Entre más flores y espinas

Transcurrieron minutos, horas y hasta días después de la visita de Mariana y de su amante. Millones de segundos en los que millones de espíritus se esfumaron o quedaron atrapados en las esferas concéntricas de la existencia. Katerina apenas hablaba, apenas comía. Fernando no se separaba de su lado aun sin entender qué le ocurría ahora, cuando ambos habían conseguido encontrar un modo de seguir viviendo y nada, en apariencia al menos, había sucedido. Ella no le había contado nuestra conversación ni la propuesta que me había hecho Mariana. Y a mí ni siquiera me miraba, pero yo estaba determinada a cumplir mi palabra. Si actuaba, todo iría a peor. Los ojos de Rahul, Noa y Gabriel no dejaban de observarme. Yo no hablaba con sus almas, pero las presentía. Millones de agujas heladas tocándome. Mientras me perforaban, en una noche de calor tan agobiante que se me arrugaba la piel como si hubiera regresado volando a través de la distancia y del tiempo a mi aldea de Jaipur, Barathi se me apareció sin que yo la hubiera llamado. Olí el aroma del cilantro y el jazmín, meloso y dulzón, y oí la música del sitar y del laúd, vibrante y distinta, aunque no quise mirar la luz astral de mi madre cuando la percibí a mi lado.

Tampoco quería escucharla. Pero eso era imposible, porque las brujas de la luna plateada tienen acceso directo al corazón: ningún hombre ni ningún demonio puede dejar de presentirlas aunque se les suplique.

—¿Qué estás haciendo, hija mía? ¿Es esto lo que de verdad deseas? ¿Dejarte vencer? ¿Resignarte? ¿Eso es lo que te dicta tu corazón? ¿Eso es lo que busca tu alma?

—No les volveré a hacer daño, madre, no infringiré ninguna ley. No haré nada más para ayudarlos. ¿Es que acaso existe elección? ¿De verdad se puede elegir qué camino tomar? Todos los caminos que yo he seguido hasta ahora me han llevado al mismo lugar y, en ese lugar, yo siempre he perdido mucho. Y ellos también. Todo lo hice mal. No soy una bruja como Asha, ella podía ayudar a la gente, yo solo sé hacer daño. Jamás podré ser amada. Jamás podré amar.

—¿Es que acaso pensaste que el camino hacia el bien era fácil, Lila? ¿Acaso crees que es fácil para alguien? Bruja o demonio, hombre o mujer, hindú o cristiano, todos se arriesgan con cada elección, hasta la más nimia les acarrea una consecuencia. Y aunque a veces se elija porque esa consecuencia se confunde con un beneficio inmediato, el final puede ser bien distinto. Nadie puede huir de su karma. ¿Crees que algo en el Universo sucede sin que exista alguna razón? Todas las opciones tienen al menos dos vías, pero tú solo podrás experimentar una de ellas. No puedes saber qué habría sucedido si no hubieras querido a Rahul, si no hubieras conocido a Noa, si no hubieras empezado a amar a Gabriel, como no puedes saber qué sucederá si no vas a buscar a Daniella. Para ponerte de un lado, siempre debes correr un riesgo. Pero existe elección.

—Y dime, ¿tú te arrepentiste alguna vez de la tuya?

—Nunca pude arrepentirme de lo que hice, solo de lo que mi cobardía o mi necedad me impidieron perseguir. Amé mucho a tu padre, Lila, y porque lo amé, fui castigada. Infringí las Leyes Universales de la Naturaleza y de la Vida y sufrí mi pena. Pero si no lo hubiera hecho, algo en mí habría muerto de todas formas. Tú lo has dicho: al final, todos los caminos llevan al mismo lugar, la diferencia está en el modo en que los recorres. Y eso está en ti. Ese es el espíritu del hombre, que es puro y está más allá de su propio ser; de la sed, del hambre, del dolor y del miedo. Es su alma. Todo lo que su alma es, todo lo que desea, eso es lo que debemos llegar a conocer. Debes encontrar tu propia alma, Lila, porque aquel que la busca y llega a descubrirla, logra de verdad hallar todos los mundos y satisface todos sus deseos. Si el tuyo es ser amada, solo así podrás alcanzarlo. Pero para eso deberás elegir un lado de la vida y de la muerte. El alma inmortal está más allá del miedo. Lo que ves cuando miras a los ojos de otro y te reflejas en el espejo de su alma.

Mi madre desapareció. Lloré. Me dejaron de picar las manos y de doler las sienes. Dejé de oler el jazmín y de ver la madreselva. Me dormí. No soñé. La vida tenía pesadillas mucho más vívidas.

Tardé solo dos días en prepararme para el viaje. El primero de toda mi vida que hacía sola. La carrocería del tren era metálica, de un estridente color rojo, el de la pimienta de Cayena; y en su traqueteante avance sonaba como el barritar de dos elefantes en celo unas veces, y otras, cuando el ferroviario anunciaba paradas o arranques varios, como el agudo grito con el que las grullas se saludan al mediodía. Los otros viajeros del compartimento eran tres curas, dos monjas y un hombre con el pelo rasurado a cuadros. Él me pareció un misterio desde que entré en el vagón y, de cuando en cuando, lo miraba intentando que no lo advirtiera. Tampoco había visto nunca a cinco personas de Dios en el mismo metro y medio cuadrado de vagón. Los serios sacerdotes iban charlando sobre la necesidad de hacer algo, aunque no llegué a oír a qué algo se referían. Llevaba un rato absorta pensando en qué era aquello en lo que me estaba metiendo. Pero al dejarme en el andén para subirme al tren, había visto en los ojos de Katerina y de Fernando un brillo que llevaba mucho sin percibir. Seguro que desde antes de que Daniella se fuera. Ahora tenían esperanza y la esperanza mueve el mundo cuando la fe se ha perdido.

