Solo habían pasado dos días desde que Daniella se había ido y parecía que fueran años. El silencio era lo que más dolía: jamás lo habíamos sentido como entonces, sus risas estrepitosas, su continua charla pizpireta, sus lloros incontenibles a veces, tanto más largos cuanto más cerca de ella se encontrara alguno de sus seres queridos; en definitiva, el que entonces era el ruido de su presencia y ahora nos parecía música sublime había abandonado los rincones de nuestra casa y fueron ocupados por sus recuerdos, uno en cada minúscula partícula de tierra o aire. En cualquier lado, estaba ella. Sin embargo, a pesar de su angustiosa omnipresencia, Gabriel había encontrado una razón para sonreír que intentaba ocultar no acercándose a mí cuando Katerina y Fernando estaban delante. Cuando no, era yo quien lo rehuía. Necesitaba tiempo para descubrir en el fondo de mi pecho y de mi ser lo que sentía de verdad por él. Pero al pensar en la niña mis sentimientos se enturbiaban. Como los de todos los demás. Y para conseguir superar la agonía, nos hicimos una promesa: intentar recordarla siempre con alegría. Yo les convencí de que ella, al otro lado del mar, nos presentiría, así que era mucho mejor enviarle pensamientos positivos y no tristeza: a la niña le vendría muy bien toda esa fuerza fabulosa que recibiría. Y lo cierto es que parecía contenta cuando conseguimos comunicarnos con ella en Londres.
—Llueve, mamá, llueve mucho. Y los niños hablan muy raro. No los entiendo, pero sus padres me hablan en francés y me han traído una muñeca nueva, la he llamado Katerina. Pero dile a Noa que me van a regalar también un gato, que el de la vecina tiene una tripa muy gorda y es porque va a tener hijos, y cuando eso pase me traerán uno, elegiré una gata y la llamaré Noa. Aunque sea chico.
—Díselo tú misma, Daniella, ¿no quieres hablar con ella?
—No, mamá, no, que no se ponga Noa todavía. —La voz le salió quebrada—. ¿Sabes? La echo mucho de menos. A ti también, pero ella seguro que está triste, como yo, porque no puedo estar con ella y por eso no puedo hablarle ahora, ¿de acuerdo? Tú se lo explicas, que siempre se te da bien hablar de estas cosas que son tan difíciles de contar. Dentro de poco, cuando estos señores me dejen llamar otra vez, que me han dicho que cuesta mucho dinero y que será dentro de algunos días, no mañana, mañana no podré, entonces, ya sí me pondré a hablar con ella. Pero dile que la quiero mucho, y a papá y a Gabriel, y a ti, mamá. Os quiero muchísimo a todos. ¿Cuándo vendréis a buscarme? No tardéis mucho, que yo voy a aprender a hablar este idioma raro enseguida, no te preocupes, y así podré volver muy rápido. ¿Sí, mamá? ¿Sí?
Katerina entonces decidió recuperar, todas las noches antes de acostarse, cada ínfimo recuerdo de su hija: su cara de felicidad al comerse su trozo del pastel de chocolate que le había hecho llorando el día de su cumpleaños, justo cuando tuvo que tomar el tren; su respiración tranquila al quedarse por fin dormida, con el cuento que tocara en una mano y sus dedos agarrados fuertemente a los de ella en la otra; su enfado cuando intentaba montar en bicicleta y no podía evitar terminar cayéndose; su manita aferrándose a ella al ir a cruzar la calle; sus llantos contagiosos; sus mimos; su risa. Había empezado a recordar de forma consciente esos momentos al lado de Daniella el mismo día en que se fue, cuando ella y Fernando regresaron del paseo que a ambos les vino tan bien para intentar recuperarse de esa angustia que casi les impedía respirar. Nos sentamos luego todos juntos en el mirador, después de que ninguno cenara más que unas cucharadas de la sopa de pichón que ella había dejado preparada la noche anterior y desde el primer instante le pareció extraña la forma de Gabriel de acercarse a mí, de sentarse a mi lado, de mirarme. Entonces supo, con toda seguridad, que habíamos dejado de ser hermanos para siempre y miró a Fernando y se preguntó si todavía seguiría sin recordar a Noa o si tan solo había hecho como si la hubiera olvidado. Porque su debilidad le habría impedido de otro modo seguir viviendo y queriendo con toda su alma como solo él era capaz de amar. Y se preguntó también si su dilatado corazón admitiría sin más que yo pasara a ser de verdad su hija, pero a través de una boda. Se encontró entonces con una sonrisa, débil, pero luminosa. Una sonrisa de estar dispuesta a luchar por los suyos, de perdonárselo todo, de ayudarnos a vivir. Entonces fue cuando decidió atesorar todos esos maravillosos recuerdos que aún guardaba en su memoria de su pequeña Daniella todos los días un ratito, para no perderlos jamás.
