Oráculos y otros augurios

Al día siguiente, a eso de las once, Mauro se presentó en nuestra pensión. Llevaba dos bolsas, una llena de toda la comida que había podido reunir y otra con un uniforme de maestra del Auxilio Social, azul y verde. Ramón lo miró de arriba abajo y no le dejó pasar hasta que llegó a la conclusión de que alguien con esos ojos de cordero no podía suponer ningún daño para las ahijadas de su señora; eso le costó el doble de tiempo que a cualquier otro, pero Mauro esperó tranquilo, aunque sin mirar a la cara al hombre con un ojo a la remanguillé y los pelos echados hacia un lado para intentar tapar, con éxito inapreciable, su calvicie, hasta que decidió darle el visto bueno. Su madre le había dicho que a los tuertos jamás había que mirarlos al ojo que les quedara sano, porque se podían sentir ofendidos.

Al llegar al rellano de la habitación, dejó las dos bolsas en el suelo y esperó fuera unos minutos antes de llamar a la puerta. Una cosa era echar una mano a gente desconocida y otra muy diferente meterse en la habitación y en la vida de dos mujeres solas, prostituta a la fuerza una y la otra por los pelos, con dos niños a quienes buscar, aunque fuera para ayudar a una amiga con un extraño plan. ¿Y si no podía encontrarlos? ¿Y si en lugar de ayudarlas al final las metía en un lío con los de la Falange? Ya era suficiente con que él se arriesgara y hubiera utilizado los contactos de Lázaro —que agradecido era como el que más y se prestaba a cualquier empresa siempre que se la supieran vender como imprescindible en su Movimiento Nacional—, sin que el hombre lo supiera, para introducirse en esa red de gentes de bien que, como él y otros muchos más en Madrid, Zaragoza, Almería y Barcelona, intentaban ayudar a los niños de los hospicios del Auxilio Social. Pero estaba dando un paso delicado al meter a dos pobres chicas en ese fregado peligroso.

¿Y si volvía a morir alguien por su culpa? Bien podía buscar a las crías cuando les tocara su turno y llevárselas después a Lila y a su amiga, si podía, sin tener que volverlas a ver más de lo que veía a otras madres o hermanas de otros niños en circunstancias parecidas.

Mauro había entrado en la organización solo para ayudar cuando Lázaro le proporcionó un trabajo en Madrid con el que había sido su secretario, Lucas de Ansorena; allí conoció a su hija Mariana y enseguida lo que había visto le había enervado. De ahí a hacer todo lo que estuviera en su mano para devolver a cada uno lo suyo, siempre que era posible aunque casi nunca lo fuera, supuso solo un paso cortito. ¿Por qué conmigo tenía que ser diferente? Buscaría a mi hermana, me la entregaría y santas pascuas. Pero Mauro, al contrario de lo que había juzgado más prudente, se vio a sí mismo llamando con energía a la puerta, cogiendo las bolsas y entrando en nuestra habitación en cuanto Rosa le abrió.

—Hala, que ya estamos tardando. Ahora mismo no tengo nada entre manos. Así que podemos empezar a buscar a las niñas.

Rosa me guiñó un ojo sin que él se diera cuenta. La maestra tenía un sexto sentido para según qué cosas, aunque se guardó su opinión.

—Y tú eres…

—Sí, claro, yo soy quien va a encontrar a tu hija y a la hermana de Lila. Me llamo Mauro. Tenemos que ponernos a la tarea enseguida. En cuanto me encarguen de Madrid otra búsqueda, tendría que compaginarlas o retrasar las vuestras.

—¿Y eso cuánto tiempo nos deja?

—No hay un tiempo, desde que llevamos haciendo esto, solo hemos conseguido devolver a sus padres a siete niñas y a tres niños. Y en dos ocasiones, los padres tuvieron que exiliarse. En alguno hemos tardado meses y en otros más de un año. Esta no es una empresa fácil, fallamos mucho más de lo que acertamos.

Rosa le cogió las bolsas y las dejó sobre la cama. Empezó a sacar su contenido: un par de barras de pan blanco como hacía tiempo no había visto, un queso que olía como los ángeles del cielo misericordioso o mejor y varias latas de sardinas.

