El andén número 2

Katerina no quería salir de casa. Rehuía hacerlo desde que Fernando había escondido la cajita de música. Estaba convencida de que en ella seguía guardada la esmeralda, incluso en el viaje de vuelta de la India había estado allí, metida en uno de sus compartimentos secretos, ¿quién podría imaginar que un artilugio como ese escondiera una joya parecida? A su lado, en el cofrecito de nácar en el que se la dio su abuela Milena, estaba la pulsera de granate checo, oro y diamantes. Ambas alhajas eran lo único que habían decidido sacar de la lista que Erik tenía que confeccionar, aunque el hombre lo había pospuesto algún tiempo más: no se encontraba con cuerpo para hacer recuento de algo que no era suyo. Esos objetos habían sido testigos de la vida entera de sus dueños, de sus ilusiones, de sus fracasos y sus éxitos. Él no quería ser partícipe de algo así, por mucho que otros lo estuvieran haciendo en las casas de todos los judíos que conocía. Había que valer para eso y él no valía, ni mucho menos. Katerina, sin que Fernando la viera para que nada consiguiera removerle la ausencia de recuerdos, había guardado también las joyas de mi abuela Asha, las escondió cuando me trajeron a Praga y desconocía si tendrían algún valor, pero estaba segura de que lo tenían para mí. El sitar que le regaló la raní permanecía colgado en la habitación del piano; a los ojos de los demás, no parecía valioso.

Y ella no quería dejar sola la casa porque tenía miedo de que alguien entrara cuando no hubiera nadie y encontrase el escondrijo. En cuanto franqueaba la puerta y se veía en el jardín, le ascendía una náusea desde el estómago y solo se deshacía de la angustia si volvía a entrar. Qué estúpida se sentía al ser consciente de ese temor extraño, ¡ni que pudiera impedir que se llevaran lo que quisieran si a alguien se le ocurría colarse mientras ella estuviera presente! Pero los miedos son a veces irracionales, surgen de alguna parte muy escondida del alma o del corazón.

Sin embargo, se le había terminado el azúcar y quería prepararle a Daniella una tarta para celebrar su cumpleaños. Tan solo faltaban un par de días para su gran día. No podía posponerlo más. El pastel preferido de mi hermana era uno relleno de nata con cobertura de chocolate negro. Pero si además le ponía alguna figurita especial, que solía buscar días antes para ella en los puestos de marionetas y juguetes de madera del mercadillo de la calle Havelská, la pequeña lo agradecía con miles de besos sonoros para Katerina y con esa sonrisa limpia que los niños regalan mientras son muy pequeños. Así que esa mañana tomó la decisión de acercarse hasta el mercado. De mi mano para no caerse con los ojos cerrados, la acompañé hasta que salimos del jardín y luego me quedé cuidando de Daniella. Mi madrebís se subió al tranvía frente a la cervecería Las tres perdices, muy cerca de nuestra casa, y después de siete paradas llegó a su destino, en el Josefov. Allí, en una tiendecita al lado de la sinagoga Pynkas, vendían el mejor chocolate de toda Praga, traído de Suiza. Su rótulo dorado ya lo avisaba: «Donde el chocolate es nuestro mayor placer y el tuyo». Katerina intentó no mirar a los soldados que, de cuatro en cuatro, mariposeaban por cada rincón, incluso dentro de la tienda, pero la vista se le iba detrás de sus fusiles y sus caras de niños. La mayoría fumaban y sus pitillos encendidos les resbalaban por la comisura de los labios. La expresión macabra de indiferencia de casi todos era lo peor de esos hombres que habían irrumpido en la intimidad de los moradores legítimos de la ciudad. El tendero la atendió como siempre en los últimos tiempos, con la sonrisa de satisfacción que se le escapaba cuando una clienta volvía a buscar algún producto que él aún podía ofrecerle.