En cuanto le conté a Katerina que había cambiado de idea, ella le explicó a Fernando la propuesta de Mariana y ambos estuvieron de acuerdo en que yo debía ir a buscarla. Ellos no podrían viajar a México, costaría demasiado y además tenían que prepararlo todo para cuando regresáramos. No podían irse y dejar de lado los trabajos que estaban consiguiendo, afortunados ellos incluso entre la maraña de seres cenicientos con la que me topaba continuamente por la calle, mendigando o arrastrándose medio muertos, y que apenas podían hallar un quehacer que les permitiera ganar un duro para llevarse un mendrugo a la boca. Mis padresbís eran personas con educación y Fernando había encontrado ya más clientes, con la ayuda inestimable de Mariana y Carmen, que no cejaron en su empeño, de igual modo que habían procurado faena a Katerina. Y ahora, ya seguros de que yo localizaría a Daniella, él había empezado a dormir algo por las noches y ella hasta le sonreía. Empezaban a sentirse con fuerza para seguir viviendo, aunque solo fuera por volver a ver a su hija. Y yo había sufrido incluso más que ellos porque no conseguía hacerles entender, sobre todo a mi madre, que había sabido de primera mano de mis poderes de bruja, por qué no era capaz de averiguar dónde estaba mi hermana.

—Si solo tienes que pensarlo un poco, seguro que se te viene a la cabeza. Dinos dónde está y llamamos a Luis y él podrá ayudarnos a buscarla.

Pero lo cierto era que, cuanto más pensaba en ella, más lejos la sentía. Y sabía de sobra por qué: no quería encontrarla para ayudarla a ella, lo necesitaba por egoísmo, por mí, para volver a tenerla cerca. La echaba tanto de menos que estaba segura de que no debía utilizar mi magia para traerla a mi lado. «¿Y qué importa eso?», me preguntaba Katerina. «¿Qué más da a quién le sirva? En el fondo, es lo mismo, solo queremos volver a verla, ¿qué importa que sea por ella o por ti?» Pero sí que daba: ayudar a otros no está prohibido.

Los tres curas se me quedaron mirando cuando me levanté del asiento para bajarme en la estación desde donde llegaría a mi último destino, a Sevilla. Nada más poner el pie en el andén y levantar la vista, sentí algo novedoso: el ambiente olía a limpio y a naranjos. Me sorprendió tanto su frescura que me encontré cerrando los ojos y tomando una bocanada de aire de esa tierra distinta, reteniéndola en mi pecho y soltándola despacio. Y luego, al abrir de nuevo los párpados y mirar al frente, la luz me deslumbró. Si algo tenía ese lugar al que acababa de llegar era vida en la mirada, alegría en el ambiente y música en su sentir. Y eso se percibía nada más pisar su suelo, gris, como todos los demás, pero vitalizante, como muy pocos otros en ese momento. Como si la fuerza de la tierra subiera desde allí y se me colara por los dedos de los pies.

Tuve buen cuidado de no dejar desatendida mi maleta. Todo lo que tenía estaba en ella: el dinero que me había dado Mariana para el viaje, menos lo que había costado el billete y unos zapatos nuevos, de tacón cuadrado y piel oscura que iban con todo; las joyas que Asha me había regalado de niña, en el último Diwali que celebramos juntas —Katerina había insistido en que las llevara conmigo por si acaso y porque me darían buena suerte—; dos faldas muy apañadas que habíamos comprado a la modista del cuarto con tres blusas de colores diferentes, abotonadas hasta arriba y con lazos al bies; ropa interior y un par de pijamas; una chaqueta gruesa, de las que a Katerina le había dado por tejer al volver a Praga desde la India, hasta que le hice tomar el brebaje para que se sumiera en el olvido; y una fotografía de Daniella. Para llegar a Sevilla, tuve que esperar a un autocar de línea que me dejó al ladito de la Giralda. Allí pregunté por las señas que me había proporcionado Mariana a un hombre con un sombrero extraño y una pipa en la boca, que me dirigió sin pérdida; muy cerca de allí se encontraba la pensión Las tres llaves, donde me alojaría. Pero incluso antes de que él me indicara, yo ya sabía que el número 13 de la calle de Los peines estaba a tiro de piedra, y no porque lo hubiera investigado antes de salir de Madrid.

Al verme frente a mi destino, observé la chapa que colgaba por una sola de sus cuatro esquinas: «Llega usted a su nueva vida. Aprovéchela». Sonreí y enseguida abrí el portón de la pensión. Los goznes chirriaron como pájaros desgañitados. Tras el mostrador de roble oscurecido, un hombre con un solo ojo se me quedó mirando. El otro lo llevaba al aire, totalmente blanco, como si la muerte le hubiera escudriñado solo la mitad de su ser. Un escalofrío me hizo cosquillas en el pecho, pero el lugar donde se hospedaba la persona a la que debía buscar estaba cerca y no había tiempo para más: Mariana me había advertido antes de marcharse de que él estaría solo unas semanas en Sevilla, después volvería a desaparecer en alguna nueva misión importante y secreta, como todas las que ese extraño grupo de idealistas se traían entre manos.