Katerina empezó a recoger lo que había sobrado del desayuno, un tanto especial para intentar agradar a su marido que, aun siendo tan comilón, había estado los dos días sin probar apenas bocado: los panecillos blancos que le gustaban mucho a Daniella, en forma de cuernitos; lonchas de pollo y compota de frambuesa, del último frasco que quedaba en el invernadero. Había pensado hacer un vánocka con pasas, pero se arrepintió al darse cuenta de que les recordaría mucho a Daniella, que se hartaba de ese dulce siempre que tenía ocasión. Quería dejar preparada la comida y salir otra vez con Fernando a pasear. Le costaría acostumbrarse a no hacer nada; ahora, sin poder trabajar, tenía demasiado tiempo libre y mi madrebís no quería que estuviera solo: el ladrón hace su trabajo entre la multitud, pero el diablo busca la soledad. Le había puesto a liar albóndigas de hígado, que siempre le habían encantado, aunque se arriesgara a que, quizás, después de aquel día, empezaran a gustarle menos. Yo lo estaba ayudando y Gabriel se había ido a hacer sus cosas; jamás contaba cuáles eran.
Llamaron a la puerta. Ninguno de nosotros se movió. Volvieron a llamar y, por fin, Katerina se quitó el delantal, lo dejó sobre la mesa y fue a abrir. Regresó en unos minutos acompañada de Irene. Hacía varios meses que no la veíamos. Pensamos que tal vez vendría a avisarnos de que se irían pronto y de que Mariana abandonaría ya las clases de música. Katerina tenía que ponerse enseguida a buscar clientes, el dinero que Lucas les había pagado por el mapa lo habían donado a Winton para su organización, aunque todavía teníamos para vivir unos meses, la casa estaba pagada, mis padres tenían algunos ahorros y ya habían reducido al mínimo los gastos. También iba a hacer todas las conservas que pudiera y a guardarlas en el sótano, en el sitio más oculto que encontrara, y, en cuanto él se encontrara mejor, cuidaría el huerto del jardín y quizás traerían algunas gallinas. Pero se resistía a creer que la guerra estallaría de verdad, las cosas quizá irían a peor, pero los alemanes ya habían sido los dueños de Checoslovaquia durante muchos siglos y al final habían encontrado la forma de coexistir. Ahora no tenía por qué ser diferente.
—Vaya, cómo te pillo. Mira que eres apañada, mi bella Katerina.
—La belleza ya se lleva de otro modo, Irene. Vienes muy pronto para lo que es habitual en ti. ¿No te acompaña Lucas?
—¡Uy!, qué va. De esto tenía que encargarme yo sola y además él está muy ocupado con todos los preparativos. Tengo que daros una buena noticia. Buena no, ¡buenísima! Si es que apenas podía esperar para venir corriendo a contárosla.
—Pues tú dirás, no nos hagas esperar más que nos vendrá muy bien escuchar esas buenas noticias tuyas, puedes estar segura.
Irene se puso a dar grititos al tiempo que cerraba los puños y movía los brazos de arriba abajo. Me la quedé mirando: parecía una cría a punto de castigar al dios Kamsa pegándole a la piñata que los sacerdotes colgaban a veces en los templos para simbolizarlo. ¿Por qué seguía recordando todavía aquellos momentos tan lejanos de mi vida? Me vinieron a la mente las riquísimas galletas de azúcar que Asha me hacía antes de salir para allá a rezarle y cómo luego, con el estómago lleno, la mayoría de las veces ni me apetecía recoger del suelo ninguna otra golosina. Irene siguió hablando con un brillo extraño en los ojos.
—No os lo vais a creer, pero convencí a Lucas para que os echara una mano. «Hombre, ¿cómo vas a hacerles eso? Seguro que puedes hacer algo más, ¿no, cariño?», le dije. Y claro, ya sabéis cómo es él conmigo, que hace todo lo que yo le pido, y eso no podía ser. Cuando me lo contó, no podía creerlo. ¡Quedaros vosotros aquí, cuando media Praga está haciendo las maletas! Al menos la gente de bien, como nosotros, se está yendo a donde buenamente puede. Eso no podía ser. Ni mucho menos. Así que aquí los tenéis, son todo vuestros. Justo a tiempo. Que mirad que hay que darse mucha prisa en salir, que las cosas se están poniendo muy feas.