Pero algo esencial de todos aquellos con quienes mi madre de este mundo se encontraba desde que los alemanes se habían adueñado de lo ajeno había cambiado: los saludos no eran los mismos, los gestos se habían endurecido, las miradas se desviaban a menudo y se detenían, un instante cada vez, en aquellos que no debían estar allí. Era esa una sensación compartida de violación de un espacio y un tiempo propios, de sacrilegio de lo legítimo, que al salir de la tienda le hacía sentir al tendero como a alguien muy próximo, uno de los suyos, de los que sí tenían derecho a estar.

Katerina vio llegar el tranvía al otro lado de la calle y se dispuso a correr para no perderlo, pero entonces creyó reconocer a una pareja que caminaba despacio dos o tres portales más allá: sí, eran los Stein, los padres de Ada, una de las mejores amigas de Daniella en el colegio; el pelo largo y blanquísimo del padre lo diferenciaba entre el resto de los mortales e incluso de los eternos. Katerina cruzó la calzada sin mirar y la sobresaltó el claxon estrepitoso de un Mercedes negro que pasó cerca. El soldado que lo conducía no había disminuido la velocidad de la marcha, pero nadie levantó la cabeza para recriminárselo al menos con el gesto. Al acercarse más a la pareja, mi madrebís se dio cuenta de que la mujer estaba llorando. Siempre le había parecido menuda y delicada, pero entonces la encontró casi infantil, con los mofletes enrojecidos y los agujeros de la nariz y los labios mojados. Katerina no pudo remediar acariciarle la mejilla antes de hablarle.

—Pero, mujer, ¿qué puede pasar tan grave como para que te encuentre así?

Shosha se abrazó a su marido y su llanto se hizo más estridente. Él esbozó una medio sonrisa que no encajaba con los gemidos que su esposa estaba profiriendo sobre su pecho. Ella se apartó y se refugió en los brazos de Katerina.

—No puedes imaginarte, de verdad… —balbuceó la mujer sobre el pecho de mi madre—. Es horrible. Lo que he hecho es lo más horrible. Pero ya me calmo. Ya, ya…, ya está.

—Pero, Shosha, ¿qué ha sucedido? ¿Qué te ha ocurrido para que llores así?

La mujer volvió a abrazarse a ella y siguió gimiendo. Su marido la cogió por el brazo y se acercó un poco a Katerina. La voz le salió como el sonido del cristal mojado al deslizar por él un dedo. Él también tenía dos surcos negros alrededor de los ojos irritados. Pero se mostró algo más sereno.

—Es Ada. Acabamos de dejarla en la estación. Ha tomado el tren para hacer el viaje hasta Londres.

—¿Vuestra hija? ¿Se ha ido con algún familiar? Pero, mujer, no te preocupes, que estará bien. A los niños les encanta hacer cosas nuevas. Verás qué pronto la vuelves a tener contigo.

Shosha dio un grito y se volvió a sonar la nariz, pero esta vez el pañuelo no impidió que el sonido retumbara. Su marido siguió hablando mientras volvía a cobijarla bajo un brazo.

—No, no es eso, Katerina. Se va a vivir con una familia de acogida en Reino Unido. Solo mientras dure esto. Nosotros no podíamos irnos y mi hermano nos avisó de que alguien había creado una organización para sacar niños judíos de aquí. Es el Comité Británico para los Refugiados de Checoslovaquia. También han mandado para allá a mi sobrino. Se han ido juntos, en el mismo tren. El hombre que lo dirige se llama Nicholas Winton y es agente de bolsa. Se ha llevado ya varios trenes de niños judíos a su país. Les consigue el visado y el permiso para quedarse allí, y les busca familias que los acogen en su casa mientras aquí se arreglan las cosas. Además, consigue donaciones para ayudar con los gastos, para pagar el viaje en tren y la búsqueda. Es un santo. Ha empapelado de anuncios los diarios de su país, las iglesias y las sinagogas para pedir ayuda, y los ingleses, gracias a Dios, han respondido.

