Las flores de karabi curan las almorranas

Cada día, después de purificar nuestros cuerpos, debíamos purificar nuestra casa. Yo remoloneaba siempre antes de seguir a Asha.

—Los que aman a Siva mantienen limpio su hogar para que los señores del mal y las fuerzas negativas no estén cómodas en él, Lila. Toma esta escobilla y barre, pequeña mochuela blanca.

Entre las dos, restregábamos minuciosamente cada rincón con estiércol y luego abríamos las puertas que daban al patio y a la calle y retirábamos los dos ventanucos para que los rayos del sol y el aire fresco revolotearan por el interior, buscaran los malos humores y se los llevaran. Ellos se iban contentos y dentro de nuestra casa de tierra y paja olía a espacio-sí, que era lo contrario a espacio-no, cuando todo estaba sucio y desordenado. En el espacio-sí se podía oír la risa de las paredes y de los suelos. Se confundía con la de mi abuela, aunque ella reía siempre más alto y con la boca muy abierta.

Cuando el hogar estaba limpio y libre de ánimas maléficas, nos esmerábamos por adornarlo. A menudo, unas flores o unos pétalos esparcidos por los rincones y ante el altar bastaban. La belleza está en nuestros ojos y no siempre podía estar más lejos. Sin embargo, en ocasiones especiales, decorábamos el suelo con dibujos rangoli en forma de rosas u otras flores. También nos gustaban los pavos reales y las mariposas. Mediante rayas continuas, para que los demonios no pudieran aprovechar los huecos de las líneas quebradas y entraran por ellas y se apoderaran de la casa, trazábamos las formas y luego esparcíamos especias, hojas o polvo de arroz de al menos cinco colores para rellenarlas. Los bellos dibujos permanecían allí hasta que se desintegraban en la tierra, aunque yo sabía que, en realidad, se los llevaban los espíritus buenos para embellecer también su hogar, porque ellos no sabían dibujar; me lo había contado Asha.

Luego, adornábamos a nuestra diosa preferida, la cambiábamos de vestido y le ofrecíamos flores, encendíamos velas y quemábamos incienso. Asha repetía a continuación las sílabas de los mantras del derecho y del revés. Yo no había sido aún capaz de aprendérmelos, aunque no dejaba de intentarlo. Me maravillaba ver a mi abuela cantando como dormida pero muy despierta, porque si se me escapaba la risa al observarla así o me despistaba persiguiendo con la vista una mariposa de alas atigradas, Asha enseguida abría los ojos, me reprendía con la mirada y volvía a comenzar. Al finalizar, echaba agua consagrada sobre las figuras y repetía los cantos mientras juntaba los dedos pulgar e índice y levantaba las manos. Solo cuando habíamos concluido podíamos ocuparnos en otras tareas que me parecían menos divertidas, pero en las que también me embarcaba con la felicidad de quien se sabe acompañada y querida en cada instante de su minúscula vida.

Ese día íbamos a ir hasta más allá de las rocas del Fuerte Amber, donde crecían las plantas de karabi. Sus flores rosadas se abrían por miles. Eran las que más me gustaban, mucho más que las blancas o las rojas. La última remesa de trabajadores de la curtiduría había traído de la mano —junto a las trifulcas a oscuras, las caricias furtivas y los tratos arreglados por mediación de las rupias recién cobradas— a numerosos aldeanos y a muchas más aldeanas contagiados todos de sífilis y algunos también de lepra, y las hojas puntiagudas y duras de karabi conseguían calmar el picor y el dolor, al menos al principio. También aplacaban otros males de la piel frecuentes en esos días en los que el tiempo era tan seco y pegajoso que los cerdos se revolcaban en sus propios excrementos para aliviar el calor y la sed.

