Besos que saben a lluvia

El sol se había ocultado tras una neblina rosácea. En la ventanilla del automóvil, yo miraba el dibujo que Daniella había trazado en el cristal con una pintura de cera amarilla durante el trayecto hasta la estación. Nadie había tenido ganas de reprenderla y la margarita igual de grande que la casa con las nubes como dulces rajbhog flotando por encima seguían allí, el último testimonio mudo, pero eficaz de su pequeña autora. Gabriel y yo habíamos acompañado a Katerina y a Fernando a buscar al inglés de la plaza de Wenceslao. La cola para conseguir un billete en uno de los trenes de su organización que salían para Londres era una culebra multicolor que reptaba hasta perderse detrás de dos esquinas. Nicholas Winton me había parecido un hombre demasiado joven y nervioso. Pero, de un modo u otro, había conseguido vencer la resistencia de los políticos conservadores de su Gobierno que finalmente permitieron la entrada de los asustadísimos niños. El Congreso de los Estados Unidos ya había rechazado antes participar en la iniciativa, negándose a admitir a ningún refugiado checo, ni siquiera aunque la mayoría de los elegidos no había cumplido aún los siete años. Al mirarlo dentro, sentí el coraje y la fuerza que lo habían llevado a ponerse de ese lado. Y el agente de bolsa reconvertido en redentor ya había conseguido sacar de Praga seis trenes llenos de niños con destino a Londres.

Los únicos requisitos eran ser judío, tener menos de diecisiete años y cincuenta libras esterlinas, que Katerina había conseguido, sin recurrir a los ahorros, vendiéndole a Erik el sitar regalo de la raní. El alemán llevaba mucho tiempo prendado de ese instrumento y su esposa era, como Katerina, una enamorada de la música. Y le había dado el dinero a mi madrebís sin parar de llorar. Winton admitió en el último momento a Daniella entre los elegidos; la recomendación por escrito de Asúa no le había resultado suficiente para descartar a otro niño a dedo y solo cuando una madre indecisa se echó para atrás y decidió sacar a su propio hijo de esa lista macabra, decidió el inglés asignarle su puesto.

—No vamos a llorar, Fernando. La recuperaremos, ¿me oyes? Ni una sola lágrima más. Lo has hecho muy bien, cariño. Ella no te ha visto triste, se ha ido pensando que nos volverá a ver en muy poco tiempo, con su libreta bajo el brazo, para apuntar todo lo que le pase y que no se le olvide luego contarnos nada. ¡No vamos a llorar!

Fernando detuvo el coche delante del zaguán y se quedó inmóvil mirando a Katerina, que le puso las manos en las mejillas y lo miró fijamente.

—La recuperaremos, ¿me oyes?

Gabriel se bajó el primero y se metió rápidamente en casa. Esperé a que mis padres de este mundo se apearan también y entonces me abracé a mi madre y echamos a andar hacia la puerta. Fernando nos seguía unos pasos por detrás. Llevaba la cabeza gacha y se frotaba las manos sin cesar. En el vestíbulo, me detuve delante de ellos.

—Volveréis a estar con ella pronto. Daniella se reunirá con vosotros de nuevo. Y todo esto terminará.

Katerina apretó con fuerza mi mano, pero no me contestó. Entramos en el salón. No quería llorar, pero estaba a punto de hacerlo.

—No te sientes, Fernando, acompáñame a dar un paseo, por favor. Hace una tarde muy fresca para ser agosto, no puedo quedarme aquí, necesito que me dé el aire y tú también, amor mío. Ponte una ropa más cómoda y salgamos a caminar. Vamos a Riegrovy Sadi, en esta época siempre es un lugar muy agradable. Nos vendrá bien.