—Me gustaría una habitación, con baño, por favor.

—Y a mí me gustaría estar arrejuntao con la Garbo y no con la escuchimizá de mi mujer, no te fastidia.

No entendí la gracia, pero sí que en esa pensión no había habitaciones como en las que había veraneado alguna vez en mis vacaciones en Praga, en algún lugar cercano al río, con baño propio, bañera grande, bidé y hasta una terraza cada una.

—La habitación más barata que tenga, entonces.

—Todas son igual de hermosas, quilla. Y la única que puedo ofrecerle tiene bisho dentro. Que está muy de moda, ¿sabe usté? Son las procesiones, mi arma, y en las procesiones, aunque solo sea pa verlas, lo mejorcito de Sevilla viene acá y nos las alquila; no por , porque las terrazas, aunque algo raquíticas, dan a la plaza, y en la plaza siempre hay jolgorio o velatorio o argo.

—¿Qué significa que hay un bisho dentro?

—No se me asuste, señorita. Solo que tiene que compartir habitación. Son habitaciones dobles, algunas con una sola cama de matrimonio y otras, como esta, con dos. Pero en la que le ofrezco, precisamente, además hay un pequeño retrete con bañera y todo, que no tienen por qué compartir, si no quieren. Así que fíjese que es hasta afortunada.

Estaba cansada, tenía hambre y necesitaba darme una ducha y sentarme, como poco. El inquilino de la habitación podría ser hasta el menor de mis males.

—¿El bicho es hombre o mujer?

El recepcionista me miró con su solo ojo. Enseguida parpadeó varias veces y se llevó el lápiz a la boca.

—Mujer, mujer, como debe ser. ¿Tengo pinta de ofrecerle compartir la habitación con un hombre?

No habría sabido decir de qué tenía pinta el señor, que seguía mirándome con su ojo puesto en mí, ahora con expresión de ofendido.

—Además es muy limpia y da a la calle, es la única que da a la calle que tengo ocupá con bisho. Las demás las dejamos reservás para los mirones de la procesión. Pagan mucho mejor.

—Me la quedo.

Subí mi maleta por las escaleras con la sensación de haber llegado a un lugar en el que hubiera estado antes. Pero eso no podía ser: ¿qué habría pintado yo en una pensión de Sevilla, en el barrio de Santa Cruz, pegadita a la calle Vida que tanto me había gustado al cruzarla? Hacía tiempo que había dejado de creer sin reservas en la reencarnación. Si realmente se produjera, ¿por qué mi madre y mi abuela seguían a mi lado y había, como ellas, centenares de espíritus flotando en los sitios más insospechados? Si se pudieran reencarnar y volver a la vida, ¿seguirían dando tumbos por el mundo astral después de llevar incluso varios siglos muertos? Hacía mucho que sabía cómo ignorarlos: bastaba con no hacerles caso, disimular y hacerse pasar por uno de ellos. Había aprendido a mimetizarme en un alma extraviada a base de practicar. Al principio hasta me divirtió, luego simplemente lo hacía por pura supervivencia: era exasperante ver a gente muerta por todas partes y, sobre todo, me resultaba inquietante que se empeñaran en contarme algo de ellos aunque no tuviera gana ninguna de escucharlos. Aunque en la vida de todos siempre hubiera algo interesante, hasta en la del más mísero de los míseros.

El recepcionista llamó a la puerta tres veces antes de meter la llave y abrir. La habitación, pintada de rosa palo, era sorprendentemente bonita para lo que pensaba encontrar, con muebles escasos pero bien conservados, incluso parecían de madera buena; por la ventana entraba una luz intensa que iluminaba todo el cuarto como el reflejo de la sal en la arena. Olía a pan caliente y a cabello limpio. A flores nuevas. Miré las dos margaritas sumergidas en un vaso lleno de agua hasta la mitad; me gustó el detalle, la habitación reflejaba la personalidad de alguien, aunque ese alguien fuera, tal vez, el bicho que venía incluido en ella y que permanecía acostado en una de las dos camas.

—No se preocupe, no es contagioso, ni da un ruido, la pobre. Mi mujer se ocupa de cuidarla, lleva así varias semanas. No paga, pero tampoco molesta, y ella no quiere echarla. Así es mi Remedios, la mejor mujer de Santa Cruz, limpia como a mí me gusta, espabilá y con el corazón más grande de toda Sevilla y media España. Le da de comer por la patilla y hasta de beber, si hace falta. Por eso se hospeda en esta habitación con baño, no puede andar hasta el del final del pasillo. Esperemos que pronto Dios le devuelva la salud y ella pague, como todo buen cristiano. Se llama Rosa, por si se despierta.

El hombre cerró la puerta al salir con mucho cuidado. Escudriñé el bulto al lado de la cómoda, muy cuca y lustrosa, con santos y todo: san Juan, san Antonio y san Nicolás, según rezaban las chapitas de identificación a sus pies. Además, había en ella un Niño Jesús grande y mofletudo, que siempre había estado en el comedor, pero que Remedios había trasladado a esa habitación para que contribuyera a la mejoría de Rosa. Allí todos le llamaban Joselito. Dejé la maleta al lado de la cama libre. La colcha, rosa como la pared y limpísima aunque remendada por los bordes, le daba un aire de cuna de un bebé con fortuna. La enferma parecía dormida, hecha un ovillo, en la cama más pequeña, junto a la puerta del baño. Me acerqué a ella y noté que tiritaba.

