Las paredes del último piso de la corrala de Lavapiés, con dos habitaciones y el baño en el corredor compartido por todos los vecinos, donde ahora vivíamos Katerina, Fernando y yo estaban revestidas de un papel de color granate cual bochorno de vieja y fino como su paciencia, que se había levantado por muchas partes; los suelos de linóleo se veían desgastados de tanto pisarse y lavarse; las puertas, de un material que solo llegaba a asemejarse a la madera y olía a velón quemado, eran muy oscuras y tan delgadas que en alguna había agujeros por los que se veía el otro lado; y los techos, casi tan bajos como los de las chabolas de Jaipur, estaban salpicados de manchas de humedad que rezumaban a veces por las traviesas de una esquina a otra. Cuando me tumbaba en mi cuarto y escuchaba sin querer la melodía extraña del organillero apostado ante la licorería El Madroño, justo debajo de mi ventana, sin apreciar ni el penetrante olor a pescado reseco de la bacaladería de la esquina, visitada sobre todo por manolos sucesores de aquellos judíos viejos rebautizados a la fuerza, yo solía mirar esas largas y delgadas vigas e imaginaba que estaba en una cárcel gigantesca que me impediría llegar al cielo, a cualquiera de ellos, al de los hindúes o al de los cristianos, cuando por fin muriera.
Eso había querido muchas veces desde que salimos de Praga: desaparecer, dejar que todo a mi alrededor se fuera desvaneciendo hasta el eterno fin. Muy a menudo en ese tiempo le pedí a Asha que me explicara cómo era la muerte, qué sentía —si sentía—, y por qué yo no me había ido todavía.
—La muerte es un misterio. Lo es hasta para una muerta. Un agujero en el tiempo, en la vida y en la propia muerte. Un pozo profundo en el que se cae por accidente, porque te tiran o porque quieres. Pero durante la caída, cada uno siente según cómo haya sido su existencia. Algunos, caricias; otros, rasguños, rozaduras o arañazos. Muchos no sienten nada. Cada uno muere de una forma diferente, pero no es lo que lo mata lo distinto: al final, el cuerpo deja de funcionar, se estropea de algún modo y ya no sirve. Por eso todos los seres humanos somos iguales, la muerte nos iguala por abajo, por los pies, siempre son los primeros que se descomponen, o al menos eso me han dicho; yo no lo noté. No noté nada más que ganas de reírme. Unas ganas locas de reírme de la vida, por fin. Estuve riéndome horas, días o semanas. No puedo saberlo. Y cada uno morimos en el mundo astral de forma distinta, no hay dos formas iguales de sentir lo que somos después de desintegrarse la materia que nos da forma en esa vida: no hay dos muertos iguales, aunque todos los vivos lo son. Y yo sigo aquí porque aún me necesitas, pequeña mochuela blanca. Si no me necesitaras, no estarías hablando conmigo. No me iré y mucho menos te traeré a este lado, aunque insistas. ¿De dónde has sacado esa idea chiflada? Aunque quisiera hacerlo, que no quiero, ¿cómo crees que podría infringir todas las leyes del Cielo y de la Tierra, de los vivos y de los muertos? El camino hacia la liberación solo es uno: verdad, paciencia, calma, disciplina. Ya deberías saberlo, Lila. La naturaleza del mundo es dualidad, lo contiene todo y su opuesto: tristeza y alegría, bien y mal, amor y odio; mediante su experiencia, aprendemos y evolucionamos, hasta encontrar la verdad que escapa a todo opuesto. Desaparecerás de ese mundo solo cuando deba ser. Lo que tenga que ser, sucederá. Y ahora, ¿por qué no te levantas y comes y vuelves a sonreír? Ellos te necesitan. ¿Acaso no lo sabes?
Pero yo no la obedecía. Había aprendido que, aunque mi abuela y mi madre siguieran a mi lado, nada me impedía decidir por mí. Ninguno de los muchos espíritus que había visto, conocidos o desconocidos, tenían poder suficiente para entrar de nuevo en el mundo físico y actuar en él, al menos no lo habían hecho nunca. Al mismo tiempo, también descubrí que yo no podría morir aunque quisiera. Lo había intentado, dejarme ir, pero no lo había conseguido. Sí, se podría pensar que podía haberme matado tirándome por la ventana de un sexto piso, arrojándome al Manzanares o desde el Viaducto de Segovia, como muchos otros desesperados o cobardes llevaban haciendo desde que Madrid era Madrid, pero yo era hindú y, además, una hindú de las que jamás harían daño a un ser vivo. Daba igual que fuera una vaca o una persona. La religión que alguna vez había profesado solo me permitía suicidarme por falta de ayuno y yo, si debía dejarme morir, tendría que hacerlo respetando el principio en el que alguna vez había creído.