—Sé que me devolverás a mi hija. Y además aquí encontrarás ayuda extra. Ya lo verás. Tenemos de nuestro lado a la otra cara de la luna. Una luna plateada muy bonita.

Rosa le sonrió y Mauro hizo como que no sabía de qué diablos le estaba hablando. Pero no pudo evitar fijarse bien en ella; desde que yo le había contado cómo había intentado meterme a puta, sentía curiosidad. Le pareció tan menuda y su expresión tan dulce que no pudo entender cómo había sido capaz de vender su cuerpo y cómo había habido algún cabrón que hubiera tenido la poca vergüenza de comprárselo. Pero aquello había pasado con miles de mujeres en toda España, millones en todo el mundo, que para salvar a los suyos se habían perdido ellas. ¿O eso era encontrarse y no perderse? Como Jesucristo, se habían dado en vida para hallarse tras la muerte. Así que las putas eran también hijas de Dios, ni más ni menos.

—Tenemos que empezar por alguna de las dos, vosotras decidís.

Rosa y yo nos miramos. Hacía mucho que nos sentíamos cómplices en el juego de la vida. La maestra de Torrelodones se fue directa al armario, lo abrió, tomó mi maleta y rebuscó en ella la carpeta con los papeles que yo le había enseñado ya muchas veces, con la información de mi hermana que había reunido Mariana.

—Ella primero. —Rosa me señaló a mí—. Será más fácil. Y además yo llevo esperando mucho tiempo, puedo aguantar un poco más, pero a ella la esperan en Madrid otras personas que han sufrido mucho. Por favor, empieza con su hermana.

—De acuerdo. Luego lo miraremos, ahora tenemos que dejar las cosas claras. Lo primero: haceos a la idea de que no hay ninguna garantía de que encontremos a las niñas. ¿Queda claro? Nosotros no hacemos milagros, hemos buscado a más de cien desaparecidos en estos dos años y solo hemos encontrado a diez. Lo segundo: no podéis seguir sin oficio ni beneficio, aquí en Sevilla todo el mundo se conoce y yo soy Mauro, el del Auxilio Social de Madrid, ni más ni menos, así que vosotras vais a ir para allá también echando leches, a echar una mano. Por si acaso alguien os pregunta de qué me conocéis, somos compañeros y nada más. Y para sobrevivir, meteos tres palabras en la cabeza: niños, hogar, iglesia. Ese es todo vuestro mundo. De ahí para afuera os estaréis metiendo en problemas y los problemas nos impiden ayudar. El sueldo no llega para vivir, comeréis la misma bazofia que los niños y poco más, pero podréis manteneros mientras las buscamos. Tú, Rosa, irás a dar clase y a ti, Lila, ya te dirán lo que tienes que hacer. Y una advertencia más: donde vais, y creo que en todos los sitios, siempre hay personas de dos tipos, las que se han puesto de una parte y las que se han puesto de la otra. Las identificaréis enseguida, en cuanto le dan un sopapo a un niño se sabe de parte de quién están. Pero no os fieis ni de vuestra madre. Podría ser lo que no parezca. Ni una palabra a nadie sobre lo que estamos haciendo. Normalmente, los contactos con los familiares de los niños a los que queremos encontrar se hacen a través de terceros, pero en vuestro caso Lila ya me conoce, así que me arriesgaré. Si me falláis, dejaré de creer para siempre en la humanidad y vosotras, estoy seguro, no tenéis pinta de querer eso.

Al levantarse todas las mañanas, Rosa siempre cantaba habaneras y, con esa voz afrutada y dulce como de melón de Villaconejos que Dios le había dado, o que había heredado del alma que en ella se había reencarnado, según afirmaba desde que me conoció, parecía una cantante de verdad, de las que llevaban estola de piel y sombrero rosa de ala ancha y andaban estiradas como las vedettes del Teatro Real. Mauro se quedó de piedra cuando mi delgada amiga empezó a cantar delante de él, con una sonrisa que se le salía de la cara, y lágrimas en los ojos. Lo tomé del brazo.

