El día en que los dioses quisieron que en mi vida cambiara para siempre el influjo de Visnú por el de Siva, me había despertado mucho antes que mi dadi. No había podido dormir bien. Pasé la noche soñando. En mis sueños vi paisajes diferentes, gentes vestidas de otra forma, lugares concurridos pero ordenados, en los que las vacas y los ricksaws no se abalanzaban contra los caminantes. Vi edificios grandes y demonios asuras de metal vomitando humo negro. Vi ríos helados sin personas purificándose en sus aguas ni cadáveres medio calcinados flotando en su camino al nirvana. Vi un manto blanco cubriéndolo todo. Vi soldados vestidos con uniformes distintos de los de los cipayos y los sowares. Y vi las lágrimas parlantes de muchos que narraban miserias de niebla. Al pasar de una visión a otra, mi terror fue acrecentándose hasta que se le hizo insoportable incluso a mi cuerpo astral y desperté. Entonces oré e intenté dormir de nuevo pero, al poco tiempo, las mismas imágenes volvieron a asaltarme y abrí los ojos otra vez sobresaltada y empapada de sudor.
La luna se apagó tras el ventanuco y oí el batir de las alas de los búhos que volvían a sus nidos y vi una luz azul que parpadeaba tras las paredes atravesadas por el miedo. Y ya mis pequeños párpados no se volvieron a cerrar. Me levanté del suelo, encendí una vela y llamé cien veces al espíritu de mi madre para que me protegiera de las sombras de la luz azul, me aseé y me vestí con el choli y la falda de algodón rosa que me ponía siempre para ir al bazar. Mi abuela los había lavado estrujándolos contra las piedras en la orilla del río y me rasparon al rozar mi piel tierna. Me peiné y me trencé el cabello. Me picaban los ojos y no pude concentrarme en mis oraciones. Había procurado no hacer ruido para no despertar a Asha, pero a veces pensaba que ella tenía tantos ojos como Indra y que era capaz de verlo todo: me observaba sentada a mi lado sin que me hubiera dado cuenta. Me acerqué a ella y le toqué los pies.
—Te he despertado. Perdóname. Todavía queda mucho para el amanecer.
—Namasté, Lila.
Bajé los ojos.
—Namasté.
—No te preocupes, teníamos que levantarnos pronto hoy. Debemos ir a Bimer. Hay un buen trecho. Y, después, llegar a Jaipur antes del mediodía. Nos esperan.
—¿Qué vamos a buscar?
—La curiosidad te hará reencarnarte en gato, pequeña mochuela blanca. Pero eres como yo. No puedo luchar contra la naturaleza. Un sari del mismo rosa que la ciudad. Me lo encargó la mujer extraña que vino ayer al bazar.
—¿La de los dos niños extraños?
—La de los dos niños europeos. Si el padre es europeo, los hijos son europeos. Y los europeos son gente extraña. Y también impaciente. No saben que todo lleva su tiempo. Por la noche supe que ya habían terminado su sari. Pero debo recogerlo y llevárselo en el mismo día. No quiero defraudarla ni que busque otro vendedor. No regateará demasiado. Se aloja en una haveli del maharajá de Jaipur y, cuando me preguntó si podía conseguirle uno como el de la maharaní, no se molestó en conocer su precio. Tampoco vino con su marido. Ella decide. Espero que Chandresh y sus hijos hayan hecho un trabajo igual de bueno que siempre. Sus tejidos y sus tintes son los mejores, por eso suele venderlos para la tienda de Rampertap Gobindram, en el Bazar de Tripolia. Pero ellos les pagan mucho menos. No sé por qué no los venden por sí mismos. No se puede salir de los demás si no se sale de uno primero. Y parezco una vieja parlanchina. Pero me miras como si supieras mejor que yo lo que significa lo que te cuento.
—Dadi, ya soy mayor, sé que Chandresh es el mejor. Y también sé qué significa lo que dices. Quieres que la sahib esté contenta con lo que le vendes.