Después de varios meses enferma, negándome a comer y a beber, a pesar de las miradas de súplica de Fernando y Katerina, haciendo lo posible por no tragar cuando entre los dos me obligaban a sorber un caldo o un zumo, o a masticar alguna fruta, intentando dejar de respirar y rogándoles a Asha y a Barathi que me ayudaran a desaparecer, me había aburrido de querer morirme y no poder, y me había recuperado. Cuando eso ocurrió, a la vez que dejé de culparme de forma consciente por haber matado a Gabriel y más por no haber tenido el valor suficiente como para intentar resucitarlo, no me quedó más remedio que volver a comer, poco, pero lo suficiente para sobrevivir: muchas sopas, que agua sí que había; a veces, lentejas; patatas, nabos y zanahorias, y alguna lechuga, las que a duras penas localizaban en los puestos raquíticos de una ciudad que había quedado destrozada por la guerra; carne, de higos a brevas, aunque a mí eso no me importaba demasiado. Apenas había nada para elegir en esa urbe apesadumbrada, tanto por dentro como por fuera, que nos habíamos encontrado al abandonar la armoniosa Praga de los bellos edificios, calles y plazas; los fabulosos teatros, los cerveceros orondos y los famosos poetas de Moravia y Bohemia, diferentes tan solo por lo que bebían: vino unos y los otros cerveza; los malolientes knedliky; y los violines en cada una de sus esquinas.
Madrid, por el contrario, era tan solo una ciudad menguante donde los niños llevaban la ropa varias veces remendada y los sabañones les salían hasta en la cara, y sus madres daban las gracias al cielo si al final del día hacían el recuento en la mesa ante un plato escuálido y compartido, y todos los suyos contestaban. También había ricos, nuevos y viejos, de los que se habían hecho con lo que no era suyo o de los que habían tenido la suerte de conservarlo, pero todos soportaban sobre sus cabezas el halo poderoso e ineludible del infortunio. Yo no había olvidado, ni olvidaría jamás, lo que era la miseria, la que había vivido siendo niña, la podredumbre en las ciudades y las aldeas, en las aceras y en el polvo de los caminos, en los cuerpos y en las almas; los cadáveres de seres diversos abandonados junto a los niños que jugaban con las piedras; la mirada de los dalits, los sadhus y los ascetas, que parecían cuerpos muertos en almas aún con vida. Para mí, lo que habíamos encontrado en esa urbe ajena no era una novedad y apenas me afectaba: no había ocasionado que mi estómago hiciera una cabriola descontrolada al bajar del tren, salir de la estación y contemplar la desolación del país al que habíamos huido, como les había ocurrido a Fernando y a Katerina, a pesar de su propia y supurante herida abierta. Mi corazón, por el contrario, ya no tenía sitio para más congoja, solo para la sangre mínima que mi cuerpo necesitaba para seguir viviendo. Sin más.
Mi madre de este mundo llamó a la puerta de mi cuarto. No respondí, como casi siempre, y Katerina pasó entonces con decisión y descorrió la cortina. Afuera, una niebla de minúsculas gotas impregnadas, como todo lo demás, de amargura y sombras, oscurecía la luz cenicienta de finales de invierno. Se acercó a mi cama y me retiró la sábana con energía, dejó a mi lado una camisa y una falda limpias, y me dio un beso en la frente. No me moví.
—Lila, Mariana ha venido a verte. Ha traído con ella a una amiga. Por favor, sal. Le diré que espere unos minutos para que te dé tiempo a arreglarte un poco.
Hacía meses que Katerina me llamaba por mi verdadero nombre siempre que Fernando no se encontraba delante. Jamás se confundía. Yo no llegaba a entender de qué material la había engendrado su Dios para que fuera tan dura. Desde que, días antes de salir de Praga, la había visto llorar sin consuelo en el entierro de Gabriel, abrazada a Fernando sin saberse bien quién sostenía a quién, jamás había podido sorprenderla derramando ni una sola lágrima más por su pena. Tampoco había vuelto a mencionarlo. Parecía que toda su fuerza vital se había concentrado en salvar a las dos personas que aún tenía a su lado. Comenzó por su marido, que durante muchas semanas después de llegar a España deambuló por la casa compungido y desorientado como las almas abandonadas en el Antarloka hasta que, empujado por ella, poco a poco y como embrujado por una magia para mí desconocida, se unió también a su empeño por salvarme a mí, porque ambos llegaron a sentir un dolorosísimo miedo por si me dejaba morir. Y tres hijos eran demasiados hijos a los que perder en una sola vida.