Asha iba a aprovechar bien el paseo: el baba Ishaan había ido a verla la tarde anterior y ella se había comprometido a ayudarlo. Necesitaba una cura para las almorranas que llevaban días martirizándolo. Yo me había reído mucho escondida tras la falda de mi abuela cuando entró en la casa patizambo. Sus mofletes estaban demasiado sonrosados y su estómago mucho más hinchado de lo habitual, aunque el anciano indio desvergonzado siempre había tenido demasiada grasa en la barriga, tan bien alimentado estaba gracias a que todos acudían a él para pedirle dinero cuando tenían necesidad y él, gustoso, se lo prestaba a cambio de reclamarles siempre mucho más de lo que les ofrecía. Pero eso a Asha no le importaba, ella no juzgaba, solo hacía lo que sabía hacer, tanto en el bazar como en su casa. El viejo había ido a pedirle un remedio y ella lo ayudaría a deshacerse de esos molestos bultos rosas que le hacían andar igual que una gallina clueca, aunque sin plumas, y con grititos cual cacareos, como si el anciano estuviera intentando poner un huevo y no pudiera o, peor, como si ya lo hubiera puesto.

Hasta llegar donde el karabi crecía, tuvimos que recorrer un largo trecho por el camino que pasaba junto al extenso lago. En sus aguas se reflejaba el palacio de Jal Mahal, abandonado hacía muchos años por los muertos y también por los vivos, excepto cuando alguno deseaba saciar su sed. Hacía semanas que las flores habían brotado y cerca de las aldeas apenas quedaban; muchas mujeres utilizaban su jugo para envenenar a sus recién nacidas. Junto a las puertas de sus casas quedaban tirados los pétalos hervidos y exprimidos que nadie se había molestado en esconder mucho más que los pequeños cadáveres. Al rodear el imponente edificio invadido por macacos que ansiaban una sombra, Asha se detuvo. Sus ojos se quedaron fijos en la nada y la cabeza se le fue un instante. Durante un momento, no supo quién era ni dónde estaba y se tambaleó lo suficiente como para que yo me diera cuenta de que parecía a punto de caerse. Me abracé con fuerza a su cintura y le grité:

Dadi, dadi, ¿qué te ocurre?

Asha volvió a ver el agua turbia del lago, pero sus manos se le habían quedado tan frías como la mirada de los caimanes en el estanque.

—Tenemos que regresar enseguida. Tengo que ver a Denali.

—Pero, dadi, ¿no necesitabas las hojas y las flores para esta tarde? El viejo Ishaan volverá luego para que lo ayudes, ¿no lo recuerdas?

—Lo sé, pero ahora tenemos otras cosas más importantes que resolver. Hazme caso y camina deprisa. —Mi abuela avanzaba ya dando pasos de camello y, con cada uno, su rostro se ponía un poco más lívido—. No sé si llegaremos a tiempo.

—A tiempo ¿de qué?, dadi. ¿Qué está pasando?

Pero Asha cerró su boca añosa y, aplastada por las sombras de la sabiduría, me tomó de la mano y anduvo lo más rápido que sus piernas arrugadas, aunque delgadas y fibrosas aún, le permitieron. Dos vacas se habían apostado frente a la puerta de la chabola de Denali y nos miraban con parsimonia, pero mi abuela las apartó de unos manotazos en las orejas y varios tirones del rabo. Dentro, la mujer cocinaba ante el fogón, con el altar a su espalda en una esquina y un bulto de paja amontonada en otra.

—Denali, ¿dónde está tu hijo Mishka?

Namasté, Asha. Sé bienvenida a mi hogar. ¿Por qué preguntas? Mishka salió a jugar esta mañana con sus hermanos. Estarán por ahí, zascandileando, no hay un árbol que el viento no haya sacudido. Hace meses que no cae agua y los campos están sedientos. No pueden trabajar.

—Tienes que mandar a por él enseguida, le oigo gritar. Está en peligro. Vamos.

—No puede ser, sus hermanos habrían venido a avisarme. ¿Estás segura?

—Como que te llamas Denali y tienes siete hijos, todos varones. Sus hermanos mayores lo han dejado solo y se ha caído a un pozo. Llora.