—Su hija tenía tu altura e incluso todos los dientes, y casi todo el tiempo la llevaban en brazos. Si los hijos de los sahibs no están atareados hasta que se casan, nuestros hijos tampoco deberían. Pero ellos llevan ropas caras y viven en palacios, así que puede que sean como los maharajás. Y mi nieta tiene que ayudar a su abuela en el bazar. No sé si lo desean de ti los dioses, pero no quiero dejarte sola, estás mejor a mi lado. Tenemos que darnos prisa, nos iremos enseguida.
En cuanto tuve edad para seguirla por los caminos y sentarme quieta a su lado a la espera de clientes, Asha me empezó a mostrar cómo podía ganarme la vida. Sabía que solo tendría hijas, como ella y como Barathi y mis tías, y debía prepararme, a pesar de ser mujer. Mis ojos de caramelo y mi inusual desparpajo prudente atraían el interés de los compradores mucho más que la mercancía, y mi sonrisa viva y honesta ablandaba sus corazones y abría sus bolsillos más que la tersura y el brillo de la piel de los pimientos, las berenjenas, las coles o los guisantes; más incluso que el colorido y el olor dulce de mangos y papayas. Muchas otras llevaban con ellas a sus hijos y a sus nietos, pero yo aprendí a hablar el idioma de los sahibs enseguida y pronto me convertí en la mejor intérprete para superar las lagunas lingüísticas de mi abuela y en la vendedora más próspera y buscada de todo el bazar.
Hacía mucho tiempo ya que, en ocasiones, si la mercancía o los clientes escaseaban o si alguno nos las encargaba, entusiasmado por la labia y la frescura equilibrada de la chiquilla que se las ofrecía, vendíamos también telas o ropas que conseguíamos en los alrededores. Los tejedores nos conocían porque los campesinos de sus aldeas nos vendían lo que cultivaban. Al principio, Anil, mi abuelo, se había encargado de ir a buscar las prendas. Los hombres confiaban más en él. Después, comenzó a llevarse a Asha, aunque seguía siendo Anil quien hacía los tratos. Pero cuando él se fue, se acostumbraron pronto a relacionarse con ella. Dejó de importarles tratar con una mujer en cuanto les demostró que podía conseguirles el doble de beneficio que otros intermediarios. Asha siempre se dirigía a ellos mirándoles donde les nacía el cabello y, en presencia de sus esposas, esperaba a que terminaran de hablar antes de responderles y cuidaba el lenguaje de su rostro, de sus manos y de su cuerpo para no herir su sensibilidad.
Si alguno de los tejedores terminaba una prenda que le parecía suficientemente hermosa, la guardaba hasta que Asha aparecía por allí o incluso mandaba a buscarla. Cuando ella la vendía en el bazar, compartían las ganancias. Todos confiaban en su palabra. Jamás había engañado a nadie ni dejó de entregarles sus rupias, que muchos se apresuraban a gastar en el figón o en el juego. Su marido no, Anil siempre había sido un buen esposo, justo y devoto.
Aún recordaba Asha el día de su boda, cuando lo vio por primera vez. Era un indio de ojos azules, el color del infinito y de la sombra de la luna, y ella jamás había visto ojos semejantes en la cara de un hindú. Permanecía tan serio y tan huraño a su lado que mi abuela sintió miedo, pero se le apaciguó en cuanto se dio cuenta de que él la observaba con el mismo temor revelado en el sudor de sus palmas. Más tarde, en su noche de bodas, la primera que pasó alejada de su madre en sus doce años de vida, Anil se le acercó con respeto y fue paciente y después la acarició con fascinación, pero con calma, aunque pronto terminó enseñándole que los dioses y las diosas eran sabios y que ellos podían imitar en la intimidad muchas de las posturas para amar que las estatuas de las divinidades practicaban en sus templos y, además, que el apetito de la carne era más fácil de saciar que el del estómago; a veces más virulento, a veces más dulce.
