Fantasmas de carne y hueso

Rosa había recuperado el color y llevaba varios días saliendo a la calle a pasear, al mediodía, cuando la ciudad entera se vestía de sol y sombra, y antes de que el sofocante calor la hiciera doblarse por las costillas hasta tocar el suelo ansiando encontrar allí refrigerio. La joven sostenía en la mano un ramo de rosas que había arrancado en el parque de María Luisa. Eran violetas o azules, según a quien se le preguntara; aunque, de toda la vida, su madre, que disfrutaba cuidándolas en el pequeño jardín de su casa de Torrelodones, le había dicho que las rosas azules solo existían en la imaginación de quien las miraba, como tantas otras maravillas. Metió el ramo en un vaso que llenó de agua y lo puso al lado del Jesús de Remedios, el de nombre Joselito, que seguía allí, rechoncho y colorao, porque seguro que había tenido mucho que ver en la recuperación de la chiquilla.

—¿Cuándo me vas a dejar salir a ganarme la vida, niña? Necesitamos el dinero, te lo has gastado todo en darme bien de comer y en esos mejunjes raros que me has dado para que me cure. Ya es suficiente con lo que has hecho. Estoy recuperada, mírame, tan fresca como una de estas rosas; nunca había hecho tanta gala de mi nombre. No sé qué me has dado, pero estoy mejor que cuando daba clases, allá en la serranía, con aire puro y una vida como es debido. Cuánto lo echo de menos.

—Todo aquello volverá, ya lo verás. No será pronto, pero volverá. Y tú no saldrás a ningún sitio, podrías enfermar de nuevo. Yo no tengo poderes infinitos; ni siquiera sé si me funcionarán mañana. Además, menudos poderes son estos que no pueden darme de comer.

—Podríamos montar un tugurio para leer el futuro, como las gitanas. Si supiéramos arrimarnos a las personas adecuadas, te harías de oro, te lo digo yo, que aquí hay mucha superstición y todos quieren tener de su lado la suerte. Solo tienes que acertar un par de veces y vendría a buscarte la ralea más selecta de toda Sevilla.

—Sí, ¿y cuándo sería eso exactamente? ¿Mañana o pasado? Tenemos que comer todos los días y Remedios puede darte de comer a ti, pero a las dos… Además, cuando venga un cliente y yo no pueda ver nada de su vida, ni pasada ni futura, ni arreglarle nada de lo suyo, nos denuncian a la Guardia Civil, esa que a ti tanto miedo te da, y vamos las dos para el cuartelillo, como tú dices. En la India, a las brujas las quemaban, si se atrevían. Aquí, puede que incluso sea peor. Tampoco sé cuándo voy a ver algo o si se cumplirá lo que veo. Que sí, que en ocasiones veo muertos, pero luego no sé si el vivo que tengo delante quiere hacerme bien o mal. Y conozco las plantas que curan, pero no he encontrado todas las que necesitaría, y gracias a que Milagros la gitana me consiguió algunas. Así que no hay nada que pensar.

—¿Por qué no vendes las joyas de tu abuela? Son extrañas, pero parecen de oro.

—Porque esas joyas no se venden, Rosa, son lo único que me queda de Asha. Ella quiso que yo las tuviera. Así que me las quedaré y se las dejaré a mis hijas y ellas se las darán a las suyas y así hasta que las brujas de la luna plateada dejen de existir. O eso es lo que me gustaría. Prefiero morirme de hambre que venderlas.

—Pero, niña, si tu abuela te dijo que te podrían sacar de un apuro. Y esto ya no es un apuro, esto es estar entre la vida y la muerte.

—Rosa, esto no es estar entre la vida y la muerte. Esto es solo vivir un poco peor. El hueco que existe entre la vida y la muerte es mucho más horrible. Y yo no me voy a morir de hambre ni tú tampoco. Te lo prometo. Además, no sé a cuento de qué viene tanto remilgo. Si tú puedes hacerlo, yo también. ¿Por qué no?

—Porque es repugnante, Lila, solo por eso. Lo más repugnante que he hecho en mi vida y que nunca jamás tendré que hacer. Y tú además no has conocido hombre, que se te ve en la cara, niña. Se te ve.

Cerré los ojos. No quería recordar. No podía recordar. Rosa se dio cuenta de que algo me ocurría y me cogió de la barbilla. Tuve que mirarla. No pude evitar que se me saltaran las lágrimas.

