Música de palilleras

Salimos a última hora de la tarde. Rosa nos acompañó a la estación, con una gran sonrisa ocupándole el rostro y un aleteo de mariposa en el corazón. Sabía que, cuando regresáramos, la siguiente niña a la que Mauro intentaría encontrar sería su hija y estaba segura de que al fin podría reunirse con ella. Se lo había visto en su forma de hablar, en la seguridad con que se movía; solo los hombres con principios que cumplían su palabra andaban así. De los que encorvaban la espalda al avanzar no te podías fiar y mucho menos si te sonreían sin mirarte a los ojos. Mauro miraba de frente, con franqueza. También tenía la esperanza de que él me ayudara a quitarme de la cabeza esa tontería de la maldición, ¡que estaba tonta perdida! Rosa, para acelerar la cosa, no paraba de insistir en que a mí también me volvía loca él. ¡Menuda pareja de estúpidos! Pues no era nadie la maestra para saber reconocer en la cara esos signos tan viejos como el rezar.

Por eso, mientras yo seguía arriba metiendo en mi pequeña maleta un par de sostenes, dos bragas, una falda, una combinación, las joyas de mi abuela Asha y poco más, Rosa se sentó con Mauro en los destartalados butacones del vestíbulo y le contó lo que le pareció que él debía saber de mi triste historia. Tuvo que bajar bastante la voz, porque Ramón no se había movido de su sitio en todo el rato y no les quitaba ojo, el único que tenía; ni oídos, ninguno de los dos. Cuando yo me reuní con ellos, el hombre salió de detrás del mostrador y fue a mi encuentro.

—Adiós, quilla, espero verte pronto por aquí.

Tenía en la mano el plumero con el que limpiaba los cajetines de las llaves a su espalda, se me acercó y me abrazó con ternura.

—Por supuesto, Ramón. Volveré dentro de tres días, tengo trabajo que hacer, ¿recuerdas? El lunes regreso, en el tren de la mañana.

—¿Y adónde te vas, si puede saberse? En estos tiempos que corren, no todo el mundo tiene la suerte de conocer mundo. ¿Muy lejos llegarás?

—No, muy lejos no, tan solo subo a Madrid, a casa de mis padres. Alégrate, que regresaré con algo más de dinero para pagarte.

Mauro y yo llegamos a Madrid en mitad de una tormenta. El aire rugía y los árboles junto a la estación de Atocha se movían enfurecidos. Miré al cielo: también me pareció enfadado. Cuando por fin se calmó, salimos de la estación. Unas nubes rosas cubrieron entonces como una capota luminosa la calle Embajadores por la que anduvimos para llegar al piso donde vivían mis padres de este mundo. No les había avisado de que volvía, ni tampoco de que había encontrado a Daniella. A Mauro le había parecido cruel pero yo quería ver sus caras de felicidad cuando les anunciara la gran noticia. Mientras bajaba del vagón, cuando él ya pensaba tomar solo su camino hasta que nos reuniéramos a la vuelta para regresar juntos de nuevo a Sevilla, le solté: «¿Quieres venir a conocer a mis padres? Creo que les gustará mucho saber quién ha conseguido encontrar a su hija». A Mauro ya no le extrañó ese nuevo cambio mío y, sin demora, aceptó y se quedó toda la tarde con nosotros porque, en realidad, no le pusieron fácil que se marchara. Tan contentos estaban por la esperanza que había llevado a sus vidas que ni aun Fernando, que lo conocía de oídas por su buen amigo Luis, asoció a ese joven amable y valiente con el Mauro traidor, y se sintió muy feliz de tenerlo a su lado: que si un té, que si unos bollos, que los hago en un pispás, que por fin hemos podido comprar harina y algo de azúcar, que si ya que estás por qué no te quedas a cenar, que nos gustaría mucho poder recompensártelo como mereces… Todos le estábamos muy agradecidos y él, poco acostumbrado últimamente a recibir tantas atenciones.

Charlar con Katerina y Fernando le había resultado un placer, pero nada comparado con haber podido contemplarme despreocupada y sonriente a su lado, con esa luz en la mirada que pocas veces antes me había visto con un brillo semejante.

