Soldados nazis y violines

En pocos meses, ya me había habituado a divisar por todas partes la esvástica de los dioses hindúes, la de la buena suerte y los buenos auspicios, que poblaba los muros de los templos en mis recuerdos. Si salía a la calle, las veía a cada instante, sobre todo en los brazaletes rojos que llevaban algunos soldados por encima de su impecable abrigo de tres cuartos negro con botones plateados. También en sus cascos y en sus estandartes, que ondeaban ya en todos los edificios oficiales de Praga, hasta en las dos ventanas en arco de las Torres Gemelas, en la iglesia de Tyn, altas y espigadas. El Teatro Nacional o el Ayuntamiento, en la plaza de la Ciudad Vieja, habían cambiado las representaciones de Smetana y las defenestraciones varias por los símbolos y la presencia de aquellos que iban a decidir los designios del país, los mismos que durante tanto tiempo lo habían dirigido ya antes, hacía siglos. El 15 de marzo, la Werhmatch había invadido Checoslovaquia con la excusa de detener las provocaciones insoportables de las tropas de asalto checas. Al entrar en el país en un ostentoso desfile de miles de soldados, carros de combate y coches Volkswagen, el canciller del Reich, Adolf Hitler, se detuvo en primer lugar ante el Castillo de la ciudad, orgullo de sus habitantes, y allí fue recibido por los vítores y las muestras de cariño y de alegría de la población alemana que vivía en Praga desde tiempos de Carlos III. En lo más hondo de su ser, en el germen de sus miserias y de sus miedos, todas las afrentas vividas desde que, hacía siglos, repoblaron las tierras de Moravia sin perder su identidad germana, se habían resarcido con el restañar ilusionista de las cadenas de los vehículos Panzer y el inexorable avance de las ruedas de las berlinesas sobre la tierra que ya era propia, por virtud de la ocupación de su fürher, cual caballeros espoleando a sus caballos al galope para luchar por su señor. El karma se restablecía y volvía a girar la rueda de la vida. Ahora los afrentados eran los vencedores y los ofensores, de nuevo los vencidos.

Desde que los soldados alemanes habían tomado las calles, al salir de las clases de la universidad, Mariana solía hacer un trecho del camino con Gabriel y conmigo para desviarse por el viejo Barrio Judío. Era su forma de protestar contra los invasores, pueril, pero para nosotros liberadora. En ocasiones, por recordar a Lenka y porque nadie podía prever cuánto tiempo más permanecería abierto, incluso entrábamos al cementerio. Las lápidas centenarias, a esas horas, cuando ya empezaba a cerrarse la noche y las farolas las alumbraban con luces miedosas, exhibían ante nosotros sus miles de rostros. Yo comenzaba siempre la visita por la tumba más antigua, de la misma época en que se construyó el templo de Chaumukha, el de las cuatro caras, de mármol y mil cuatrocientas cuarenta y cuatro columnas, todas distintas. Su losa era de cemento gris, cuadrada, simple, con inscripciones en un idioma que no comprendía. Pero yo la observaba callada y volvía a escuchar la historia que el espíritu del rabino Avigdor me susurraba o, quizás, que yo imaginaba. Durante más de tres siglos, ese lugar fue el único donde los judíos de la ciudad tuvieron permitido enterrar a sus muertos. Ya sabía por qué no los quemaban, las formas de querer estar junto a los suyos eran diferentes en todo el planeta, lo raro era que cada persona no hubiera ideado una diferente: unos los habrían conservado en formol, en una vasija de plata sobre la repisa de la chimenea; otros habrían enterrado sus cuerpos bajo el rosal más oloroso de su jardín; algunos habrían recogido las cenizas en que el fuego hubiera deshecho la materia y habrían esparcido su alma en el rincón más amado; y muchos más, como aquellos judíos perseguidos allí como los parias en la India, habrían aprendido a enterrarlos en tierra santa. Y la tierra santa era escasa. Las veinte mil lápidas se extendían hasta donde fijara la mirada, amontonadas en ángulos imposibles, en varios niveles, hasta en doce capas de enterrados, hasta dar cabida a casi cien mil sepulturas.

Yo había aprendido hacía mucho a no escucharlos a todos; algunos solo se acercaban a mirarme, se extrañaban de que alguien los percibiera cerca, que incluso los escuchara. Muchos me contaban historias bellas, de sus bellas vidas. Los que no tenían nada bueno que contar ni se molestaban: sabían que acercarse no les serviría de nada. La resignación era algo que se aprendía incluso en una sola existencia. El rabino Löw, el famoso sabio o mago creador del monstruo de barro que protegía a los judíos en los ataques de los cristianos, tampoco me había visitado nunca. Después de siglos de fama, ya debía de estar harto de apariciones y conjuros. Yo no sabía si existieron de verdad él y su engendro, pero al menos no veía su alma al lado de las otras. Su tumba, cercana a la entrada, era siempre una de las más concurridas, y las piedras y los trocitos de papel se contaban en ella por decenas. No cabía ni uno más; todos querían probar a ver si el rabino o su Golem les concedían su deseo anhelado, garabateado a pulso sobre las lápidas.

Después de esa protesta muda, salíamos del cementerio y continuábamos juntos hasta el puente de las Legiones, donde Mariana se desviaba ya sola hacia su casa, si es que no había surgido algún otro plan más interesante. Sin embargo, los lunes, miércoles y jueves se llevaba el violín y se venía con nosotros hasta nuestra casa de Vinohrady. Tras mucho insistir, Irene había conseguido que Katerina accediera a impartirnos las clases de solfeo e instrumento. Ese había sido el único modo de que su arisca hija consintiera en seguir practicando: hacerlo con su mejor amiga. Llevábamos casi dos años y era evidente que ambas habíamos mejorado mucho, tanto que Katerina nos quería convencer de que termináramos los estudios en el Conservatorio, pero nos habíamos confabulado para seguir solo a condición de que ella fuera nuestra profesora. A ambas nos encantaba estar juntas en ese momento y también con Katerina; sin esforzarnos, nos contagiaba su pasión por la música, que redoblaba al transmitirnos lo que sabía. Y además había muchas lecciones que no se enseñaban en una escuela: Katerina era una mujer muy especial y lo que aprendíamos con ella trascendía de lo musical. Aunque no habríamos sabido explicarlo, ambas éramos conscientes de ello y no queríamos renunciar a esas clases por nada del mundo.