Anil había sido un marido fiel y respetuoso. La dejaba salir de casa aunque no fuera al bazar o a recoger la mercancía, no la pegaba, no la obligaba siempre a cargar los cántaros con el agua que las otras mujeres traían sobre la cabeza desde la fuente o el río, la dejaba dormir a su lado en el único lecho de su casa después de haber gozado juntos, cuando a ella tanto le gustaba abrazarse a su cuerpo fibroso y febril. Y nunca le reprochó que solo le hubiera dado hijas. Anil aceptaba su destino como pocos hombres lo hacían. Su sonrisa era limpia y su mirada hermosa. Ella estaba segura de que esta sería su última vida antes de que se librara del samsara y alcanzara la sabiduría plena del moksa, y de que, en la última etapa, la del sanyasa, la abandonaría para partir hacia la ciudad sagrada. Por todo ello había llegado a amarlo como al agua potable. Ahora, cuando me hablaba de él, Asha sabía que Anil aún no había muerto y seguía sumergiéndose en la madre Ganges. Sería así mientras ella sintiera su presencia en el mundo físico y no de la forma en que percibía la de Barathi. Yo no lo había conocido, pero tampoco podía verlo aún en el altar ni vagabundeando a mi lado como espíritu, y mi abuela quería que, si se me aparecía, supiera quién era y no sintiera miedo. Y no todos en la aldea ni en la familia de Neeja aprobaban que viviéramos así, las dos solas, pero Asha sabía cómo acallar sus mentes y sus lenguas, y cómo desviar sus miradas.
Mi abuela y yo salimos hacia la aldea a recoger la prenda que debíamos llevar a la sahib de la ciudad. La familia de Chandresh llevaba tejiendo desde antes de que nadie conocido hubiera abierto los ojos por primera vez. El hijo mayor le envolvió el sari en un papel marrón y se lo puso en las manos. Luego se metió dentro y cerró la puerta sin despedirse. Aunque no podían entender cómo ella conseguía siempre pagar mejor por la mercancía, le mostraban más respeto cuando volvía con el dinero. Yo ya no me paraba tanto por el camino, mis piernecitas eran más fuertes y largas, y llegamos a Jaipur antes de lo previsto. Muchos perros parecían desmayados sobre el polvo en los rincones, ansiando encontrar una sombra que no siempre bastaba para sobrevivir. Yo observaba sus ojos curiosos. Alguno debía de haber vivido antes en el cuerpo de una gran libélula de alas plateadas. Atravesamos el gran jardín que llevaba hasta la haveli. Un sirviente de mirada triste y dientes enrojecidos como si hubiera estado masticando paan un instante antes abrió el portón y nos hizo esperar en el vestíbulo. Me dolían los ojos de abrirlos tanto para mirar a mi alrededor. El sol majestuoso resplandecía menos que los adoquines, las paredes y los techos de aquel lugar.
—Debes mostrar respeto, Lila. Baja la vista al suelo y no te muevas de mi espalda. Parece que quieras comértelo todo.
—¿Es así el cielo, abuela?
Asha se rio. Sí, así era el cielo. De los maharajás en vida.
—El cielo lo llevas en tu corazón. Todas estas cosas no te cabrían ni te servirían de mucho allí.
—¿Mi madre vive en un lugar como este?
—¿Tu madre?
—No se ha reencarnado aún. ¿Contigo no habla?
Una niña de pelo amarillo entró corriendo en la sala y se escondió detrás de un ficus que ocupaba lo que el cuarto donde Asha cocinaba. Se puso un dedo en los labios y me chistó para que no la descubriera. Enseguida apareció el niño que iba pegado a las faldas de la mujer el día que nos buscaron en el bazar. Llevaba el pelo despeinado como un mono despiojado. Me dijo algo. Miré a mi abuela.
—Mal vamos si tú no lo entiendes. Creo que no son británicos.
—¿Puedo hablarle, abuela?
—Él te ha hablado a ti.
Mis ojos se encendieron. Me acerqué más a él. Cambié el rajastaní por el inglés y el hindi, como hacía con los extranjeros que compraban en el bazar, junté hacia arriba las palmas y me las llevé hacia la cara al tiempo que inclinaba un poco la cabeza.