Él levantó los ojos. La sonrisa afectuosa de su esposa lo reconfortó. ¿Cómo era capaz de llevarlo todo por dentro? ¿Cómo podía no dejarse ir y estallar como a él le gustaría hacer en ese preciso instante? Por eso, además, la quería tanto. Ella lo sostendría y le haría superar esa horrible agonía. Conseguiría que, poco a poco, le doliera menos. Katerina se volvió entonces hacia mí.

—Y tú haz el favor de cambiar esa cara. Ya te he dicho mil veces que no tienes la culpa de nada. Tienes que dejar de creer que todo lo que sucede en el universo es por culpa tuya. Si fuera así, estoy segura de que no habría ocurrido nada de esto. Así que no quiero tener que repetírtelo, ¿entendido?

Asentí. Pero no pude evitar un retortijón de angustia. Sabía agria, a nuez moscada y a clavo; se me había anclado al paladar y no era capaz de arrancarla de allí ni a base de magia, ni de rezos ni de mejunjes. Solo las palabras de Katerina conseguían, a veces y durante un rato, disolverla un poco. Me acerqué a ellos y los abracé. El dolor aminoraba si las personas que te amaban se quedaban con un poco del tuyo para ellos, luego te podían traspasar a ti también un poco del suyo; en el camino de esa transferencia maravillosa de afectos, algo se iba perdiendo y, al final, el duelo se había hecho más y más pequeño. Los besos y los abrazos agilizaban ese proceso.

Los acompañé a la puerta y los observé alejándose a paso rápido. El camino hasta el parque estaba lleno de tilos y castaños que ahora se encontrarían repletos de pájaros cuidando de sus nidos. El aire olía a geranios y a petunias. Volví a entrar en casa. ¿Dónde estaría ahora Daniella? ¿Se sentiría muy sola? ¿Tendría miedo? Era una niña muy lista y fuerte. Yo tenía la certeza de que sabría gustar a esa familia que la esperaba. Katerina creía que la habían elegido porque tocaba el violín, como todos en mi casa; ella conseguía insuflarnos siempre sus pasiones, pero jamás sus miedos. Yo había observado a Daniella sin apartar ni un instante la vista de ella mientras se subía al tren, con su pequeño maletín azul con lazos de cuadros rojos y dorados con los que Katerina había adornado las esquinas para que lo reconociera sin duda al llegar a su destino. También la había ayudado a meter en él todo lo que debía llevarse, lo que más le gustaba: su camisón de florecitas rosáceas y pequeños topos; su falda preferida, la que había elegido con ella para su cumpleaños; una foto de todos merendando en el jardín que había tomado Erik el jardinero en el último cumpleaños de Gabriel. Y por supuesto, sus muñecas de tela más bonitas, Lili y Kati, y su oso de peluche, de felpa oscura y ojos bordados, que aunque empezaba a deshilacharse, era su preferido; por algo le había puesto el nombre de su hermano. Entré en su cuarto y acaricié su cama; tomé la marioneta de bruja que ella había dejado a duras penas, solo cuando Katerina le prometió llevársela cuando fueran a buscarla; y cerré los ojos.

—Aprenderás a hablar inglés muy bien, ya lo verás, para que luego nos lo enseñes a todos.

Katerina le había asegurado eso mientras la niña salía de la habitación cogida de su mano y entonces tuve que ocupar su lugar porque me di cuenta de que mi madre de este mundo estaba a punto de echarse a llorar. Sin embargo, ella volvió enseguida con la mejor tarta de chocolate que habíamos probado en toda nuestra vida, la última que tomamos juntos, antes de ir a acompañar a la estación a Daniella. Cuando la señorita del Comité Británico para los Refugiados de Checoslovaquia, tan distante como eficaz, comprobó que ella aparecía en la lista con los nombres de los más de cien niños que habían sido admitidos para viajar en el tren de ese día, Katerina sintió alivio, Fernando tristeza, yo ahogo y Gabriel furia. La materia de la que cada uno estaba hecho siempre afloraba a través de los sentimientos. Y nosotros éramos tan diferentes que lo único que teníamos en común era el amor que sentíamos los unos por los otros.