Después de la cena y de haber pasado un buen rato charlando sobre todo y sobre nada, Katerina le preguntó:

—¿Y dónde piensas pasar la noche? ¿Tienes alojamiento aquí?

Me sentí idiota. Ni se me había ocurrido pensar en eso. Menos mal que ya lo había hecho mi madrebís por mí.

—No se preocupe, viajo mucho, estoy acostumbrado a dormir en pensiones. Solo en Sevilla tengo alquilado un apartamento, paso allí largas temporadas.

—Pero eso no puede ser de ningún modo. —Mi padre le dio una palmadita en el hombro—. Esta es tu casa, faltaría más, es muy humilde, pero el sillón se convierte en un catre. Si no te parece insuficiente, aquí eres bienvenido, Mauro.

Fernando miró a Katerina. Yo le veía radiante y eso me hacía sentir muy feliz. Ella sonreía. Mauro los tenía hechizados. Como si estuvieran esperándolo desde siempre.

—No quiero molestarles, de verdad. Aquí cerca hay una pensión donde ya he dormido antes, es limpia y barata.

—No hay más que hablar, Mauro —continuó Fernando—. Mañana será otro día; si, como has dicho, tienes cosas que arreglar, no te entretendremos aquí, pero hoy acepta nuestra hospitalidad. Es lo menos que podemos hacer, ¿no crees?

Mauro me miró y yo me levanté y me acerqué a la ventana. Al otro lado de la calle, el organillero había dejado de tocar hacía unas horas, pero siempre dejaba su instrumento dentro de la tienda de dulces. Tras el escaparate, brillaba.

—De acuerdo. Me quedaré aquí esta noche. Son muy amables.

Sentí cómo mi cuerpo temblaba. Miré el cielo a través de los cristales. Estaba tan azul como el cuello de Siva. El veneno que la diosa ingirió lo había teñido así. Los ojos grises de la luna parpadeaban. Katerina se dirigió entonces a Mauro.

—Bien. Pues preparamos tu cama y nos retiramos ya. Estaréis agotados del viaje. Tenéis que descansar.

En unos minutos, entre Fernando y Katerina desarmaron el sillón y montaron el catre. Con mano experta, ella consiguió que un duro camastro de trozos de espuma pareciera una mullida cama de hebras de lana, remetió bien las sábanas que olían a jabón casero, perfumado con hebras de romero que traía del parque a espaldas de La Cebada, y, como remate, colocó unos cojines a modo de almohada. Enseguida, mis padres se despidieron de mí con un beso, le dieron las buenas noches a Mauro y se metieron en su dormitorio. Yo no sabía dónde meterme. Nunca había pensado en compartir mi casa con él. Jamás había pasado la noche tan cerca de ningún hombre desconocido. O quizás no fuera esa la razón por la que me estaba ruborizando. Decidí terminar con eso cuanto antes.

—Buenas noches, yo también me voy a la cama.

—Que descanses, Lila. Y gracias por este día. Lo he pasado muy bien. Hacía mucho tiempo que no me sentía en familia. Para mí, ha sido muy especial.

Asentí. Yo ya sabía quién era Mauro. Antes de salir de Sevilla, ya lo había recordado. Sabía lo que había sufrido. Y que yo no había llegado a tiempo de ayudarlo. Al rememorar aquella etapa pasada de mi vida que me había esforzado por dejar de lado, volví a sufrir por él, pero al menos ahora sentía que ya había logrado superarlo. El nuevo Mauro no parecía una persona infeliz. Sus ojos eran melancólicos y, a veces, creía percibir en ellos una mirada extraña, perdida en pensamientos que yo no podía llegar a divisar, pero estaba haciendo algo muy hermoso. Quizás ayudar a los demás le estaba ayudando a sí mismo. Él esperó para tumbarse a que yo me metiera en mi alcoba, su puerta daba al salón. La de mis padres de este mundo estaba al otro lado del pasillo, junto a la cocina. Abrí la ventana, corrí un poco las cortinas y me desnudé. Enseguida me eché en la cama; en esa casa no había alfombras. Tumbada y mirando al techo y, al contrario de lo que había creído minutos antes, me quedé dormida enseguida. No soñé, ni con Asha ni con Barathi, ni con ningún vivo ni con ningún muerto. Pero alguien que no era yo sí lo estaba haciendo: un grito agudo me despertó de madrugada. Esperé un poco pero no oí ninguno más. Aun así, me puse una bata y salí al salón.