—No te preocupes, no está loca. Solo está contenta. Dice que antes lo hacía a menudo, si se alegraba mucho por algo. Hasta ahora, solo lo había hecho delante de extraños cuando traje una mañana higos para desayunar. Los encontré de pura chiripa, al lado del cementerio, pero según parece le gustan mucho. Tú también le has gustado mucho.

Cuando él se fue, Rosa bromeó con eso.

—Sí que es verdad, sí, que me ha gustado mucho el Mauro. Pero, niña, sabes que la que le gustas mucho eres tú, ¿verdad?

—Anda ya, no digas tonterías, Rosa. Vamos a aviarnos que queda mucha faena por hacer.

—Pues tú te lo pierdes. Te aseguro que ese pollo es uno de los hombres más hombres que he conocido. Y, por desgracia, últimamente he conocido a muchos.

—Me da igual lo que te parezca, absolutamente igual, no pienso enamorarme de ningún hombre, ni de este ni de ningún otro, ni acercarme siquiera, ¿me oyes? Tengo tanto miedo de que les pase algo que ni les llamo por su nombre. Ni acercarme siquiera, ¡me oyes!

—No seas tonta, no te digo que te enamores, que yo también soy supersticiosa y eso de las maldiciones me da mucho yuyu. Pero no te pongas de manos. Tan solo te digo que te acuestes con él, no hace falta quererlo. Si estabas dispuesta a hacerte puta… —Y entonces Rosa se partió de la risa hasta desfallecer y solo cuando le di un codazo siguió hablando—: ¿Qué más te da acostarte con él sin quererlo? Si no lo has hecho nunca, enseguida aprenderás. Solo hay que abrirse de piernas y dejarte disfrutar. Que un buen hombre en la cama puede arreglar muchas penas.

—Ya, y traer otras muchas, anda, deja de decir burradas. Además, ¿no te parece que tiene la nariz muy grande?

Rosa me tiró la almohada a la cabeza y así dimos por zanjada la conversación.

Desde ese día, las dos fuimos a trabajar a la calle Serpentina número 22, a la sede de Falange en Sevilla. Allí llegábamos a las ocho de la mañana en punto para empezar la faena. Rosa comenzó a dar clase a los niños del Auxilio con la misma alegría con que lo había hecho muchos años antes de que la vida de todos se escondiera tras los sonidos de las sirenas, los bombardeos, las balas y el miedo. Nunca pudimos saber cómo se las había apañado Mauro para que allí pasaran por alto el que ella hubiera estado en la cárcel. Aunque tampoco le preguntamos. Y a mí me enviaron al Servicio Exterior, donde mi dominio del francés, el inglés, el checo, el alemán, algo de polaco, el hindi y hasta el sánscrito no dejaba de sorprender a casi nadie. Me encargaron traducir todo lo que nadie más podía: las cartas de las embajadas y otros servicios oficiales de los Ministerios en el extranjero; comunicados y noticias de la prensa de otros países; también, alguna vez, serví de traductora para el Gobernador de Sevilla, como cuando un alto mando alemán llegó a la ciudad de improviso, para visitar sus tablaos tan solo acompañado de su esposa y unos amigos que se enamoraron del flamenco, aunque no pudieran contarlo jamás porque los gitanos estaban en la lista de razas extinguibles y, por fuerza, una cosa no encajaba con la otra. Mi amiga y yo pasamos así más de cincuenta o sesenta días, con sus horas, minutos y segundos, nerviosas pero tranquilas, con un nudo extraño en la garganta que solo apretaba a veces, cuando nos sobrevenía alguna duda que despejábamos entre las dos, porque al menos ahora teníamos la esperanza de saber que alguien estaba haciendo algo por encontrar a las niñas. Hasta que una tarde, después de haber recorrido de arriba abajo el parque de María Luisa las dos enganchadas del brazo y charlando de las mismas nimiedades que las de cualquier otra pareja de amigas de Sevilla, Mauro nos esperaba con una sonrisa que no podía anunciar más que algo muy bueno. Rosa, ladina ella, me dijo que iba a hacer un recado. Al alcanzarlo, él me explicó, a bocajarro y todavía en la calle, que por fin habían dado con Daniella.

