sus ojos estaban más abiertos, como si al mirar la vida desde otra perspectiva muy distinta en los últimos años, se le hubieran agrandado. También llevaba el pelo muy corto, casi a la altura de las orejas. Estaba radiante como solo los niños y los espíritus pueden estar.
—Es que así los chicos me respetan más. Con el pelo largo podían tirarme de las coletas —me dijo Daniella sin necesidad de que le preguntara nada.
Katerina y Fernando me abrazaron, aunque ella se retiró enseguida para limpiarse las lágrimas con un pañuelo que metió en su bolsillo antes de poner sus manos sobre mi abdomen y sonreírme. Fernando siguió abrazado a mí. Sentí el calor que te recorre por dentro cuando averiguas que una rama torcida se ha enderezado al fin. Y que todo está bien. Me besó con ternura.
—¿Cómo estás, hija? ¿Has tenido muchas molestias? No sé cómo te has atrevido a hacer un viaje tan largo en estas condiciones —me dijo él mientras me seguía acariciando la tripa en pequeños círculos—. Te queda muy poco para dar a luz, deberías haber esperado.
—No te preocupes, estoy bien. Y apenas he tenido molestias, aunque ahora ya me pesa mucho, como si llevara un saco de patatas colgado de los riñones todo el día. Pero es una sensación maravillosa, sentir una vida dentro de ti. Se mueve mucho, sobre todo cuando pienso en ella. Sé que pronto la veréis.
—Y toda la noche también debe de pesar como un quintal de patatas —añadió Mauro, sonriendo con una mezcla de orgullo y de miedo, como casi todos los padres primerizos—. Duerme de lado con tres almohadas: una en la espalda, otra entre las piernas y otra bajo la cabeza. Casi no quepo en la cama. Pero me encanta estar tan bien rodeado.
Se había vuelto a dejar barba y en sus ojos había sosiego. Yo se lo veía. No podía disimular su felicidad. Él creía que, juntos, habíamos vencido la maldición de Neeja. Aún no conocía la historia de mi madre y de mi padre, el castigo que yo podía sufrir por haber incumplido la Ley Universal, de la Vida y de la Naturaleza. Yo contaba cada segundo que pasaba a su lado; aspiraba cada olor; paladeaba sus sabores; retenía la más tenue caricia de sus manos o de sus labios, sus gestos y sus palabras. Mientras él dormía a mi lado, ajeno a mi temor del que le mantuve alejado, los revivía uno por uno, siendo consciente cada vez de que podía quedarme de vida tan solo las lunas que iban faltando para que mi hija abriera los ojos en el mundo físico. Katerina y Fernando abrazaron a Mauro. Lo recibieron como si fuera su propio hijo.
—¿Nadie va a decirme quién es esta niña tan guapísima?
Daniella observó muy seria a Mauro, que la miraba con verdadera curiosidad a pesar de conocerla bien. Yo le había hablado de ella un poco cada día.
—Yo no soy una niña. Soy la hermana de Noa. Me llamo Daniella. ¿Y tú eres el que le ha hecho esto a mi hermana? ¿Cómo lo has hecho? Dice Margarita, mi mejor amiga, que es algo parecido a la magia. Pero también dice que tener un bebé duele mucho, que se lo ha dicho su tía la fea, que tiene muchos hijos y una sola hija, y la conocen todos por lo mucho que habla. También por la verruga que le asoma al lado de la oreja. Da un poco de asco de lo grande que es. Y también dice que eso de la cigüeña es una patraña para niñas tontas. Como le duela, te vas a enterar.
—No te preocupes, solo le dolerá un poquito, yo me encargaré de que todo vaya bien. Te lo aseguro.
—Pues claro, yo te vigilaré. Que no se te olvide.
Daniella se abrazó a mi cintura y empezó a darme besos sobre el lugar exacto donde, dentro de mi vientre, mi pequeña hija tenía puesta la mejilla. Y parecía feliz. Muy feliz.
—No sabes cuánto nos alegramos de que hayáis podido venir para tener aquí a vuestro bebé, Noa —me dijo mi madrebís—. Estarás mucho mejor, así podremos ayudaros al principio. Luego ya decidiréis si queréis volver a España. Nosotros hemos pensado quedarnos aquí, al menos durante un tiempo. La familia que estuvo cuidando de Daniella se ha encariñado mucho con ella y seguirán en México una temporada. Y nosotros no queremos volver a España. Tampoco deseamos regresar a Praga.