—Pero ella no es su hija, ella es nuestra hija, por Dios, no digas eso, Karl. —Shosha parecía a punto de desmayarse—. Creímos que era lo mejor para ella, nosotros podremos sobrevivir, pero ella, tan pequeña, lo tendrá mucho más difícil. Supongo que vosotros os iréis pronto, ¿no? Todos los que pueden se están yendo, nosotros nos quedamos porque no tenemos más remedio. Ojalá hubiéramos podido irnos con ella, mi pequeña, mi pequeña niña…

Shosha y su marido se abrazaron. Katerina se sobrecogió más incluso al ver las lágrimas de él. Sintió un intenso deseo de irse. Se le había encogido el pecho y apenas fue capaz de pronunciar unas palabras de ánimo al dejar en el suelo la bolsa de cartón con el chocolate y abrazarlos para despedirse.

Ya en el tranvía, desde la ventana, los vio entrar cogidos de la mano en la sinagoga, buscando consuelo justo en aquello que los había forzado a separarse de lo que más querían. Katerina no era capaz ni de recordar lo que les había dicho. No podía razonar con claridad, su pensamiento saltaba de un lado a otro como en un rickshaw lanzado por un precipicio. ¿Cómo habían sido capaces de dejar que su hija se fuera a vivir con unos desconocidos? ¿Cómo podía nadie desprenderse de su tesoro más valioso? Sin embargo, ya antes de que el tranvía llegara a su parada, en la calle Korunní, junto a la sombrerería El ala azul, mi madre de este mundo ya había intuido cuál podía ser el motivo, el único, que obligaría a alguien a dejarse morir así: esa razón era el amor. Sí, el amor era la única motivación plausible para ponerse del lado de los que huían o de los que se resignaban o de los que se rendían.

En cuanto llegó a casa, Katerina se fue derecha a la estatua del jardín. Dejó la bolsa a sus pies y, en el pedestal que la sostenía, retiró con dificultad la losa que tapaba el orificio. Pesaba mucho aunque ella apenas se dio cuenta. Las dos cajas seguían allí, envueltas en varias capas de papel de periódico. Abrió el cofrecito y comprobó que contenía la pulsera. Entonces sintió que algo no era como debía. En un impulso, tomó la otra caja. El corazón le latía deprisa, sonaba igual que las bombas de los buques de vapor que recorrían el Moldava navegando a toda máquina contracorriente. En unos instantes, sus sospechas se confirmaron: la esmeralda había desaparecido, no estaba en el compartimento secreto, el que se abría al dar solo tres vueltas y cuarto a la llave que ponía en funcionamiento el mecanismo para que sonara el carillón. La música se burló de ella con su belleza mecánica. Las lágrimas comenzaron a resbalarle por el rostro, pero siguió examinando el resto de compartimentos del regalo de Burbujas con frenesí, hasta que se dio por vencida. Metió de nuevo la pulsera en el cofre y envolvió las dos cajas, lo dejó todo donde estaba, encajó la losa y pasó dentro. Buscó la bombonera donde guardaba las fotografías que había reunido desde que Fernando, al nacer Daniella, le había regalado una fabulosa cámara Leica con doble objetivo; se sentó en el sillón de la galería; y empezó a mirarlas. En ella podía haber reunidas quizá cientos de fotos de mi hermanabís, también mías y de Gabriel. En esas imágenes había quedado capturada, para siempre, una gran parte de su vida. Muchos de los instantes más felices. Su existencia.

Así la encontré yo horas después sentada casi inmóvil, acariciando en una fotografía el óvalo del rostro de Daniella con dos dedos, cuando llegué de recoger a la niña de la escuela.

—Daniella, por favor, sube a tu cuarto y quítate los zapatos, luego buscas la muñeca del pelo oscuro, la de madera; echas mucho jabón en la bañera; la llenas con agua muy caliente y te metes allí con ella, a jugar un buen rato con las burbujitas, ¿quieres?

La niña me observó con un gesto de inmensa alegría y a la vez de extrañeza, y me obedeció como casi nunca hacía; ni siquiera había visto a su madre, acurrucada sobre el sillón cerca de la ventana. Entonces me acerqué a Katerina y le besé las manos y las mejillas. Olían a bebida de anises y miel. Pero su frialdad me heló los labios.