—No puedo creerlo. ¿La has encontrado? ¿De verdad la has encontrado?

Yo me había llevado las manos a los ojos y movía la cabeza hacia los lados. El pelo se me movía como una onda del Guadalquivir cuando soplaba el viento. Y no sabía si sería muy apropiado besarle a la vista de todos los viandantes, pero ganas no me faltaron.

—¿Podemos subir a la habitación, Lila? Prefiero no seguir hablando aquí.

Conseguí calmarme y a duras penas abrí el portón. Nada más entrar en mi alcoba, yo me senté en la cama. Él se quedó de pie. Lo miraba embobada. No sabía si reírme o llorar.

—Sí, está viviendo en México, con una familia que tiene seis hijos más, todos niños. Por eso la eligieron y porque sabe tocar el violín. Está bien, un poco agobiada con tanto crío, pero se ha hecho la jefa. Uno de nuestros agentes allí ha hablado con los padres y con ella. Dice que está muy contenta. Ellos están de vuestro lado. Devolverán a la niña. —Mauro se calló y se acercó a la ventana antes de continuar—. Sin embargo, Lila, lo siento mucho, pero ella no puede regresar a España. Sería muy peligroso.

—¿Cómo que no puede regresar? ¿Qué significa eso?

—En los informes que envió la legación de España en París al Ministerio del Interior antes del final de la Guerra Civil, cuando todavía la dirigían los republicanos, consta que ella salió del país por mediación de Jiménez de Asúa. Y Asúa es un eminente republicano. Y encima está vivo. En España, no puede entrar nadie que tenga que ver con él. Tuvisteis mucha suerte de que os dejaran pasar, seguro que por influencia de Lucas de Ansorena. Pero si ella vuelve ahora, pondría en peligro incluso a tus padres, que ahora viven tranquilos porque a nadie le ha dado por asociarlos con él ni por mirar esos informes, que menos mal que hay miles, de todos los embajadores republicanos que siguieron trabajando para su Gobierno en la Guerra Civil. Yo conocí bien a Jiménez de Asúa. Es un gran hombre. Supongo que tus padres ni lo mencionan ahora ante otras personas. Es curioso cómo habéis podido mantener las dos amistades, la de Ansorena y la de Asúa. Eso dice mucho de tus padres.

—Mis padres son unas personas maravillosas, Mauro, en su corazón cabe una catedral, una sinagoga y hasta un templo hindú. ¿Es que siempre hay que elegir? Y ¿también conoces a Lucas y a Irene?

—Yo conozco a mucha gente.

—¿De qué los conoces?

—Trabajé con él durante la guerra y ahora es mi jefe. En mi trabajo oficial. Y también conozco a su hija, Mariana. Ya sé que eso sí lo sabes. Me contó que fue ella quien te sugirió buscarme. Si no nos hubiéramos encontrado en el café, yo habría ido a buscarte igualmente. Los dos estamos en el mismo barco. Pero no me preguntes más. No te contaré nada.

—Bueno…, y ¿entonces? ¿Qué podemos hacer?

Me levanté y empecé a andar por la habitación. Él se sentó en la silla que estaba cerca del baño; de milagro, Rosa había recogido los sostenes y las bragas que habitualmente lucían extendidas allí para que se secaran antes bajo los rayos del sol que entraban por la ventana casi toda la mañana.

—Solo hay una posibilidad: que tus padres se exilien a México. ¿Estarían dispuestos? Ese país admite exiliados españoles. Cárdenas siempre ha estado por la labor y también Ávila. Pero ellos tendrían que salir de España no se sabe durante cuánto tiempo.

—Ellos no son españoles, tampoco les resultaría tan difícil vivir en otro lugar. Estoy segura. Lo harán por ella sin dudarlo.

—¿Y tú? ¿Tú qué harías, Lila?

