ABC

Cuando entré en el hostal, Ramón me sonrió desde detrás de su mostrador. No me extrañó su sonrisa, nunca del todo sincera, pero entonces diferente a la de otras veces. Seguía ensimismada en mi propio dolor, en mi destino; en esa lucha de la que, estaba segura, solo podía salir perdiendo. Por eso, quizás, no me di cuenta de que me había vendido. Él agachó la cabeza y siguió pasando el plumero a los cajetines. Tanto polvo para tan poco mueble. Tanto miedo para tan poca bruja. ¿Qué bruja podía ser yo que no era capaz siquiera de revertir una maldición de alguien que no tenía de su lado los poderes de las verdaderas brujas de la luna plateada? Quizás Mauro tuviera razón. Yo deseaba presentirlo. Con toda la fuerza de los espíritus que alguna vez habían sido algo de mí y se me habían aparecido. Deseaba vencer a Neeja. Ser amada. Ser amada por él. Y poder amar. Deseaba poder amar. Por fin lo comprendí. Subí las escaleras casi arrastrando los pies, sin percatarme de que debía de parecer un alma en pena. Con sus palabras martilleando en mi cerebro. Llamé a la puerta y Rosa abrió al instante. Tenía las mejillas sonrosadas y los labios brillantes. Se abalanzó sobre mí y me abrazó con tanta fuerza que consiguió hacerme reír.

—¡Estás loca! Déjalo ya, que vas a tirarme al suelo. ¿Qué te pasa? ¿Tanto me has echado de menos? Solo he estado fuera un par de días. Venga, venga…, suéltame.

Lo hizo y me miró con una expresión extraña. Parpadeaba muy deprisa y no dejaba de sonreír. Me preguntó casi gritando todavía fuera de la habitación, en el pasillo.

—¿Has disfrutado del viaje? ¿Qué ha pasado? Cuéntamelo ya. Estoy que me muerdo las uñas.

Pasé dentro y ella me siguió, dejé el maletín sobre la cama y me quité la chaqueta. Tenía que darme prisa para no llegar tarde al trabajo.

—Bueno, me ha gustado volver a Madrid aunque solo hayan sido unos días, me ha parecido más luminoso. Y Katerina y Fernando estaban muy contentos, por lo de Daniella, pero también por verme. Siempre me cuidan muy bien. Ella me hizo un plato que me gusta mucho: pollo marsala; hacía años que no lo probaba. No sé de dónde habrá sacado las especias. Ni el pollo. Estaba buenísimo. Les voy a echar mucho de menos.

—Claro. Sí. El pollo estaba buenísimo. ¿Y solo has probado ese pollo?

Me quité la falda y las medias, las dejé apartadas a un lado de la cama y elegí ropa limpia en el armario. Ella me perseguía por la habitación como los patos de corral siguen a la madre pata.

—Bueno, no como mucho, ya lo sabes. Lo mejor es que los veo muy recuperados. Fernando me preocupaba. Pero ahora estoy segura de que todo va a salir bien. Y también me llevaron al centro, a pasear por el barrio de Las Letras. Están empezando a vivir de nuevo, Rosa. No puedo pedir más.

—O sea, que del otro pollo, nada de nada.

—No me gusta mucho la carne. No sé por qué estás tan pesada con el pollo. No, no ha habido más pollo.

Rosa me agarró del brazo.

—¿Ni un ala? ¿Ni un muslo? ¿De verdad nada de nada? ¿Un trocito de pechuga?

—Sí, la pechuga del pollo marsala, ¿se puede saber qué bicho te ha picado con el pollo ahora? Rosa, no insistas. No voy a comer más carne. Me sentaría mal, seguro. Yo soy más de naranjas y tomates.

—Nos ha jodido mayo con las flores. No te entiendo, niña, si lo tenías a huevo. Era tuyo. Es tuyo. ¿No me digas que ni siquiera habéis hablado de comida? De verdad, qué desperdicio.

—Bueno, hablar de comida, sí hemos hablado.

—¿Y? —Rosa apretó más su mano alrededor de mi brazo.

—¿Y?