Dejamos atrás el viejo puente de Carlos. Su torre gótica parecía cerrar de nuevo el núcleo primitivo de la antigua ciudad a los piratas y los salteadores. Ante nosotras, parecía que la Malá Strana, la Ciudad Pequeña, sufría al saberse abandonada, pero nos recibía la Staré Mesto, la Ciudad Vieja, relatando sus leyendas nuevas mientras a lo lejos la colina de Hradcany se veía insondable como el miedo a la muerte. Pero la ciudad conservaba ese halo de superioridad ajena a sus invasores: las piedras y los edificios no sufrían. Entramos en la plaza. Dos soldados con los rifles al hombro fumaban a pocos metros de su moto, en medio de la acera por la que caminábamos. Nos apartamos antes de llegar a ellos.

—No puedo creerlo, es que me dan asco, estoy harto de verlos por todos lados. —Gabriel no había conseguido acostumbrarse todavía a su presencia.

Escupió a la moto con la esvástica en el sidecar. Mariana temió que alguno de los soldaditos lo hubiera visto. Tenían tomadas la mayor parte de las calles más importantes de la ciudad, desde el Josefov hasta Vysehrad.

—Contrólate, Gabriel, o nos meterás en un buen lío —le reprendió Mariana.

—Se creen que Praga es suya. Andan avasallando, como si fueran los dueños y señores de la ciudad. No sé cómo los han dejado quedarse así por las buenas. ¿De qué nos ha servido lamerles el culo a los franceses y a los soviéticos? En cuanto han tenido oportunidad, nos han dado una puñalada por la espalda. Lo que han regalado en Múnich ha sido una parte de un país que no es el suyo. ¿Traicionándonos van a evitar la guerra? Si no les hubieran entregado los Sudetes, podríamos habernos defendido.

—No deberías juntarte más con ese grupo de la universidad, Gabriel. Vas a meterte en problemas. Fernando te lo ha dicho varias veces y lleva razón. Sobre todo ahora, es muy peligroso. —Yo lo miré con dureza, pero él siguió observando con descaro a los soldados, deseando que le dijeran algo.

—Yo no soy como mi padre ni como tú, yo no puedo quedarme quieto sin hacer nada. Tenemos que reaccionar o esto puede ir a mucho peor. ¿Es que vamos a consentir que estos frentes cuadradas se queden con nuestro país? ¿Eso es lo que tenemos que hacer, según tú o según padre? ¿Envolvérselo con un lacito? Checoslovaquia tenía un buen Ejército y todo el armamento que necesitara, el presidente Hácha se equivocó, debería haberles plantado cara. Si los alemanes que vivían aquí querían vivir en Alemania, debían haberse ido. Benes tenía toda la razón: los ingleses y los franceses han tomado decisiones acerca de nosotros, sin nosotros y contra nosotros. ¿Para qué sirvió el Tratado de Versalles? Esto no va a evitar una guerra, solo nos ha puesto en una situación más difícil; ahora están tranquilos, míralos, hasta parecen simpáticos, pero es solo fachada. Haz bien al diablo y te recompensará con el infierno. Mira ese, levantando del suelo al niño que se ha tropezado. Es un soldado, y lo mataría si se lo ordenaran con la misma facilidad con que lo ayuda ahora. Pero se puede hacer mucho. No podemos dejar que esto se quede así.

—¿Y qué vas a hacer, Gabriel? —le preguntó Mariana—. ¿Vas a echarlos tú solito? ¿O lo vais a hacer juntos tú y todos tus compañeros de la facultad de Derecho? A ver si os creéis que a los demás nos gusta esta situación. Pero vuestros gobernantes lo hicieron para salvar más de lo que iban a perder.

—Dejadlo, por favor —les rogué; cuando dañas a otros te dañas a ti mismo—. No nos va a servir de nada quejarnos. Los nazis van a estar aquí mucho tiempo. Más nos aprovechará aprender a tolerarlos.

—¿Esto también lo ves, Noa? Cuéntame qué va a pasar, por favor.

Mariana me cogió de las manos y me miró expectante. Conmigo, todo podía ser. Pero ¿cómo podía explicarle que yo deseaba deshacerme de esas malditas visiones? Si no le contaba lo ocurrido con Mauro o con Katerina, o peor, si no le explicaba que tendríamos que quedarnos en Praga por mi culpa, porque había sentido que debía darle a un hombre extraño lo más valioso que tenía mi familia, ella no sería capaz de entenderme. Y yo no quería contárselo. Solo quería olvidarlo para siempre.

—Sabes que no puedo verlo todo. Si pudiera predecir el futuro, ¿no habría intentado convencer a mis padres para que nos fuéramos de Checoslovaquia? Sí, veo a mi madre y a mi abuela muertas, o eso creo, y a muchos más que parecen estarlo también, pero no conozco todo el pasado ni todo el futuro, solo veo cosas y, en ocasiones, se cumplen. También sé cómo intentar salir de algunos apuros. Aunque me he equivocado muchas más veces de las que he acertado. Quizá solo sea una buena curandera, Mariana. Y ni mucho menos sé cómo solucionar esto. Basta con echar un vistazo alrededor para adivinar que no podremos quitarnos de en medio a los alemanes en mucho tiempo.