—Tuve que hacerlo, Katerina. Tienes que creerme.

Ella me miró a los ojos. Pude ver su dolor y su miedo; también su inabarcable angustia. Su rostro, tan hermoso aún, se veía cansado. La vida agotaba. La piel se había reblandecido y las arruguillas de los ojos se le habían marcado como heridas abiertas. Sus ojos grises temblaban.

—Explícamelo, no puedo entenderlo. Por favor, explícamelo, Lila.

—Te juro que no me quedó otro remedio. Habría sido mucho peor si hubiera seguido aquí.

—Y yo tengo que creerte, sin más. No sabes lo que has hecho. Sin la esmeralda, ya no tenemos ninguna opción. Tendremos que quedarnos en Praga. ¿Eres capaz de ver el más allá pero no sabes lo que está pasando delante de tus narices?

—Si la esmeralda hubiera seguido en esta casa, algo horrible habría sucedido. Créeme. Lo hice con la mejor intención, Katerina, te lo prometo. Si me equivoqué, lo hice pensando que esa era la mejor elección, el mejor camino. Siempre hay otros, pero yo opté por ese. Seguí el consejo de Asha. Ella nunca se equivocaba. Yo… —Empecé a llorar, tantas cosas habían cambiado desde que había vivido al cobijo de su magia que no era capaz de seguir defendiéndome. Pero quería tanto a esa mujer que habría dado mi vida por ella—. Por favor, debes creerme cuando te digo que jamás he hecho algo para dañaros, Katerina, ni jamás lo haré. Tú lo sabes, dime que lo sabes. Si me equivoqué, haré todo lo posible para enmendarlo. Lo que me pidas.

Katerina se tapó los ojos. Sollozaba sin emitir ningún sonido. Me senté a su lado y la abracé. Mi madre de este mundo recostó la cabeza en mi pecho y siguió llorando como la niña que ve al gorrión estrellarse contra el suelo y no pudo evitar que se cayera de su nido, sintiéndose perdida cuando debería haber sido ella quien guiara a los demás. Ambas nos quedamos así hasta que llegó Fernando y yo empecé a contarle lo que había hecho con la esmeralda. Él me dejó hablar y, cuando hube terminado, se abrazó a mí y a mi madre de este mundo y se quedó apoyado en nosotras, sin hablar, hasta que las luces del atardecer se tornaron estrellas que amenazaron con llegar a convertirse en fugaces.

Al día siguiente, tras otra noche más de insomnio y vueltas y vueltas sobre sí mismo, Fernando se levantó temprano, se vistió en silencio, buscó bajo la estatua del jardín la pulsera de la abuela Milena y, sin tomar siquiera un café, ni afeitarse o cambiarse de ropa ni despedirse, salió de casa. Atravesó calles que no vio y se cruzó con hombres y mujeres a quienes solo esquivó. Y no pudo llegar a arrepentirse de haberse puesto en marcha de esa guisa porque, cuando por fin llegó a su destino, enseguida reparó en que también el resto de la gente había cambiado. Se veían desaliñados, con las ropas desgastadas y el pelo grasiento; hasta las mujeres con los sombreros o los abrigos más peripuestos parecían llevar debajo vestidos pasados de moda o remendados. Quizás siempre había sido así, quizás las personas con las que se encontraba en la botica, en el mercado o en el embarcadero nunca habían sido de otro modo y solo había cambiado su manera de mirarlos. Los únicos que no le producían esa sensación de dejadez y desesperanza eran los soldados: andaban con paso firme, impolutos, altivos y hasta elegantes incluso con su vestimenta de campaña y sus cascos en otro escenario grotescos.