—Namasté. —Elevé la vista y observé al hombrecito que me examinaba inquieto—. No te entiendo. ¿Hablas inglés? Yo me llamo Lila.
—Yo, Gabriel. ¿Has visto a mi hermana?
Yo no había escuchado nunca ese acento tan raro. Como si tuviera dentro de la boca un puñado de bayas rojas. Hablé más despacio al crío de piel más clara que la mía.
—No. No la he visto. ¿Por qué tendría que haberla visto?
—No te he dicho que tuvieras que verla, solo te pregunté si la viste. Noa es una tramposa. Pero tiene que estar por aquí. Cuando la pille…
No le escuché terminar la frase. Dos mujeres abrieron la puerta de la sala pero aún se quedaron un rato charlando entre ellas, como si no se percataran de nuestra presencia.
—No lo entiendo, Rachel. Siempre igual. Hasta en esta calurosa y fantástica ciudad perdida de la mano de Dios hay una iglesia católica, otra presbiteriana con dos misioneros y, por supuesto, una anglicana. Pero no tienen sinagoga. Aunque a mi querido marido no le parezca importante. Mi suegro se enfadaría mucho si se enterara. Y mi suegra…
—Yo ya estoy acostumbrada, Katerina. Bien pensado, no es tan malo. La India es un lugar fabuloso si estás del lado apropiado. Aquí no hace falta rezar tanto, los dioses andan por la calle.
—No sé cómo he accedido a esto, la verdad, tenía que haber dejado que Fernando jugara él solo a los exploradores. Por supuesto que me convenció porque estabais aquí, que si no… Ese primo suyo podía haberse quedado en su casita, que mira qué ocurrencia. Si quiere entrevistar a Gandhi o seguirlo al fin del mundo, que deje en paz a los demás, ¿no crees? Pero la culpa la tuvo mi marido, mira que traernos aquí a todos solo para cazar tigres y acompañar a su primo. Es increíble. Se lo diré a Víctor personalmente cuando lo vea, pasará aquí un par de días, con uno de sus compañeros del periódico, antes de reanudar su viaje para seguir las desventuras de ese señor.
—La experiencia de Rantambhore es inolvidable. Tendrías que haberte atrevido a acompañar a Fernando. Yo no tuve la fortuna de ver matar a ningún tigre, pero no me arrepiento de haber ido cuando se dio la oportunidad: los paisajes son inolvidables y los animales increíbles. El maharajá es una compañía muy especial y mi marido le proporciona pingües beneficios, ya has visto cómo nos trata. Y te agradezco mucho que aceptaras nuestra invitación, os echamos de menos. Entre tú y yo, esos británicos son unos estirados. No me extraña nada que Gandhi y los suyos los estén fastidiando. Tampoco me extraña que llame la atención en Europa. Ese hombre es fascinante. Y sus ideas, de lo más raro. El primo de Fernando va a estar muy acompañado, allá por donde va le siguen centenares de periodistas y miles de indios. —Rachel arrugó la boca en una graciosa mueca que a Katerina le recordó cuando, de niñas, su hermana se esforzaba por recordar algo—. Mahatma Gandhi es un personaje muy peculiar. Y el boicot que ha ideado con las ruecas, todo un espectáculo. Miles de indios por todo el país se plantan en mitad de la calle, sacan un cachivache de esos y se ponen a hilar algodón para no comprar el que los británicos traen de Inglaterra y Escocia. Están haciéndoles mucho daño, menos mal que no les interesan también las pieles. De momento nuestro negocio está a salvo. Y deberías convencer a tu marido de que acepte el ofrecimiento que le hizo el maharajá para explotar con nosotros la nueva curtiduría. Hay muchas posibilidades de hacer dinero en esta tierra. Aunque los niños terminan resintiéndose.
La niña salió de detrás del ficus y su hermano saltó a su lado y la agarró por el brazo.
—¡Gabriel! ¡Noa! ¡Qué modales son esos! Estáis asalvajados. Llevamos fuera de casa apenas tres meses y ya parecéis nativos.