Miré al suelo. Muy a menudo me sorprendía temiendo que los demás pudieran descubrirme como yo podía hacer con ellos en ocasiones. Pero no iba a seguir contándoles más. ¿Para qué asustarlos? Tantas equivocaciones ya me habían costado muchas lágrimas. Después de haber averiguado que mi presentimiento sobre Mauro se había cumplido, todavía me pesaba más no haber intentado ayudar a Lenka. Cada vez que la recordaba, no podía evitar sentirme cobarde y mezquina. Además, a pesar de lo que le había dicho a Mariana, lamentaba profundamente no haberme atrevido a confesar a mis padres lo que de verdad había visto, no haber insistido hasta conseguir que nos fuéramos de Checoslovaquia, aun sin la maldita esmeralda, cuando todavía estábamos a tiempo. También me arrepentía de no haber hecho caso a Asha cuando me habló sobre los regalos de la raní y de su hijo. Aunque ya habían pasado muchos años y no había ocurrido nada malo —si el hecho de que Víctor reposara en alguno de los infiernos no había sido consecuencia de mi egoísmo—, mis visiones se estaban confirmando.

Sostenida ante los ojos, una minúscula hoja podía oscurecer el sol, igual que el pasado podría nublar el presente y ocultar nuestro interior divino, pero la luz interior de cada uno siempre saldría a la luz con los tantras adecuados. Los samskaras, las impresiones pasadas, no deben marcar nuestras tendencias ni nuestra forma de ser, sobre todo las que nublan la mente. ¿Cómo podría deshacerme de todas esas creencias, tan antiguas como el hombre? Porque lejos de ayudarme a dominar mis miedos, mis poderes solo los acrecentaban.

Miré a mi alrededor. Deambular por esa plaza a la salida de clase había sido siempre un ejercicio de equilibrismo: todos los estudiantes salían a la vez y tomaban las calles de alrededor de las Facultades de Karlova, sobre todo de las vetustas de Política y Derecho y las de las Filologías, pero ahora, con los alemanes pululando por todos los rincones imaginables, se convertía en un acto de fe: la salida debía de estar por algún lado. Un grajo cruzó la plaza volando, sus ojos amarillos nos enviaban un mensaje. También sus graznidos chirriantes como los de las argollas oxidadas de los maharajás condenados a muerte. Me fijé en unos soldados que colgaban un cartel con el águila y la esvástica en la cabecera; no quise preguntarle a Gabriel por qué no iban vestidos todos igual. Los más jóvenes llevaban un abrigo largo terminado en capa de color caqui, con los cuellos pardos de pico, un cinturón ancho y guantes de piel oscura; su casco parecía un orinal. Otros, sin embargo, vestían completamente de negro: las altas botas, el abrigo impecable, los sobrios guantes, el casco ridículo; solo destacaba el brazalete rojo en el brazo con la cruz gamada levógira. Me percaté de que uno no dejaba de mirarme; era muy joven y, de no haber sido por el rifle al hombro, su atuendo habría parecido tan solo un disfraz. Antes de desviar la vista, me sonrió. Luego se llevó la mano a la boca, extendió la palma bajo los labios y me lanzó un beso. Se acercó a su compañero y le cuchicheó algo al oído. Ambos se rieron mientras comenzaban a andar hacia nosotros. Se detuvieron justo delante.

—Esperad un momento. —El soldado que me había tirado el beso señaló a Gabriel—. Tú, dame tu documentación.

Él comenzó a abrir la cartera en la que llevaba los libros mientras el otro soldado, el de los ojos oscuros y la piel rasurada hacía tan poco que se veía enrojecida y levantada a ronchas por casi toda la barbilla, miró a los dos lados y, de sopetón, me besó en los labios. Los dos militares empezaron a reír a carcajadas. Gabriel cerró la cartera de un golpe y se la estampó en el pecho al que me había besado. Lo golpeó con tanta violencia que el soldado cayó de bruces. El ruido del fusil y el casco al chocar contra los adoquines resonó en la plaza. Su compañero se agachó enseguida y le dio la mano para ayudarlo a levantarse. Dos oficiales giraron la vista hacia ellos, también muchos que esperaban en fila a pocos metros, en la parada del tranvía. Numerosos transeúntes y jóvenes con carteras al hombro empezaron a rodearnos. Gabriel me miró y echó a correr entre la gente. Los dos soldados quisieron perseguirlo, pero no pudieron avanzar al toparse con un corro alrededor. En unos instantes, el sombrero de Gabriel se extravió en medio de otras decenas de cabezas similares que se movían hacia todas partes, como bolas de billar al abrir el juego con una carambola. El soldado al que había tirado al suelo se situó delante de Mariana. Ella le sostuvo la vista. Le puse la mano en el hombro, la sentí temblar.

—Abre esa funda y saca el violín.

Mi amiga lo obedeció. Despacio, le entregó el instrumento. El soldado lo tomó y lo giró hasta colocarlo en un ángulo en que podía mirar por el pequeño agujero. Enseguida volvió a voltearlo en el aire, observándolo con interés. Era muy hermoso, construido de madera de pícea en la tapa, de arce en el fondo y la voluta, y de jacarandá en las clavijas y el cordal. El padre de Mariana lo había traído para ella en uno de sus viajes a Bulgaria. El contraste de colores de las maderas, aun aminorado por el delicado barniz, era tan bello como las caricias de música que de él nacían. El soldado volvió a girarlo, lo examinó por detrás, lo puso de nuevo boca arriba y pasó los dedos por cada una de las cuerdas. Después lo dejó con mucho cuidado en el suelo, con el traste a la vista y, sin desviar la mirada de nosotras, levantó la pierna y la dejó caer encima. Solo entonces cambió su gesto indolente por una sonrisa que enseguida se convirtió en carcajada.