Escuché su ruego. Me levanté y me puse una bata para llegar al baño, al otro lado del descansillo. Estaba pálida como el reflejo de la luna sobre la arena serpenteante del desierto y mis ojos eran sobre él caminos de sombras. Me lavé la cara y las manos, me recogí el cabello en un moño y volví a mi habitación para ponerme la ropa que mi madre de este mundo me había preparado. Antes de entrar en el cuarto de estar, me detuve un instante. Tomé aire, intenté sonreír. La mueca se me quedó rígida en la cara. Pero Mariana, al verme, salió corriendo a abrazarme, sin querer reparar siquiera en mi aspecto; para ella siempre sería la joven hermosa a quien tanto quería. Me estrechó entre sus brazos y me dio muchos besos; yo solo uno. Cuando al fin se apartó de mí, se sentó cerca, en la butaca en la que antaño vio a su abuela Ceferina tejiendo ganchillo. Entonces hizo un gesto con la mano a la joven que la acompañaba para que se aproximara a nosotras. Hacía semanas que había venido a visitarme por última vez y durante todo ese tiempo no consiguió apartarme de sus pensamientos. Ahora había encontrado la manera de ayudarme. Pero lo primero era lo primero.
—Mira, Lila, quiero presentarte a alguien, ella es Carmen.
Sentí un escalofrío, se parecía tanto a Lenka que, para ser ella, solo le habrían faltado diez centímetros de altura y hablar polaco. Pero al acercarse para saludarme, lo hizo en castellano; también su voz era mucho más profunda y grave. Su beso en la mejilla me hizo cosquillas; eso siempre era bueno.
—Tenía muchas ganas de conocerte, Lila. Mariana me ha contado tantas cosas de vosotras que es como si fueras también mi mejor amiga. Y siento mucho todo lo que os pasó, espero que ya estés mucho mejor.
—Ella es… —Mariana no continuó la frase.
—Tu amiga. —La terminé yo en su lugar.
—Sí, mi amiga. Trabajamos juntas en el Auxilio Social. Allí nos conocimos. Hay mucho que hacer ahora en este país. Ya has visto cómo lo han dejado. Está hecho un desastre. Hay que levantar el ánimo y ayudar a la gente. Todos podemos poner de nuestra parte. Es formidable tener al lado a personas como ella.
Carmen se sentó en el sofá junto a nosotras y cruzó las piernas. Era menuda, casi infantil, mucho menos atlética que Lenka, pero miraba con una seguridad y un aplomo que la polaca nunca había tenido. Seguí preguntando a Mariana.
—¿La conocen tus padres? ¿Rafael?
—Sí, claro, y yo también conozco a los suyos. —Mi amiga se quedó callada un momento. Bajó la vista al suelo y, cuando volvió a mirarme, se acercó más a mí y bajó la voz—. Ya les he dicho que vamos a buscarnos un piso juntas, para compartir gastos. Ninguna de las dos queremos casarnos, mientras nuestra ayuda sea necesaria y Dios esté con nosotras, dedicaremos nuestra vida a la gente que lo necesita. Necesitamos todas nuestras fuerzas. Y viviremos en la misma casa, para estar más a disposición de quien nos requiera. Así será más fácil. A ellos les parece muy bien. Al menos, eso me han dicho.
—¿Qué es el Auxilio Social?
Carmen miró a Mariana y asintió con la cabeza. Entonces el duplicado de Lenka habló:
—Una herramienta de Franco para darse propaganda, nada más y nada menos. Pero desde dentro se puede hacer mucho más por ayudar a los que lo necesitan que si te quedas fuera. Así que estamos dentro. Ese hombre empezó por buen camino y salvó a España de la barbarie y la depravación, pero luego se ha perdido un poco. Es difícil gobernar un país como este, tal y como ha quedado. Así que allí seguiremos mientras haga falta, que va a ser mucho tiempo, me temo.
Mariana tomó la mano de Carmen al tiempo que se dirigió a mí. Habló mucho más alto, con firmeza:
—En el Auxilio nos conocimos. Ahora estamos en el comedor infantil del Palacio de la Música. Pero vamos y venimos, soy inspectora, es lo bueno que tiene ser hija de un miembro del nuevo Régimen y hermana de otro.