—¿Qué te pasa, mi niña? ¿Qué te sucede? ¿Te ha molestado lo que te he dicho? Perdóname, por favor, si es que a veces soy un poco bruta en eso del querer. Que sí que tuviste un hombre y lo perdiste, como yo, seguro que es eso, pero tú no quieres hablar de ello y yo hablo de él hasta dormida. Qué diferentes somos las personas y qué metepatas que soy yo. Perdóname, Lila, por favor. No volveré a meterme donde no me llaman. Pero a ver, alma cándida, ¿puedes decirme adónde vas tú con esa sensibilidad a hacer de puta? No sabes los hombres que hay por ahí, qué asco dan, qué ganas tienen de hacer con otras lo que con sus señoras no pueden por vergüenza o por ignorancia o qué se yo, pero a las otras, a las otras sí que se lo hacen y con qué ganas. No puede ser, Lila, de verdad que no. Buscaremos otra solución. Lo seguiré haciendo yo mientras tanto. Ahora tendré más cuidado, les haré que se pongan un preservativo de esos, que dicen que evitan todo el mal que yo he tenido. Aunque no quieran, que se jodan, hombre. Pues no hay putas en Sevilla…, ¡seguro que casi tantas como en Madrid!

—Rosa, no te angusties por mí. Yo no puedo querer a nadie. Jamás volveré a hacerlo. Durante mucho tiempo estaba segura de que hacer el amor me mataría, que moriría ensartada. —Recordé a mi hermana Bhumika y la sentí reír allí donde estuviera—. Cuando descubrí que no, que amar era maravilloso y que te amaran mucho más, me mataron al que empezaba a amar. Y yo fui la culpable las dos veces. Jamás volveré a querer. El cuerpo no es más que un continente, su contenido puede permanecer en cualquier sitio, en una rana, un escarabajo, incluso en un asesino o un cobarde; una prostituta no es peor que eso. ¿O crees que sí?

—No, niña, es mucho peor ser rana o escarabajo que puta. Y ser un asesino… Visto así…

—Este mundo en el que estamos, el Bhuloka, es el mundo de la sustancia material y en él percibimos los fenómenos por los ojos, por la nariz, la boca, los dedos y los oídos. Pero este mundo es muy limitado, el que más cambia, el que menos dura. En realidad, solo es energía. Tú y yo somos palomas que buscamos el reflejo de la rosa en los espejos del templo. No es importante, Rosa. Nada es tan importante. —Hice un esfuerzo y le sonreí—. Y además, si tú has podido, yo también, qué demonios. Si tú has podido tener un apéndice de diez centímetros metido en tu cuerpo sin amor, yo también puedo, con mucha más razón, que además no lo tendré ya de ningún otro modo.

—¿Y cómo sabes tú tan bien lo que mide el apéndice ese?

—Pues porque soy india y los indios somos muy intuitivos. También porque me fijé bien, que pasé muchos años temiéndolo como para no fijarme. Además de intuitiva, soy muy curiosa. Pero tengo que encontrar ya al hombre que vine a buscar, que ahora estás mucho mejor y puedes cuidarte solita, o eso espero. No sé cuánto tiempo estará él aquí, así que no podemos demorarlo mucho más. Sin embargo, lo primero es comer y conseguir dinero. Ramón se cansará antes o después de nosotras y Remedios no podrá seguir siempre engatusándolo y tú lo sabes. Hay que hacer algo para ganarse la vida ya.

—Pues vuelve a Madrid y que tus padres te presten algunos duros para pasar hasta que puedas empezar a vivir de lo de bruja. Por mí no te preocupes, estoy acostumbrada. Por algo dicen lo de pasar más hambre que un maestro de escuela.

—Ya, y cuando regrese, el hombre al que tenía que haber encontrado hace días se habrá ido quién sabe hasta cuándo y tardaremos mucho más en saber dónde están Rosita y Daniella. Ni hablar. ¡Que no me va a ocurrir nada malo, mujer! Lo haré solo el tiempo necesario, mientras encuentro a ese hombre. Mañana mismo saldré a buscarlo y para entonces ya tenemos que haber conseguido comer por nosotras mismas. Tiene que ser ahora. Ya. Esta noche salgo a probar.