Cerré los ojos. El ruido de la madera al resquebrajarse contra las botas con suela de acero se incrustó en mi cerebro. Me aguanté las ganas de llorar. Tomé a mi amiga de la mano y echamos a andar despacio, esperando que en cualquier momento alguno de los soldados nos diera el alto y nos exigiera la documentación o quisiera interrogarnos sobre Gabriel. El sonido del motor de un coche que pasó muy cerca nos sobresaltó; el ruido fue intenso y breve, como el de un disparo. Las palomas emprendieron el vuelo y se fueron a posar sobre la estatua del Ángel de la Custodia. Sus alas se estiraban hacia el cielo pidiendo clemencia o consuelo. La risa histriónica del soldado que había machacado el violín se fue contagiando a sus compañeros que permanecían en la plaza; algo antinatural o maléfico se apoderó de ellos y todos los alemanes se quedaron paralizados, desternillándose como se reían los demonios del Naraka o del caos en la Tierra mientras se comían las vísceras de los muertos. El resto de la gente, vecinos de Praga, los miraba absorta, sin entender aquella orgía de odio y violencia, y, poco a poco, empezaron a retirarse a través de los callejones y las calles que morían en la plaza. El corro alrededor de los dos nazis que seguían carcajeándose con el violín destrozado a sus pies se deshizo mientras, a nuestras espaldas, solo se oía en el aire el retumbar de las risotadas y en el miedo de los que huíamos se presentía el grito de los millones de cadáveres que aquellos soldados dejarían, sin necesidad ni remedio, en las calles de esa ciudad de leyenda y de otras tantas. Desde la Torre del Reloj, las figuras de los doce apóstoles observaron la plaza vacía de todo lo que no fuera el mal y los diablos de acero en los que cabalgaría hasta arruinar esa tierra.

Gabriel llegó el primero a casa. Antes de entrar, se detuvo unos minutos en la escalera del porche. Siempre le había llamado la atención la forma de sus barandillas: rosas con los tallos enroscados y, entre ellas, pequeños pájaros con las alas abiertas. El hombre era capaz de acometer empresas tan viles como perfectas. Gabriel empezó ahora a sentir el frío en su carne y en sus huesos, le picaban mucho los sabañones y las mejillas se le habían enrojecido. Se frotó enérgicamente e intentó respirar más despacio. Sabía que su madre le notaría algo raro y le haría demasiadas preguntas. Pero Katerina no lo vio entrar y él pudo refugiarse en su habitación. Se quitó la camisa y los zapatos y se tumbó en la cama. Se llevó las manos a la cara. Empezó a llorar. No podía aguantar más. Había pensado incluso en irse de voluntario a España, a las Brigadas Internacionales. Pero la guerra allí casi había llegado a su fin y no había logrado reunir el coraje o la rabia suficientes para dejarme. Esa era la razón por la que se había quedado. Yo. No el miedo, ni la falta de agallas, ni sus padres, ni siquiera Daniella. Yo. Solo yo. No podía imaginarse ni un solo día sin tenerme cerca, sin poder oírme y verme, aunque fuera de soslayo. Tenía que pasar cada día unos minutos junto a mí, aunque supiera que yo no era para él, aunque tuviera que soportar a otros acechándome, aunque no pudiera acercárseme como deseaba. Aunque tuviera que tratarme delante de todos como una hermana. Al menos mientras siguiera en su casa, podría estar cerca de esa mujer que le había amargado la existencia desde que podía recordar. Que le había dejado sin alma. La persona más espiritual que había conocido nunca era la vampira de su esencia. Si no hubiera existido la posibilidad de que su madre se extrañara y subiera para comprobar qué le ocurría, Gabriel se habría reído de sí mismo. A carcajada limpia. Echado sobre el colchón, consiguió tranquilizarse por fin cuando nos oyó a mí y a mi amiga entrar también y explicarle a Katerina que Mariana se había dejado el violín en casa.

—Si es que un día os vais a dejar por ahí la cabeza. No sé en qué estáis pensando, la verdad.

—¿Ha llegado ya Gabriel? —pregunté intentando disimular mi nerviosismo.

—Sí, lo he oído subir a su cuarto. Debe de haber venido muy cansado, ni siquiera ha pasado a saludarnos.

—¿Podéis esperarme unos minutos? Voy a quitarme estos zapatos, ya no los aguanto más.

Mariana se sentó ante el piano y abrió el libro de música. Repasar nunca venía mal. Katerina eligió uno de sus violines y comenzó a afinarlo. Las cuerdas parecían reconocerla y tardaban poco en acoplarse a sus deseos emitiendo enseguida el sonido que ella buscaba. Dejé en mi habitación los zapatos y me puse con rapidez unos calcetines gruesos. Al instante, me dirigí al cuarto de Gabriel y llamé a la puerta. No respondió. La abrí y entré. Lo vi tumbado en la cama, con los brazos cruzados bajo la cabeza. Abrió los ojos y me miró de refilón.

—¿Estás bien, Gabriel?

—Perfectamente.

Me aproximé más, las cortinas estaban echadas y la habitación se veía a media luz.

—Has llorado.

—¿De verdad te importa?

—¿Cómo no iba a importarme? Ha sido por mi culpa. Quiero darte las gracias.

—Vete de aquí, Lila. ¡Déjame en paz!

Gabriel se giró de golpe y se colocó boca abajo sobre el colchón. Me senté en la cama y le acaricié el pelo. No se movió. Deslicé la mano por su cabeza, su cabello era muy suave; la bajé por el cuello y me detuve en su espalda desnuda. Su piel se erizó. Levanté la mano y salí de allí. Cómo odié a Neeja. Con toda mi alma, deseé llegar a ser más fuerte que ella. Vencerla. En ese momento, oí sonar el timbre del vestíbulo y a Katerina dirigirse hacia la puerta. Yo ya había regresado al salón cuando ella volvió con un papel en la mano.

—Vaya, Noa, ya has bajado. Parece que hoy no vamos a poder empezar nunca. Tengo que avisar a tu padre, pero vuelvo ahora mismo.

Katerina se dirigió al despacho. Mientras, Mariana y yo nos abrazamos. Ella seguía temblando aunque ya no tenía miedo. Estaba muy excitada; sabía que había presenciado algo que no podría comprender nunca.