—Hermana —murmuró Rachel a Katerina—, te olvidas de la visita que estabas esperando. No sé por qué no me hiciste caso y aceptaste el ofrecimiento de la raní Naisha. Sus tejedores son exquisitos. A ver qué te trae esta indígena.
Katerina se limitó a sonreír. Hacía tiempo que había desistido de explicarle sus razones. Se acercó a nosotras. Sus hijos no dejaban de darse codazos.
—Namasté —la mujer se dirigió a Asha—. Disculpe mi despiste, tanta luz no me deja ver bien. Es un país muy bello el suyo, pero hay demasiada claridad para una persona que ha vivido siempre al este del río Moldava, en mi querida Praga, o como mucho al norte del Támesis. Aunque supongo que no sabrá de qué le hablo. Discúlpeme otra vez. Veo que por fin me ha traído lo que le pedí. ¿Puedo verlo?
—Por favor, es para usted.
Asha desplegó los once metros de sari creando varios dobleces para que cupieran extendidos sobre el inmenso diván de seda beis con damasquinado de flores. La mujer se llevó las palmas a las mejillas.
—¡Qué hermoso! ¿Puedo probármelo? Fernando no se creerá que haya comprado esto, pero si él puede cazar tigres y dejarme aquí esperando a que vuelva como si nada, yo puedo comprar una maravilla india como esta.
—Una prenda bella para una mujer bella. Pero tiene que quitarse esa ropa. El sari se lleva pegado al cuerpo. Este corpiño es el choli. Puedo enseñarle a ponérselo, si lo desea. Hace juego con sus preciosos ojos.
—Si me lo permite, me gustaría hacerle una pregunta. Yo creía que en la India todas las mujeres llevaban saris. Pero aquí en Jaipur casi todas se visten con un corpiño y una falda como los suyos.
—La India es muy grande, sahib. Yo he vivido siempre en Rajastán, pero aquí, en la capital, las mujeres suelen llevar el choli y una falda o unos calzones. O bien la túnica que llamamos kurtah, larga o corta, y un pañuelo. El sari se reserva para las ceremonias y los momentos importantes. Los hombres tampoco visten dhotis sino pantalones, la túnica, una capa o choga y turbante. Aunque los buenos tejedores saben trabajar todas las prendas. Este sari lo ha confeccionado para usted la mejor familia de tejedores de Rajastán. Es el más hermoso que podría encontrar. Pruébeselo, señora, verá que no le miento. Digno de una maharaní.
Katerina acarició la seda, nunca había tocado ninguna así de suave.
—Rachel, ¿sabes cómo se pone esto? Es más amplio que una sábana. Me perderé dentro.
—Lo siento, hermana mía. Yo sigo prefiriendo la ropa occidental. Creo que estás algo chiflada. Pero las afortunadas que tocan el violoncelo como tú pueden permitírselo.
—¿Te importa si pasamos a la alcoba? La niña puede quedarse aquí con mis hijos. Yo sola no podría ponerme esto ni en mil años.
—Si a ti te parece bien, yo no tengo nada que objetar. —Rachel bajó mucho la voz—: Si yo tuviera hijos, no los dejaría a solas con una de estas indígenas ni por todo el oro del mundo, que a saber qué puede tener, pero a ti te encanta eso de la mezcla de razas. Y tú eres la que siempre tiene razón. Tú verás lo que haces. Ya sabes cómo llegar. Y si te pierdes, pregunta a alguno de mis criados, nosotros te esperamos aquí. Ven a enseñarnos lo guapa que estás cuando te lo pongas.
Asha me despegó de su espalda y me encomendó con la mirada que fuera noble, recogió el sari y siguió a Katerina a través de varios pasillos bajo techos abovedados hasta llegar a su habitación. El mármol frío del suelo le entumecía los pies. En ese palacio no se podía sentir la caricia de los ancestros que emergía de la tierra.
—Me llamo Noa. Gracias por despistar a mi hermano antes. Le he ganado el juego. No ha conseguido encontrarme.
—¡Ja! ¡Mentira! Claro que sabía dónde estabas —dijo el niño.