—Mariana, me alegro mucho por ti. Eso está muy bien, siempre te han gustado los niños. Verlos felices a ellos seguro que te hace feliz a ti.
—¿Felices? Se pueden dar con un canto en los dientes si no mueren a los dos días o si los mandan con alguna familia adoptiva y consiguen escapar de ese infierno. Lila, no voy a contarte las barbaridades que he visto allí, porque no he venido a eso, pero para paliar un poco todo lo malo que vemos estamos nosotras, para ayudar en lo que buenamente se pueda, aunque nunca sea suficiente. Tendrías que ver a los pobres críos, dónde tienen que estar, lo que hacen con ellos. El comedor número 1 de Madrid, orgullo y gala de Franco, según se promociona en la prensa día sí y día también, es en verdad el edificio más feo que yo he visto en mi vida, insano, sin aire ni luz, en un sótano al que se llega por una escalera larguísima en la que algún crío ya se ha matado al resbalarse, y no es una metáfora. Y comer, puede decirse que comen, dos sardinas arenques saladísimas y un mendrugo de pan para todo un día, pero menos es nada, eso es verdad. Sin embargo, si estamos ahí, podemos intentar ayudarlos con cariño, que no es que tengan demasiado. Además, así nos enteramos de cosas. Y eso es lo más importante, Lila. Lo que nos permite ayudar de verdad a algunos. Son gotas en el océano pero hacen.
Le sonreí. Supe que mi amiga estaba feliz. Intenté contentarme por ellas y ese calor en el alma que me proporcionó la alegría de otros me sirvió como la mejor medicina para mi propio sufrimiento. No me resultó extraño que Mariana, siendo como era, se hubiera puesto del lado de los vencidos y a la vez del de los vencedores, y a todas las especias las hubiera metido en el mismo curry. Lo mismo le daban unos que los otros, se podía estar en un lado y en el contrario, porque la verdad no era absoluta. Ni la maldad ni la bondad. Nunca.
—¿Has sabido algo de Lenka? —Sintiendo aún un respingo de dolor por mi cobarde renuncia a intentar ayudarla, le pregunté a Mariana mientras cogía el vaso de agua con miel y unas gotitas de limón que Katerina había dejado sobre la mesita junto con otros dos para mis amigas. No podía ofrecerles nada más, pero ellas ya se lo habían tomado con gusto.
—No, nada, hace mucho que no tengo noticias suyas. Mi padre pudo averiguar que al final se quedaron en Polonia. No consiguieron vender sus tierras y sus otras propiedades al precio que deseaban. No querían dejarlo todo abandonado, para no perderlo. Pero no sabemos nada más. Intenté encontrarlos a través de nuestro servicio de información en el exterior, que trabaja para recuperar a los niños exiliados en la guerra en todos los países, pero no pudieron darme noticias de ella ni de su familia. Espero que al final se decidieran a irse a Estados Unidos, como tenían previsto.
Respiré hondo y contuve mis sentimientos, hacía tiempo que sabía que aquella imagen horrenda se cumpliría sin remedio, pero ¿para qué decírselo a Mariana? Cada cual hacía lo que podía para ser mejor, de nada serviría explicarle cuál sería el destino de Lenka. Cómo terminaría en un baño que no era un baño de un campo de concentración llamado Chelmno, en su Polonia natal, del mismo modo que otras decenas de miles de inocentes como ella. Carmen se movió inquieta en la silla, agarró por el brazo a Mariana y la agitó.
—No quiero interrumpiros pero, Mariana, es que se te va a olvidar lo que querías decirle. ¡Se lo digo yo! Hemos conseguido unas clases para tu madre en una de nuestras escuelas. Mariana está convencida de que la música ayuda a que los niños olviden los traumas y muchos de ellos nos llegan con problemas muy graves; la música los relaja, pobrecillos. ¿Crees que le gustará, Lila?
—Por supuesto. Katerina ama la música, tenéis que decírselo cuanto antes. ¿Por qué no sales a buscarla? Estará en la cocina. Es la segunda puerta en el pasillo.
Carmen se levantó enseguida. Ni siquiera esperó a Mariana. Pero ella no la siguió de todos modos; al contrario, cuando la doble de Lenka salió, cerró la puerta, se sentó de nuevo a mi lado y me habló en voz baja.
—¿Te gusta?
—Si te gusta a ti, a mí también. Todavía no les has dicho a tus padres la verdad, ¿no?
—¿Cuál es la verdad, Lila?