—Pues lo haré yo. Mañana por la mañana haré la calle otra vez. O esta misma noche, si eso es lo que quieres. Aunque no me gusta la noche, que todos los gatos son pardos. Pero lo haré si tanta prisa tienes. Si sale con barbas, san Antón, y si no, la Purísima Concepción. Solo ve a comprarme unas medias de seda, que mira que les vuelven locos y se recupera enseguida la inversión, y tráeme también un poco de jabón de avena y una barra de carmín, no del rojo, por favor, que ese me queda fatal, parezco lo que no soy. Y preservativos, para que te quedes tranquila, que seguro que tú, que ya te has recorrido para abajo y para arriba toda la Plaza Vieja del Pan y el resto del barrio, averiguas fácilmente de dónde sacarlos. A mí solo se me ocurre preguntar en la farmacia El Globo, que, la verdad, viene muy a cuento. ¡Ah!, y una última cosa: por favor, acércate también a la confitería La campana, allí en la calle Sierpes, que tienen unos caramelos buenísimos. Para quitarme luego el mal sabor de boca, son los mejores.

Dejé a mi nueva amiga en la habitación preparándose para el acontecimiento; una cuchilla afilada podría con todos esos pelos que se habían acumulado donde menos debían durante las semanas que había estado fuera de la calle y, como casi ninguna mujer se los quitaba, era otro valor añadido, según Rosa. Pero yo sabía bien lo que iba a hacer a continuación. Era la una de la tarde, aún había tiempo de sobra para ir ahora a comprar lo que mi amiga me había encargado. Sin embargo, en lugar de eso, pedí permiso a Ramón para asearme más tarde en uno de los cuartos que habían dejado libres esa misma mañana. Él me miró inquisitivo con su único ojo, pero no me preguntó más. A veces era mejor no saber. Después de comer y de jugar una partida al cinquillo —que se me daba de miedo a pesar de ser novata— para hacer tiempo hasta que abrieran las tiendas, aproveché que Rosa no se resistió a echar una cabezadita y me puse en marcha. Tardé exactamente una hora y diez minutos en gastarme todo el dinero que me quedaba en comprar lo que necesitaba: en la mercería Doña Paula, un sostén y unas bragas nuevas; en Confección Galá, una falda algo más ajustada y una camisa blanca, con el cuello de piqué; los caramelos y algún otro capricho en la confitería a la que me había mandado Rosa, la más bonita que yo había visto en mi vida, ni siquiera comparable a las Rupa de Praga. Las últimas cinco pesetas las invertí en un capricho para compartir: un perfume con olor a rosas y jazmín en la perfumería La inglesa, la casa de las esencias. El nombre me pareció muy apropiado. Cuando llegué de vuelta a la pensión, me aseguré de que Ramón no le dijera al bicho que yo había regresado, ni dónde estaba. Podía quedarme tranquila al menos hasta las diez, cuando ella empezaría a preguntarse adónde había ido; tenía varias horas por delante para reconocer el lugar y comprobar por mí misma si era capaz de hacerlo.

En las tardes que habíamos pasado juntas sin salir del cuarto, Rosa, entre fiebre y fiebre, siesta y siesta, y caldo y caldo, me había contado los pormenores de su nuevo oficio obligado y de todo lo que deseó. La maestra de Torrelodones se había metido a puta cuando se cansó de ver, en la iglesia, a la zorra mujer del alcalde de ahora, el fascista Julio Miguel, con los pendientes de azabache de su suegra, Emeteria: lo único que esta tenía de valor el día en que el marido de la zorra entró en su casa y se llevó por delante a dos de sus hijos varones, incluido el marido de Rosa. Ella, antes de la guerra, no iba a misa más que para alguna boda, comunión o bautizo al que le apetecía asistir y entonces, si había empezado a frecuentarla, no era solo para que no la metieran otra vez en la cárcel, sino para ver a esa hija de la gran puta con los pendientes de su suegra, que parecía que no tenía otros mejores o que no tenía corazón. Ella se inclinaba a pensar que sería lo segundo.