No supe qué decir. No me había planteado tener que irme. Estaba bien allí, en Sevilla. Por primera vez desde que había salido de Praga llevaba meses sin recordar. Otro país, otro futuro, otra gente, nuevos amigos, adiós a Rosa. Y a él. Adiós a Mauro. Algo extraño en el estómago me lo encogió, como un revolcón de líquidos. Pero no tenía hambre. Solo una sensación rara: palomitas de maíz, de las que volvían loca a Daniella, abriéndoseme en las entrañas. Entonces cerré los ojos, intenté verme más adelante, procuré ver algo más, pero no lo logré. Seguía sin tener visiones como las que me asaltaban en cualquier momento en Praga y me revelaban los secretos de sus muertos y, a veces, de sus vivos. Era como si algo se me hubiera apaciguado. Quizás se debiera a que ese era un lugar menos espiritual o a que, de haber escuchado a los muertos también ahora, no me habrían dejado vivir, de los millones que había por todos lados. Era como si mis poderes hubieran desaparecido. O puede que estuviera bloqueada. Él me dejaba así, en un estado anormal en el que no veía mucho más allá. Solo me fijaba en él, a pesar de que no quise reconocérselo a Rosa cuando bromeó sobre Mauro el día en que apareció por la pensión. Y yo no me había vuelto a plantear siquiera lo que ella me había dicho pero, entonces, ¿por qué me estaba poniendo tan nerviosa? ¿Por qué no quería ir a encontrarme con mi hermana y con mis padres? Eso era lo que había venido a buscar, ¿no?

Por fin le respondí. Y me gustó mucho descubrir ese brillo en sus ojos.

—Yo no quiero dejar a Rosa antes de que ella vuelva a ver a su hija. Si al final no la encuentras, lo pasará muy mal. No puedo dejarla.

—¿Sois muy amigas?

—Ahora, es la única amiga que tengo cerca. He perdido a demasiada gente querida. Aparte de mis padres, mi hermana y Mariana, ya no me queda nadie vivo a quien querer. Katerina y Fernando están juntos. Se tienen el uno al otro y yo quiero estar cerca de ellos y quiero volver a ver a Daniella, pero no creo que deba dejar sola a Rosa. No, yo no iré a México, al menos por ahora. Me quedaré aquí con ella hasta que le toque el turno a su hija y tú la encuentres. Sé que lo harás. Luego ya veremos. Oye, tengo que salir un momento. Rosa y yo veníamos a coger dinero. Tengo que comprar unas cosas en el barrio de las Tres Cruces.

—Muy bien, te acompaño. Así hablaremos de esto. Hay que preparar bien el viaje. Luego tú informarás a tus padres. No corre prisa. La familia que cuida de Daniella no tiene previsto moverse en los próximos meses. Él es profesor de universidad, de Teología, da clases allí. Aunque supongo que tus padres no querrán demorarlo mucho.

—Iré a contárselo y explicárselo en persona. Volveré a Madrid, quiero despedirme, sé que decidirán ir a reunirse con Daniella, y luego regresaré con Rosa. Nada me gustará más que decirles que la has encontrado. Te lo aseguro. No se me ocurre cómo puedo darte las gracias.

Mauro sonrió. A él se le ocurrían muchas formas, pero no pensaba decírmelas. A veces se arrepentía de haberse reído de mí la primera vez que nos vimos en Sevilla, cuando intenté ganarme la vida de prostituta; aunque enseguida se reprimía, no conseguía dejar de pensar que había perdido una ocasión de oro. La dulzura de Rosa también le atraía, pero yo le gustaba muchísimo más. Hacía demasiado tiempo que no estaba con ninguna mujer. La última vez había sido en Praga, antes de que mataran a su amigo. Después, su cuerpo dejó de reaccionar. Andábamos ya por la calle camino del barrio gitano. Empezaba a hacer calor pero necesitaba reponer algunas de las raíces que tanto bien habían hecho a Rosa, no quería arriesgarme a que empeorara.

—Bien, entonces iré contigo a Madrid —me dijo Mauro.

—Y eso, ¿por qué?

—Porque no hay que olvidarse de vivir, tan solo por eso. —Me cogió de la mano y yo la retiré. Retrocedí.

