Flores de jara

Armando Iglesias nunca había sabido lo que era el miedo. No al menos antes de aquello. Cuando salió a todo correr de la pensión, sin decidir siquiera adónde lo llevarían sus pies, terminó poniendo rumbo a la estación de Santa Brígida. En la taquilla, pidió tartamudeando un billete para Madrid, uno que le permitiera viajar en el primer autobús de línea disponible, cuanto antes mejor. Se lo arrebató de la mano al taquillero, mientras su bostezo llegaba hasta el punto más álgido de apertura de su boca, en la que faltaba casi la mitad de la dentadura, por lo demás perfecta, y con sus dedos regordetes contaba los tres duros con cuarenta y seis. Invadido por un sudor frío, Armando se sentó a esperar en el desvencijado banco de madera, al cobijo de la única sombra en la plaza de María Magdalena a esas horas, la que dibujaba la línea enhiesta de la torre de la parroquia del Cristo de las Angustias. Miró los detalles impresos en el pequeño papel que significaba su huida con el rabo entre las piernas. Rabo de demonio con tres puntas y todo, pero rabo al fin y al cabo. Como por arte de maldición, había conseguido el último billete del coche número sesenta y seis que saldría en treinta y tres minutos en punto —sí, seguro que en punto—, que llegaba de Jerez. Consiguió que el corazón dejara de latirle tan deprisa solo después de convencerse de que no volvería a verme. Miró el cielo: presagiaba lluvia. Las nubes se movían rápidas en una marea de tonos de gris.

—¿Me permite un pitillo?

Armando le preguntó ya con la voz entera al hombre sentado a su lado. Acababa de abrir su caja de tabaco picado y las hebras marrones, con olor a tierra lejana, rebosaban por los lados.

—Claro que sí, compare. Sírvase usted. Hace musha caló pa se tacaño, ¿no cree?

Armando no respondió. Tomó el papelillo amarillento, la picadura y la boquilla que le ofrecía sin inmutarse al reparar en que el muñón empezaba a asomarle por debajo de una pernera del impecable pantalón planchado con almidón. Comenzó a liarlo. El otro lo miraba con una sonrisa de medio lado.

—¿Va a tomar el siguiente autobús pa Madrid?

Armando no tenía ganas de conversar, pero miró el zurrón del hombre: estaba repleto. El viaje era largo. El calor, acuciante. Él no llevaba más que su miedo con él.

—Sí, el siguiente.

—¿Y adónde va, si pue saberse?

—Al mismo Madrid.

—Igualito que yo. Buscando fortuna, seguro. Es la primera vez que salgo de Andalucía, pero aquí está to er pescao vendío. ¿O no?

El hombre prendió la mecha a Armando y su cigarro se encendió. En ese momento, una cría de apenas metro y poco de alto salió de detrás de un árbol y se acercó corriendo hasta ellos.

—¡Papá! ¡Papá! Mira, mira, ¡ya viene el coche! Justo a tiempo, que ya me estaba cansando yo de jugar sola.

Tenía cara de niña, pero los ojos demasiado grandes, como si esa parte de su rostro hubiera crecido antes que las demás. Armando se la quedó mirando. Le recordó a Daniella. Aunque se parecían poco, a veces el subconsciente da vida a imágenes inconexas para ponernos a prueba. Le gustaban los niños, sí, se acababa de dar cuenta. Aunque no tenía demasiada práctica, la cría a la que más había tratado había sido aquella mocosa, que no paraba de moverse mientras la intentaba pintar, todo para poder llegar hasta mí. Pero con ella, Armando descubrió que los niños tenían algo en su interior que lo apaciguaba. Se pasó la lengua por los labios secos. El remordimiento no desapareció, supo que aquella otra niña podría haberle mostrado el camino verdadero hacia mi lado, si hubiera sido capaz de elegirlo.