—Que no te casarás nunca porque no te gustan los hombres.
—¿Y acaso importa?
—No, no importa. Pero alguna vez tendrás que decírselo.
—¿Me piden permiso ellos para ser como son? ¿Me dijeron que iban a traicionaros en Praga? ¿Que os iban a tratar como lo hicieron? ¿Acaso me pidieron permiso para ayudaros solo cuando por fin encontraron algo que pudierais darles a cambio, cuando ya era tarde y Daniella se había ido? ¿Eso es ser buen cristiano? ¿Por qué yo voy a ser peor cristiana que ellos solo porque en lugar de a un hombre amo a una mujer? Yo no hago mal a nadie queriendo a Carmen, ni ella lo hace por quererme a mí. Tampoco lo hacía cuando amé a Lenka. Aunque entonces todo era mucho más fácil. Ni siquiera sabíamos lo que hacíamos. Los sacerdotes se entregan a Cristo y nadie lo ve raro. Yo no he decidido querer así, pero es como soy, no he podido evitarlo nunca y no soy peor persona que nadie por eso. Pensé que tú me entendías.
Mariana estaba a punto de echarse a llorar. Pero se recompuso y volvió a erguirse. No había cambiado demasiado, solo había florecido para vivir como ella quería. Y eso era lo más difícil de todo, siempre, encontrar ese valor. Al menos eso creí al ver el brillo en su piel y en su preciosa melena negra suelta, un poco más larga de lo que solía llevarla en Praga, y la mirada segura con la que esperaba mi respuesta. Sin un miligramo de impaciencia.
—Claro que te entiendo. Y te admiro, tienes la fuerza para decidir por ti. Eso no es fácil.
Me di cuenta de que ya no necesitaba mi aprobación. Ni la de nadie.
—También vengo a traeros algo. Es vuestro. —Mariana me puso en las manos una cajita de cartón—. Ábrela, por favor.
Retiré la tapa y la dejé sobre mis rodillas. La pulsera de Katerina brillaba dentro, con sus preciosos matices rojos, verdes y dorados.
—Tu madre va a matarte. No te matará por vivir con una mujer pero sí por haberle quitado la pulsera.
—No te preocupes, no sabe ni dónde la tenía. Se la ha puesto una vez, en Praga, antes de venir, y después la dejó por ahí con el resto de cosas que ya no se pone. Les va muy bien ahora, ¿sabes? Les va muy bien a todos los que se están aprovechando de esta guerra para hacer cosas que no deberían. Esto no está siendo lo que parecía que iba a ser, lo que yo siempre había creído. Esta guerra no ha servido para que los hombres de bien volvieran a tomar las riendas. Ha habido muchos hombres de bien que se han quedado por el camino y otros muchos con mala idea que se han apalancado para quedarse. Supongo que eso será inevitable. Aunque es cierto que había que hacer algo para enderezar España. Seguiremos rezando para que eso suceda. Mira, también te traigo esto. No lo pierdas. Son los datos de un hombre que te ayudará a encontrar a tu hermana Daniella.
Noté cómo se me abrían mucho los ojos. Muchas veces, el cuerpo desobedece al alma. Enseguida empecé a llorar.
—No llores. Tienes que hacer algo. Ya está bien de dejar que todo sea como ha de ser, no puedes aceptar sin más que has perdido a tu hermana. Todo eso está muy bien en la India, también aquí si eres un borrego, como lo son muchos. Pero para que tu vida sea como tú quieres, tienes que actuar. O si no, la pasarás viviendo la vida de otros. Venga, no llores, ¿qué va a pensar Carmen si entra y te ve aquí sobre mi hombro? Es muy celosa y, aun tan chiquitina como es, ¡la mala leche que se gasta!
Mariana me limpió el rostro con un pañuelo que escondía en la manga de su camisa. Siempre llevaba uno para hacer desaparecer las lágrimas y los mocos de sus niños. Con él limpio como solo estaba antes de empezar a trabajar, dejó mi cara a punto para soportar cualquier revista.
—Venga, ya está. Ve a buscarla, ¿me oyes? Así volverás a ser tú.
—¿De qué conoces a este hombre, Mariana?
—Trabajo con él. Carmen también. En ese menester nos encontramos desde hace pocos meses. Nosotras le pasamos información y él actúa, como otros tantos por toda España. Él se ocupa ahora de la zona sur pero podrá ayudarte. He pensado que te vendría bien conocer aquello. Te gustará Sevilla. En Málaga se están haciendo auténticas barbaridades, que mejor ni te hablo de ellas. Esa zona está siendo muy castigada por culpa de las teorías de Nájera y su Gabinete de Investigaciones Psicológicas. Una auténtica aberración. Pero hacemos lo que podemos por remediarlo.