Empapado en sudor, Mauro se removía en su colchón improvisado. Me acerqué a él. Su sábana yacía tirada a sus pies. La luz de la farola entraba por la ventana e iluminaba su torso. Suspiré al ver que al menos llevaba puestos unos calzones. Pero su cuerpo joven y fibroso estaba en tensión; de vez en cuando, se agitaba en un espasmo y pronunciaba algunas palabras en alto. No pude entenderlo, pero supe lo que decía. Después de todo, no era tan fácil superar las heridas del alma. Le acaricié la mejilla. Él me agarró la mano con fuerza. Al instante, abrió los ojos. Se echó a llorar. No me soltó. Siguió llorando y sus lágrimas me herían más que mi sentimiento de culpa. Acerqué mi cara a la suya y lo besé. Con toda la pasión que puede concentrar en un beso alguien dispuesta a morir por ello. O a matar. Mauro me soltó la mano, me cogió por la cintura y me tumbó sobre él. Sentí su cuerpo caliente rozando contra mi cuerpo. El catre crujió.

Entonces, de nuevo, vi la muerte acechándolo.

—No. No puedo, no puedo, perdóname. —Me incorporé de un brinco. Él me miraba con el semblante más calmado. Ya no lloraba. Ahora me esperaba—. Lo siento. No volverá a ocurrir.

Me metí deprisa en mi alcoba y cerré la puerta.

Cuando amaneció, como si la noche anterior no hubiera sucedido nada digno de recordar, desayunamos los cuatro juntos y Mauro se fue temprano. Cada uno pasamos el día por nuestro lado, él con Mariana y sus quehaceres, y yo con Katerina y Fernando. Al día siguiente, cuando fue a buscarme de nuevo para despedirse de mis padres y regresar conmigo a Sevilla, tampoco nos dijimos ni una palabra sobre lo sucedido. Yo lloré de nuevo entonces al volver a separarme de ellos, aunque me limpié las lágrimas y me hice la promesa de ser más fuerte. Saqué de mi bolso el montón de pulseras y los anillos de Asha, de un oro muy brillante que Mauro no había visto nunca, y lo dejé todo sobre la mesa. Se lo ofrecí a mis padres para ayudar a pagar los pasajes y la estancia en México porque, con lo que les habían dado en la casa de empeño por la pulsera de la abuela Milena, no sabía si les bastaría. Al fin y al cabo, yo jamás tendría hijas y Asha me sonreía otra vez.

—Vendedlo. Todo. Si lo necesitáis para vivir en México, utilizadlo. Es vuestro. Si sobra algo, compradle algo muy bonito a mi hermana. Estoy deseando volver a estar con ella. Buscaré el modo de reunirme con vosotros.

Ellos no me respondieron, nos abrazamos y nos juramos con el pensamiento que volveríamos a vernos muy pronto, junto a Daniella y su marioneta de bruja. Mauro, hasta ese momento, había estado seguro de que los hombres como él tenían que pasar la vida solos, por dañinos o vulnerables, pero entonces deseó acercarse a mí y que le dejara seguir a mi lado para siempre. Pero se guardó mucho de decírmelo. Con un par de rechazos había tenido suficiente. Salió de la casa y me esperó en el descansillo, donde olía a repollo y a orín y se escuchaban voces retumbando detrás de casi cada puerta.