—Pues eso, que qué habéis hablado. Estoy a punto de darte de bofetadas. Me contengo porque te quiero mucho. Aunque, pensándolo bien, como te quiero mucho, no debería contenerme. Que un poco de carne de cuando en cuando no puede hacer mal a nadie. Aspiras su aroma, te la metes en la boca, la masticas despacio, saboreándola todo lo que puedas, la dejas bajar por tu garganta y sientes tus líquidos alteradísimos por ahí dentro mientras llega donde debe llegar. Y luego, a otra cosa, mariposa. Que nadie ha dicho que tengas que comer pollo siempre, niña. Que no es eso. Si tanto miedo te da, pues un día pollo y al otro pescado. Y luego vuelves a las verduras, que son muy sanas. Y más baratas, que no da la vida para mucho pescado.

—Lo estoy pensando.

Rosa me soltó y se sentó en la cama de un salto, subió las piernas y las cruzó en la postura del loto. Me hizo sonreír.

—¿Sí? ¿Y qué más tienes que pensar, niña? Yo me tiré diez años sin catar a mi Alberto. De novios. Idiotas perdidos los dos. Pero había que casarse y todo eso. Luego me lo mataron enseguida. Casi sin haber aprendido a quererlo. Casi sin haberlo probado. Ahora no pasa una noche que no recuerde cada gramo de carne que no me comí entonces. —Rosa se levantó. Abrió mi maletín, sacó mi ropa sucia, la amontonó con la que me había quitado y lo metió todo en un barreño con agua en la ducha. Empezó a restregar. Siguió hablándome más despacio, en voz alta, para asegurarse de que la oía—. Si te da tanto miedo, no te enamores, niña, pero no dejes que se te pase la vida sin sentir ese calor raro que te recorre a veces cuando tu hombre te acaricia el pelo.

—Rosa, deja eso, anda, que ya lo termino yo.

Aunque llegamos con retraso a trabajar, nadie lo tomó en cuenta, esa tarde estaba prevista la visita a la Giralda de un gerifalte de Madrid, de los más apegados al Régimen, y todo el mundo subía y bajaba, salía y entraba, corría y corría. Las clases de Rosa se suspendieron pronto, para poder llevar a todos los niños a la plaza, a hacer bulto para vitorear y homenajear al gran señor. Cientos de hombres y mujeres lo esperaron a pleno sol desde bien entrado el mediodía. Muchas más mujeres que hombres, puesto que era un día de labor y ellos tenían otros quehaceres que no podían eludir. Era curioso comprobar cómo en ese país al que la guerra había machacado, se notaba incluso mucho más que en cualquier otro el que las mujeres que trabajaban fuera de casa no eran bien consideradas. No podían inscribirse en las oficinas de colocación, a menos que hubieran perdido a su marido o a su padre y tuvieran que alimentar a su familia, si eran solteras o en casos especiales, por ejemplo cuando tenían un título como el de maestra o enfermera. Cuando las veía afanadas en su trajín, no podía evitar recordar a las mujeres de mi país; allí, ellas llevaban el peso de la vida familiar, y en España también eran «el templo de la raza». Y eso significaba ni más ni menos que debían recluirse para siempre detrás de gruesas paredes. Igual que en la India. Qué diferente aquello de lo que me había enseñado hasta hacía muy poco Katerina.

Y la miseria que provocó la guerra se había cebado sobre todo con ellas. Por eso, muchas habían salido a la calle a hacer de putas, como mi querida Rosa; había tantas que incluso se habían construido cárceles especiales para ellas y se llegó a crear un organismo oficial, el Patronato de Protección a la Mujer, que pretendía apartarlas del vicio que les daba de comer y educarlas en la moral y la religión católica. Como si las putas no supieran lo que era Dios, la Virgen, el pecado y la lujuria, y, sobre todo, como si no supieran lo que hacían y por qué. Desde que yo había intentado dedicarme a aquella profesión maldita, esa forma de vivir me atraía sin remedio. ¿Sería esa la solución para librarme de Neeja? ¿Y de qué me serviría? ¿Una puta no era capaz de amar? ¿Se podía serlo de un solo hombre? Al imaginarme atareada con el pollo, me estremecí. También pensaba en mi madre, en la verdadera, que no había conocido más que en mis sueños o mis visiones. Mis recuerdos iban y venían, intentando traer a mi memoria sus palabras sobre las elecciones y los caminos. Rehacer mi vida y buscar mi culpa. También mi absolución. Hasta que, como un fogonazo, las palabras de la gitana Milagros se entrometieron en mis pensamientos. ¿Tendría ella razón y de nada serviría seguir huyendo? ¿Podría ser que cuanto más alejara a Mauro de mí, más atrajera el mal? Porque, en el fondo de mi corazón, yo sabía que era así, que aquel hombre, desde que lo conocí en Praga mirando la fuente del león, estaba ligado de un modo extraño a mi vida. ¿Estaría ligada yo a su muerte? Eso no podía saberlo de ningún modo: la magia no me proporcionaba todas las respuestas. Para conocerlas, sabía bien que debía tomar partido. Elegir.