Salí del cuarto, no había conseguido visualizar a la pequeña. ¿Para qué me servía ser bruja? Cuando más lo deseaba, no siempre podía servirme de ese poder extraño que iba y venía según su propia voluntad. Cuánto habría querido ser capaz de averiguar cómo se encontraba mi hermana, enviarle mi cariño, mi fuerza, incluso aparecerme en sus sueños. Quizás, para eso, debería estar ya muerta. O no querer servirme de mi magia para mí misma. Salí de la habitación y subí las escaleras.

Gabriel había instalado desde hacía años su dormitorio en la buhardilla, el lugar más apartado de mí. Era un cuarto pequeño, con varios tragaluces de colores y una ventana estrecha y alta que abarcaba desde el suelo al tejadillo. La luminosidad del atardecer rebotaba sobre la pared donde se encontraban la mesilla y la cama, con su cabecero de madera clara en el que llamaban la atención los grabados tan poco masculinos: pequeños grupos de flores del plumbago, pintadas en blanco y añil. Encima de ella pendía una bandera de Checoslovaquia y, a su lado, una ilustración de Lada protagonizada por el buen soldado Svekj.

Miré dentro en busca de Gabriel, pero no logré encontrarlo. No estaba sentado ante el escritorio ni tampoco al otro lado. Empujé la puerta despacio y me dirigí hacia la ventana; desde allí se divisaba el vasto jardín que rodeaba las casas de Vinohrady; también el Castillo y algunas de las cien torres. Por esas vistas, era el lugar más bonito de la casa, aunque mi hermano no lo había elegido por eso. Entonces sentí que alguien me miraba y giré la cabeza. Gabriel estaba a mi espalda. Entre las manos daba vueltas a una muñeca de trapo.

—Te he asustado. Lo siento. ¿Qué has venido a buscar aquí? —me preguntó mientras dejaba la muñeca sobre su mesilla.

—¿Por qué me hablas así?

—Prefiero estar solo, Lila. No me apetece hablar. Vete, por favor.

—No me llames por ese nombre.

—Así te llamas.

—Hace tanto tiempo que dejé de llamarme así que no entiendo por qué insistes. Sabes que les harás daño si me llamas con ese nombre.

—Tú no eres mi hermana. Yo no quiero que seas mi hermana. ¿Es que no lo entiendes? Yo cuidaría siempre de ti. Yo te protegería. ¿De verdad no lo sabes? Tú no serás nunca mi hermana.

—No puedes seguir con ese empeño. También me haces daño a mí. No puedo ser otra cosa para ti más que tu hermana. ¿Es que no vas a darte por vencido? No quiero que te pase nada malo.

—¿Cómo puedes seguir creyendo en eso, Lila? ¿De verdad sigues creyendo que la maldición de tu abuela va a matarme o solo es una excusa porque no quieres saber nada de mí? Dímelo. Serías muy cruel si no me lo dijeras. Porque eso no son más que supersticiones, de otro lugar y de otro tiempo. Déjame que te lo demuestre.

—¿Cómo?

—Ven.

—No.

Gabriel se acercó a mí. Me puso las dos manos en las mejillas. Bajé la vista.

—Mírame, Lila. Por favor.

—No puedo.

—Mírame. No va a pasarme nada. Tu maldita maldición solo dice que me moriré si tú te enamoras de mí, no si yo me enamoro de ti. Yo ya estoy enamorado de ti, desde siempre. He vivido hipnotizado por ti, esperándote. Y sigo vivo. Y tú no vas a enamorarte de mí solo por mirarme. Mírame. No voy a caerme muerto. Yo solo quiero cuidarte, Lila, solo eso. Es lo que he querido siempre.