Fernando se dio cuenta entonces de cuánto echaba de menos su ciudad de siempre y a sus vecinos: sus calles engalanadas y repletas de gente para celebrar su ansiada independencia, no hacía tantos años; la insigne ceremonia junto al antiguo puente de cadenas que se llamó De las Legiones en conmemoración de los legionarios checos fallecidos en la Gran Guerra, la que ahora, si nadie lo remediaba, se llegaría a llamar Primera Guerra Mundial porque existiría una segunda; los fastuosos bailes del palacio de Zofín, donde todos vestían como príncipes y reinas y danzaban al son de la fabulosa música de su Smetana, ahora vilipendiado; sus violines sonando en todos lados, sus marionetas de madera, sus dulces de piñones, moras y azúcar; sus incontables leyendas sobre el diablo, a quien los checos parecían amar a juzgar por la insistencia en encontrarlo en todas partes: el Lago del Diablo, el Paredón del Diablo, el Muro del Diablo, la Mano del Diablo; sus poetas… Antes, todo eso parecía tan solo una pincelada costumbrista y, sin darse cuenta, su ubicuidad le había llevado incluso a aborrecerlo. En ese instante era lo que los diferenciaba, un sello de identidad nacional que incluso él, extranjero casado con una checa, deseaba recuperar a toda costa. Un atisbo de sonrisa apareció en su rostro al recordar el «Hey, hey, hey» con que Katerina comenzaba a menudo los cuentos que relataba primero a Gabriel y Noa, y después a Daniella: la llamada de los fantasmas Heykal que poblaban los bosques checos, hombrecitos minúsculos con uñas de gato en los pies, ataviados con chaqueta, pantalón ancho y sombrero de copa. Si alguien respondía a su llamada, el Heykal se subía a la espalda del insensato y no había forma de librarse de su compañía. Qué placer extraño sentía ahora al recordar todo eso que otros intentaban borrar o destruir.

Cuando vio la casa de empeño, Fernando se detuvo en la acera de enfrente, justo a su altura. La cola para entrar daba la vuelta a la esquina. El edificio donde se encontraba el establecimiento era rosa y lujoso, recorrido por varias hileras de ventanas y balconadas. Dos blasones rojos colgaban a los lados del portalón al que llegaba la fila donde hombres y mujeres aguardaban en silencio, con la cabeza baja o mirando a la nada. La solemnidad del inmueble contrastaba con su expresión de angustia. Pero ahora eso ocurría a menudo: no era Praga ciudad para mendigos ni vencidos sino para emperadores y triunfos. Alguna mujer llevaba de la mano a un niño, que también callaba. Fernando tuvo un extraño presentimiento: se detuvo a observar antes de cruzar y colocarse detrás del último para guardar su turno. Dos mujeres salieron de la tienda y se dirigieron hacia donde él esperaba. Una de ellas lloraba mientras la otra llevaba la mano puesta sobre su hombro. Fernando tuvo la sensación de que, si la hubiera soltado, se habría caído al suelo. Ambas cubrían su cabeza con un pañuelo oscuro de felpa; por debajo, sus ojos claros resaltaban rodeados de rodales pálidos. Cuando ambas estuvieron lo bastante cerca, mi padrebís puso mucho interés en escuchar lo que una le decía a la otra, casi gritando, entre grandes aspavientos.

—No puedo creerlo, si lo hubiera sabido, jamás habría venido. ¿Qué haremos ahora, dime, qué podemos hacer? Sin dinero y sin las joyas. Estos desgraciados se lo quieren quedar todo. ¡Pues claro que era mío!, ¡de mi difunta madre! El oro de toda una vida, maldita sea, el oro de toda su vida perdido, regalado por nada porque no tengo papeles que lo demuestren. ¿Y quién los tiene? ¡Malditos sean!, Roxana, ¡malditos sean ellos y todos los suyos!