—¿Por qué haces esto, Mariana? Tienes tu vida asegurada y la arriesgas por otros. Es tan extraño el hombre, sus elecciones. Pero tú eres un ángel.
—¡Qué ángel ni qué ángel! Yo no soy nada especial, Lila, nada de nada. Pero una cosa es poner lo que está mal en su sitio y otra muy diferente actuar como haría el diablo. Aquí ha sufrido mucha gente para que las cosas fueran a mejor, y han sufrido mucho. Lo veo cada día. Veo las secuelas de lo que hicieron unos y otros, veo el odio y veo la impotencia. Pero sobre todo veo que, en esa batalla que se libró por convicción, muchos de los vencedores han perdido su fe. Se han perdido, Lila. Hay que volverlos a poner en su sitio, y eso nos va a costar mucho trabajo, mucho sacrificio y mucha ayuda de Dios. Toda esa teoría del loco de Nájera se la creen solo los que tienen el demonio en su corazón. Los rojos no eran todos malos, ni eran todos asesinos, ni todos eran violadores. Algunos sí, pero ni más ni menos que algunos nacionales. Ni gen rojo ni ocho cuartos. Eso es una estupidez y muy grande. Y la Cruzada era necesaria, pero no para terminar convirtiéndonos en bestias. Sus malditas investigaciones son las que están dando forma a la ideología del régimen. Con la excusa de que se «recoja» a los niños de esa supuesta raza inferior de deficientes, psicópatas y degenerados rojos que dicen que son, se los roban a sus padres para corregir su degeneración. Ya va siendo hora de perdonar, hay que perdonar a los que nos ofendieron, eso dice Jesucristo. Pero aquí solo perdona el que no tiene nada que perder. Así que yo voy por mi cuenta. En el Auxilio Social nos llegan muchos niños de padres rojos, y no voy a contarte pormenores de lo que están sufriendo esas familias, aunque es todo lo peor que puedas imaginarte. Muchas veces, algunos de sus parientes siguen vivos, ya sean sus hermanos, sus tíos o sus abuelos, pero Franco quiere erradicar el maldito gen y para eso los entrega a padres como tienen que ser, de derechas, o los interna en los hospicios. Ese no es sitio para un niño, ni mucho menos si tiene una tía o una abuela que le quiera cuidar. ¡No te digo ya si lo que tiene es una madre y hermanos que lo esperan! Franco también está mandando a buscar a los niños exiliados a otros países y llegan a robarlos a sus familias adoptivas allá para luego, de vuelta en España, meterlos en orfanatos. Eso es todo menos cristiano. Así que hemos creado una organización formada por personas que, como yo, están indignadas con esto, y que, por todo el país, devuelven esos niños, cuando las circunstancias lo permiten, a sus padres o a sus familias. Y son todas nacionales, no te creas. Todas de derechas y todas afines a Franco. Cuanto más afines y más franquistas, mejor. Hay muchos que no comulgan con esta nueva España por la que tanto han luchado. Ellos esperaban otra cosa. Yo también.
—No puedo creerlo, ¿podéis encontrar a Daniella? ¿Cómo?
—Los caminos del Señor son insondables, Lila. Me lo enseñó mi padre y mi catequista.
—¿Cómo?
—Hay de todo. Si son suficientemente pequeños y existe la posibilidad de que regresen con algún familiar que esté dispuesto y pueda hacerse cargo de ellos, ya sea en España o fuera de ella, lo cual no es habitual pero se da algún caso, se roban a sus padres adoptivos del Régimen y se los entrega a sus familiares. Otras veces se buscan fuera y se traen con una identidad nueva. Hay muchas posibilidades y cada niño y cada familia son diferentes. Pero siempre se intenta evitar el pecado capital que es separar a un pobre ser indefenso, que no tiene la culpa de nada, de sus padres, de sus hermanos, de su familia. Aunque estos tuvieran la culpa de algo, seguro que ya lo estarán pagando o lo habrán pagado de la peor forma. Y si no, que los juzguen, Lila. Que las cruzadas han vuelto tarumba a más de uno. Niños, hogar, iglesia…, y un cuerno.
Me quedé perpleja. Con toda mi magia, jamás habría podido pensar que Mariana pudiera llegar a convertirse en esa mujer que tenía delante.