La mujer se llevó al instante las manos a la cabeza y sus gritos traspasaron mi mente; parapetada tras mi abuela, yo la observaba. Era joven aún y su bindi rojo a la altura del sexto chakra, el de la sabiduría, brillaba entre sus enormes ojos umbrosos. Al escuchar los gritos, varios hombres entraron. Denali dejó de chillar y se acercó con rapidez a uno de ellos, el más anciano, y le besó los pies. Él le tocó la frente.

—¿Qué te sucede? ¿Qué puede ver el ciego aunque lleve en la mano la mejor lámpara? Habla, antes de que te quedes tú sin voz o yo sin oídos.

Entre las lágrimas, ella le contó con aspavientos de pantera madre.

Baba, Asha ha venido a avisarme de un mal de Mishka, debemos hacerle caso e ir a buscar al niño.

Asha se acercó a ambos y miró a Denali a los ojos, enrojecidos como el polvo de Madrás.

—Estáis tardando mucho. Mishka os necesita ya. Aún está vivo.

El viejo olfateó a mi abuela. Olía a verdad. La conocía desde hacía tanto tiempo que no podía recordar si alguna vez no había estado allí. Si ella hablaba, debían escucharla.

—Guíanos, tu instinto es certero y tus palabras no engañan nunca.

—Deja de alabarme y mueve rápido tus posaderas, el niño no aguantará mucho. Lo veo en un agujero muy hondo de donde no puede salir.

Atraídos por los gritos, muchos hombres se habían acercado a la chabola. También algunas mujeres y niños. Los adultos hablaban entre sí en una retahíla de voces agudas y los críos se apostaban sus tesoros, varias piedras blancas y lisas, a averiguar quién había muerto. Cuando el abuelo de Mishka explicó que debían seguir a Asha enseguida para buscar a su nieto, niños, perros, monos y viejas corrieron tras ella, que se había vuelto medio ave por arte de bruja. Pero al pasar junto a la casa de Neeja, esta salió y les espetó desde su puerta.

—¿Adónde vais tan apurados? ¿Es que acaso algo se quema? No tenemos ningún incendio desde que los porteadores quemaron las barracas de los zemindars porque no se las querían alquilar a un precio razonable.

—Asha nos guía, dice que Mishka está en peligro —le respondió el abuelo del niño.

—Me sorprende que hagáis tanto caso a esta pobre vieja. El crío estará enredando por ahí, como todos los que son de su calaña y tienen su brío.

—No hay tiempo para esto, Neeja —le replicó Asha sin mirarla—. Si hablas, procura que tus palabras sean mejores que el silencio. Seguidme o el niño morirá.

Neeja se rio.

—Qué bien te hace tenerlos a todos amedrentados. Buenas rupias te sacas después, a costa de su estupidez y de su miedo. Pero a mí no me engañas.

—Hacedme caso, el niño os llama. Puedo sentirlo —insistió Asha.

—Eres una mentirosa, deberíamos untarte la cara con boñiga por intentar que vivamos en el temor. Algún día yo lo haré, si los demás no se atreven.

Asha miró a la madre de Mishka y la tomó de las manos. Le habló bajito; sus palabras robaban el sosiego.

—Denali, si no me crees, no vayas, pero te traerán a tu hijo muerto. El pozo donde se ha caído está junto al estanque de los caimanes, en el camino antiguo de Jaipur, el que cortan ahora las vías del monstruoso tren.

Los hombres más fuertes y rápidos tomaron la dirección que Asha les había indicado mientras las mujeres quedaron rezagadas con los niños que no fueron capaces de seguirlos.

Yo no dejé de observar a las dos ancianas; cada día que pasaba, sus ojos se sostenían la mirada un poco menos. Neeja escupía el odio que sentía hacia Asha con cada grito.

—¡Vieja mentirosa! No puedes vivir sin saber que los demás te temen, ¿eh? Basta ya…

El baba de Mishka las agarró por los hombros como si fueran dos gallinas de pelea y estuviera a punto de soltarlas para que se desplumaran entre sí.