Entonces, un día se levantó de la cama y, ni corta ni perezosa, decidió dejar de ver a la grandísima puta y convertirse en tal. Así podría, por fin, abandonar ese maldito pueblo donde, por no quedar, no quedaba ni la tumba de su marido ni la de su cuñado, ni tampoco la de sus padres y sus hermanos, que también habían ido todos palante por comunistas o republicanos, para irse a buscar a su hija. Y difícil lo tenía, sí, pero ya le habían contado algunas mujeres de otros rojos como el Damián, el lechero del pueblo de al lado, también muertos o desaparecidos, que a veces los niños volvían, que no se sabía quién ni cómo los hacía aparecer de repente en la casa de su madre o de su abuela mientras la putativa se quedaba de piedra, sin hijo falso y sin explicación; que los robaban por ahí o por allá y que solo debía tener la fuerza para seguir escarbando hasta encontrar a uno de aquellos ángeles inhibidores del mal. Y Rosa, esa fuerza la tenía. Y eso hizo la maestra: buscar al ángel, hasta que ese maligno meter y sacar se la había querido comer viva y había caído enferma, a punto de encontrar en Sevilla al hombre que le habían dicho que llevaba niños a sus verdaderos padres. Y entonces había podido comprobar que eso de los ángeles era cierto, porque al menos se había topado con Remedios y, tras ella, había aparecido yo.

Mientras fue maestra en ese pueblecito de la sierra madrileña, jamás habría podido pensar que ser puta fuera tan difícil, no por el acto de joder en sí, que a eso se termina una acostumbrando poniendo por medio un poco de distancia psicológica y emocional, cerrando los ojos entre polvo y polvo y sabiendo que, quizás, de ese modo, podrías mantenerte viva hasta tener la suerte de encontrar a aquel hombre que buscaría a tu hija para llevarla de nuevo hasta ti. Lo verdaderamente difícil era acostumbrarse a las tonterías, las manías y los rituales que cada cliente requería para que se le levantara o para que terminara de una vez. Rosa me explicó, muertas de risa ambas, porque la costra en el corazón se reblandece cuando las penas se comparten así, con otra persona que siempre te sonríe y a la que jamás se le ocurre juzgarte ni con la mirada, todos los pormenores de ese oficio: las horas más apropiadas para salir, la pinta de los mejores clientes, cómo hacer para acercarte a un hombre sin que te echaran del local donde habías entrado a buscar alguno nuevo, si era mejor ir vestida de niña buena o de mujer fatal. Ella había aprendido todo eso a base de hostias, que ahora, al relatármelas con detalle, le dolían mucho menos que cuando de verdad las recibió en su propia cara. Así supe cómo tenía que vestirme para llamar la atención de un hombre sin que la Benemérita me llevara palante, como decía la gitana que me vendía las raíces y también Rosa, y nadie dudara de que era una niña de bien esperando a su novio. También supe que no me costaría hacerlo. ¡Qué mejor forma de reírme de mi cruel destino y de Neeja que amando así a todos y a ninguno!: «Mira, me aman, que es lo que más deseo, y yo los disfruto como si los amara, pero no morirá ninguno, demonio raksha estúpida y amargada. Por fin te he vencido». Entonces, quise llorar pero me mordí los labios y apreté los ojos hasta que las ganas se me fueron.

Entré en el bar Laredo, el de la calle Sierpes, al ladito de la confitería que tanto me había gustado, adornado como si de un barco se tratara. El suelo, de baldosas blancas y negras en forma de trapecio invertido, me llamó la atención por verse limpio como las manos de Saravasti a pesar de la numerosa clientela. Del techo, en forma de curva, colgaban varias anclas que miré con respeto. Observé a los posibles: numerosos clientes estaban sentados junto a la cristalera que ocupaba casi toda una pared. Ante mesas cuadradas de madera oscura y separados del resto del local por una barandilla con barrotes que parecían remilgadas equis, charlaban con pasión o sosiego, o miraban. Muchos, afortunados ellos que podían llevarse a esas horas algo a la boca, tomaban ya lo que podría ser la merienda: churros con un líquido similar al chocolate, algún bollo y muchas bebidas dulces. Pero eran casi siempre hombres con sus respectivas mujeres. Así que me acomodé en un taburete junto a la barra, a esperar. Todos los que estaban sentados cerca se giraron para mirarme, sin timidez ni rubor. Solo fui consciente de lo hermosa que estaba y lo bien que me habían sentado las comidas que yo misma había preparado para alimentar a mi amiga cuando, al pedir al camarero un bourbon con soda, la bebida que vi tantas veces sorber a Irene y a Lucas en las celebraciones en Praga, me vi de refilón en el espejo. Mi rostro había cambiado desde que habíamos abandonado Checoslovaquia: se me había endurecido y afilado un poco. Quizás porque ahora estaba segura de qué camino pisaba.

