La bruja de la luna plateada

Me levanté con la piel y el rostro suavísimos y brillantes como la luz del alba reflejándose sobre el lago de Man Sagar, bajo el Palacio del Agua, allá entre Amber y Jaipur. También estaba sedienta y tenía hambre de pan con tomate y jamón serrano, que me había descubierto Rosa, a pesar de mi reticencia, cuando una compañera del Auxilio trajo de su pueblo unas lonchas de ese preciado manjar y lo compartió con casi todas. Tocamos a poco, pero fue suficiente. A veces, la vida daba esas sorpresas y otras parecidas, como cuando un pequeñajo de la clase de mi amiga se levantaba en mitad de su explicación y le daba un beso que a ella le sabía a mañana de domingo y a cáscara de naranja y canela en el arroz con leche.

El dinero seguía encima de la mesilla: nueve duros, había vendido mi cuerpo por nueve duros. Suficiente para comer un tiempo e incluso para comprarle a Rosa un abrigo bueno, que falta le hacía. Abrí de par en par la ventana y miré fuera. La ciudad se veía espléndida desde allí; la Giralda, omnipresente y altiva aun sin sus frescos, extendía su cuello de alondra blanca y dorada para piar a los siete brujos de la ciudad sus cantos de dueña de todos. El sol se coló hasta los pies de la cama. Mauro se movió debajo de la colcha. Se la retiré. Me quedé mirándolo. Me sentía serena. Él seguía dormido. Su cuerpo, duro y musculoso, estaba desfallecido. Yo no podía saber si lo que había sentido esa noche era lo mismo que sentían todas las mujeres con todos los hombres, pero mi piel lamida, acariciada, recorrida cientos de veces por sus manos, me seguía susurrando al oído rumores de la sensación más hermosa que jamás había percibido. Miedo, deseo, lujuria, pasión, sosiego. Todo eso y más había sentido. Si cerraba los ojos podía verme sobre su torso, cabalgando, yo aferrada a él, él lamiéndome, mis senos en sus manos, las lenguas enredadas, mi vientre ansiando sus besos y mi vida en la de él.

Mi vida en la de él.

Miré otra vez el dinero. Eso lo protegería. Nadie que cobrara por amar amaría de verdad. Por fin estaba en paz. Me acerqué a la cama y me senté a su lado. Le pasé un dedo por el surco de la espalda, desde el cuello hasta los glúteos, las dos duras montañas que habían sido mías toda la noche; su piel se erizó. Mauro giró la cabeza. Lo besé. Su beso fue agua en el desierto, luz en la calima, zumo para el sediento, flor para la miel; océano meciendo el rayo extraviado de la luna.

—Me he quedado sin dinero, Lila.

—Pues entonces vístete y ve a por más. O firmamos los plazos.

Seguí besándolo. Mi lengua no quería abandonarlo. Me aparté de él a duras penas.

—Tienes que irte ya, Rosa tiene que entrar para cambiarse.

—¿No puede esperar un poco?

—No tienes más dinero. Debes irte.

Entonces llamaron a la puerta. Tres veces. Y otras tres veces.

—Será ella, tiene prisa. Y yo también, las dos vamos a llegar tarde. Voy a abrir, entra en el baño y vístete allí, por favor. No estoy acostumbrada a que me vean con un hombre desnudo en mi cama.

Mauro se levantó y se envolvió en la sábana. Pero antes de dirigirse al baño, me abrazó por la cintura y volvió a besarme. Todavía estaba desnuda. Mi cuerpo era una manta con la que él deseaba taparse la vida entera.

—Son los nueve duros mejor invertidos de mi vida. ¿Qué harás ahora?

—¿Qué crees que haré?

—¿Dejarás que te compre otra vez o me abandonarás?

Volvieron a llamar. Me subí el camisón.

—Ahora dejaré entrar a Rosa.