Alcé los ojos. Él acercó su boca a la mía. No me retiré. Dejé que volviera a besarme. No había conseguido olvidar aquel primer beso robado de hacía muchos años. Aunque ya había adquirido un dominio de mí misma tan riguroso que me bastaba desearlo para pensar en otra cosa. Para no sentir nada. Pero me dejé hacer. Deseaba con toda mi alma saberme amada. ¿Lo quería de ese modo? No era capaz de distinguir si Gabriel me inspiraba algo diferente de lo que sentía por Rahul. ¿Había conseguido de verdad amaestrar mis sentimientos? Deseaba que él me besara; si yo no lo amaba, no le pasaría nada. No podía pasar nada. La magia de Neeja no podía ser tan poderosa.

Yo debía dominarla.

Dejé que Gabriel me abriera la boca con su lengua, dejé que sus labios mordisquearan los míos y se enredaran en mi boca. Dejé que deslizara una mano desde mi cuello a mi pecho y me lo acariciara con timidez pero con deseo. Y me estremecí, pero nada en mí cambió. No supe si eso sería amor o solo una sensación diferente y placentera, de cosquillas en el alma. Respondí al beso y lo abracé, él empezó a desabrocharme los botones de la camisa. Le sujeté las manos.

—No sigas. Gabriel, eres mi hermano. Fernando sufrirá si seguimos con esto. No quiero hacerle más daño. No quiero hacerte daño a ti.

—No lo entiendo, Lila. Me pides que renuncie a lo que siento. Pero yo sí sé que tú no eres mi hermana. No lo eres. Dime que no has sentido nada, dime que no te gustaría que siguiera y no me acercaré nunca más. Me iré, te juro que si me dices que no deseas que continúe, no tendrás que volver a verme jamás.

Me aparté de él. Cerré los ojos, que se volvieron noche y bruma; respiré hondo y sentí cómo el aire me purificaba; me puse las manos un instante sobre la mancha clara sobre mi vientre, que me había convertido en hechicera por una excepción a las reglas eternas del Universo, y me sentí tan fuerte como todas las brujas de la luna plateada. Entonces, mi cuerpo se volvió de fuego. Comencé a desabrocharme el resto de los botones de la blusa, me la quité y la dejé sobre la silla, cerca de la cama; me bajé la falda y la puse a su lado, la combinación resbaló despacio. Volví a colocarme frente a Gabriel, me retiré los tirantes del sostén y lo dejé caer. Con los ojos fijos en su rostro, me bajé las bragas, avancé dos pasos hasta rozar su cuerpo desnudo contra el mío y le dejé aspirar el intenso aroma del deseo. Entonces le tomé las manos, las coloqué sobre mis pechos y le permití que su lengua, sus labios y sus dedos me descubrieran por fin el sabor, el aliento y la sustancia de los que estaba hecha.

Mientras, detrás de la puerta, apostado en el recibidor de la escalera, callado como la muerte y sibilino como la vida, alguien nos acechaba. No había conseguido irse de Praga. Había llegado incluso a organizar su partida y el viaje de vuelta a España aunque ni siquiera había aparecido en la estación para tomar el tren. Hasta ese momento se había conformado con obedecerme y se había mantenido alejado lo bastante de mí como para que no pudiera descubrirlo espiándome, pero ese día, al conocer cuál había sido el destino de Daniella, presintió mi vulnerabilidad y había necesitado estar más cerca. Para consolarme, para olerme, para desnudarme, para someterme. Y otro se le había adelantado. Ese demonio asura espió entonces con avidez nuestras caricias y nuestros besos y la energía que nuestra conexión transformaba; y observó a Gabriel llevándome hasta la cama, recostándome y poniéndose sobre mí; y acechó con codicia la lluvia, los rayos y el crepúsculo de mis labios, de mis ojos y de mi cuerpo cuando ese otro hombre me acarició hasta hacerme sentir su esencia; y maldijo el placer de ambos y envidió nuestra unión. Y solo cuando supo que la hindú le susurraba a su amante que debían levantarse, consiguió dejar de mirarnos y salió de la casa con tanto sigilo como el que había demostrado al entrar, como las comadrejas acechaban fuera los nidos bajos de los estorninos. Y ese ser, que sabía quién era yo y conocía bien las puertas al otro lado, se alejó entonces con la misma ansia de que llegara su momento con el que los diablos esperan en la eternidad a las almas de los mortales que les deben algo, sintiendo en lo más hondo de sí mismo una intensa furia. Porque las naturalezas demoníacas, de alma inmadura y espíritu perverso que viven atrapadas en el abismo de esa oscuridad ciega a la que toda persona enemiga de su alma termina yendo son capaces tan solo de experimentar odio y de causar dolor a aquellos que no sienten como ellos.