Tomé un sorbo. Me quemó en el paladar pero, al bajar por la garganta, sentí un hormigueo agradable. Dejé el vaso largo sobre la mesa y miré el reloj: todavía me quedaban casi tres horas para lograr mi objetivo. Me alegré de no haberme vestido más llamativa, habría desentonado allí, y mi cuerpo y mis formas, ahora por fin más rellenas, se adivinaban de sobra debajo de la falda tubo y de la camisa ajustada a la cintura. Miré a los dos caballeros que tenía al lado; charlaban. Uno me pareció guapo, quizás demasiado para querer una compañía así. Me di cuenta de que no sabía nada sobre los hombres; tantos años huyendo de ellos, aunque hubiera sido para nada, me habían convertido justamente en lo contrario de una prostituta. El sudor me caía por la frente y me limpié con disimulo. Suspiré y me abrí un poco la blusa, aunque estaba empezando a dudar de que pudiera llegar a ofrecerme a un hombre: Rosa no me había explicado qué tenía que hacer si nadie se me acercaba. Entonces alguien se sentó a mi derecha. Yo apenas podía distinguirlo, uno de los focos situados encima de mi cabeza me alumbraba justo sobre los ojos, pero me pareció muy hombre para estar buscando una mujer de la calle. Di otro trago y le sonreí. Él me devolvió la sonrisa y se aproximó más, hasta llegar casi a rozarme.

—Disculpa que me siente tan cerca, no he podido evitarlo. No puedo creerlo. Esto es un milagro.

Acerqué mi cara a la suya para verlo mejor. Me resultó familiar. Y era guapo, con ese rostro barbilampiño que parecía tan suave. No empezaba mal la charla. Aunque sentí que comenzaba a marearme.

—No tengo nada que disculparle. Puede sentarse donde quiera. Aquí mismo está muy bien.

—¿Seguro que sí? ¿Seguro que puedo? Mira que me siento más cerca aún.

Arrastró su taburete hasta pegar sus rodillas contra las mías. Me di cuenta de que seguía viendo borroso y de que ya no era por las luces. Jamás había bebido alcohol, en toda mi vida. Era un detalle insignificante en el que no había caído pero que estaba demostrándose vital, cuando ya era demasiado tarde. Estaba muy aturdida. En un instante, sentí que perdía el sentido. Justo en el momento más inoportuno. Me agarré a la mano del hombre y él me sujetó por los hombros.

—No te caigas, por favor. —Él tomó mi vaso y lo olió—. Demasiado whisky o algo así, me parece. Pero no te preocupes, yo te sostengo. Aunque… sigo sin poder creerlo. Eres más hermosa que el cielo y las estrellas, ¿lo sabes? No puedes imaginar lo que me gusta haberte encontrado y aquí, además aquí, la chica más guapa de toda Sevilla ha tenido que venir a desmayarse a mis pies, otra vez. Es el destino. Seguro.

¿De qué demonios estaba hablando ese chiflado? Se estaba torciendo la tarde, pero yo había decidido llevar hasta el final la locura que había comenzado. Al fin y al cabo, había venido a buscar a un hombre. ¿Por el dinero? Yo sabía que no. Pedí un vaso de agua al camarero a ver si así conseguía rebajar el alcohol. Me lo sirvió enseguida, al tiempo que miraba con descaro y alevosía a mi acompañante. Me lo tomé deprisa, pero continué viendo borroso y la cabeza me daba vueltas como un perro persiguiendo su cola.

—¿Cómo te llamas? —pregunté al joven que aún me sujetaba por los hombros.

—¿Yo? Mauro, me llamo Mauro. Para servirte en todo lo que me ordenes. Es una lástima que no te acuerdes de mi nombre.

—Mauro, soy cara. Diez pesetas.

Él me soltó y empezó a carcajearse. Pero se detuvo en seco, con un ademán de crío que estuviera haciendo algo por lo que su madre lo regañaría en cuanto pudiera echarle el guante.

—De acuerdo. ¿Adónde vamos?

Me quedé callada. No había contado con eso. ¿Adónde podía llevarlo?