Miré al suelo. El miedo a ponerme de un lado había desaparecido, pero algunos demonios no te liberan jamás. Continuaba temiendo que alguien pudiera descubrirme si me miraba a los ojos. Yo sí los veía a ellos. Mis padres ya habían conseguido recordar a Gabriel sin asfixiarse, aunque esa pena, igual que la de la pérdida de Noa, se agazaparía siempre en algún rincón de su ser para, a veces, volver. Pero al mencionar Katerina la ciudad de Praga, no la percibí. Quizás también porque yo misma sentía una profunda tristeza, había conseguido viajar para reunirme con ellos a tiempo, antes de dar a luz, pero tanta urgencia solo tenía un fin: despedirme. No era capaz de saber si se me agotaba el tiempo para ser castigada por devolverle la vida a Mauro. Y además, ¿realmente había vencido a Neeja? ¿O solo había demorado nuestra triste suerte? Quizás ambas respuestas estuvieran relacionadas. Ya quedaba muy poco para averiguarlo, en tan solo unos días se cumplirían mis cuentas y las de la matrona amiga de Rosa que se había empeñado en seguir mi embarazo en el hospital de Santa Fe de Sevilla. Allí todos habían aprendido ya a querer a esa mujer pequeña y alegre hasta en la adversidad, que se había quedado con las ganas de venirse a las Américas. Pero no pudo. Mauro había encontrado una pista sobre el paradero de Rosita y uno de sus compañeros en esa empresa loca la estaba siguiendo en Bilbao.
—No podía esperar más para volver a veros, Katerina. Estaba impaciente por pasar unos días con Daniella. —Intenté disimular la negrura de mis pensamientos al responder a mi madrebís. Miré a mi hermana—. ¡Cuánto te he echado de menos! No puedes ni imaginártelo, Daniella. Tienes que contarme todo lo que ha pasado en este tiempo. Desde el principio.
Conseguí reprimir la emoción que se apoderaba de mí. Intenté impedir que los recuerdos me asaltaran. Muchos eran demasiado dolorosos.
—Pues claro que puedo imaginármelo, me has echado de menos lo mismo que yo a ti. Con lo brutos que son casi todos los niños con los que vivía, ¡seis, nada menos! ¡Imposible dejar de vigilarlos ni un momento, Noa! Imposible. No saben la suerte que han tenido de que Gabriel esté en el cielo ahora. Si no, ¡pueden estar seguros de que él les habría dado su merecido! Aunque al final, conseguí que me respetaran: yo toco el violín mucho mejor que ellos.
Tuve que abrazarla. Me di cuenta de con qué facilidad hallan a veces los niños la fortaleza que los adultos no somos capaces de encontrar para superar las pérdidas más dolorosas. Mauro me dio un beso en la mejilla. Logré dejar de ver la cara de Gabriel mientras jugaba con ella por las tardes, junto al fuego de la chimenea en Praga, sintiendo un calor encendido en las mejillas y en el pecho y un frío doloroso en la espalda, en el lado del cuerpo al que no llegaba el fragor de las llamas en danza. Fernando se acercó a mí y me cogió de las manos. Me miró a los ojos y, de repente, me abrazó otra vez. Volví a percibir su cambio. Todos callamos. Cuando me soltó, estaba llorando. Miró a Daniella al tiempo que se limpiaba los ojos con los puños.
—Hija, tengo que contarte algo que parece un cuento de hadas. Luego, por la noche, cuando leamos juntos, recuérdamelo. Ya es hora de que lo sepas.
Supe que él ya había recordado quién era yo y quién no era. Y que eso no le había hecho daño. Sus lágrimas no habían sido de tristeza. Algo en mí, por fin, se apaciguó.
—¡Papá! ¡No puedes hacerme eso! ¡Cuéntamelo ahora!
—Es muy largo, seguro que prefieres estar con tu hermana, pero empezaré diciéndote que ella no se llama Noa. Se llama Lila. Y viene de un país muy muy lejano.
Daniella frunció el ceño. Katerina me miró y asintió con la cabeza. No me había equivocado, entre ellos todo estaba bien. Me alegré también por Fernando. Al recuperar en sus pensamientos a su hija de verdad, habría sentido un dolor intenso, pero esos mismos recuerdos habían ido aminorando la pena. Recordar era existir. Ni toda mi magia me había sido suficiente para aprenderlo antes, pero ya sabía bien que así era.