—¿Qué es eso, Irene? ¿Qué nos traes?
—Pues qué va a ser, mujer, los salvoconductos para viajar a España, con nosotros. No quería deciros nada hasta que lo tuviera todo preparado, por si acaso la cosa no salía bien, no haberos dado ilusiones para nada. Aquí el asunto va a ponerse muy feo, ya lo sabéis, con todos esos hombretones tan rubios y altos, y tan jóvenes, que mira que son jóvenes, ahí con las armas al hombro y esas miradas de mala leche que tienen que parece que no han echado un buen polvo en años, y es que hay que decirlo así. —Irene miró alrededor intranquila—. ¿No estará Daniella por ahí? ¿No? Por favor, decidme que no, que menuda vergüenza.
Katerina había apoyado las dos manos sobre el tablero lleno de harina. Miraba la masa de hígado distribuida en rodales por encima y los pedacitos de carne revueltos a un lado y, al otro, las albóndigas que Fernando ya había liado. Entonces ella pegó un puñetazo en la mesa y la harina se dispersó por el aire.
—¿Ahora? ¿Ahora traes los visados?
—Pero mujer, qué te ocurre, yo pensé que os daría una alegría. No entiendo qué te pasa.
Fernando se había sentado junto al fogón. Tenía la cabeza vuelta hacia el lado contrario de donde se hallaba Irene. Yo me acerqué a él.
—Daniella está en Londres, se fue anteayer —le expliqué—. Se fue ella sola en tren, para intentar ponerla a salvo, y está en la casa de una familia que se ofreció a cuidarla mientras no se supiera qué iba a pasar aquí.
—Pero bueno, ¡eso es una estupenda noticia!, ¿no? No sé por qué tenéis esas caras. Nos vamos a España, cuanto antes mejor, que eso me ha dicho Lucas que os lo deje muy claro, que tenemos que salir cuanto antes de aquí, que él está preparándolo todo para irnos esta semana. Y cuando allí las cosas se hayan colocado en su sitio, como la guerra ya ha terminado, os lleváis para allá a Daniella y todos contentos, ¿no?
Me aproximé a Irene y le cogí la carpeta. La abrí y examiné su contenido: entre otros papeles, vi los visados y permisos de residencia para todos, incluida Daniella. Irene volvió a tomar la carpeta y se fue hacia la mesa donde Katerina seguía mirando la harina y le dio un beso.
—Venga, mujer, que todo se solucionará. Verás qué pronto estamos todos a salvo y vuelves a ver a tu hija. —Katerina no le respondió; Irene dejó la carpeta junto al hígado y bajó un poco la voz—. Bueno, solo me queda pediros algo. Espero que no os lo toméis a mal. Ya sabéis que todo esto…, en fin, que Dios aprieta pero no ahoga, y Lucas ha tenido que mover muchos contactos para conseguiros los papeles. No os podéis imaginar lo mucho que se ha esforzado. Por supuesto, de Asúa, no sabéis nada de nada. Como si estuviera muerto, no vayamos a tener problemas cuando entremos en España, que no sabemos lo que nos vamos a encontrar. Después de la guerra toca levantar el país, ya se sabe. Con la ayuda de Dios y con nuestro trabajo, todo será posible. Pero a ver, que me voy por los cerros de Úbeda… Quiero decir que mira que hablo. Es que no sé cómo decíroslo.
—¿Qué quieres a cambio, Irene?
Katerina había levantado la cabeza. Estaba muy seria.
—Mujer, tanto como a cambio… No es eso, solo es que hemos tenido que poner algo de nuestro bolsillo y tampoco es plan. Que yo te agradezco mucho que no me hayas cobrado nunca por las clases de Mariana, pero una cosa es una cosa y la otra es la otra, como dicen en mi tierra, al César lo que es del César. ¿Recuerdas la pulsera de tu abuela? Una maravilla de joya, me quedé prendada de ella. ¡Ay! Lo que habría dado yo por una pulsera así, tan elegante, tan de dama. Tú sabes que a mí todas esas cosas no me llaman mucho la atención, pero de tu pulsera no he podido olvidarme. Mira que es bonita. Tal vez…
Katerina la interrumpió.
—Fernando, por favor, ve a buscar la pulsera. Solo la pulsera, deja el cofre donde está.