El evento duró poco y regresamos a casa paseando por el parque de María Luisa, las dos agarradas del brazo. A diferencia de otras veces, ninguna de las dos hablaba. Yo creía que Rosa iba pensando en su hija, en dónde estaría y con quién, y no quería interrumpirla contándole mis preocupaciones, tan puerilmente tontas comparadas con la suya, así que caminábamos en silencio y despacio, a la vez que intentábamos aspirar y hasta saborear esa atmósfera mágica que yo solo había encontrado en las tardes andaluzas, cuando los jazmines habían dejado de recibir los rayos del sol y el olor a flor blanca lo envolvía todo. Hasta la melancolía. Me di cuenta de que ya me había decidido. Debía ir a ver a Mauro de una vez, esa misma noche. Lo deseaba más que nada. Porque vivir así, atormentada, temerosa, sola, ¿era realmente vivir? Al dejar atrás la Fuente de las Tres Fes, Rosa me tomó de la mano.

—¿Quieres que hagamos algo ahora, Lila? —me preguntó. Su voz me pareció temblona.

—Pues estaba pensando en bajar a ver a la gitana, sí. Necesito algunas especias. —No sabía por qué le estaba mintiendo. Podría ser que fuera difícil separarse del camino.

—Me gustaría que hoy me hicieras compañía. No me encuentro bien.

Me aparté de ella y la cogí de los hombros.

—No me digas eso, Rosa, yo creía que estabas curada. ¿Te duele algo? Puedo preparar algún bebedizo. Dime qué es lo que te ocurre.

—No, no es eso, es que ya no voy a trabajar en la escuela con los niños. Desde pasado mañana, tengo que ir a la Hermandad de la Mujer y el Campo. Odio eso. Lo odio. La puta madre que los parió. No tengo fuerzas ni estómago para hacer proselitismo para estos malnacidos. Una cosa es dar la lección a los niños y otra muy distinta esto que me piden ahora.

Me cogí a su brazo y reanudamos el paseo. La luz empezaba a palidecer sobre las piedras del camino de Luna Chica. Esperé a que se siguiera explicando pero no lo hizo, estaba llorando.

—Venga, no será para tanto, ya verás. —La abracé. Cuando dejó de llorar, seguimos andando—. Cuéntame cuál es ese nuevo trabajo.

Mi pobre Rosa. Todo el día metida entre niños como su hija, pero sin tenerla a ella, y ahora era incluso peor al tener que relacionarse con muchos que congeniaban con las ideas de quienes mataron a su marido y raptaron a su pequeña. Qué egoísta había sido, yo era una extraña en esa España desgarrada, no sufría el cambio radical como lo hacía mi amiga. Le pasé mi brazo por la cintura, para que sintiera mi apoyo. Ella intentó sonreírme, pero sus ojos parecían de neblina.

—Han traído a otra maestra para sustituirme y a mí me han asignado esa tarea. No puedes imaginártelo, me mandarán a los pueblos para ayudar con las faenas del campo y, mientras tanto, charlar con las mujeres.

—¿Charlar?

—Sí, así llaman a lo que se hace. Intentar que traguen con lo que tienen que tragar. Necesito irme ya de aquí, Lila, no aguanto tener que ver a todas estas damas de la caridad que organizan todas esas cosas, tan piadosas y tan putas como las más putas. Me dan ganas de vomitar.