Mi padre no quiso escuchar más. Sin llamar la atención de los dos soldados apostados en la puerta de la casa de empeños, se giró y echó a andar de vuelta a nuestro barrio. En su mano, todo el tiempo, la pulsera colgaba entre sus dedos; al depositarla otra vez en su pequeño cofre, vio la marca que le había dejado en la palma y fue consciente de que tampoco ahora recordaba ni el camino por el que había regresado ni si había deambulado por las calles o se había detenido para descansar. Todo eso se le había borrado de la memoria. Ya no importaba. Del mismo modo deseó borrar su presente y deshacerse de todo lo que ya no le gustaba en esa nueva vida espantosa en la que lo obligaban a habitar. Entonces se hizo una promesa: saldríamos de esta. Entró en casa, se quitó la chaqueta y se sentó en el mirador; Katerina llegó al salón en ese momento, llevaba esperándolo desde que le había escuchado cerrar la puerta e irse. Pero no le dijo nada, solo se acercó y le acarició el pelo mientras él miraba a través de los cristales, inmóvil y callado, a algún lugar al otro extremo de la ciudad, en el cielo enturbiado de azules y rojos en otro tiempo brillantes y ahora desdibujados que las nubes ensuciaban a lo lejos sobre la hermosa ciudad tomada de Praga.

Varias horas más tarde, en el salón de la sólida construcción en la que pasábamos la vida, Fernando marcó muy despacio el número de Asúa en Suiza. Confiaba en encontrarlo, aunque ignoraba cuántos días más permanecería allí después de las noticias que llegaban sobre España. Si no había llamado en cuanto desistió de intentar vender la pulsera, solo fue porque, en realidad, Fernando no quería escuchar. Sin dinero, estábamos perdidos. En metálico solo disponíamos de lo que Lucas había ofrecido a mis padres por el mapa y lo que habían guardado desde que Luis les advirtió de la gravedad de la situación, hacía ya casi un año. Las acciones habían bajado y, si intentaban venderlas, perderían casi todo lo que habían invertido. Katerina se colocó detrás de Fernando, Gabriel y yo nos sentamos a su lado. Daniella jugaba con su muñeca preferida sobre el sillón, le contaba que al día siguiente la invitaría a probar la famosa tarta de cumpleaños de su madre. El pitido sonó varias veces antes de que descolgaran. La operadora le pidió que esperara un momento para repetir la llamada a cobro revertido. Fernando aguardó y descolgó al primer timbre.

—No hemos conseguido el dinero, Luis. Solo hemos podido reunir una pequeña cantidad. Tenemos que quedarnos aquí; siento si te he molestado para nada. —Mi padre de este mundo apenas pudo terminar la frase.

—Pero eso no puede ser, tenemos que buscar alguna solución. Tenéis que salir de allí, ¿me oyes, Fernando? Yo ya casi he conseguido todos los visados para que vayáis a París; Pascua, el que era nuestro embajador allí, nos ha echado una mano. Ha habido un problema con el tuyo y el de Katerina, pero me han prometido que tardarán poco en tenerlos listos. Y por el dinero, bueno, de lo de los papeles y el tren yo me encargo, no te preocupes, solo intenta conseguir algo para manteneros aquí un tiempo. Solo para eso. Escúchame, va a haber una guerra en Europa, Alemania está preparando la invasión de Polonia, no tardará en entrar allí también con su ejército, podrían ser meses o solo semanas. ¡Tenéis que salir!, ¿me oyes? ¡Tenéis que salir ya!

—Pero eso no puede ser cierto. ¡Es una locura! —Los gritos de mi padre nos sobresaltaron.

—Debes hacerme caso. Otra cosa no he conseguido, pero el SII ha resultado ser un servicio extremadamente eficaz. A pesar de la falta de dinero, llegamos a controlar nueve países, incluido Alemania, y teníamos hasta un servicio de contraespionaje, mis agentes del «territorio rebelde». Siempre conocimos al milímetro sus movimientos. Por favor, hazme caso, Fernando. No puedes dudar de esa información, viene de Berlín, de las legaciones de América del Sur, de su Estado Mayor, también se han vigilado sus fábricas, los regimientos de Würtemberg y hasta la prensa alemana. Por favor, créeme y haz que todo esto sirva para algo ahora, ya que entonces todo lo que consiguieron esos magníficos hombres que pusieron en peligro sus vidas por sus ideales se perdió sin que nadie lo tomara en cuenta. Deberían haber usado todos esos informes en los foros internacionales, para defender a nuestro Gobierno desenmascarando a los italianos y los alemanes con datos reales y contrastados. Pero en España no se les dio importancia, tal vez hasta los guardaran en un cajón, y muchas veces ni llegaron a París y a Londres. No hagas tú lo mismo, Fernando. Por favor, por favor. Tenéis que salir de Checoslovaquia. Estas cosas no se pueden decir por teléfono, pero yo no he venido a Ginebra solo para ser el delegado permanente de la Sociedad de Naciones.