—¿A tu casa?

Ahora sí que Mauro se carcajeó con ganas. Yo no entendí la gracia, pero me dio igual. Tenía que continuar en mi empeño. Esa sería la prueba de que podría hacerlo más veces.

—Paga. Por favor.

Mauro sacó un billete de su cartera y lo puso sobre la encimera de mármol blanco y vetas doradas. El camarero lo recogió enseguida y, después de mirarlo con lo que a mí me pareció una expresión de envidia nada sana, le dejó la vuelta, varios céntimos que mi acompañante se metió íntegros de regreso al bolsillo. Entonces llevó su brazo por detrás de mí y salimos de allí como si nos conociéramos de toda la vida. Lo curioso era que a mí así me lo pareció; sería el bourbon maldito o el tramposo nerviosismo.

—Vamos, hay que andar un poco. Pero merecerá la pena. Estoy seguro.

Anduvimos así, sin decirnos nada y agarrados —de otro modo no podría haber sido, yo me habría caído si él me hubiera soltado—, un par de manzanas hasta llegar a un edificio antiguo, con una gran cancela de hierro forjado que franqueaba el paso a un espacioso patio. Me solté de Mauro y me quedé parada mirando el lugar: la luz intensa que entraba por el lucernario se reflejaba en el suelo y reverberaba sobre el agua de la fuente; las pareces estaban cubiertas hasta media altura de preciosos baldosines arabescos azules y verdes y desde ahí subían pintadas de amarillo hasta el tejado. Las macetas de color añil llenaban el espacio por arriba y por abajo. Incluso mareada, pude contemplar las abundantes flores que colgaban de ellas. Comprobé que podía andar sola, me acerqué a una que estaba a mi altura y me giré hacia Mauro.

—¿Cómo las riegan?

—¿Qué? —Él volvió a reír a carcajadas.

—Que cómo las riegan, las macetas, tan altas. Alguien tendrá que regarlas.

Mauro se acercó a mí y me abrazó por la cintura. Nuestras caras estaban muy juntas, nuestros labios casi se rozaban. Yo no me aparté, lo miré a los ojos. Tampoco podía mirarlo a otro sitio.

—¿De verdad me estás preguntando eso? Estás a punto de entrar en mi casa y meterte conmigo en mi cama y me preguntas cómo se riegan las macetas de mi patio. Lila, déjalo ya. No sirves para puta.

Me separé de él de golpe.

—¿Me conoces? ¿De qué me conoces?

—No te asustes. Solo nos hemos visto un par de veces, hace unos años. En Praga. ¿No te acuerdas de mí? Es una pena, yo creía que no había cambiado tanto.

—¿Quién eres tú? ¿Te estás burlando? ¿Quieres o no quieres?

—Quiero, quiero.

—Pues entonces vamos adentro. Terminemos lo que hemos venido a hacer.

Intenté recordar o intuir quién era ese hombre al que agarré de la mano, pero la cabeza aún me daba vueltas. Tiré de él con fuerza y pude lograr que me siguiera hasta la puerta.

—Déjalo ya, anda. Además, esa no es mi casa. Está en el piso de arriba. Es la primera vez, ¿no? Se te nota a la legua. Y seguro que encontramos un modo de que no tengas que hacerlo. Eres una pésima puta, ¿no te das cuenta de que no puedes ir a la casa del cliente? Eso es lo último, no sabes lo que puedes encontrarte allí, ni a quién. No están las cosas como para fiarse de cualquiera. Siempre tienes que llevarlo adonde tú elijas, mejor que no sea tampoco tu propia casa; sirve una pensión en la que conozcas al dueño y te haga un buen precio; limpia, por tu bien; donde tu cliente no pueda encontrarte si tú no lo deseas y donde estés, más o menos, a salvo. Pues no tienes nada que aprender si de verdad te quieres dedicar a esto. Y, además, ¿es que no puedes ganarte el pan de ninguna otra forma? Eres una dama. Al menos, apunta más salto y acuéstate con quien pueda sacarte de la calle, eso sí podrías hacerlo, eres muy guapa. Mejor sería que te casaras. Muchos estarían encantados de alimentarte toda la vida, con boda por medio, a cambio de tenerte como mujer. Pero hay otras opciones, siempre las hay. Y tú eres una persona instruida, con estudios y educación, ¿o no? Al menos me lo pareciste así en Praga. ¿Ya te has olvidado de lo que eres?