—¿Por qué has tardado tanto? ¡He estado a punto de contárselo todo a tu madre! Gabriel tiene razón, son unos cabrones, Lila. Hemos tenido mucha suerte. ¿Por qué se han quedado todos allí, riéndose como energúmenos? Ninguno de ellos se ha movido, como si estuvieran embrujados. ¿No les habrás embrujado tú, verdad?

Continué abrazada a mi amiga. Intenté dejar de pensar en Gabriel.

—Yo tampoco entiendo lo que ha sucedido en la plaza. —Estaba cansada de explicarle a Mariana que no era todopoderosa, que no vivía a la derecha de Dios Padre ni siquiera lo había visto nunca y que, después de haber conocido de cuerpo, palabra y obra a otros muchos espíritus, vírgenes y santos, dudaba hasta de que los dioses de mi abuela, a los que había conocido y adorado de niña, existieran realmente. La única verdad era que la maldad existía—. Mariana, yo ya solo creo en una cosa.

—¿En qué crees, Lila?

—En mí misma y en las personas a quienes amo, estén vivas o muertas. Ellas son mis diosas, a ellas me encomiendo y con ellas intento hablar cuando me encuentro perdida en este mundo o en el otro.

Katerina, al otro lado del pasillo, llamó a la puerta del despacho de su marido y asomó la cabeza como una ardilla tras una rama.

—Vienen a traerte una notificación.

—Cógela tú, por favor. —Fernando siguió leyendo con interés unos papeles sentado ante su escritorio.

—No puedo, el cartero insiste en que tiene que entregártela en mano.

—Pues haz entrar al cartero, mujer, no pasa nada. Será un minuto, puedo atenderlo.

Katerina acompañó al operario hasta el despacho y se reunió de nuevo con nosotras. La clase comenzó sin instrumento y ninguna de las dos quiso asustarla contándole la suerte que de verdad había sufrido el violín.

Mientras tanto, Fernando dejó a un lado los papeles y aprovechó para levantarse y mover un poco las piernas. Había pasado varias horas examinando un caso que no era trivial. El cartero con su gorra plana, abrigo capeado y corbata oscura a juego le tendió un sobre casi desde la puerta. No movió ni un pelo de su poblado bigote, pero chasqueó la lengua como si le molestara estar allí. Fernando tuvo que acercarse a él para poder cogerlo. Al abrirlo, en el encabezado de la carta, el sello del Tercer Reich destacaba como la pitón entre ratones. La leyó despacio y la dejó sobre la mesa. Se volvió al hombre, que esperaba con la misma cara de fastidio. Él le señaló entonces un espacio en blanco de otro papel.

—Tiene que firmarme esto, señor.

Fernando lo leyó y lo firmó deprisa, con la letra desfigurada por el temblor de su mano. Volvió a sentarse. El hombre salió sin despedirse. Katerina nos dejó repasando una escala y regresó al despacho. No le había gustado la cara del cartero al verlo desde la ventana del estudio mirando atrás hacia la casa cuando se subió en su moto, y ella, en cuestión de caras, no solía equivocarse.

—¿Qué pasa? ¿Qué es ese papel, Fernando? Te has puesto pálido de repente.

Katerina no esperó la respuesta, desplegó la carta y la leyó. Luego se puso detrás de su marido, le colocó las manos sobre los hombros y le besó en la cabeza. Se dio cuenta de que su mata de pelo ya no era tal, pero sí su olor, el olor a él que tanto le gustaba. Sintió una ternura inmensa por ese hombre bondadoso que lo era todo para ella.

—No te preocupes, esto durará poco. No los hemos dejado entrar aquí por las buenas para esto. Les cedimos nuestras fronteras a cambio de la garantía de Hitler de que habría paz para los ciudadanos checos. Yo soy checa, no pueden hacernos esto. No pueden. Además, están equivocados, tú no eres judío, en realidad, jamás has practicado ni uno solo de sus ritos desde que nos casamos.

—Katerina, sí pueden. Ya lo han hecho. No puedo seguir ejerciendo la abogacía. Lo pone bien claro. ¿Cómo vamos a salir de esta? ¿De qué vamos a vivir ahora?

—Cálmate, por favor. Yo no soy judía, yo puedo trabajar. Daré clases de música. Eso no podrán prohibírnoslo, ¿no? No te preocupes, encontraremos el modo. Y venderemos lo que podamos. También la esmeralda, sí, no me mires así, también la esmeralda. Obtendremos lo suficiente para sobrevivir. Ya lo verás.

—No puedo calmarme. Es más grave de lo que crees. Para ellos, yo soy judío, Katerina. Ya lo has visto. Da igual que no crea ni que haya educado a mis hijos para que sean de la religión que deseen. Les da igual. Y si quieres vender algo, debemos darnos prisa. Los alemanes están haciendo inventario de todas las propiedades de los judíos.

—¿Qué estás diciendo? ¿Qué significa eso?

—Erik vino a avisarme hace dos días. Si algún alemán trabajaba antes de la ocupación en la casa de un judío, es él quien se encarga. Suelen conocer bien lo que hay en las casas en las que llevan años, así no se les escapa nada. Nuestro jardinero debe poner por escrito todo lo que tenemos, los nazis suponen que los alemanes que viven en Checoslovaquia están de su parte. Me dijo que podía esperar unos días, pero que tendría que venir y dar cuenta de nuestras pertenencias. Quieren impedir que vendamos o transfiramos nuestras propiedades. Es la nueva normativa alemana. Después de que lo haga, ya no podremos vender nada. Es como si ya no fuera nuestro.

—¿Y por qué no me lo has dicho antes?

—Lo siento, de verdad que lo siento, mi vida. No sé qué hacer ni cómo actuar. Pensé que no vendrían a por nosotros. No se es judío solo por el apellido o por tener los ojos rojos o el pelo azul. Se es judío porque se lleva en el corazón y en mi corazón no hay cabida para esa religión ni para ninguna otra. Yo soy agnóstico, maldita sea, y si salgo de esta me haré ateo. Pero esta notificación me ha confirmado que les dará igual. Así que debemos esconder bien lo que queramos salvar. Podemos dar gracias de que Erik sea un hombre honesto.