Se metió en el baño. Enseguida oí salir a presión el agua de la ducha minúscula. Abrí la puerta y salí corriendo hacia la cama sin esperar a que mi amiga pasara, me terminé de abrochar el camisón y empecé a dar palmadas al colchón para airear las hebras de lana. Me extrañó que Rosa no me saludara y entonces miré hacia la entrada. Él había cerrado ya y me miraba, imperturbable. Visualicé a Asha; no fue una visión, ella no estaba allí, tan solo fue un chispazo de mi memoria. La recordé mientras la vi irse después de muerta, cuando se despidió de mí con un beso y luego pude observar la nube blanca alrededor de su cuerpo elevándose por encima del techo. En ese momento habría querido convertirme en esa nube y desaparecer con Mauro de la habitación. Pero supe que Armando no iba a permitírmelo.

—He venido a buscarte. Hice lo que me dijiste. Ahora te quiero para mí. Cumplí mi parte del trato. Cumple tú la tuya ahora.

Sus facciones no habían cambiado desde la última vez que lo vi en Praga, cuando le entregué la esmeralda de la maharaní. Las líneas de sus ojos, grandes y oscuros, parecían pintadas con kohl negro, pero su mirada carecía de expresión; sus labios húmedos brillaban. Creí percibir en ellos el ansia por acercarse a los míos. También aprecié la rigidez de sus músculos y de su corazón, latiendo al mismo ritmo de los sonidos que emitían los seres del infierno. Seguí indagando en su interior. Me asusté. Pero levanté la cabeza y no dudé.

—Vete. No es verdad que cumplieras nuestro pacto.

—Me dijiste que me alejara de ti y que no volviera a buscarte mientras estuvieras con tu familia. Ahora estás sola, vengo a por lo que es mío. Hice lo que tú me ordenaste.

Armando dio unos pasos hacia mí, muy despacio, casi arrastrando los pies. Yo seguía oyendo el agua de la ducha. Intuí la soledad en el alma del demonio. No quería moverme, pero tampoco que él me tocara.

—¿Adónde quieres llevarme? Sabes que yo no puedo amar. Sabes que no seré de verdad tuya. ¿De qué te serviré?

—Solo sé que eres para mí. Tienes que cumplir tu palabra. Las brujas deben cumplir las leyes de la Naturaleza y de la vida. Debes recordar las palabras de Asha.

Al escucharle pronunciar ese nombre, me asusté. ¿Cómo lo habría conocido? Entonces dejé de oír el grifo.

—Vete, Armando. Incumpliste tu parte del trato. No deberías haber venido.

—No, Lila. Te obedecí, ahora debes cumplir tú. Tienes que entregarte a mí. Me lo prometiste.

Seguí mirando a Armando y supe que no se iría, que había venido para llevarme y que nada podría convencerlo de que me dejara. También que Mauro estaba a punto de abrir la puerta y lo que sucedería después. Quise ser capaz de hacerlo desaparecer o gritarle para que intentara huir. Pero de nada serviría. Sentí entonces una rabia inextinguible y odié a Neeja y a todos aquellos que eran como ella. Pero de mis ojos no salió ni la lágrima más ínfima y me sentí fuerte al acercarme a Armando y escupirle a la cara. Me aparté y lo miré a los ojos fijamente, aun sin dudar ni un instante de lo que iba a ocurrir. Enseguida mi intuición comenzó a hacerse realidad.

—Tú mataste a mi hermano. Mataste a Gabriel. Ni siquiera le diste la oportunidad de defenderse. Violaste nuestro pacto. No me iré contigo.

—Él quería robar lo que era mío. Tuve que hacerlo.

—Pero pudiste elegir. Tú elegiste matarlo y desperdiciaste tu oportunidad. No dejaste que el agua siguiera su cauce. Podrías haberte ido, haberle dejado vivir y, quizás, habríamos podido encontrarnos en esta vida o en otra diferente. Pero elegiste y cada elección tiene una consecuencia. Todas la tienen. En alguno de los mundos.