—¿Y por qué no me lo has contado antes?

—Me lo dijeron el día que te fuiste a Madrid y me lo han confirmado esta mañana. Ha sido muy rápido, pero no era seguro. Y tú estabas a lo tuyo. Como debe ser.

—Pero si eres maestra… ¿Qué pintas tú en algo así? No entiendo este país.

—Es fácil, es solo una excusa, lo que debemos hacer es propaganda política, necesitan gente de letras que sepa decir más de dos palabras seguidas. En un par de días empiezo la formación. No sé cómo me han elegido pero debo ir durante tres meses a una escuela a aprender ese nuevo trabajo. Mientras tenga que estar aquí, no puedo decirles que no. Lo dijo Mauro.

—A aprender ¿qué?

—Y yo qué sé. Solo me han aconsejado, las más zorras, que ande al tilo y no desperdicie la oportunidad, que es un honor ser una «divulgadora rural sanitario-social». Pero, con ese nombre, ¿qué crees que haré más que adoctrinar en lo que odio?

—No te preocupes, pronto nos iremos. Mauro no tardará mucho en encontrar a Rosita. Lo presiento. Sabes que puedo.

—Sí, lo sé, y sé también que muchas veces me dices lo que quiero oír.

Le di un beso y decidí anudar los hilos sueltos en su ropa y poner semillas del lino rociadas con polvo de cúrcuma bajo su cama, para aminorar la angustia que se incrusta bajo las uñas del ser. Hasta ese momento, no la había oído quejarse ni una sola vez. Seguimos andando abrazadas hasta la pensión. Sentirse acompañada le hizo bien y yo dejé para otro día lo que hubiera querido terminar aquella noche sin falta.

A la mañana siguiente, me vestí sin hacer ruido. Antes de salir hacia el trabajo, miré a Rosa. Seguía dormida. Y parecía haber vencido a sus propios demonios, al menos en el mundo de los sueños. Al observarla, decidí que no dejaría que terminara el día sin ir a ver a Mauro, también para contarle lo ocurrido. Él debía averiguar pronto dónde se encontraba su hija. Cerré la puerta con la voluntad tranquila y me encontré deseando con toda mi alma que el tiempo transcurriera rápido como el parpadeo de una sombra. Por la noche iría a buscarlo; deseé encontrarlo y que él me encontrara a mí. Y supe entonces que se habían acabado para mí las verduras.

De ese modo, nerviosa pero extrañamente calmada al mismo tiempo y casi sin darme cuenta del pasar de las horas, llegó el momento de regresar a casa. Rosa me esperaba pelando habas. De un tirón, quitaba la hebra que dividía en dos la vaina y luego metía el dedo para abrirla y arrancaba una a una las pequeñas semillas y las dejaba en el plato. A menudo, Remedios nos pedía alguna ayuda para la cocina. Mucho habíamos comido gratis en aquella casa para tan poco requerimiento. Rosa ya sonreía de nuevo. Dejé los bártulos donde encontré sitio y me acerqué a ella.

—Te veo muy contenta. ¿Vuelves a la escuela?

Dejó la vaina desnuda sobre la mesita, al lado de las otras, y empezó a saltar.

—¡No! ¡No! Es mucho mejor. Mauro ha venido hoy. Quería decirme que se iba a buscar a Rosita. ¡Tenías razón, Lila! No me engañaste. Estoy segura de que la encontrará enseguida y podremos irnos de aquí cuanto antes. Lo sé, sí, lo sé.

Rosa me abrazó. Y, como era de esperar, no sintió el frío que me heló las entrañas y siguió ascendiendo hacia fuera hasta agarrotar también mis músculos. No le pregunté, supe que él no le había dado ningún recado para mí, o ella ya me lo habría pregonado como seguía pregonando su propia alegría, que yo, por primera vez, no fui capaz de compartir.

—¿Y se ha ido ya? —le pregunté con un hilo de voz.

Ella, entonces, entendió. La entonación de sus palabras cambió a muy dulce, a la misma armonía con que les hablaba casi siempre a sus alumnos.