Quizás era tiempo de tener un hijo. O varios. ¿Podría alguien como él formar una familia? Se acordó de su madre. En cuanto llegara a Madrid, lo primero que haría sería ir a verla. Ella ya se había hecho muy mayor. Y él se sentía orgulloso de haberla cuidado siempre. El borracho de su padre ya la jodió bastante, pero él intentaba resarcirla. No sabía si lo estaba consiguiendo: la pobre mujer, como todas las madres descuidadas por sus hijos de una u otra forma, siempre le pedía lo mismo: «Quédate aquí conmigo, Armandito. No te vayas, que allá donde te vas no puedo mirar por ti; te me escapas, hijo, y a ti hay que atarte corto para que no te desmandes». Le vino una arcada que contuvo inhalando una bocanada de humo. Seguía temblando aunque había borrado de su memoria mi rostro; también la fuerza de mi poder que lo había aterrorizado. Durante unos instantes había tenido la seguridad de que conocería la muerte. Sí, iría a ver a su madre y, quizás, se quedaría a vivir cerca de ella y le daría algún nieto. Mujeres había más que ratas, guapas y feas; ninguna como yo, pero yo no era para él. Ya no. ¿Cómo no se había dado cuenta mucho antes?

Al detenerse el coche de línea, el ruido chirriante de los frenos hizo levantar el vuelo de las palomas en los tejados cercanos. Había cientos. Se protegían del calor en el lado en sombra, pegado al convento de la Merced. ¿Cómo podía él haber sabido que, de esa forma, jamás me tendría? Él no podía haber adivinado ni en mil años que la fuerza que nos unía iba a ser también la que nos separara. Tiraba del mismo hilo pero hacia extremos opuestos: él tendía al lado de la penumbra de la existencia y yo, al de la luz. Se le escapó una lágrima. Yo jamás sería suya. El conductor abrió la puerta del autobús y algunos viajeros bajaron. Armando dio otra calada al cigarro sujeto entre sus dedos temblorosos. Miró la voluta amarilla deshacerse ante sus ojos, ascendiendo. Suspiró. Cogió aire. Me vio en su pensamiento. Se despidió de mí. Aunque también supo que podría haberme tenido. Se había equivocado en la manera. Gabriel ni llegó a verlo. No vio a quien lo asesinaba. Se arrepintió de haber matado a ese estúpido. No por pena, eso no; solo porque así me había perdido. Lo había descubierto en mis ojos: al matar a mi hermano, me había alejado de él para toda la eternidad. El resquemor lo aguijoneó solo en su cabeza, pero el dolor se expandió de todos modos. Aunque Armando Iglesias era un hombre inteligente. Reconoció su derrota.

Miró a la niña. Era la primera vez que él tomaba el autobús para regresar a Madrid; si existía el recorrido que necesitara, siempre viajaba en tren, era más rápido y más cómodo, pero ahora le corría prisa abandonar Sevilla. Ya no tenía nada que hacer allí. Un viento helado le sopló en las sienes; miró hacia atrás, había oído palabras extrañas, como en un susurro. Pero allí cerca no había nadie más que ellos tres y el taquillero haciendo crucigramas en una revistilla con seis goterones de grasa.

El conductor terminó de entregar a los viajeros algunos bultos, de todos los tamaños, formas y materias. El lisiado se había acercado a la puerta con la ayuda de unas muletas de madera, perfectamente pulidas; su hija lo seguía con una pequeña cartera de cuero al cuello por todo equipaje.

—¿Me dejas que te la lleve? —le preguntó Armando.

La pequeña se la entregó y, al instante, se le enganchó de la otra mano. Él sintió su suavidad, lo blandos que eran sus dedos y su palma. Los apretó. Por fin consiguió dejar de ver mi rostro. Subieron despacio al coche, primero el padre y luego ellos dos. Estaba repleto de personas, bultos y animales de corral.

—Aquí, papá, delante. Se ve todo mucho más bonito. ¿Te sientas a nuestro lado? —le preguntó la niña a Armando con una sonrisa.

—Siempre viajo al final del autobús —mintió él.

—Podrías cambiar ahora.

—Me mareo, tengo que ir atrás —siguió mintiendo.

La niña echó un vistazo al largo pasillo y, finalmente, a la última fila.