—¿Sí? ¿De verdad vas a regalármela? No puedo creerlo, Katerina, si es que eres un cielo de persona, no sabes la ilusión que me hace ponerme esa pulsera. Por supuesto, debes firmar estos papeles como que me pertenece, no vayamos a tener problemas al regresar a España, que no creo, pero nunca está de más dejar las cosas atadas. —Irene sacó de la carpeta un montón de hojas y las puso sobre la mesa. Eligió unas cuantas y se las dio a Katerina—. Fernando puede echarles un vistazo por si le parece que algo no está bien, no vayáis a pensar que os estamos dando gato por liebre.
Katerina leyó lo que le ofrecía y ojeó los otros papeles. Miró a Fernando, pero no le dijo nada.
—¿Y esto? ¿Estos documentos qué son, Irene?
—¡Ah!, esto, sí…, menos mal que estás en todo, Katerina, ya se me olvidaban. Es el contrato de cesión de esta casa. Al fin y al cabo, vosotros no vais a poder regresar. Tal y como están las cosas aquí, con los nazis haciendo esas barbaridades a los judíos que dicen por ahí, que me contó Lucas que tu marido lo era, fíjate que yo no lo sabía tampoco…, o al menos no lo recordaba. ¡Qué guardado os lo teníais! Tanto tiempo siendo amigos que no importa si uno es judío, cristiano o hindú… Pues eso, que dicen que a los judíos les dejan sin nada. Mejor que la tengamos nosotros a que se la queden otros, ¿no creéis? Es una mansión fabulosa y bien situada. Siempre me ha encantado, con tanto árbol y tanto ventanal, y tan cerquita del centro. Una joya. No habrá problema con la cesión y los alemanes, no os preocupéis, ya está todo hablado con quien tenía que hablarse y ha quedado todo solucionado. Solo tenéis que firmar esto y la casa ya no será una carga para vosotros. Por supuesto, si alguna vez los nazis se vuelven a ir de Praga y todo vuelve a ser como antes, será vuestra otra vez, tenéis mi palabra y la de Lucas. Así además os ahorráis los gastos de conservarla. ¿No os parece una idea excelente?
—¿Y a quién se le ha ocurrido todo esto, Irene? ¿A ti o a Lucas? ¿Quizás a los dos?
—¡Uy!, qué va. No podrías imaginártelo, Katerina. Nosotros nos habíamos hecho ya a la idea, triste, pero qué se le va a hacer, de que os tendríais que quedar en Praga. Y mira que sufrimos al pensarlo, que tantos años de amistad no se olvidan fácilmente. Fue mi hijo Rafael. Él me convenció para que hablara con su padre e intentara conseguiros los papeles. Todo esto es idea suya, es un joven muy brillante, es a él a quien debéis agradecerle que podáis salir de esta ratonera y también que os ayudemos a conservar esta estupenda casa vuestra. Además, os alquilaremos el piso de mis suegros en Lavapiés, que ellos ya para qué lo van a querer, si parece que han conseguido otro mucho más grande y más bonito y en mucha mejor zona. No me deis las gracias, solo es para que podáis sobrevivir en Madrid, mientras os reponéis de esto, que no dudo de que lo haréis, que Fernando es un abogado excepcional y tú siempre puedes dar clases también, que no gusta allí tanto la música como aquí, que parece que nacéis con un piano de cola bajo el brazo, pero seguro que alguien habrá, que siempre hay de todo en la viña del Señor.
Cuando Irene se fue, nadie habló. A veces, las palabras molestan y basta con sentir cerca a quienes se ama para desmigajar la angustia como partículas de humo. Los tres tuvimos el presentimiento de que habría mucha para dividir, del color de la ceniza, a partir de ese momento. Desde la ventana, yo miraba el cielo. Las nubes empezaron a moverse deprisa, formando sueños de lluvia sobre las cúpulas de los edificios.
Gabriel también las miraba, en ese momento, desde el otro lado del río, mientras caminaba despacio por la ribera más alejada. La corriente fluía baja, el estío hacía disminuir su caudal incluso en esa zona de Praga donde el cauce se volvía más bravío al desaparecer los muros que lo habían aprisionado a su paso por la ciudad. El agua sonaba a trozos de jengibre friéndose en ghee. Las hojas de los tilos en las dos orillas susurraban canciones de poeta: cada vez que un enamorado se desenamoraba, una de ellas, en forma de corazón, caía sobre el agua. Entre las paredes de casa, él se ahogaba, sus sentimientos y su raciocinio tiraban hacia lados opuestos como raíz y hojas. Por un lado, se sentía feliz por primera vez desde hacía mucho tiempo. Se había pasado años imaginando cómo sería ese momento que, cuando casi había llegado a perder toda esperanza, vivió. Morder mis labios; besarme; acariciar mi cuerpo contemplado a hurtadillas tantas veces a la luz tenue de la noche, con las manos y no solo con el alma; recorrerlo con su lengua y no solo con sus ojos o su imaginación; poseerlo… Fue mucho más maravilloso de lo que jamás soñó. Desde esa tarde su mente volaba de vuelta a mis ojos, a mis labios, a mis manos. A mis pechos suaves. A mi vientre perfecto. Y no sabía cómo iba a decirle a nuestros padres que quería casarse conmigo, pero por fin tenía la certeza de que yo sería para él. Podría cuidar de mí como siempre había pretendido.