—¿Por qué me das consejos? Dices que solo te he visto una vez o dos en mi vida. Un poco presuntuoso, ¿no crees?

—Puedes irte cuando quieras. Pero deseas oírme. Por eso te doy consejos. Necesitas escucharlos. Sube, al menos hasta que se te pase la cogorza que llevas. Y, si puedes, me cuentas qué haces aquí, tan lejos de tu casa. Y por qué te quieres meter a puta.

No quise rendirme. Pero la sonrisa de Mauro me embaucó. También sus ojos de miel batida. No hacía ningún mal por disfrutar de ellos y, además, ya no tenía tiempo ni equilibrio como para volver a buscar a ningún otro cliente.

A pesar de mi atontamiento, puede ver que el piso estaba muy limpio y ordenado; hasta los cuadros, algunos muy hermosos, de paisajes bucólicos y playas desiertas, parecían colgados con regla y cartabón.

—Siéntate, por favor. ¿Te encuentras ya bien? Aunque estabas muy graciosa, la verdad. ¿Quieres algo? ¿Un vaso de agua, quizá? ¿Un café? Tengo algo parecido que te vendría muy bien.

Nunca había conocido a nadie que colocara los libros por su altura. En una vitrina al lado del sofá los había de muchos colores y tamaños. Mauro también tenía una cámara de fotos grande y cuadrada, y algunas otras cosas que no encajaban en un piso de un barrio tan humilde como ese.

—Un vaso de agua estará bien. Gracias.

—Cuéntame, ¿por qué quieres meterte a puta? El que seas una mujer y además muy guapa no significa que seas una inútil, puedes intentar encontrar trabajo. Supongo que necesitas dinero. ¿Qué te ha ocurrido? La última vez que te vi, estabas en la legación de Praga. Con Asúa y sus hombres.

—¿Conoces a Asúa?

Mauro frunció el ceño. Noté que algo no iba bien pero, aunque lo intenté con todas mis fuerzas, terrenales y cósmicas, no conseguí verlo. Y me apetecía mucho seguir hablando con él. Lo mismo que Rosa me había dicho que hacían muchos de sus clientes en lugar de follar. Hablar de ellos. Él se levantó y desapareció tras una puerta. Al poco tiempo volvió a entrar con dos vasos de limonada.

—Bébete esto, te irá bien. ¿Cómo has terminado en Sevilla? Los alemanes, supongo. Acertasteis, no eran lo que parecían.

—Mi padre es judío.

—¿Y por qué a España? Aquí hay de todo menos paz y tranquilidad. Y, además, siendo amigos de Asúa…

—No tuvimos más remedio. Mis padres siguen en Madrid. Yo he venido buscando a alguien.

Mauro se levantó y abrió la ventana. Un griterío de críos se coló por ella. Me quedé cerca y miré abajo un instante.

—¿Estás con alguien? ¿Lo has encontrado y te ha salido rana y no puedes volverte a Madrid? Perdona, Lila, pero no lo entiendo. Si tus padres están tan cerca, ¿por qué no vuelves con ellos y que te ayuden?

—Necesito encontrar a mi hermana. Se fue a Inglaterra antes de que nosotros obtuviéramos el visado. No sabemos dónde está ahora. Tengo que buscar a alguien que puede ayudarme a localizarla. Pero me estaba quedando sin dinero, ya no tengo ni un duro, y, bueno…, no puedo volver a Madrid hasta que encuentre a ese hombre, él no iba a quedarse en Sevilla mucho tiempo. Mis padres ya han sufrido bastante. Pensé que me resultaría fácil ganar dinero así, al menos el tiempo suficiente para lograr mi objetivo. Lo volveré a intentar mañana o pasado.

Al salir de su piso, dos horas más tarde de lo que había calculado y con dolor de cabeza, no acepté que me acompañara. Regresé a la pensión ya de noche, sin poder creer que él fuera el hombre que Mariana me había dicho que podría ayudarme a encontrar a Daniella. Y Mauro, a su vez, al volver a encontrarse conmigo, se había alegrado de prestarse a ese juego. Quizás fuera cierto que al ayudarme a mí conseguiría ayudarse a sí mismo. Sin embargo, cuando se quedó a solas, no pudo evitar recordar que la primera vez que me había visto fugazmente en la legación española en Praga había sido justo el día en que tomó por fin la decisión de pasarse al bando de Lázaro y de Lucas de Ansorena. Cuando dio el primer paso para que su vida se convirtiera en el infierno que había sido desde entonces. A pesar de su sonrisa, a pesar de ese ánimo feliz que siempre demostraba. ¿De qué servía amargarles la vida a los demás? Con su propio castigo valía.