—¿Cuándo tendrás los papeles que faltan?

—A tiempo.

—¿Y cómo vas a hacérnoslos llegar?

—Uno de nuestros agentes del SII viajará dentro de dos semanas a Praga de regreso a su país, la fecha exacta ya te la diré, pero prepáralo todo para dentro de unos quince días más o menos. Me hará ese favor. Mucha gente sigue teniendo principios, sí, sigue habiendo gente buena. Yo os haré llegar también los billetes para el tren. Las fronteras aún están abiertas, pero los alemanes las cerrarán en cuanto entren en Polonia. Os avisaré cuando todo esté listo y os daré más instrucciones cuando él salga de Suiza.

—Muchas gracias, Luis, de verdad. No sé cómo agradecerte todo lo que estás haciendo por nosotros.

—Pues cómo me lo vas a agradecer, poniendo a salvo a tu familia, que todavía tenemos muchas cosas que hacer juntos, ¿o es que ya se te han olvidado las partidas de mus tan fabulosas que nos marcamos? Venga, que no se diga, Fernando, que esto es solo un tropiezo en el camino. Vais a salir de allí como me llamo Luis Jiménez de Asúa y, una vez fuera, paz y después gloria, amigo mío. Paz y después gloria.

Luis nos llamó a la semana: ya había conseguido todos los documentos necesarios para que los soldados alemanes nos permitieran subirnos a los trenes, con valija diplomática. Y le marcó a Fernando fecha y hora donde encontrarse con su agente. También nos avisó de que no debíamos llamar la atención y mucho menos decirle a nadie que nos íbamos. Mis padres ya habían preparado una carta de despedida para Erik. Menos mal que se había apiadado de nosotros; gracias a él pudimos llevarnos las joyas de Asha y la pulsera. En París, sería más fácil venderla y por mucho más dinero. Fernando me había perdonado enseguida por lo de la esmeralda y no habíamos vuelto a mencionarla. Aunque no sabía por qué, él seguía sin fiarse de esa piedra. Katerina era un alma brillante y no sabía guardar rencor. Y embalar una vida en tan solo unas cuantas maletas fue lo más difícil que Fernando había hecho jamás; antes, sus maletas siempre habían estado vacías. Mi madrebís, sin embargo, ya había empaquetado otra vez sus recuerdos, así que lo sobrellevó algo mejor. Daniella se divirtió mucho curioseando todos los preparativos, la casa desordenada y todas las cosas por medio; y, como le dijimos que nos íbamos de vacaciones, estaba nerviosa y feliz por la nueva aventura. Gabriel se dejaba llevar a condición de que fuera encabalgado en mi estela. Lo que resultaba inexplicable era cómo nadie en esa casa se había percatado aún de ello, de que Gabriel vivía siguiendo la estela de su hermana.

El día previsto para que Fernando se reuniera con el agente de Luis, él debía ir solo a la cervecería Las tres condenas; sentarse en la mesa del fondo, la que estaba pegada a la ventana desde la que se veía el río, y pedir al camarero tres cervezas y un Becherovka. Si todo iba bien, al poco rato, el agente se sentaría a su lado y se pondría a charlar con él como si se conocieran de toda la vida. Igual que en las películas que proyectaban en el Celetna Cinema, el hombre llevaría en una mano una bufanda de cuadros y una flor blanca, y en la otra una cartera de piel oscura. Al terminar su cerveza, Fernando debería irse con la cartera; en ella irían nuestros salvoconductos para atravesar las fronteras hasta llegar a Francia y los billetes para el tren. Nervioso pero con determinación, Fernando llegó pronto a su destino, entró y observó: en la sala solo había tres o cuatro clientes desperdigados y el camarero observando por la ventana. Ninguno se volvió a mirarlo. Él pidió las cuatro bebidas, se sentó donde debía y empezó a darle sorbitos a su pinta.