—¿Lila? Pero ¿te has vuelto loco, papá? ¿Cómo se va a llamar Lila si así es como se llaman las flores del paseo? Aquí, en muchos jardines, hay un montón de lilas pegadas a los tamarindos. Las flores de esos árboles caen sobre las lilas y entonces huele por todos lados al perfume que mamá se echa a veces, cuando salís al jardín por las noches y me dejáis en la cama, creyendo que estoy dormida. A ver, Noa, ¿de verdad no te llamas así? ¿Y por qué, si no te llamas así, siempre te hemos llamado así?
Daniella se plantó en jarras ante mí con la cara de requerir una explicación que los niños saben poner sin necesidad de que les enseñen.
—Sí, Daniella, Fernando tiene razón, me llamo Lila y nací en un país muy lejano, lleno de brujas, hombres y demonios.
—¡Buah! —me contestó ella elevando las cejas—. Como si eso fuera algo muy raro. Aquí también hay de eso, que me lo cuenta Margarita. A ella se lo cuenta su abuela. Pero es fácil evitar que te hagan daño: prueba a no mirarlos a los ojos. Haz la prueba, Lila, de verdad. ¡Uy! Qué raro me suena ese nombre… Cuando veas un demonio de esos, no lo mires y verás cómo se va y te deja en paz. Los demonios solo pueden hacer el mal si les hacemos caso. Eso dice la abuela de Margarita y yo siempre he hecho lo que ella dice cuando veo a alguien que parece un demonio y ¡mira!, aquí estáis todos, por fin, conmigo. Y nadie ha podido hacerme daño. Gabriel no está, pero eso fue porque yo no conocía aún a Margarita y no pude estar para ayudarlo. Ya he hablado con él de eso. En el cielo también está muy a gusto, no te creas.
Le sonreí. No supe si Daniella hablaba de verdad con Gabriel, pero me gustó mucho imaginar que no solo yo pudiera comunicarme con quienes amaba. Y podía ser que la solución fuera así de simple. Tan sencilla. Quizás si yo no me hubiera pasado toda mi vida creyendo en la fuerza de la maldición de Neeja, todo habría resultado de otro modo. Recordé a la gitana Remedios. Ella me lo dijo. La magia siempre tiene dos caras. Sentí a mi hija removerse dentro de mí. Tuve que sentarme. La piel me tiraba tanto sobre su cuerpo que a veces parecía que el vientre iba a resquebrajárseme. Yo sabía que ella quería salir, que tardaría apenas unas pocas noches más en abrirse paso hacia este mundo. Incluso podría nacer esa misma madrugada; las lechuzas llevaban días sin cantar y el aire olía a madreselva. A vida nueva.
Pero yo no quería morir. No podía abandonarlos todavía.
Daniella se sentó en el suelo a mi lado y comenzó a hacerme cosquillas en la tripa. El bebé dejó de moverse. Sentí que recibía el calor de la mano abierta de la niña y que le agradaba. Miré a mi hermana. Me gustó percatarme de que no solo había crecido en altura. Quizás ella tuviera razón: debía evitar que Neeja me siguiera atemorizando, ignorar el mal, seguir amando a quien me amaba. Creer en mi magia, en mi energía. Nunca había visto ninguna imagen que me mostrara ese futuro maldito, aunque sí había sentido la necesidad imperiosa de venir a despedirme de aquellos a quienes quería; sin embargo, en ese momento decidí no hacerlo. No me despediría de Mauro, de Daniella, de Fernando ni de Katerina. No me despediría de mi hija no nacida. Yo era una bruja de la luna plateada, tenía que vencer. Debía impedir que Neeja siguiera mirándome a los ojos.
Entonces sentí un retortijón por debajo del ombligo que me hizo retorcerme en la silla y un chorro de líquido cristalino que olía fuerte empezó a resbalarme por las piernas y se fue desparramando en un charco a mis pies. El agua de la vida. O de la muerte. Mauro se acercó a mí; me agarré de su mano. Le di las gracias. Había sido el único hombre que vio mi alma. El espasmo que recorrió mi vientre me partió en dos las entrañas.
Miré a mi lado: Asha y Barathi esperaban; sus rostros herméticos eran las sombras de la luna.