—¿Me oye? Me llamo Lila. Voy a compartir la habitación con usted.

La chica abrió los ojos y se subió un poco más la colcha, pero no me contestó.

—Me han dicho que tengo que dormir aquí. Espero no molestarla.

—Dos flores para una sola habitación van a ser muchas flores. Y no me llames de usted, que no soy tan antigua.

La voz de Rosa era melodiosa y dulce como la música de las premoniciones. Se destapó e intentó incorporarse, entonces se tambaleó un poco y se volvió a sentar. Sí era joven, pero estaba demacrada y mustia como un crisantemo una semana después del Diwali.

—¿Quieres que te ayude?

—Solo quiero ir al baño. Tengo que orinar. Siempre tengo ganas, ¿sabes? Desde que empezaron las fiebres, solo bebo agua y orino. Y me escuece mucho cuando lo hago, pero no puedo evitarlo.

Me acerqué más, la agarré por las axilas y la ayudé a levantarse y a llegar al retrete.

—Gracias, niña, aquí ya puedo quedarme sola.

Oí el chorro caer durante un buen rato; luego escuché el agua fluyendo a través del grifo y cómo se vaciaba de sopetón lo que parecía el contenido de un cubo. Llamé a la puerta, pero Rosa ya estaba abriéndola. Paso a paso, con dificultad, llegó hasta la cama y se sentó. Tosió un poco antes de hablarme.

—Vamos a compartir cuarto. ¿Mucho tiempo?

—El que sea necesario. No puedo saberlo —le respondí sin pensar y me di cuenta de inmediato de que hacía tiempo que no sabía casi nada de nadie. Mis visiones me habían abandonado desde que había muerto Gabriel. Solo mi madre y mi abuela habían regresado alguna vez.

—Yo tampoco. No sé cuánto tardará en echarme Remedios o, mejor dicho, Ramón, su marido. Se me ha acabado el dinero y encima ahora me vienen estas malditas fiebres que no me dejan salir a buscarme la vida. Pero ella es un pedazo de pan, aunque parece todo lo contrario. Si no fuera por su caridad, estaría en la calle, muerta ya. Seguro. Ella es un ángel, aunque se ría siempre que se lo digo. ¿Tú crees en los ángeles, Lila?

—Por supuesto, tengo varios.

—¿Tuyos propios? Qué suerte. Yo solo tengo a Remedios, aunque vale por mil o más.

—¿Qué te ocurre?

—Ojalá lo supiera. Ningún médico ha venido a verme ni yo he podido ir a ver a ninguno. El de la habitación número 13 me dijo que parecía una enfermedad venérea, que no me extrañaría, pero él sabe más de vacas y de cerdos, tenía una clínica veterinaria antes de la guerra. Ahora solo tiene lo que todos, mucha hambre y miseria. Tú no eres de Sevilla, ni de España, me parece. ¿Qué has venido a buscar aquí?

—A mi hermana. La guerra también me la quitó, otra guerra diferente.

—¿Es que hay alguna guerra diferente? Todas son iguales, unos matan y otros mueren, casi todos sufren, y los que no, se hacen ricos con el sufrimiento ajeno. Eso es una guerra, ¿no? No hay más. Dolor, sangre, penuria y muerte. Qué casualidad, yo también busco a una niña. A mi hija. Llevo un año ya. A mí me la quitaron en la cárcel.

—¿Por qué estuviste en la cárcel?

—Y tú ¿de dónde has salido? Por roja, por maestra, por querer un mundo mejor, qué se yo. Porque les dio la gana, como con tantos otros.

—Pues qué raro. ¿Por ser maestra te encerraron?

—¿Raro? Lo raro es que me soltaran. ¿De dónde vienes tú que no sabes nada de todo lo que ha pasado aquí los últimos años? Porque si no sabes por qué cualquiera ha podido estar en la cárcel o por qué siguen en ella miles de desgraciados todavía y más que los seguirán, es que debes de venir del cielo.

Sonreí y le toqué la frente. Estaba muy caliente. Le examiné los párpados y las palmas de las manos, luego le abrí un poco la camisa y le toqué el cuello y la nuca. Rosa no se movió, pero me miraba entre curiosa y ofendida.

—Acuéstate. Voy a ayudarte. Total, ya poco puedo perder. Y si no te ayudo, a saber cómo terminarás.

—¿Ayudarme? ¿Por qué?

—¿De dónde vienes tú? Porque si no sabes que se puede ayudar a otro porque a uno le dé la gana, es que debes de venir del infierno.

—¿Eres médica?

—Algo parecido. Ahora acuéstate. No debes coger frío. Tengo que salir, pero volveré.

Abrí la maleta y busqué el dinero. Tomé unos cuantos billetes y el resto lo volví a empaquetar y a guardar en el mismo sitio. Me fui hacia la puerta.

—¿Qué haces, niña? ¿Dejas ahí todo lo tuyo después de habérmelo enseñado? ¿No tienes miedo de que te lo robe?

—Lo que tenga que ser, ocurrirá. Pero tú no vas a robarme. Tú te vas a quedar en la cama hasta que yo vuelva, luego comerás algo y te curarás.

Cerré la puerta y bajé deprisa las escaleras. Me coloqué delante del recibidor y le aticé a la campanilla. El ruido era simpático aunque estridente, un tintineo de alondras peleándose. El hombre del ojo salió enseguida de un cuarto que parecía más una despensa que una habitación; llegué a vislumbrar en él una silla, un garrote apoyado en la pared y poco más.