Ese mismo día en que me conoció, por la tarde, después de salir de la legación, fue a hablar con el ministro de los franquistas en Praga. Lázaro lo recibió cortésmente, a Mauro le pareció cabal y sincero, y salió convencido de que debía tomar ya la decisión. Les pasó la información que le pedían, la que podía hacer más daño a los republicanos en esos momentos; así podría ayudar a que la guerra terminara y vencieran los que él creía que debían. Le habló a Lázaro del asunto de la compra de armas a través de la legación de Turquía y Von Lustig aprovechó muy bien su información, que complementaba la que él tenía. También le desveló el lugar y el momento en que tenían previsto recibir un importante cargamento de fusiles, balas y hasta camiones. Pero en esa operación secreta y fundamental que reveló a los sublevados, mataron a su mejor amigo. Sustituyó a otro en el último momento. Y Mauro jamás se lo perdonaría; por muchos años que viviera, nunca olvidaría que, por su culpa, su amigo y otros dos hombres más, todos inocentes y honrados, habían muerto al intentar escapar cuando los soldados rebeldes interceptaron la entrega en el puerto de Cartagena.

Y siguió obsesionado con aquella muerte a su espalda hasta que encontró la solución a su pecado: la expiación sería intentar arreglar lo que otros estaban haciendo mal. No era el único que pensaba que los niños eran de sus padres, fueran rojos o negros, violetas o amarillentos. Y cada niño que recuperaba y devolvía a su verdadera familia era un minuto menos de insomnio en sus largas noches. Yo no recordé entonces que él era el hombre a quien no ayudé, los designios de Siva son tan intrincados como inexorables, ni Mauro me contó su martirio, como tampoco se lo había contado jamás a nadie ni lo haría nunca. Porque había pecados que debían purgarse en soledad. Y aquel, su pecado mortal, solo él debía redimirlo.

Cuando llegué a la pensión, Ramón aún no se había acostado. Me escudriñó arrugando el ceño, como Fernando miraba a Daniella siempre que la niña se comía todo el chocolate de la alacena.

—Rosa te está esperando como agua de mayo, quilla. ¿Adónde has ío? Anda, sube, que mi señora os ha llevao algo pa cenar… Y a ver si vais perdiendo ya la costumbre, ¿eh?, que esto es un negocio y hay que pagar lo que se utiliza; aunque lo parezca, la comida y la cama no se pagan con esa sonrisa tan bonita que tenéis las dos flores.

Le di las gracias y subí corriendo hasta la habitación. Al abrir la puerta, Rosa se levantó de la silla donde estaba cosiendo algo que no pude distinguir y me abrazó con mucha fuerza.

—¿Dónde te habías metido? Ya me estaba pensando lo peor, ¡no se te habrá ocurrido!… ¡No me digas que te has acostado con alguien, niña, que me partes el corazón!

—Quédate tranquila. Aunque no veo yo la lógica a tanto interés en mantenerme virgen y pura cuando tú misma quieres perderte, Rosa, de verdad.

—¡Dime lo que has estado haciendo!

La miré con la expresión de la diosa de la luna al tomar su elixir y nos echamos a reír. Y estuvimos así hasta que el vecino de la habitación de arriba golpeó en el suelo varias veces con algún cachivache inimaginable y duro, y el techo retumbó por encima de nuestras cabezas.

—No te preocupes, soy casi virgen y pura todavía. Pero no te podrías imaginar jamás qué es lo que he cazado cuando me ofrecía de cebo.

—Si no me lo dices, reviento.

—Al hombre que estábamos buscando. Al hombre que nos va a ayudar a ti a encontrar a tu hija y a mí a encontrar a mi hermana. Es la magia, sí, es brujería. Mi abuela Asha siempre decía que lo que tenía que pasar, pasaría. Y eso es lo que ha sucedido, que tiene que pasar que encontremos a Rosita y a Daniella. De un modo u otro, sucederá.