Sin embargo, Gabriel también echaba de menos a Daniella y sentía una rabia incontrolable al no haber podido hacer nada para evitar que tuviera que marcharse o para que todos nos hubiéramos ido con ella. Sufría al pensarlo y, por mucho que yo insistiera en que volveríamos a verla muy pronto, al recordarla solo conseguía que se le revolvieran las vísceras. Se exasperaba cuando pensaba en los culpables de que todo hubiera cambiado de la noche a la mañana: los malditos alemanes a los que escupiría a la cara cada vez que pudiera tenerlos lo bastante cerca. Él no se quedaría quieto, había mucho por hacer para echarlos de su país y, dentro de tres días, participaría en el atentado que el grupo de la Resistencia de la universidad había organizado.
Qué poco habían tardado en montarlo y en urdir su primer golpe: el tren con armas y soldados de la Werhmatch tenía previsto llegar a la estación de Masaryk, en la misma Praga, sobre las once, pero ellos lo habrían hecho estallar mucho antes, a su paso por Karlovy Vary. Los preparativos ya se habían ultimado y él había pensado mucho si participar o no: no quería poner en peligro a su familia; por eso no aceptó colaborar hasta que, hacía solo dos días, despidió a su hermana pequeña con su número de identificación pintado en una cartulina blanca que colgaba de su cuello como la de un perro, en esa misma línea ferroviaria que iba a ser el escenario del primer golpe contra los invasores. Él no estaba dispuesto a no hacer nada. Porque la suya era una ira tan incontenible que alcanzaba para intentar volar un tren lleno de nazis y para mucho más.
Por eso, al salir de su casa un par de horas antes, Gabriel se había dirigido hacia el lugar donde menos probabilidad tenía de encontrarse con nadie, mucho menos con soldados. Por allí, en ese momento del día, solo los despechados, los cazadores furtivos o los enamorados podían deambular y, desde que se adentró en el bosque, no había visto a ninguno. Algunas cortezas muertas crujían bajo sus pies a cada paso que daba, aunque el suelo seguía húmedo; el calor no había conseguido resecar aún la tierra tupida de vegetación en esa vereda tan cercana al río. Unos pájaros se pelearon entre las ramas y el ruido de hojas, aleteos y graznidos lo sobresaltó. Al mirar arriba, un grajo salió volando. Sus alas desplegadas brillaban con matices plateados como el tridente del dios destructor Siva. Gabriel se quedó mirando algo extraño junto al nido lleno. Se aproximó un poco más al árbol: una gruesa soga con un nudo de ahorcado colgaba inmóvil. En la cuerda, deshilachada y ennegrecida por algunas partes, había rastros de sangre. Se sobresaltó al oír algo removiéndose oculto en un matorral detrás del tronco. Se quedó quieto. Lo que fuera se movía con mucho ímpetu, zarandeaba las ramas con brusquedad. De repente asomaron los colmillos de un jabalí y, tras ellos, el cuerpo magnífico del animal, que lo miraba. La fiera husmeó el aire elevando el hocico y observó detrás del ser que tenía más miedo que él. Y lo que vio, no le gustó. Enseguida retrocedió y se alejó trotando.
Gabriel esperó sin moverse. A su espalda, a escasa distancia, oyó partirse una rama. No tuvo tiempo de volver la cabeza: una bala certera le atravesó el cráneo desde la nuca y lo mató al instante. De haberse encontrado cerca algún otro enamorado o algún otro demonio, además del que lo asesinó sin inmutarse tras tocar la alianza de oro repujado que lucía en el pulgar para atraer la suerte, el estallido de la pólvora no le habría pasado inadvertido entre el murmullo del agua que se deslizaba rauda entre las piedras, el croar incesante de las ranas y el ulular lejano de una lechuza ciega, de alargadas plumas doradas.