Su tía miraba distraída el jardín. Pero enseguida salió y dejó a sus sobrinos a su aire.
—Solo he disimulado para poder hablar con este bicho raro.
—Mamá dice que no son bichos raros. Que son personas como nosotros. Todos somos hijos de Dios, Gabriel. Es pecado hablar así.
—Déjame de pecados, a la India no llega Jehová, Jesucristo ni ningún otro dios que me importe.
—¡Gabriel! Vas a arder en el infierno. —Noa se acercó más a mí—. No recuerdo cómo te llamas. No hagas caso a mi hermano, es idiota.
—Me llamo Lila.
—Un nombre muy bonito. Es una flor.
—Lila significa «jugar» en hindi. Mi abuela soñó mi nombre para mí, para que pueda disfrutar de cada instante que pase en este mundo, pero sin dañar a ninguna de sus criaturas. Es gracia, armonía, belleza. Es aceptar, es entregarse a los otros, es confiar. Es el corazón puro. Lo dice siempre ella en sus oraciones. Yo también, a veces.
—Qué cursi. Tu nombre y tú.
—No hagas caso a mi hermano, Lila. Tu nombre es precioso. ¿Todo eso significa? Pues yo no sé lo que significa el mío.
—Tonta, significa tonta.
—Es un estúpido. Ven conmigo. Te enseñaré mi habitación, es como un palacio de muñecas. Más grande incluso que la de nuestra casa nueva en Praga.
—No puedo. A mi abuela no le gustaría.
—Tu abuela no está aquí, ¿no? Entonces no puede enfadarse. Luego le diré que yo te invité y seguro que no le importa. Mi madre se lo dirá también. Os dará de merendar. Suele hacerlo, le gusta saber cosas de vosotros. No es como mi tía Rachel. ¿Sabes?, mi madre dice que ella os tiene miedo y que yo no debo tenéroslo porque sois igual que nosotros. Aunque vuestros dioses sean diferentes de los nuestros. Ellos se llevan bien en el Cielo. Así que nosotros debemos llevarnos bien en la Tierra.
—Tu madre entonces conocerá a la mía. A mí también me cuenta historias parecidas.
—¿Vendrás a verme otro día? Nos aburrimos mucho aquí dentro. ¿Podrías llevarme al río? Gabriel se escapó el otro día con el hijo de Kalid, el jefe de los cocineros, pero los muy estúpidos no me dejaron ir con ellos. Me habría gustado que los pillaran. Yo también soy mayor, solo me lleva un año, pero no me deja hacer casi nada. ¿Me prometes que vendrás? Te regalo esa muñeca que llevas en la mano. Es tuya. Pero tienes que venir otro día a jugar. A mi madre no le importará, te lo prometo.
—Mi abuela tiene razón. Los europeos sois extraños. Y hablas muy deprisa. No sé si ella me dejará venir aquí sola, pero vamos al bazar a menudo. Si la ayudo mucho, quizá me permita visitarte. El río está muy lejos para que yo pueda llevarte, pero conozco otro lugar más cerca que te gustará mucho. Puedo traer a Rahul, él nos servirá de guía.
—¿Quién es Rahul?
—Quién va a ser, el que será mi marido. Nos casaremos pronto. Mi abuela dice que tendré que esperar unos años más, hasta que termine de reunir mi dote, pero que lo elegirá para mí. Ella no es como las demás abuelas.
—¿Ya vas a casarte? Pero… si eres una niña… Las niñas no se casan. Solo las mujeres. Tú sí que eres un poco rara.
Me di cuenta de que tal vez había dicho demasiado; al fin y al cabo, Noa era una extranjera. Pero me había caído muy bien. Sus ojos azules debían de ser como los que Asha me había contado que tenía mi abuelo Anil, del color de la piel de Visnú. Yo no los había visto nunca hasta que la conocí. Me sobresalté al oír a Katerina mientras se aproximaba hablando sin parar desde el fondo del larguísimo pasillo y la muñeca se me cayó al suelo.
—Noa, te prometo que intentaré venir a verte pronto.