—¡Ay!, niña. Solo sé lo que él me dijo. Que salía para Madrid. No me contó mucho más, que tenía que recoger algunas cosas allí y que tuviera confianza en él. Que haría todo lo posible por encontrarla. Pero no sé ni siquiera cuánto tardará en volver. Lo siento, fui una egoísta. No pensé en ti. Lo siento.

Me metí en el baño. Lloré. El espejo estaba sucio. Los bordes, rotos. Tiré de la cadena, por hacer algo, y las tuberías sonaron como si un cebú berreara al otro lado de ellas. En el suelo, por culpa de mis lágrimas veía amplificadas las pequeñas motitas negras de polvo. Cuando logré salir de allí, después de lavarme la cara y recogerme el pelo en un moño que me recordó sin querer al nido de un cuervo, Rosa me esperaba en la puerta con el semblante serio.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Claro —mentí—. Bajemos. Seguro que Remedios nos ha puesto ya la cena. A estas horas habrán comenzado con la sopa.

De menudillos tan menudillos que era tarea ardua encontrarlos. Pero a mí nunca me habían gustado los menudillos. Aunque el agua con algunos fideos esporádicos sí sabía bien. No podía imaginarme cómo lo conseguía nuestra anfitriona, pero olía a algo muy diferente a los knedliky a pesar de contener, casi siempre en soledad, el mismo sufrido repollo. Quise olvidarme de él. De sus manos y de su rostro.

—¿Seguro que estás bien, Lila? Podemos quedarnos aquí, ya bajaremos más tarde. Hasta que se te pase el disgusto.

En ese instante, se oyeron tres golpes en la puerta. Rosa se apresuró a abrir. Ramón vendría a buscarnos. No le gustaba comerse la sopa fría. Rosa insistía en que en esa pensión cenaban demasiado pronto, casi a la hora en la que, antes del desastre de la guerra, a veces se merendaba, pero así se engañaba más fácilmente al estómago. Yo me acerqué a la ventana. Las luces al otro lado del barrio de Santa Brígida empezaban a parpadear. Parecían velas encendidas sobre mi río. Arriba, una luna plena y pía como si convocara a la resignación pronunció mi nombre. Era tan hermosa. No pude evitar quedarme mirándola. Yo nunca miraba la luna. La última vez había sido en Jaipur, en el camino de regreso de la casa de Barathi, cuando la vi morir. Y no podía dejar de pensar en él, en sus manos y en su rostro.

—¿Qué hay allí que tanto te gusta, Lila?

Me volví enseguida. Sentí mi piel estremecida. Mauro me miraba muy serio. Rosa había desaparecido.

—Pensé que te habías ido.

—¿Sin despedirme de ti? ¿Y por qué pensaste que podría hacer algo así? No sé cuándo regresaré. Puedo tardar meses. Ya sé que no te acostarás conmigo por dinero, Lila. Y si lo pienso un poco, ni siquiera puedo creer que te lo propusiera. Pero tenía que intentarlo.

—¿A qué has venido entonces?

—Quería verte antes de irme. Te he traído algo. —Mauro me puso en las manos un pequeño paquete envuelto en papel de periódico. Las letras ABC destacaban en un lateral—. ¿No vas a abrirlo?

Desdoblé la noticia sobre el Caudillo y su visita al Escorial. Calientes todavía, cogí los nueve duros apilados en un montoncito dentro del papel engurruñado y los dejé sobre la mesilla. También la rosa blanca que Mauro me ofrecía. La luna seguía mirándome.

—¿Qué es esto? —Levanté en el aire una especie de collar alargado de cuentas de nácar de distintos tamaños y una cruz con el Jesús crucificado.

—¿No has visto nunca un santo rosario? ¿A quién le rezas tú?

—Pues no, no había visto ninguno. Rosa es atea. Yo soy extraña. Rezo a muchos. Sobre todo a mi familia.

—Estuve dándole vueltas. Dicen que los sacerdotes lo usan para hacer exorcismos. Ahora hay muchos a quienes convertir. Quizás te haga el apaño también para las maldiciones. Y los nueve duros me parecen muy poco para lo que quiero comprar, pero no soy rico. Aunque, si es necesario, puedo pagarte a plazos.