—¿Qué hace ahí?

—Vaya, es curiosa la chiquilla, ¿tú qué crees? Leer, es lo único que puedo hacer mientras espero que huéspedes como tú vengan a molestarme. Con esta desventura que tenemos encima, leer es lo único que nos salva de ser unos zopencos. A ver, ¿qué quieres?

—Necesito comprar algunas cosas y no sé dónde hacerlo.

—¿Qué tipo de cosas?

—Son cosas un poco extrañas, por eso le pregunto. No se encuentran en cualquier sitio.

—Si quieres comprar un arma, yo te la vendo. También tabaco, café, chocolate y hasta perfume. Habla por esa boquita.

—No, no me refiero a eso. Quiero comprar raíces, cosas de herbolario; dientes de dragón, cardamomo y otras hierbas raras.

—Oye, quilla, a ver lo que me vas a liar arriba, que aún no se ha oío antes que estos fachas quemen brujas, pero después de las Cruzadas y con esta nueva moda de la Inquisición, sería lo único que nos quedara.

—No se preocupe, solo es para hacer sopas, infusiones y masajes. Voy a ayudar a Rosa a que se cure.

—¡Ah!, si es eso, entonces muy bien. Pero eso no se encuentra en una tienda, tendrás que ir al barrio de las Tres Cruces, a las afueras de Sevilla. Allí viven muchos gitanos. Pregunta por Milagros, la bruja vieja. Ella te sabrá decir.

Me fui hacia la calle y el recepcionista se me quedó mirando. Le había parecido una chica extraña, guapa, pero rara, como si no fuera de por aquí cerca pero tampoco de muy lejos. Algo intermedio entre el sol y la luna. Iba a meterse otra vez dentro, a empezar a limpiar las lentejas que, aunque según su parecer los bichos y las piedras también tenían su alimento, la Remedios no le dejaba echarlas al puchero sin remirar, cuando un hombre muy bien vestido entró en la pensión. Lo observó con un pelín de fastidio; si las dos flores no estuvieran ocupando la habitación con balcón, tendría dónde alojar a este que tenía pinta de pagar bastante mejor.

—Lo siento, las habitaciones que dan a la plaza ya están alquiladas durante todas las fiestas. Ha llegado usted tarde.

Armando Iglesias puso encima de la mesa un billete de cincuenta pesetas; la ilustre estampa de Menéndez Pelayo quedó al descubierto, mirando con sorna. Ramón las cogió enseguida y las arrebujó en el puño. Hacía mucho tiempo que no veía un dinero tan lustroso.

—Hombre, si se pone usted así, puedo conseguirle algún hueco en la que está más cerca de la catedral. Seguro que allí tiene usted las mejores vistas.

—Gracias, solo quiero que me diga si esa mujer que acaba de salir se llama Noa…, o Lila, quizá, si se va a alojar en esta pensión y durante cuánto tiempo.

Ramón dejó el billete sobre la mesa y lo estiró con cuidado y mucha parsimonia. Luego se lo devolvió al hombre.

—Eso no puedo decírselo, mire usted. —Volvió a mirar el billete y pensó otra vez en Remedios. Pero enseguida se la quitó de la mente y lo volvió a arrugar—. Ahora bien, si me dice amablemente por qué busca a la señorita Noa y para qué quiere que le diga que se va a quedar aquí durante un tiempo indeterminado, no tendré inconveniente en explicarle lo que desee.

—Es una amiga. Quiero darle una sorpresa. Por eso no deseo que le cuente usted nada. Tengo que ausentarme de Sevilla unos días para resolver unos asuntos y quería asegurarme de que la encontraré aquí a mi regreso.

—Pues pierda usted cuidado. Ella estará. Dos semanas ya las ha pagado, por anticipado, ¡qué raro es eso en estos días!

—Bien, entonces, hagamos una cosa, yo le doy a usted otro duro, por las molestias, y le dejo este número. Si ella quiere abandonar la pensión, me llama aquí cuanto antes e intenta retenerla un día o dos, con la excusa que se le ocurra, que tiene cara de listo. Y si no consigue convencerla, entonces se queda con la copla de adónde va a ir la señorita. Por supuesto, esto es un secreto entre nosotros dos y, cuando regrese, sabré recompensar que me lo guarde. ¿Qué le parece?

—Que sean seis duros, por si tengo que llamar más veces hasta encontrarlo, y la cosa está hecha. Pero que conste que solo lo hago porque me parece un hombre de bien y ella una mujer para un hombre así. Y mire que yo no me equivoco nunca cuando juzgo a una persona.

Armando salió de la pensión con una sonrisa espléndida. Casi no podía creérselo. Pero el aliento de las maldiciones es a veces esquivo y ese ente universal que las controla a su antojo lo seguirá exhalando sin cesar hasta alcanzar a cualquiera que pretenda rehuirlo. Se caló el sombrero y no devolvió la galantería a la chica de caracolillo sobre la frente y lunar movedizo en el pecho que le dedicó una mirada pícara y un piropo al cruzárselo un par de portales más adelante. Hacía meses que había regresado a España. Entonces se quedó en Madrid, arrimado a los mismos que le habían dado tan bien de comer en Praga. Sabía que no le sería difícil conseguir un buen puesto al lado de ellos, en lo que fuera que terminaran metidos a su vuelta. Pero en todo ese tiempo no había conseguido expulsarme de su pensamiento. Le obsesionaba, no podía dejar de recordarme; a su pesar, me veía en todas las mujeres. En todas me buscaba y en ninguna me hallaba.