Un frío espantoso me recorrió el cuerpo de arriba abajo. A punto estuve de gritar. Él no lo notó.

—¿Tienes novio, Lila?

—¡No! ¡Digo sí!

—¿Sí o no?

—¿Y a ti qué te importa?

—Si no me importara no te lo preguntaría. Dime, ¿lo tienes?

—Sí.

—¿Y por qué me has dicho antes que no tenías a nadie vivo a quien querer? Está bien, no hace falta que te justifiques. Te acompañaré solo porque debo ir a Madrid a recoger la información de otro niño y necesito reunirme con Mariana. Lo mismo te da ir conmigo que sola, ¿no? No te preocupes, no me acercaré a ti. Sé respetar a una mujer, aunque sea tan guapa como tú. La más guapa de toda Praga.

Me quedé paralizada. Mauro notó la rigidez en mi rostro.

—¿Qué te ocurre? ¿Estás bien? Tranquila, si no quieres que vaya contigo, no iré. No te preocupes.

Me aparté de él y me apoyé contra la pared. La casa encalada en blanco brillaba como la media luna en la cabeza de Siva. Mauro vio cómo palidecía. Me tocó la frente. Después deslizó su palma por mi rostro y no pudo evitar tocar mis labios. Me estremecí.

—Tú antes llevabas barba, ¿verdad? ¿Llevabas barba en Praga? Dime si llevabas barba en Praga o si no llevabas barba en Praga.

—¿Qué dices? ¿Barba? Sí, sí, creo que sí. Me la afeité al venir a España. Era molesta, picaba, no sé… ¿Y qué importa eso? ¿Te gusta la barba? Puedo dejármela otra vez, si tú quieres…

—Iré sola a Madrid.

No lo miré. Seguí andando. Él me siguió aprisa.

—¿Porque no tengo barba?

—No, porque es mejor así.

—¿Qué ha pasado ahora?

—Nada, solo que iré yo sola. Lo prefiero. Es lo mejor, créeme. Así nos evitamos problemas. Los dos.

—Eres una mujer muy rara, Lila. Tan extraña que podrías volverme loco.

Durante el resto del camino, Mauro no volvió a insistir. Y yo no le di ninguna explicación. Habría tenido que contarle quién era yo y no pensaba hacerlo. Le pregunté por otros asuntos y él, obediente, habló de lo que yo quise que hablara. El barrio de la gitana Milagros, la bruja vieja, estaba al otro lado del río, en la zona donde las casas del arrabal, modestas pero relucientes, desaparecían y se empezaban a levantar por todos lados pequeñísimas barracas de mil colores, fabricadas con todos los materiales que se pudiera imaginar, junto a la carretera que llevaba hasta Madrid. Todos los barrios así olían igual, a supervivencia y miseria, pero en ese había alegría: las guitarras y el cante sonaban a cualquier hora, al menos siempre que yo había estado allí. También entonces, una melodía con una fuerza extraña, como un grito a la vida y a la verdad, emergía de la garganta de un gitano de piel oscura, pelo negro y ojos brillantes. La primera vez que fui, ya me había sorprendido encontrar personas con la misma apariencia que muchos de los indios de mi país. Incluso tenían la misma mirada de resignación. De sabiduría.

Mauro me había contado ya todo lo que había que saber sobre cómo habían encontrado a Daniella y sobre su paradero, también cómo debían proceder mis padres para poder exiliarse. Yo sentía una alegría rara: sabía que ellos, por fin, después de años de angustia volverían a encontrar esa razón de vivir que tanta falta les hacía. Pero yo acababa de volver a perderla. ¿Merecía la pena la vida si había que pasarla sin amar? Maldije a Neeja y confié en que, allá donde estuviera, hubiera sufrido en lo más profundo de su alma podrida el daño que me había hecho, acrecentado hasta el infinito con miles de agujas impregnadas de sal y pimienta ensartadas en cada poro de su piel.