Katerina se puso a llorar.

—Fernando, lo siento tanto. Tenía que haberte hecho caso, deberíamos haber salido de Praga antes. Ahora ya no será fácil encontrar una solución. Debería haberte creído. Fui una estúpida. Perdóname, por favor, dime que me perdonas.

—Ya no hay nada de lo que arrepentirse. Intentaremos irnos, hasta donde podamos llegar. Y para eso tendremos que conseguir más dinero. De todos modos llamaré a Luis, a ver qué nos sugiere. Aunque creo que poco podrá ayudarnos, a menos que pudiéramos viajar a Hispanoamérica, a Argentina o a México, quizá. Sería más fácil. Pero el viaje allí es mucho más caro. Él sigue en Europa, como representante español en la Sociedad de Naciones.

—Lo que tú digas. Lo que decidas estará bien. —Katerina se limpiaba las lágrimas con el dorso de las manos e intentaba no volver a llorar. Se sentía estúpida y, sobre todo, culpable.

—También iré a hablar con Lucas mañana mismo, quizás él pueda, a través de Lázaro, conseguirnos visados. Hay que mover todos los hilos posibles. Y sí, Katerina. —Fernando miró a su mujer y le tomó las dos manos antes de seguir hablando—. Venderemos la esmeralda. Aunque nos pagaran mucho menos de lo que vale, nos bastaría para el viaje y para poder empezar en otro lugar.

Mi madrebís había llorado solo una vez, cuando los dos se acostaron y apagaron las luces. Habían permanecido abrazados hasta que las piernas y los brazos se les entumecieron y se separaron en la cama, resignados a superar las horas de insomnio. Las palabras sobraban cuando hablaban los corazones y los suyos hacía mucho que se entendían. Pasaron el duermevela callados, sin saber qué decirse, dándose la mano y acariciándosela el uno al otro, dando vueltas y más vueltas entre las sábanas, hasta que, por fin, el sueño que podía con todas las conciencias había podido solo con la de ella. Katerina no consiguió dormirse hasta bien entrada la madrugada, cuando ya el alba se colaba por las rendijas de las contraventanas. Entonces Fernando se acercó a su cuerpo y se abrazó a ella por la cintura, como siempre que se quedaba dormida dándole la espalda, y consiguió tranquilizarse un poco cuando sintió que respiraba tranquila.

Por eso él, al levantarse muy temprano, había tenido mucho cuidado de no despertarla y se había aseado y vestido sin hacer ruido, luego se metió en la cocina y marcó el teléfono que Asúa le había dado hacía algunas semanas de su domicilio en Suiza. Fernando se emocionó al escucharlo al otro lado del teléfono. Hablaba en voz baja, y a veces la perdía entre ruidos extraños, como un chasquido de luciérnagas en una noche de verano.

—Fernando, cuánto lamento lo que me cuentas, no podrían ser peores noticias. —Jiménez de Asúa le hablaba muy serio. Tenía el desayuno delante, pero se le habían quitado las ganas de hincarle el diente al croissant—. Yo haré todo lo que esté en mi mano para conseguirte los visados, pero no a España, no, a España no. ¿Tú sabes lo que te vas a encontrar allí, alma de cántaro? Entrar ahora en España sería un suicidio, es un país destrozado y ellos han ganado, todavía no es oficial, pero ya es un hecho. La caída de Barcelona, el golpe de Casado contra Negrín, en fin, incluso ya han reconocido a Franco oficialmente en Francia y en Gran Bretaña; extraoficialmente ya lo habían hecho hace mucho también en otros países. La guerra está perdida. No lleves a tu familia a España, amigo mío.

—Pues consíguenos los papeles para salir a otro país de Europa. Adonde prefieras.

—Lo más fácil es Latinoamérica, aunque más caro, sí, mucho más caro.

—No es solo el dinero, necesitamos cinco visados y cinco billetes para viajar, Luis.

—Haré todo lo que pueda e intentaré que sea en Europa, pero necesito tiempo. Será el mínimo posible. A mí me separaron del ejercicio en febrero, ya no represento a España en nada, no tengo ningún cargo oficial. Pero tal vez podríais ir a París, aunque después de lo de Barcelona las fronteras se han colapsado de republicanos que han huido de Cataluña, sobre todo. No puedes imaginarte cuántos están intentando que los acojan allí. Sería más fácil probar con Reino Unido. En Francia, al ministro Bonnet ahora solo le interesa acercarse a Múnich, Versalles ha muerto, ¡viva la nueva Europa! En fin…, qué tristeza. Y también tienes que saber que, si sumas los viajes más los papeles y los permisos necesarios, costará bastante, no para mí, ya lo sabes, jamás para mí.

—Luis, ¿y cómo estás tú, amigo mío?

—Y tú me preguntas eso… Bien, estoy bien. Ya sabes que María me da muchas oportunidades para pensar en otras cosas. Aunque todavía no se me ha pasado la rabia, no te creas, la rabia tarda en irse, es como una costra que deja una cicatriz estampada en la piel, grabada a sangre y fuego. Han sido muchos palos, muchas desilusiones, y la principal aún está por llegar. Pero no nos queda otro remedio que asumirlo. Después de irnos, hemos sabido mucho más. Y son demasiadas traiciones. Hasta de quienes se decían mis amigos, esas son las que más duelen. Resulta que Benes, o su Gobierno, no puedo saberlo, estaban hablando a mis espaldas con el agente de Franco, con Lázaro, reconociéndolo así como representante de algo a lo que no tenía derecho, casi desde el principio, mientras se comían mis paellas y me decían que harían todo lo que pudieran por venderme sus armas. Vamos, que Benes hasta tuvo la poca vergüenza de pronunciar un discursito maravilloso de apoyo a España en la reunión anual de los miembros del Pen Club con Corpus Barga y la escritora Mercè Rodoreda y me organizó una garden party cuando acababan de decidir que el Gobierno checoslovaco comenzaría a mantener relaciones comerciales con Franco. Aunque más dolido está él ahora, sabiendo que no pudo hacer nada para evitar que Francia y Gran Bretaña también vendieran a su país a los alemanes y viendo lo poco que duró su sueño de libertad. Y fue mucho peor lo de la fábrica de armas de Brno, todos esos sinvergüenzas del Gobierno checo, el general, el barón Von Lustig y otros tantos, que se querían quedar con nuestro dinero después de no habernos dado las armas, o muchísimo peor aún lo que el Gobierno checo y el francés nos hicieron en lo del paso del Ebro. Eso precipitó nuestra derrota. Pero eso es mejor olvidarlo ya. O me tengo que pegar un tiro.