—Siempre estáis igual, quién os ha visto y quién os ve. ¡No puede haber tanto que os separe! Arreglad de una vez vuestras diferencias y dejadnos vivir en paz. Neeja, eres libre de no creer a Asha, pero el que puede estar en peligro es mi nieto. Guárdate la lengua y cómete tu bilis, y escupe la duda cuando sea alguien de tu propia sangre el que corra el riesgo.

Neeja se cobijó bajo el dintel de la puerta de su casa, la única de madera de palo de rosa que había en la aldea. Asha se acercó y aproximó su cara a la de ella; le habló en voz baja, acercándose mucho a su oído.

—Tu alma está negra, igual que tus manos. Negras de haber renegado de ti y de los tuyos. Deberías ocultarte en lo más recóndito de tu cueva y no salir de allí nunca.

Neeja se apartó y la miró de frente. Era un toro bravo. Se carcajeó con desdén.

—¿Tú te miras alguna vez a un espejo? ¿Te ves en las aguas del río? ¿En algún lugar donde se refleje tu imagen? Has envejecido, todos te han abandonado, solo esa niña que debió morir al nacer te acompaña, sobrevives porque sabes engañar a la gente ¿y te permites darme consejo? Me respetan y vivo mejor que tú. ¿Por qué debería creer que puedes instruirme?

—Te respetan porque no saben verte dentro como te he visto yo. Pero tu karma te perseguirá. Violaste la Ley Universal y pecaste contra el ahimsa y tendrás que pagar por ello. En alguna de tus vidas lo harás.

—No sé de qué me hablas. Yo cumplo mis obligaciones. Todos lo saben. También los dioses.

—Tus poderes fueron lo menor que perdiste, Neeja, lo peor fue que renunciaste a la fuerza de las mujeres de la luna plateada, a la bondad para ayudar a otros.

—Cada uno debe ayudarse a sí mismo, vieja loca. No hice nada que no hagan muchas cada día, es ley de vida, es ley de muerte. Y no sufrí ningún castigo. No siempre ocurre. Yo fui más fuerte.

—Tú podías haber vivido de otro modo, no eras como las otras, eras como yo, como Barathi, como Lila. El precio que pagaste por tu ambición sigue siendo muy alto.

—Volvería a saldarlo igual. Yo no necesito lo mismo que tú, Asha. No me arrepiento.

Pero Neeja agachó la cabeza. Había veces en las que sí se arrepentía, cuando echaba tantas cosas de menos que le dolían los ojos y el pecho: las risas; los abrazos; las canciones al bajar a lavar al río todas juntas con su madre, su abuela y sus tías; el hormigueo en el vientre, sobre la marca de luna, cuando las dos hermanas jugaban juntas a ver en el otro lado, siendo muy niñas aún, mucho tiempo antes de que todo cambiara. Pero esa añoranza se le pasaba pronto y entonces observaba a su alrededor y todo estaba bien, tenía muchos hijos varones y su fortuna crecía cada luna un poco más, incluso podrían mudarse a una casa más grande, de ladrillo si quisieran, en el otro lado de Jaipur, donde las inmundicias del alivio de las personas y animales que vivían en la ciudad no llegaran flotando a veces por el río y los pájaros no hubieran dejado de cantar al escuchar llorar a los que agonizaban protestando por primera vez o por última. Pero se resistía a cambiar de sitio el taller donde tallaban las piedras para las joyas, no fuera a variar su suerte. Quizás más adelante, cuando hubieran ahorrado un poco más.

No pasó mucho tiempo antes de que encontraran a Mishka, a punto de desfallecer en el pozo que Asha había indicado. Se oyeron los gritos de alegría de los que regresaban a la aldea y los primeros niños llegaron corriendo a dar la nueva. Neeja miró a Asha con desprecio, pero ella me tomó de la mano y nos pusimos en marcha otra vez en nuestro camino diferente.