Muchas horas después, ya dentro del vagón, me desperté al escuchar el pitido que anunciaba la parada en Córdoba. Me había dormido justo cuando el paisaje pasó de amarillo a verde y luego otra vez a amarillo; y me dolían el cuello y la espalda, de la postura, aunque Mauro me había ofrecido que recostara la cabeza sobre sus piernas y me acurrucara sobre el asiento y yo al final había accedido. Ni media palabra tampoco habíamos cruzado hasta entonces sobre nuestro beso en el catre. Mauro había pasado el viaje mirándome sin que yo lo percibiera. Él no quería entrar en Sevilla ni que el viaje terminara.

Bostecé cuando el tren comenzó otra vez a moverse y, al girarme y verlo, le sonreí y me llevé las manos a la boca casi sin darme cuenta.

—Sigue echada, yo cuido de todo.

—Puedo cuidarme sola —le respondí con el semblante muy serio.

—Menudo despertar tienes, quién lo diría. Ya sé que puedes cuidarte sola, ¿has hecho otra cosa desde que llegaste a Sevilla? Eres la mujer más independiente que he conocido.

—No es para tanto. Al contrario, siempre han cuidado de mí.

—Rosa me ha contado lo que hiciste por ella, también me ha contado de dónde vienes. Sabes cuidarte.

—Rosa no debería haberte contado nada.

—Lo hizo porque también te admira.

—Tendría que haberse metido en sus asuntos. Lo que quiero contar de mí, lo cuento yo. Te agradezco mucho lo que has hecho por mi familia, pero no quiero ser tu amiga, ¿serás capaz de entenderlo?

—¿Qué te ha hecho tanto daño? Lila, dime. Quizás pueda ayudarte.

—A ti eso no te importa.

—Hubo un tiempo en que no me habría importado. Tienes razón. Pero yo también hice daño a otros. Y llevo sufriendo por ello desde entonces. No te preocupes, no te molestaré más.

Mauro sacó un libro de su pequeña cartera y lo abrió por la primera página. Se lo quité de las manos y lo dejé a su lado, sobre el sillón de polipiel lleno de sietes. El tren se metió entonces en un túnel y las luces del vagón titilaron.

—Perdóname. Tú no tienes la culpa de nada. Es muy difícil de explicar, pero no quiero ofenderte, te has portado muy bien conmigo y con Rosa. Soy una estúpida, como si me hubieras hecho algo. ¿A quién hiciste daño?

Fingí no saberlo. Quería que me siguiera hablando.

—A mi mejor amigo. Él sí que murió por mi culpa. Yo lo defraudé, no lo hice aposta, él no tenía que estar allí, pero eso da igual. También otros inocentes murieron por culpa mía. —Mauro se resistía a sincerarse, al menos lo intentó unos instantes. No era el momento, no era el lugar, apenas me conocía. Se arriesgaba a que saliera corriendo. El tren salió del túnel y la luz del sol le hizo entornar los ojos—. No debes tener miedo a matarme, Lila, porque yo deseo morir. ¿Ves? Haríamos la mejor pareja del mundo, ya te lo dije en Praga. Lástima que no quieras creerme.

Mauro me acarició la mejilla. Sentí erizárseme la piel. Me aparté hasta chocar con la ventana, pero él se me acercó más. Las manos empezaron a temblarme.

—¿Cómo sabes eso de mí? ¿Quién te lo ha contado? ¿Rosa? ¿Mariana?

Mauro no quiso responder. Lo que deseaba era contarme algo muy distinto. Sintió los labios y la lengua resecos, y la urgencia por explicarse lo obligó a aproximarse más a mí.