—Lo leí en la prensa, Luis. Lo sentí muchísimo, debe de ser algo muy difícil de llevar.

—Pues claro que lo es, Fernando. Allí nos dieron la estocada. Habíamos lanzado una ofensiva magnífica, los facciosos estaban desmoralizados como nunca, pero enviaron aviones italianos a bombardearnos y compramos aviones a los rusos para defendernos. Los checos solo debían permitir que aterrizaran en Checoslovaquia para repostar. Solo eso, nada más. ¡Joder, nada más! Éramos aliados, no debía haber habido ningún problema. Hablé con el ministro de Relaciones Exteriores y le pedí que me respondiera lo antes posible. ¡Que una guerra no espera, por el amor de Dios! Después de vacilar y vacilar, me contestó que no podían darme ese permiso a menos que Francia, su otro aliado, también lo concediera. De modo que consultamos a los franceses y estuvieron varios días pensándoselo hasta que decidieron que no nos apoyarían. ¿Puedes creerlo? Esa fue la última batalla. Y la estábamos ganando. Nos dejaron en la estacada, Fernando, tirados como colillas. Los malditos aviones que los rusos nos vendieron a precio de oro no pudieron llegar a tiempo. Llegaron en barcos mercantes, para esquivar el bloqueo, cuando ya no sirvieron de nada. Ningún país quería que nuestro Gobierno legítimo ganara la guerra. Ninguno.

—Pero, Luis, eso es horrible. No sé qué decirte…

—No hay nada que decir, aunque ganas no me faltan de echármelos a la cara y decirles lo que pienso. Algunos lo han hecho incluso. Ayala, por más señas; tú lo conoces, su corazón es impetuoso e idealista. Después del desastre del Ebro, me pidió permiso para ir a ver a tu ministro, necesitaba «deslecharse».

—¿Deslecharse?

—Sí, eso me dijo. Una tontería, pero él insistió. Ayala pidió audiencia y tu ministro se la concedió enseguida. Y allá que se fue. El buen señor le dijo que lo sentía mucho de corazón y Ayala no pudo evitar contestarle que él también lo sentía, no solo por los españoles que nos desangrábamos en vano, sino también por los checos, ¿o es que se creía que tras la República española iban a parar? Después irían ellos, los alemanes irían a por Checoslovaquia y lamentarían su cobardía. Y Luis, créeme, tu ministro no le contestó, se echó a llorar como una Magdalena. Lloraba aún cuando Ayala salió de su despacho. Pero me acostumbraré a esto. Y, además, no puedo quejarme, estoy haciendo gestiones para trabajar y ya he recibido algunas ofertas de universidades de Europa y de América. Aunque probablemente terminemos en Argentina, con mi hermano Felipe. Estoy vivo, Fernando, y tú y yo saldremos de esta. No podemos saber qué dejaremos por el camino, pero saldremos. Y la llamada te va a salir carísima, ¡leche! Dejémoslo estar. Te aseguro que haré todo lo que pueda para conseguirte lo que necesitas. Puedes confiar en mí.

Fernando había colgado el teléfono con lágrimas en los ojos. Se las secó con la sufrida manga de la camisa y se puso el abrigo, se anudó la bufanda al cuello y se caló hasta los ojos el sombrero. Pero nada de eso le sirvió para dejar de sentir frío. No había estado más de quince minutos hablando y las farolas en la calle permanecían encendidas cuando salió de casa antes de que nadie más se despertara. Luis le había aconsejado también que ahora sí fuera a ver a Lucas de Ansorena; ellos tenían más poder y debía agotar todas las posibilidades. Fernando llegó al domicilio de los padres de Mariana antes de que nadie allí se levantara. Tuvo que llamar varias veces a la puerta hasta que él mismo salió a abrirle, en bata, con el pelo alborotado y las mejillas sonrosadas.

—Siento mucho haberos despertado. Pero se trata de un asunto muy urgente.

—En mi tierra dicen que al que madruga Dios lo ayuda, hoy comprobaremos si es cierto. —Lucas miró el reloj de cuco colgado junto al gran aparador de acacia y puertas talladas—. Pero ¿qué es lo que ocurre, por el amor de Dios, que no ha podido esperar a otra hora menos intempestiva?

Lucas fue a cerrar la puerta de su habitación y volvió en unos segundos. Arrastraba las pantuflas e iba luchando con su flequillo, que se empeñaba en caer sobre los ojos. Era el único hombre maduro que Fernando recordaba con tanto pelo en ese lado de la cabeza, una hermosa y tupida cabellera oscura que se descolgaba a los lados de su rostro.

—Es algo muy importante, Lucas, sabes que de otro modo no os habría molestado.

—¿Puedes esperar a que me tome un café? No soy persona antes de las ocho de la mañana. Te sirvo otro, supongo que no habrás desayunado todavía.

Entraron en la cocina. Lucas empezó a dar vueltas al molinillo. El ruido de la manivela sonaba chillón y destemplado, como si dos ratas se estuvieran peleando. La cafetera tardó poco en calentarse y el agua comenzó a borbotear. Se sirvió tres dedos y tres cucharadas de azúcar; los minúsculos granos se quedaron dando vueltas mientras tomaba un sorbo tras otro.

—¿Y bien?