Cuando terminó la guerra y el padre de mi amiga Mariana regresó también a Madrid con su familia, Armando empezó a trabajar a sus órdenes en el Departamento de Plástica. Un buen pintor como él tenía mucho futuro en un lugar así. Dependiente del Servicio Nacional de Prensa y Propaganda, había funcionado ya durante la Guerra Civil y con unos excelentes resultados, como todos habían podido comprobar de una manera u otra. Ahora trabajaba con el hermano de Mariana, quien, a pesar de todo, no era un jefe muy pesado; Rafael sabía mucho menos que Armando sobre arte —para algo él lo había mamado desde niño, al lado de su abuelo que no lo dejaba salir de las iglesias y las catedrales— y se mantenía al margen, excepto cuando tocaba aparentar. Entonces allí estaba Rafael de Ansorena el primero, junto a su padre.

Pero eso, al pintor le traía al fresco; lo que no llevaba demasiado bien era ese nuevo gusto por los actos de masas, tan grandilocuentes y ceremoniosos; todos esos paletos enfervorecidos y hasta sus propios jefes, que decidían cómo intentar atraerlos para su causa, muchas veces le parecían borregos insulsos más que otra cosa. Pero sabía mantener la boca cerrada y se daba mucha maña en todo lo relacionado con el arte, aunque fuera ese nuevo arte extraño, nacido para la nueva España, que era muchos en uno: poesía, arquitectura, liturgia religiosa, coreografía; toda una nueva estética que era mera propaganda al servicio de los nuevos mandatarios para exaltar el fervor político de las masas y conseguir que todos siguieran al Caudillo, como egregio continuador del glorioso pasado imperial de los Reyes Católicos. Sin embargo, él hacía lo que le mandaban y punto, como siempre, y comía bien de ello, sin complicarse la vida. Era lucrativo y le gustaba, aunque le tenía mucho tiempo de viaje, en cada provincia donde fuera a organizarse algún acto ceremonial u oficial, que se repartían en fechas estratégicas: celebración de aniversarios importantes, como el del Alzamiento Nacional, el día del Caudillo el 1 de octubre, el Desfile de la Victoria en mayo; o los homenajes a célebres fallecidos y otros eventos similares, como despedidas o recibimientos de personalidades, desfiles militares, fiestas de Falange Española o la visita de Franco adonde le pareciera bien al Generalísimo señor o a sus secuaces.

En todos esos casos, Armando y sus compañeros del departamento, bajo la supervisión de Cabanas y, por encima de él, de Rafael y de su padre Lucas, se encargaban de montar un escenario como si las calles fueran un gran circo en el que los transeúntes ejercían de espectadores, y los homenajeados o los figurantes, de payasos, aunque se representara una alegoría macabra y vívida, con las imágenes, las frases célebres y la iconografía del Movimiento, que tomaba las calles de forma provisional o, a veces, también definitiva, a través de fabulosas estatuas y monumentos.

Hacía una semana que Armando había llegado a Sevilla para supervisar las procesiones de María Magdalena; suyos eran los diseños de las carrozas. Él debía verlos en todo su apogeo para saber qué efecto causaban y seguir mejorándolos. Cuando se tropezó conmigo en la salida de la pensión, apenas pudo creerlo. Yo no lo había mirado, ni le había intuido. Era como la abeja apresada en el loto que se come el elefante. Armando tenía la completa seguridad de que no lo había reconocido. Pero él sí me vio bien a mí: esas formas que ya eran sinuosas, aunque bastante más delgada ahora; mi pelo oscuro, un poco más corto que la última vez que me había tenido delante, cuando dejó a medias mi retrato y logró tocarme por fin. Se seguía excitando como un salvaje al recordarlo, al rememorar esa boca que estuvo a punto de besar; esos pechos que durante unos instantes fueron suyos; al volver a vislumbrar ese vientre desnudo ante él, para él, que imaginaba esperándolo. Y ni siquiera se planteaba por qué ejercía yo ese poder sobre su voluntad, por qué me había obedecido durante un tiempo. Él jamás había tenido amo.

Armando no podía saber que entre seres similares, ya fuera en naturaleza o en procedencia, existe desde el primer momento en que hubo vida un acuerdo tácito, una especie de pacto secreto. Él no era mago ni brujo, ni tenía ningún poder más allá de su propia tendencia hacia uno de los dos lados de la vida, el de la malignidad, pero su espíritu era negro, de los que en otro tiempo o en otra circunstancia habrían podido llegar a vislumbrar el acceso a la cancela de la hechicería. Solo le habría hecho falta introducirse a través de ella. Su alma estaba predispuesta. Armando no podía adivinar eso, pero su esencia sí. Por eso reconocía en mí a alguien como él, que conocía la existencia de ese pasadizo al mundo de los muertos. Por eso me temía y me adoraba. Yo tenía que ser para él. Y pasaría por encima de cualquiera, hombre, Dios o demonio, para tenerme. Para hacerme suya.