—¿Qué te ha pasado? Estás cambiada. Eres tú pero parece que te hubieras desprendido de algo que te pesaba mucho.
—Anda, qué gracia, ¿no sabes lo que es? La guerra, Lila, solo ha pasado la guerra, nada más y nada menos. Nada es tan importante como para que se pueda justificar tanta crueldad. Eso no es lo que a mí me enseñaron a amar en mi fe, eso no es lo que yo querría enseñar a mis hijos, si es que tengo, que no creo. Yo soy una católica rara. Me gustan mucho los hijos de los demás. Creo que como a mi madre, por eso nos tenía siempre fuera de casa, cuanto más lejos y más ocupados mejor. Yo ya tengo muchos hijos por ahí con sus familiares. No necesito más. Y por supuesto, no necesito un marido. Y tú lo que necesitas es volver a vivir. Así que muévete y vete a buscar a tu hermana. Él te ayudará.
—¿Por qué no le dices tú que la busque, como a los otros?
—Porque si sigues aquí, vas a dejarte morir. Tienes que salir, moverte, conocer otra gente. Tener una ilusión. Llevas un año sin poner el pie fuera de esta casa y, en lugar de ayudar a tus padres, les haces recordar en todo momento lo que ocurrió, y eso solo va a hacerte mal a ti y a ellos. Tienes que reaccionar. Ya hemos intentado encontrar a Daniella en Londres y creemos que sus padres adoptivos viajaron a México, cuando empezó la guerra. Es probable que esté allí, aunque todavía no tenemos más noticias. En esta carpeta está toda la información. Por supuesto, sé discreta, te puedes imaginar cómo terminaríamos si llegaran a descubrirnos. Que los nuevos franquistas estos no son nada haciendo barbaridades. Te lo digo yo que lo veo cada día. Puestos en una balanza con los rojos en el otro platillo, la gran Dama echaría a correr.
Carmen entró de nuevo en la habitación. No dijo nada, pero se quedó de pie, cerca de la puerta de la calle.
—Sí, sí, tienes razón, tenemos que irnos, hay mucho por hacer hoy. Ahora vamos a ir a visitar un nuevo centro que van a abrir en el barrio de La Latina. Ahí es nada, lo llevaremos Carmen y yo. Sé que vas a hacer lo mejor para Daniella y para ti, Lila, eres la más fuerte de las tres. No puedes dejar que esto pueda contigo. ¡Ánimo! Y dale recuerdos a tu abuela Asha y a tu madre de mi parte. Me muero de ganas de conocerlas, aunque espero que sea dentro de mucho.
Mariana me abrazó para despedirse, me dio un beso y se dirigió a la puerta. Cuando estaba a punto de salir, se giró de súbito:
—¡Ay, por Dios! Si es que no sé dónde tengo la cabeza. Esto es para ti, para el viaje que vas a emprender. Es dinero. Es tuyo. No me tienes que agradecer nada. Mi familia todavía os debe mucho, cuando termine la guerra con Alemania, que terminará, como todas las guerras, tendrán una casa hermosísima en Praga que no han pagado y encima os han encasquetado este piso para que les paguéis un alquiler por él. No hay demasiado, no te creas, no soy rica ni mucho menos y las cosas no andan para tirar cohetes, en realidad soy la más pobre de la familia, aunque mi hermano y mis padres siempre están dispuestos a colaborar para la causa de la Falange. Es un gusto hablar con ellos para eso. Y hablando de mi hermano, no sé si lo sabes: Rafael se casa esta primavera, con la hija de un ministro de Franco, Asunción se llama mi futura cuñada. Así que estaremos emparentados con grandes personas. Ya puedes olvidarte de él. No te perseguirá más, espero.