—¿No te parece extraño lo que hago? ¿Sabes cuántas posibilidades hay de que me descubra la Policía y termine en una de sus cárceles? Muchas, Lila, hay muchas posibilidades. Pero no me importaba que me atraparan ni me importaba lo que me hicieran; si no me suicidé hace años fue porque soy católico. Hice algo de lo que no puedo dejar de arrepentirme y me gustaría estar muerto. O mejor dicho, antes me habría gustado. Ahora me he enamorado de ti. Me enamoré de ti la primera vez que te vi en Praga, delante de la estatua del león. Mariana lo sabía cuando te envió a Sevilla. Llevamos dos años trabajando juntos y los dos estuvimos en Praga al mismo tiempo, conocíamos a las mismas personas y regresamos a España casi a la vez. Por casualidad apareciste en una fotografía en la que estabas con su familia y hablamos de ti. Lo demás, bueno, lo demás fue fácil, ella quiso traerte hasta mí. Todo fue un plan de Mariana. Quería quitarte de la cabeza la idea de que Gabriel había muerto por culpa tuya. Ella creyó que yo te gustaría, creía conocerte muy bien. Decía que así conseguiría arreglar a dos buenas personas de un solo tiro. No sabes lo que sufrió cuando ni siquiera saliste a buscarme, cuando estuviste cuidando de Rosa; eso no entraba en sus planes. Ella pensó que me intentarías encontrar enseguida. Por eso yo entré en el bar ese día; te esperé en la pensión y te seguí. Aunque no podía saber que, al conocerte más, me sentiría así, Lila. Yo, que quería morir, ahora solo quiero vivir para ti.

Mauro aproximó su rostro al mío. No me aparté. Entonces, despacio, se acercó para besarme. Lo esperé. Y, de golpe, giré la cabeza a tiempo de evitar que sus labios me rozaran.

—No se te ocurra volver a hacer eso jamás, ¿lo has oído? Jamás. Creía que te lo había dejado claro. Me da igual si estás enamorado de mí o no, me da igual que te vayas del vagón ahora mismo o que no vuelvas a ayudar a Rosa, ¿me oyes? Me da igual si no vuelvo a verte nunca. Me da igual el plan que tuviera Mariana para ayudarnos a los dos. No importa lo que tú sientas por mí, lo que importa es que yo no podré quererte jamás. Yo me moriré sin amar a nadie. ¿Me has oído? Y si vuelves a tocarme, si vuelves a acercarte a mí, te juro que yo sí me mataré.

—De acuerdo, de acuerdo. Te he oído, sí, quédate tranquila. No te tocaré. Ya me lo advirtió Mariana. Pero no creí que fuera tan grave. —Mauro se levantó y se sentó enfrente. Se quedó pensativo, con la vista fija en el andén, que pasaba a su lado raudo, como la vida. Pasaron unos minutos que duraron para mí como tres reencarnaciones—. Ya está. Eso es. Si lo que no puedes es quererme tú a mí, entonces, yo te pagaré. Sí. Acuéstate conmigo por dinero, cuando lleguemos a Sevilla, solo una vez, en un hotel cualquiera, donde tú prefieras: en un parque, en un confesionario, en un cine, en una pensión o en mitad de la calle. Igual que ibas a hacer por Rosa, cuando te encontré en el bar. Haz el amor conmigo por dinero. No, no hagas el amor, disfruta del sexo conmigo, Lila, como la mujer independiente y segura que eres, que lo necesita y lo desea más que nada. ¿Cuánto tiempo llevas sin acostarte con un hombre? Después, te juro que ayudaré a Rosa a buscar a su hija y que, si tú no lo deseas, no volverás a verme. O me verás solo para esto, lo que tú quieras. Le dijiste a Rosa que solo así te entregarías a un hombre, que de ese modo vencerías la maldición. Hazlo con mi cuerpo. Úsame. Tú no me amas, acuéstate conmigo por dinero y ¡deshazte de una vez de esa condena! Lila, atrévete a sentir tan solo por sentir, sin amor. —Mauro me sonrió—. Si quieres, yo te pongo la música.

—La música…, ¿qué música?

—Las palilleras que se colocan junto al puente de Triana, cuando se ofrecen a sus clientes, les preguntan si se lo hacen con música o sin música. Si lo quieren con música, se ponen unas pulseras que suenan al chocar.

—No puedo creer lo que me estás diciendo.

—¿Lo de las palilleras?

—Lo de acostarme contigo por dinero.

—¿Lo harías gratis?

—No.

—Pues entonces no vas a tener otra opción. ¿No quieres intentar librarte de la dichosa maldición? ¿No quieres derrotar a Neeja?

—Sí, pero…

—¿Pero?

—¿Qué es una palillera?