Armando Iglesias salió de viaje al día siguiente y se plantó en Madrid en un vuelo de colibrí. Llegó a la hora de la siesta, pero él no estaba para dormir. Se dirigió sin demora a la casa de Lucas de Ansorena; sabía que él lo esperaba. Subió las escaleras deprisa. Llevaba la esmeralda bien guardada: envuelta en un papel de periódico y otro de estraza, la había metido dentro de una tarta hecha solo de bizcocho y recubierta de algo parecido al chocolate. A Lucas le atraía todo lo que tuviera que ver con las antigüedades, el arte o la pompa y el boato; por algo había sido él quien le había presentado a Fernando y a Katerina en aquella fiesta en Praga, ya tan lejana que Armando ni siquiera recordaba a cuento de qué se había celebrado. Lo que no había podido olvidar era que en esa fiesta fue donde me había conocido, donde vio por primera vez a la mujer que le tenía embrujado desde entonces, casi una niña aún, pero ya la más fascinante. Lucas no había entendido por qué Armando no pudo llevar a cabo su encargo y al pintor le había costado mucho convencerlo de que no había sido capaz de encontrar el plano en la casa de Fernando. Aunque había terminado de todas formas en el despacho de su jefe, en un lugar bien visible, como ostentación de que algunos siempre consiguen todo lo que se proponen.

Fue Rafael quien le abrió la puerta y le dio la mano con energía.

—No te esperaba aquí, Armando, pensé que seguías en Sevilla. ¿Cómo fue la procesión? Todo un éxito el traslado de Primo de Rivera, que Dios lo tenga en su gloria. Ya han pasado unos meses y aún no había tenido ocasión de darte la enhorabuena. Pero tenía que decirte que el Caudillo y Suñer nos felicitaron en persona. No era nada fácil seguir sus instrucciones. Pero tú lo conseguiste, eres un artista, sí señor.

Armando todavía recordaba los diez días y las diez noches de caminata, entre la multitud, Generalísimo incluido; las cruces, las armas, las llamas, los rezos y las lágrimas, desde Alicante hasta la Ciudad Universitaria y de ahí, hasta el Escorial, a la Casilla del Príncipe. Estuvo el Gobierno en pleno, los embajadores, los generales, los jefes de la Casa Militar y Civil, los tenientes generales. Al terminar, las trompetas y los tambores comenzaron los salmos hasta que el féretro se depositó en su nicho de piedra y fue el propio Franco quien dijo las últimas palabras, las que el Fundador había pronunciado ante el primer caído de Falange y que Armando no olvidaría en su vida: «Que Dios te conceda el descanso y a nosotros nos lo niegue hasta que se recoja la cosecha que siembre tu muerte». Si no se estuviera ganando la vida muy bien en ese departamento de la Dirección General de Propaganda, hacía tiempo que habría mandado al infierno a tanto tarado.

Le gustaba mucho más la acción y además allí, pintar pintar, lo que se decía pintar, más bien pintaba poco, en lo que a cuadros se refería. Él diseñó, junto al arquitecto José Borobio, toda la ceremonia del largo camino que recorrería José Antonio desde el panteón de los Caídos de Alicante a la basílica de San Nicolás, donde el mismo presidente de la Junta Política, Serrano Suñer, y algunos otros de sus miembros portaron el féretro hasta que llegó al catafalco de la nave central. La fila con los ciudadanos que quisieron honrarlo no terminó en toda la noche de circular frente a los restos del gran hombre, antes de comenzar el viaje hacia su lugar de descanso definitivo en Madrid. Todo se cuidó al detalle: las hogueras, los crespones negros, la gran cruz roja con el yugo y las flechas, la corona de laurel, las miles de flores en el suelo del centro de la basílica. Cada ornamento y cada liturgia tenían un significado y un propósito. Desde allí, se llevó por diversas provincias durante los diez días siguientes. Más que un hombre, Armando pensó siempre que había organizado el último viaje de un dios más grande que el propio Dios cristiano. Aunque se guardó bien de decirlo. Habría preferido seguir pintando, pero Lucas no se lo permitió.

—Con lo bien que se te dan estas cosas a ti, Armando, cómo te vas a poner a dibujar y a colorear. De eso nada, hijo mío, sigue aquí, a nuestro lado, que queda mucho por hacer para gran gloria del Régimen.

Y entonces lo metieron de lleno en el diseño de carrozas y carros alegóricos para las procesiones de Semana Santa. También se habían resucitado las antiguas mascaradas y batallas de flores del Carnaval y de fiestas barrocas, las fiestas del Corpus Christi que se celebraban allá por el Siglo de Oro; pues no había llovido, pero lo mismo daba.

—Lo que sea necesario para adoctrinar a estos patanes, Armando. Que no tienen ni idea y así, poco a poco y en las imágenes que todos veneran, entrarán en razón más fácil. Que para eso se ha creado el Departamento de Plástica, hombre.

Cualquier pretexto era bueno: rosarios, el vía crucis, las misas de campaña, los homenajes incesantes a los Caídos; todo por la Patria. El aparato ideológico de la nueva España funcionaba a toda máquina entre arcos, pilonos, cruces y otros adornos en calles y balcones.

Rafael se puso a su lado, fumaba un tabaco con olor acre y las volutas de humo se habían expandido por toda la habitación como al encender el fuego sagrado en el lecho de un muerto. Apagó el cigarro en un suntuoso cenicero.

—Lo mejor fue, sin duda, las magníficas carrozas alegóricas; las de Zaragoza de mayo fueron soberbias, algún día me tienes que contar cómo se te ocurrieron.

Armando pensó en la esmeralda. Realmente era una piedra maravillosa. Pero el dinero le daría la posibilidad de ocuparse del asunto que ahora centraba todo su interés. Rafael le dio unas palmadas en la espalda. Él puso sobre la mesa el paquete donde la traía y su cartera.