Sonreí como la rana ante el pozo. Mariana, en toda su nueva identidad conseguida a base de desilusiones y de amor por la fe verdadera, seguía conservando esa ingenuidad suya que le hacía decir siempre lo que pensaba. Yo ya sabía de sobra que Rafael se casaba, me lo dijo él mismo hacía unas semanas. Había venido a visitarme una tarde, sobre las seis, con un ramo de rosas blancas y un precioso anillo de oro y una aguamarina, no muy grande ni tampoco muy pequeña, de las del lado izquierdo, mire usted, que son más para las otras. No quise levantarme para recibirlo, pero Katerina insistió tanto que al final tuve que acceder. Enseguida nos dejó a solas en el pequeño cuarto de estar, después de servirnos un té demasiado aguado incluso para ser un té. Rafael se había acercado mucho, yo podía oler las dos gotas de su buena colonia en la solapa, y me había dicho cuánto se alegraba de que estuviera recuperada y que me había esperado todo ese año ilusionado porque pudiéramos comenzar a salir juntos, como él siempre había deseado. Pero tenía que entender que, después de tanto tiempo, él hubiera conocido a otra persona. Estaba enamorado de ella e iban a casarse, pero ¿podría acaso un amor advenedizo ser más fuerte y más poderoso que el amor verdadero? Ese, él lo sentía por mí y solo por mí. Por eso había ido a verme: si yo quería, podíamos seguir adelante con nuestros planes. En esa nueva España, había sitio de sobra para todos los que, como él, tenían las ideas claras y ganas de trabajar. Ahora dirigía el Servicio Nacional de Prensa y Propaganda y trabajaba mano a mano con su padre y con los nuevos gerifaltes de Franco. Le iba mejor que bien. Después de mirar a un lado y a otro para comprobar que estábamos a solas y, con sus manos entre las mías a pesar de que había intentado zafarme de él hasta tres veces, había vuelto a cogerlas y me lo había intentado aclarar, por si acaso yo no lo había entendido. Eso sería lo único que explicaría, a sus ojos, mi frialdad:
—Siempre he sabido que serías mía, Noa, siempre te he querido para mí. Ahora las cosas se han puesto un poco difíciles, pero estoy seguro de que te agradará lo que vengo a ofrecerte. Es una oferta que pocas rechazarían y menos en las condiciones en las que estáis vosotros ahora. Es un regalo para ti y para tus padres. Por supuesto, si es necesario, aunque no lo creo porque parece que están saliendo adelante, también me ocuparía de ellos.
A continuación, Rafael dejó unas llaves sobre la mesa y después me puso el anillo en el dedo.
—Son de un piso en la calle Alcalá, de tres habitaciones y dos baños. Un lujo que hemos encontrado a muy buen precio. Solo faltan unos arreglillos para dejarlo perfecto, en cuanto te decidas y me digas de qué estampado prefieres el papel. Allí podremos vernos siempre que tú quieras, te cuidaré como lo que eres, como mi princesa, y nunca te faltará de nada, puedes confiar en mí.
Yo no le dije nada. Sin prisa, me quité el anillo y lo dejé sobre la mesa. Luego me levanté sin mirarlo y me metí en mi cuarto, cerré la puerta, eché el pestillo y esperé sentada en el suelo hasta que, después de algunos gritos de él que no quise entender, oí por fin que Katerina acompañaba a mi sufrido pretendiente hasta la entrada y regresaba a mi cuarto.
—¿Qué ha ocurrido, Lila? ¿Te encuentras bien? Rafael se ha ido muy ofendido, dice que te has burlado de él. Estaba como loco. Me ha costado mucho calmarlo y que se fuera.
—Nada, madre, no ha ocurrido nada. Que ojalá pudiera ser como no soy y hacer lo que no debo. Se iba a enterar este. Solo eso.
Ahora Carmen me abrazaba con fuerza. Me despedí de ambas con un beso y Katerina las acompañó hasta la puerta de la calle; enseguida entró en el salón. Yo permanecía sentada, mirando al suelo. Acariciaba sin darme cuenta la marioneta de bruja que Daniella se había dejado en Praga a duras penas, solo bajo promesa de que Katerina se la llevaría cuando fueran a buscarla. Mi madre de este mundo me sonrió; desde la cocina, había escuchado casi toda la conversación cada vez más emocionada. Sus ojos me mostraron su esperanza. Era del color del agua fresca de mi gran río sagrado. Se sentó junto a mí y me abrazó; yo no me moví. Mi voz sonó tenebrosa, como si acabara de escapar de una habitación que hubiese pasado siglos cerrada.
—No iré, Katerina. No iré a buscarla. Lo siento. No puedo ir. Siempre os he hecho daño, todo lo que ha ocurrido ha sido culpa mía. Desde que me conocisteis, siempre os he perjudicado. Si voy a buscarla como Mariana me ha aconsejado, jamás la encontraremos. Haré algo mal, me equivocaré y ella se irá a otro país, tendrá un accidente u otra cosa peor. Hay que resignarse, lo que tenga que ser, ocurrirá. De algún modo u otro, el destino siempre te alcanza. Yo no puedo cambiar nada, no está en mí. No se puede ir contra la Ley del Universo.
Mi madre de este mundo se puso de pie, pero enseguida vi cómo sus rodillas le flaqueaban. Me levanté justo a tiempo de evitar que se desplomara.