—También hay sitios libres allí, pero nosotros nos quedamos, me gustan más estos. Y gracias, señor. Por la maleta. Me pesa mucho.

El padre tocó el hombro a Armando mientras le preguntaba.

—¿Está seguro, buen hombre?

Armando asintió con la cabeza. Al instante, notó cómo se le erizaba la piel. El lisiado se llevó un dedo al ala de su sombrero como despedida. Luego lo miró con la tristeza de la sabiduría, antes de sentarse donde su hija le indicaba: justo detrás del conductor, entre jaulas de pollos y alguna perdiz que sus dueños no perdían de vista, bolsos que olían a viejo y a cebolla, y tres señoras de luto. Armando caminó hasta el final del autobús, apartó la cabeza de un anciano que estaba profundamente dormido y se acomodó, por decir algo, en la butaca, entre el hombre que siguió roncando con el cuello torcido hacia el otro lado y un joven con boina y zapatos de cuero castaño. Olía rancio: como huele el queso añejo cuando el tiempo y el hambre dan para que endurezca. El coche arrancó. Armando cerró los ojos. Me vio de nuevo. Seguía sin entender lo que había ocurrido en la pensión. La naturaleza de su espíritu lo predisponía hacia mí, pero su cuerpo era el de un hombre sometido a las leyes humanas y divinas: tan débil como el de cualquier otro. Nunca antes había tenido ese horrible miedo a morir. Al verme allí, se había dado cuenta de que la muerte era una sombra también para él. Ese descubrimiento lo aterró. El joven de la boina tosió. Armando se fijó en él: sudaba y su rostro enrojecido estaba cubierto de picaviruelas. Respiraba con dificultad y, de cuando en cuando, emitía algo parecido a un silbido largo y acompasado. Volvió a toser. Armando se intentó apartar pero se topó con el viejo, que había ladeado de nuevo la cabeza hacia él. Armando sacó su pañuelo del bolsillo del pantalón y se lo extendió sobre la boca mientras lo sujetaba con una mano. Se acurrucó sobre su asiento e intentó dormirse. El viejo roncaba. El joven tosía. El autobús saltaba con cada bache. Los viajeros sudaban. Una gitana varias filas por delante seguía cantando sobre la maldición de la muerte y el querer. Armando abrió los ojos. Por la ventana se veían las jaras florecidas; atrás quedaban. Se miró las manos, eran suaves y morenas. Sintió un escalofrío y se acarició los brazos intentando al mismo tiempo quitarse esa sensación que, a pesar de su esfuerzo, no había dejado de angustiarle desde que había huido de mí.

Observó a la niña, que miraba a la gitana. La pequeña se dio cuenta y lo saludó con la mano. A ella también le había gustado ese mayor extraño, al que su padre, como tantas otras veces, había hablado en una estación de autobuses camino de otro nuevo destino. Ella se volvió para seguir observando a la gitana. Le llamaba la atención su voz y esa forma diferente de contar historias, entre cantando y gimiendo. De repente, un estruendo horrible le hizo levantarse del asiento. Chilló con todas sus fuerzas y se agarró al brazo de su padre, pero no pudo evitar zarandearse con el primer bandazo del autobús. El lisiado la sujetó por los hombros a tiempo de evitar que cayera, el coche giró bruscamente de nuevo y se metió en el otro carril, pero el conductor consiguió enderezarlo y regresar al correcto. Los gritos de la niña se oían estridentes entre las quejas de los demás. No dejaba de señalar a la parte trasera del coche. Poco a poco, uno a uno, todos los viajeros se fueron girando para mirar y muchos se unieron a ella con sus maldiciones o alaridos. Una viga de hierro había atravesado la ventanilla de la cola del autobús. A lo lejos, en el otro carril, el conductor del camión desde el que había resbalado había conseguido detenerlo y miraba hacia atrás con las manos en la cabeza y los ojos desorbitados. A pocos pasos de la enorme barra cruzada entre los marcos laterales, sobre el suelo encharcado de sangre del coche de línea número sesenta y seis, la cabeza decapitada de Armando seguía mirando pasmada el rostro bellísimo de la muerte.