—Tu padre no me dijo que negociaría contigo.

—De estos negocios me encargo yo, entiéndeme, sé que no vas a intentar morder la mano que te da de comer, pero los tratos como este los hacemos a medias y yo no podía dejar de estar. Si es verdad lo que me ha contado mi padre, tendremos incluso que tasarla. Pides un precio demasiado elevado y tenemos que asegurarnos de que lo vale.

—No hay ningún problema. Pero tú mismo vas a ver que no miento. Es extraordinaria, antigua, bella, enigmática. Vale mucho más de lo que pido.

—¿De dónde la sacaste?

—De la India. Hace años. Pero mejor vayamos al grano.

Irene y Lucas entraron entonces en la sala. Lucas, aunque todavía era joven, había encanecido sin piedad en los últimos meses, pero seguía siendo un hombre atractivo, que conservaba su mata de pelo larga y copiosa, y la mirada del conquistador que, inexplicablemente, jamás había sido.

—Hombre, ya estás aquí, no te habíamos oído. Nos alegramos mucho de verte, Armando, y más en estas condiciones.

El pintor se acercó a Irene y le besó la mano. Sabía que le encantaba ese gesto de galán de cine y a él le gustaba su sonrisa. Si hubiera tenido diez años menos, otras mieles habrían saboreado. Pero ahora, ella le recordaba a su madre. Y su madre era tan sagrada como el dinero.

—No esperemos más, Armando, estoy deseando ver esa piedra tan fabulosa. Me entusiasman estos negocios, cada día más. —Irene le sonrió mientras se ponía a su lado, junto a la fastuosa mesa de roble de raíz donde Armando había dejado la tarta.

Retiró el papel y cogió la paleta de pastelero que traía también en la vieja cartera de cuero oscuro, junto con algunos papeles, un reloj de pulsera alemán que jamás se retrasaba y una pistola que solo él vio antes de volver a abrochar la hebilla. Con la paleta, Armando dividió la tarta justo por el centro, en horizontal a la mesa y hasta la mitad. Sacó el paquete y lo desenvolvió al lado del bollo desparramado. En unos instantes, la fastuosa esmeralda de la maharaní que yo le había entregado en Praga quedó a la vista de todos. El chillido agudo que se le escapó a Irene sonó hasta que se tapó la boca con las manos.

—¿Cuánto pides por ella? —le preguntó Lucas.

—Lo que te dije por teléfono. Ni más ni menos. Sé que ya habréis hecho averiguaciones entre vuestros joyeros y os habrán sabido decir lo que vale. El precio que te he pedido es muy inferior al verdadero. Y más con los contactos que tenéis fuera de España. En estos momentos, los alemanes están muy interesados en este tipo de cosas, en las antigüedades de todo el mundo. Y tienen todo el dinero que necesitan y más. Esta piedra es antiquísima, del siglo XI al menos, y está muy bien tallada. Es tan especial que hasta está hechizada. Todo un aliciente para los supersticiosos nazis. La venderéis por diez veces más. Yo solo quiero esa cantidad porque la necesito cuanto antes.

Rafael levantó la esmeralda y la observó a la luz de una lámpara de sobremesa; brilló con el fulgor de la antigüedad y de sus profundidades. El joven miró a su padre, que enseguida asintió con la cabeza.

—De acuerdo. La llevaremos a nuestro tasador. Si confirma lo que dices, en una semana tendrás el dinero. Te doy mi palabra. Pero no vayas con tanta prisa. Además, te necesitamos aquí un tiempo, hay que preparar la cabalgata de la Producción Aragonesa para las Fiestas de Primavera. También van carrozas. ¿Tenías pensado irte a algún lado?

Armando pensó en mí. No volvería a perderme de vista. Pero estaba seguro de que el tuerto lo avisaría si yo abandonaba la pensión.

—Sabes que siempre estoy a tu disposición. Si necesitas más tiempo para reunir el dinero, tómate todo el que necesites, puedo esperar. Pero dime, tenéis comprador ya, ¿verdad?

Lucas sostenía en la mano un bastón con la punta de plata en forma de águila y lo estaba haciendo golpear rítmicamente sobre el suelo a sus pies. Armando jamás lo había visto cojear ni llevarlo antes.

—Ese no es tu problema, sabes que te aprecio, te he visto crecer, como quien dice, y nos ha ido bien a todos, muy bien. Pero no preguntes lo que no debas saber.

Irene tomó la esmeralda. Armando adivinó por sus ojos vidriosos que querría quedarse con ella. Sin duda era una piedra fabulosa, la más hermosa que jamás vería. Pero valía demasiado para conservarla.

—Madre, ¿me la das? Tengo que llevármela.

—Espera un momento, déjame que la mire un poco más. Y, Armando, no nos dejes con las ganas, ¿qué maldición o hechizo puede tener una piedra tan maravillosa como esta?

—Lo siento, Irene, no puedo sacarte de la duda. Yo solo sé que está maldita, pero no conozco su maldición. El pobre diablo que me habló de ella no vivió lo suficiente para terminar de contármela. Pero os podéis inventar cualquiera, a los alemanes les servirá. Lo cierto es que la tiene y, seguramente, se cumplirá. Todos sabemos que las maldiciones se cumplen cuando se cree en ellas, y los nazis creen en todas las habidas y por haber, ¿no es así?