Al cabo de dos horas, el vaso ya estaba vacío y Fernando a punto de sufrir un ataque cardíaco o una hemiplejia. Esa era la única forma de huida que nos quedaba. Confiaba en Luis. Jamás nos abandonaría. Entonces yo entré en el establecimiento. Él tardó unos instantes en verme en la puerta. Me acerqué con paso firme y le ofrecí mi mano.

—Vamos, padre. Él no vendrá.

No me entendió. Quizás no quiso entenderme. Meneó la cabeza hacia los lados demasiado rápido.

—¿Qué has dicho? Repíteme lo que has dicho.

—Él no vendrá. Nadie vendrá a traernos nada. Vámonos a casa.

—Eso no puede ser, estás equivocada, Noa. Esperemos un poco más, tiene que venir. Sabe que necesitamos esos papeles. Sin ellos, no tenemos ninguna salida. Vendrá.

Intenté que no viera mi desesperación. Me abracé a él y le di un beso en la mejilla. Estaba enrojecida y caliente. Esperé unos instantes. Lo oí llorar. Seguí esperando, pero él no se movió. Lo agarré por los hombros y lo ayudé a levantarse. Apenas podía andar. Lo conduje hasta el taxi en el que había venido a buscarlo. No paró de llorar hasta que el conductor se detuvo frente a nuestro jardín.

En casa, Daniella jugaba con Gabriel y los dos se arrastraban sobre la alfombra. Katerina parecía observarlos, pero en realidad no los veía. Se sobresaltó al escuchar el ruido de la puerta de la calle cerrándose. Supe que ella también lo había averiguado ya. Su voz sonó en un susurro, monótona y desprovista de emoción, como una ola tras otra invadiendo las orillas de una playa inexplorada.

—Ha llamado Luis. Ha ocurrido algo terrible. Tirotearon la avioneta en la que viajaba su hombre con nuestros papeles. Hubo una filtración. Alguien sabía que en ella viajaba, además del agente, una valija de los franceses que espían a los alemanes. Todos los que iban en esa avioneta han muerto, al caer se incendió y nada ni nadie se ha salvado de las llamas. Luis me ha confirmado que Alemania invadirá también Polonia antes de un par de semanas y, cuando eso suceda, supondrá la declaración inmediata de guerra. No se podrá salir de Checoslovaquia y lo que vendrá después será otra guerra mundial, la Segunda Guerra Mundial. Él y María lo tenían todo listo para irse a Argentina en una semana, no hay tiempo para preparar más visados y hacérnoslos llegar ni pueden posponer más el viaje. Me ha dicho que saquemos a Daniella de aquí con el inglés, con Nicholas Winton. Luis lo conoce, intentará por todos los medios que la introduzca en el quinto tren para Londres, sale dentro de dos días. Ella es la más indefensa. En Londres estará a salvo. Pero se tendrá que ir sola, los británicos solo admiten a niños judíos menores de edad. Ni Noa ni Gabriel podrán acompañarla. Lloraba, Fernando, Luis estaba llorando mientras me hablaba.

—¿Y quieres hacer eso, Katerina? ¿De verdad quieres que ella se vaya sola a otro país con unas personas que no conoce?

Ella se levantó y tomó a Fernando de las manos. Su expresión cambió, se suavizó, aunque sus ojos se enturbiaron. Y le habló con mucha dulzura, como si algo en ella se hubiera apaciguado de repente, como si el aliento de la sabiduría de la vida la hubiera alcanzado y ya pudiera verlo todo y conocerlo todo. Como si estuviera llena de amor y no de odio.

—No me pidas que te lo explique, amor mío, pero siento que ya perdí una hija. Ella tenía entonces más o menos la edad de Daniella y en aquella ocasión no pude hacer nada por evitarlo. Ahora sí puedo. Y sí, lo haré. Daniella se irá a Londres en ese maldito tren y, cuando todo esto termine, de alguna manera la recuperaremos.