—Tenemos problemas, me han prohibido trabajar. No puedo seguir ejerciendo como abogado.

—¿Y cómo ha sido eso? ¿Qué has hecho, por Dios?

—Nada, por supuesto. Soy judío, solo es eso.

—¿Solo? ¿Eres judío? ¿Desde cuándo eres judío?

Fernando no contestó. Cuando era niño, sus padres estaban convencidos de que ya era judío. Cuando se hizo adulto, llegó a creer que podría elegir lo que quería ser. Ahora habían llegado otros que le habían clarificado lo que era. Pero eso su amigo no lo entendería ni en mil años.

—Lucas, necesitamos tu ayuda. Tenemos que irnos de Praga. Hemos pensado que tal vez podrías conseguirnos los visados.

—¿Para España? ¿Allí es adonde querríais ir?

—¿Podrías conseguirnos los visados para Londres?

—Bueno, Fernando, tienes que entender que lo que me pides no es tan fácil. Si acaso, podría intentarlo con España…, sois muchos, España todavía sigue en guerra… No sería nada fácil, no. Yo no soy más que un simple empleado sin importancia y ahora mismo las cosas no están muy bien que se diga, seguimos a la espera de ver qué ocurre. Todavía no tenemos representación oficial aquí. Llegaron a reconocer a Lázaro, pero eso fue con el Gobierno de Benes. Ahora debemos andarnos con pies de plomo hasta comprobar hacia qué lado se inclina la balanza.

—Pero los alemanes son vuestros aliados, ¿no? Yo creí que volvías a trabajar con Lázaro, él sí podría ayudarnos, seguro que sí. No te lo pediría si no lo necesitara de verdad. Katerina está muy asustada y yo, mucho más, si te soy sincero. Esto solo puede ir a peor. Ojalá hubiera hecho caso a Luis.

—¿A Asúa? Él te aconsejó salir y no le tomaste en serio. Claro. Es que algunos sois muy avispados. Lástima que no le salieran bien las cosas. —Lucas apuró el café que quedaba en su taza, se sirvió un poco más y se levantó. Rebuscó en el armario y sacó unas galletas. Se veían los trocitos de chocolate. Engulló dos antes de seguir hablando—. Tú eres abogado, quizás hayas oído hablar de la Ley de Responsabilidades Políticas. Así, a bote pronto, es una ley que ha dictado el Generalísimo —Franco, para que me entiendas—, que condena sin remisión a cualquiera que haya apoyado a la República, ya sea como civil o como militar, desde que comenzó la guerra. Tú, no me negarás eso, has estado del lado de Asúa desde el principio. Eso podría ponerme en un grave aprieto si intercediera por vosotros. Y créeme que me cuesta mucho decirte esto, Katerina y tú sois nuestros amigos desde hace mucho y Noa es, sin duda, la mejor amiga de Mariana; os tenemos muchísimo cariño, no lo dudes, pero… Entiende que tenemos que mirar por nuestro bienestar. Y algún día, Dios quiera que no sea muy tarde, volveremos a España, en cuanto termine la guerra.

Fernando se quedó callado. De todos los escenarios posibles que había imaginado durante toda la noche, uno tras otro y sin pausas en ese duermevela compartido, ese era el único que no había llegado a prever. Lucas prosiguió:

—Además, la ocupación de Hitler también nos ha afectado. No tenemos las manos libres para hacer lo que queramos, ni muchísimo menos. Nosotros no deseamos seguir aquí, nos iremos en cuanto ganemos la guerra, Dios mediante. Nadie sabe qué puede ocurrir aquí en unos meses.

Mi padre de este mundo se levantó y se sirvió un vaso de agua. Le supo sucia, a podredumbre. Los azulejos de la cocina que se suponía habían sido blancos en algún momento estaban amarillentos y la luz se veía mortecina, aunque podían ser sus ojos, cansados por no haber dormido nada. Sintió arcadas que a duras penas alcanzó a disimular. Imaginó la expresión de Katerina cuando le relatara lo sucedido y entonces tomó su abrigo, su sombrero y sus guantes y se dirigió a la puerta.

—Tengo que irme, debo ir a otro sitio, ahora, sí, quizás todavía estemos a tiempo. Es pronto, todavía no está todo perdido. Todavía podemos salir. No podemos quedarnos. Dale un beso a Irene, sí, y a los chicos también. No os vayáis sin despediros, Noa sufriría mucho, ya sabes cómo son los jóvenes…, será para ella una gran desilusión saber que tiene que despedirse de su mejor amiga. No me acompañes, conozco el camino. No te molestes, de verdad. —Fernando tocaba el ala de su sombrero con dos dedos mientras balbuceaba. Se dirigió hacia la puerta mirando al suelo. Antes de salir, se abrochó el abrigo y se lo volvió a desabrochar. Pero no se dio cuenta.

—Espera, hombre, ¿de verdad no te apetece tomar un café? No te veo muy bien, tienes que cuidarte, que hay que estar fuerte para lo que nos pueda venir, nunca se sabe, amigo mío.

Fernando salió sin mirar atrás pero entonces se acordó del plano. Necesitaban el dinero. Volvió a entrar en la cocina. Lucas mojaba más galletas en la taza.

—Se me olvidaba. Katerina quiere que os ofrezca el plano de Jaipur. Supongo que lo recordarás, siempre has querido que te lo vendiera. Ahora nos vendrá bien algo de dinero. Tu oferta fue muy generosa.

Lucas se levantó, se fue hacia su amigo y le puso la mano en el hombro. Fernando la sintió como una losa de mármol sobre su cuerpo aterido.

—Por supuesto. Mira, incluso puedo elevarla un poco, ¿qué te parece si te doy doscientas coronas más? Que no se diga que hago leña del árbol caído. Y no esperes demasiado para traerme el plano, no tardaremos en retornar a España. Las buenas personas tenemos un ingente trabajo por delante para reconstruir un país que esos rojos nos han dejado pero que muy perjudicado.