Mauro abrió entonces la puerta del baño y salió. Percibió enseguida mi cara desencajada, mis labios secos, mis ojos crispados. Fue a acercarse al hombre que me amenazaba y observé con espanto cómo Armando sacaba del bolsillo el puñal con la empuñadura de plata que la raní había regalado a Gabriel en una época olvidada. La hoja brilló antes de hundirla en el corazón de Mauro al tiempo que él, herido de muerte, se aferraba al cuello de su asesino y miraba, con valentía, a la cara del diablo. Pero Armando seguía apretando la cuchilla contra su pecho, blando como la arena ante esa fuerza inhumana, mientras la sangre brotaba de sus entrañas. Me senté en el suelo y me metí en mi ser y me concentré en mi propio pensamiento para conocer lo sutil, lo distante, lo oculto; para asimilarlo y poseerlo; para convertirme en mahasiddha, la que posee y controla los poderes ocultos; para ser bruja y hechicera. Y convoqué a aquellos que me permitirían liberarme, no para lograr dominar a los elementos sino para ser fuerte y poderosa: entonces sería una y muchas, caminaría sobre el agua, atravesaría los muros, llegaría a tocar el sol y la luna; con los siddhi, que me permitirían hacerme invisible, transportarme al otro lado del mundo, volar elevándome como un pájaro, adoptar otra forma.

Junté los dedos, cerré los ojos y comencé a orar, invoqué a Asha y a Barathi y ellas se me aparecieron; reuní todas mis fuerzas y, con la potencia de mi pensamiento, algunos objetos se elevaron por el aire. Luego sentí cómo mi propia alma se encendió en una luz blanca y brillante que iluminó la estancia. Armando se me quedó mirando mientras veía mi verdadero ser y, a través de mis ojos de noche y bruma, todas las brujas de la luna plateada lo maldijeron. Él, que conocía la existencia de la puerta hacia el otro mundo, las vio y las oyó y, aterrado, soltó a Mauro, que cayó a plomo sobre el suelo con la sangre fluyendo de la herida abierta, y huyó a todo correr de la habitación.

—Sabes que si vas contra la Ley de la Vida y del Universo, mi pequeña mochuela blanca, tendrás que responder por ello. Responderás igual que tu madre y que tantas otras hechiceras como nosotras. No puedes usar tu magia para ayudarte a ti misma. Siempre que esto ha sucedido antes, siempre, ha sido por amor. ¿Es el amor o el mal lo que mueve el Universo? Déjalo morir, Lila. Si tomas ese camino, sabes adónde te podría conducir. A ti y a la hija que llevas en tu vientre. No conocerá a su madre en este mundo como tú no conociste a la tuya, ¿eso es lo que quieres para ella?

Dejé de escuchar a Asha y recordé a todas las personas que había querido y que se habían ido antes que yo. Y me preparé. Recé: «Ve, mi aliento, al aliento inmortal. Que pueda entonces este cuerpo terminar en cenizas. Recuerda, mi mente, las acciones del pasado, recuerda las acciones. Yo os ruego por el amor que no muere. Yo os ruego por el estado sin nacimiento; pero si he de nacer de nuevo, por la gracia de los dioses ruego que nunca os olvide, amor».

Con rapidez, busqué lo que necesitaba para que la vida de Mauro no se escapara de su cárcel sin cerradura: la bruja gitana, sabiendo bien que su agüero se cumpliría, me había surtido justo de lo preciso. Preparé el brebaje con una medida de raíz de cúrcuma, media de amlaki y tres pétalos de la flor de la vida cortada un suspiro antes de que la luna se ocultase, y me senté en el suelo junto a Mauro. Y mientras esperaba que su cuerpo muriera, lo besé y lloré sobre el rostro de ese hombre al que ya había empezado a amar. Sabía bien lo que debía hacer: dejar que su espíritu lo abandonara y, entonces, aferrarme a él para que volviera a su mismo cuerpo en lugar de atravesar la puerta. Él había cerrado ya los ojos y el suelo se había encharcado de sangre a su alrededor. Cuando vi que su esencia se elevaba y que los Devas de luz comenzaban a materializarse y a bailar en torno a él, los ahuyenté con el paño envuelto en el brebaje del renacimiento, envolví con él las chiribitas de luces blancas que intentaban ascender y las dirigí de nuevo hacia su sustancia. Luego me acerqué a su cuerpo y, con las dos manos puestas sobre la herida, le susurré al oído:

—No temas. Ninguna maldición te matará. Tú, amor mío, vivirás. Tú sí vivirás.

Entonces yo, la bruja hindú, me coloqué a su lado en la postura del loto, de la que había surgido hasta el mismo Universo y sus soles y sus estrellas, y canté el mantra de la resucitación, tan antiguo como las brujas de la luna plateada que se daban en vida a quienes amaban y en cuya alma se reflejaban, lo besé en los labios y cerré los ojos.