Cuando llegamos a la chabola de Milagros, Mauro se quedó esperándome fuera. La vieja gitana no admitía a cualquiera en su morada. El suelo de tierra gris estaba cubierto con papeles en la parte donde ella se sentaba a echar las cartas o a leer las palmas, en un tablero apoyado sobre un cajón de fruta. Yo jamás la había visto sonreír. Sus ojos eran dos cenagales plagados de víboras. Sus labios gordos y agrietados. En ese recinto en el que las paredes eran huecas, su voz resonó con el eco de los templos de Agni, el dios del sacrificio y mensajero entre los mortales y otros dioses.

—Te estaba esperando, mi arma. Has tardao en venir. Te tengo guardao lo que necesitas. Puedes llevártelo.

—Gracias, Milagros. Sabía que podía confiar en ti.

—Pronto tendré más cosas, quilla, no tardes mucho en volver.

—Cuando regrese a Sevilla. Salgo para Madrid dentro de poco. Es un viaje que deseaba emprender hace mucho. El destino está cambiando.

—¿Es por ese gachó que te espera fuera?

Los ojos de la vieja gitana se oscurecieron. Siguió echando las cartas. Sus manos eran como las de Asha: arrugadas y recorridas por venas azules que sobresalían al atravesar las muñecas para perderse en los antebrazos y llegar al tronco. Al punto de donde surgía la revelación. La calavera con los huesos cruzados salió dos veces, a continuación la vieja dejó al descubierto la imagen de un hombre vestido con una malla de soldado medieval. Por debajo del yelmo, se le vislumbraba la barba oscura. Colocó cada naipe debajo de una fila diferente.

—Él ayudó, sí. Encontró a mi hermana.

—¿Sabes ya que está chalado por ti, chiquilla? ¿Y que, si te camela, su amor podría matarlo? Te creía más lista. O más poderosa. También podría matarte a ti.

—Solo soy una mujer, Milagros. Una mujer que desearía ser como cualquier otra.

—Pero no lo eres. ¿Tampoco sabes que te persigue un mengue? Es un demonio testarudo y te ha acechado desde siempre. Está tan atormentado que olerá tu felicidad. Pero también olerá tu penita. Cuanto más intentes apartar a Mauro de ti, más atraerás la desdicha. Todo lo que hagas para deshacerte del gachó al final se volverá contra ti; cuanto más te esfuerces por echarlo de tu vida, más se acercará a tu aliento ese ser de mal fario y peor corazón. Hazme caso. Lo veo en las sombras. O si no, mírate dentro, tú también sabes que así, siguiendo este camino, no conseguirás vencerla. Ella ganará.

Milagros bajó la vista y siguió echando las cartas. Ya no hablaría más. Sus palabras estaban tan medidas como las de todos los oráculos de la Antigüedad. Cogí el paquete que me había preparado, dejé el dinero sobre el tablero y salí de la chabola. Sentí cómo la piel se me alisaba y el frío me abandonaba. Mauro seguía sentado en el suelo; jugaba con una niña muy pequeña con el pelo y la mayor parte del cuerpo embadurnados de polvo. Me recordó a mí. Tenía mi rostro. Reía. De repente, se volvió otra, con los ojos negros y la piel morena. Ya no era yo. Él me miró y la niña salió corriendo hasta desaparecer tras una pila de basura, cartones, palos desvencijados y más escombros.

—¿Qué ha pasado, Lila? Estás pálida. Parece que hayas visto al demonio.

—Vamos, ya no tenemos nada que hacer aquí. —Bajé la voz—. ¿Vendrías conmigo a Madrid?

Entornó los ojos, se puso en pie y me miró con una expresión de extrañeza tan cándida que me habría gustado abrazarlo.

—¿Estás loca? Hace un rato me has dicho que no querías que te acompañara, que era lo mejor. ¿Qué ha ocurrido ahí dentro? ¿Te ha echado las cartas la gitana? ¿Crees en esas supersticiones? Yo no, yo no creo en nada más que en mí mismo. ¿Me ha crecido otra vez la barba?

Lo cogí de la mano. Él la apretó.

—¿Vendrás?

—Sí. Si no cambias de idea antes de que salga el tren, iré.