Yo tenía las mejillas encendidas, me había sentado al borde de la cama para vestirme e irme de allí antes de que llegaran nuestros padres, como si no hubiera pasado nada. La ventana estaba abierta y un soplo de aire nos llevó las voces deshilachadas de otros amantes. También sus roces, disgregados ya en el tiempo y en su recuerdo. Me puse las bragas y comencé a subirme las medias. Gabriel se abrazó a mí por la espalda y me besó cien veces, en la nuca, en el pelo y en los hombros. La euforia le dibujó una sonrisa y le encendió la mirada como semillas de granada.

—No me dejes, no te vayas. No quiero que esto termine. Quedémonos aquí para siempre, Lila, por favor. Cerraremos la puerta y nadie sabrá que vivimos en el desván, bajaremos a comer de noche y te amaré como hoy cada hora de tu vida.

Me di la vuelta y lo besé en los labios. Sentí por él una ternura infinita. Le puse las dos manos sobre su rostro y le acaricié despacio. Mis dedos lo reconocieron. Lo besé de nuevo.

—Sabes que no podemos hacer eso. No sé ni cómo voy a mirar a Fernando a la cara. Tienes que prometerme que no le dirás nada a él ni a Katerina o no volveré a hablarte nunca. ¿Me oyes? No quiero hacerles daño.

Gabriel frunció el ceño. Me acarició un pecho desnudo. Le sostuve la mano.

—Dime que me has oído y que vas a pensar en ellos. Ya se me ocurrirá algo pero, mientras lo pienso, sigues siendo mi hermano. No me hagas más caso del que siempre me has hecho y no sospecharán. Lo único que le faltaba ahora a Fernando es esto. —Le di un pellizco en la pierna—. ¡Dime que vas a obedecerme!

Salté de la cama y seguí vistiéndome. Él se levantó también y se colocó a mi lado. La alfombra le pareció más suave que nunca y la habitación, más grande y luminosa.

—Pues claro, ¿es que crees que no sé cómo está mi padre? No soy tan cabrón. Pero llevo años esperándote, me gustaría repetir mil veces lo que ha pasado. También me gustaría oírte decir que me quieres. Dímelo, Lila.

—No puedo, Gabriel. Sabes que no puedo. No puedes ir contra las leyes del Universo. Nunca te diré que te amo. Acéptalo o déjame ir.

Se giró hacia la puerta, había oído a sus padres entrando en la cocina; volvió a mirarme y me dio un beso rápido en los labios antes de subirse los pantalones de sopetón. Terminamos de vestirnos a toda prisa. Él se sentó ante el escritorio y abrió un libro mientras yo bajé de puntillas a mi cuarto, me volví a desnudar y me metí en el baño. El agua caliente cayendo sobre mi cuerpo me desveló nítidas, por primera vez, las huellas de la vida. Y en esa intensa felicidad inmediata me olvidé de mi pasado en Jaipur, del mantra de Asha para salvar a quien empezara a amar, de la maldición de Neeja, de Rahul, de Lenka, de Armando, de la esmeralda, de mi miedo a vivir y a morir, y hasta, durante unos instantes deliciosos, de mi pequeña hermana que estaba ya tan lejos, al otro lado de un receloso mar y bajo el mismo cielo infinito.