De mamporros, alucinados y diosas

Fernando tenía prisa, tomó un taxi hasta Vila Tereza; allí ya hacía horas que habían comenzado a trabajar, pero quien salió a recibirle fue doña María. Mi padre de este mundo la apreciaba mucho aunque, para su gusto, era demasiado excéntrica. No había tenido ningún problema en bajar en bata a abrirle la puerta. Le dio dos besos muy efusivos y lo abrazó durante largo rato. Cuando lo soltó, se echó a llorar.

—Mujer, no te pongas así, que no será para tanto.

—Sí que lo es, sí. Pero soy una tonta, no puedo evitar quererlo. Con toda mi alma, ¿sabes? Y así me lo paga. Si yo te contara… ¡Ay!, lo que me hace sufrir este mal hombre.

Y doña María parecía a punto de contárselo pero, por suerte, la cortó a tiempo Ayala, fiel a Asúa hasta en esos menesteres. Se le acercó y le puso las manos sobre los hombros mientras le hablaba con la actitud paternal que solía demostrar con ella, inconsciente pero eficaz.

—Venga, doña María, acompáñeme, que no se ha dado cuenta y todavía está sin arreglar. Póngase guapa y baje enseguida a continuar charlando con don Fernando. Él la espera. Don Luis está reunido en este momento, pero si sale y la ve de esta guisa, vamos a tener un disgusto.

Ella balanceó la cabeza a un lado y a otro al tiempo que entornaba los ojos. El solícito ayudante de su marido ya sabía que eso significaba que estaba valorando el percal y que lo mismo podía tirar para un lado que para el otro. Menuda era doña María.

—Bueno, voy a hacerte caso, Paco, que a ti te aprecio mucho. —Y se dio la vuelta con un respingo y subió las escaleras camino de su habitación.

—Es un caso, una persona maravillosa aunque tan celosa que no hay día que pase sin que aquí se monte alguna. Pobre don Luis, la quiere tanto que le deja hacer lo que le da la real gana.

—En cuestión de querer, que tire la primera piedra el que esté libre de pecados, ¿no cree? —le respondió Fernando.

—Sí, pero los pecados en esta casa son de órdago. Si no me cree, que se lo cuente el mismo Casares, que ahí está, la que le lio el día que llegó con Enriquito, su hijo, después de todo el follón que había montado don Luis para conseguir que lo trajeran desde España. Ya hace meses de eso, pero a ninguno de los dos se nos ha olvidado.

Afortunadamente, todo había quedado en nada y a los dos días Enrique Casares ya había vuelto a tomar las notas de los informes de don Luis. Pero se acordaba de aquello con acritud; su nariz y su hijo se habían llevado un buen disgusto. En ese momento sonó una campanita y Ayala se dirigió a Fernando:

—Acompáñeme, que don Luis puede recibirle ya.

Casares se despidió, tenía que poner en orden miles de asuntos pendientes, y Fernando entró en el despacho de su amigo. En cuanto el ministro lo vio, se levantó y lo abrazó con efusividad.

—Siéntate, por favor, y dime a qué se debe tu visita. Nunca vienes a verme así, tan de mañana, y solo, además. Espero que Katerina y los chicos estén todos bien.

Luis se sentó en uno de los butacones situados frente a la chimenea y le señaló a Fernando el que había a su lado. Estaba en zapatillas, aunque llevaba traje de chaqueta y corbata, impoluto y bien planchado.

—¡Ay, Luis! Mi buen amigo, perdóname, que ya sé que bastante tienes con lo que tienes para que yo venga a preocuparte con mis cosas, pero yo valoro mucho tu criterio. Y Katerina me ha pedido que te consulte. Están bien todos, a Dios gracias. Te manda un abrazo muy fuerte.

—Me alegro mucho. Pero cuéntame qué te preocupa. Qué manía de los eslavos de no ir al grano.

—Soy medio español, Luis, de eslavo solo tengo la mujer. Esto es muy importante pero me cuesta mucho arrancar. Antes tienes que decirme qué tal han ido tus asuntos fuera. Me ha costado casi un mes concertar una cita, desde el entierro de Masaryk.

—Para lo que he hecho, mejor me habría quedado aquí, tan pancho. En Ginebra, amigo mío, y luego fui también a las Cortes en Valencia. Las sesiones del Consejo Nacional son agotadoras como pocas. Estoy exhausto. He tenido que hacer llegar al presidente Benes, a través de Ayala, las conferencias privadas con los excelentísimos delegados, incluso estando de viaje. Si es que no hay manera de ponerlos de nuestra parte. Hablo para las puertas…, ni siquiera sé si voy a conseguir los votos para seguir en la Asamblea de Naciones. En fin, Fernando, dime ya qué quieres; si puedo ayudarte, sabes que lo haré encantado.

—En realidad, son dos asuntos; el primero es algo complejo, una intuición más que otra cosa, pero me tiene muy preocupado. Estoy convencido de que Alemania podría provocar en breve una guerra y que deberíamos irnos de Praga. Pero Katerina dice que no pasará nada. Ella es checoslovaca, lleva en la sangre muchos años de dominio alemán y se niega a aceptar que puedan quedarse otra vez con su país. Pero yo no puedo evitar darle vueltas.

El ministro de España en Praga sonrió pero, tras su sonrisa, Fernando creyó percibir una tristeza amarga.

—Es curioso, amigo mío, eso es lo que yo pensaba cuando comenzó la guerra: que el resto de potencias democráticas, los buenos que dice mi sobrina, nos ayudarían a impedir que los malos nos sacudieran. Pero van y se ponen del lado de los malos, no de iure pero sí de facto. Blum se saca de la manga la política de no intervención y nos deja en bragas. Que sí, que parece que ahora con Chautemps esa postura se ha suavizado y, a hurtadillas, están dejando que nos pasen a través de Francia material y armas de contrabando, pero a buenas horas mangas verdes. Así que siento tener que decirte que ese razonamiento tuyo no es válido. Yo permanezco aquí porque es mi deber, pero Europa entrará en guerra en breve.

Mi padrebís era demasiado visceral para aceptar una respuesta que esperaba aunque no deseaba oír.

—Pero estamos en el siglo XX, no puede ser que se repita la misma barbaridad de la Gran Guerra. No debe ser, Luis.

—Pues es, te aseguro que es. El mundo ya lo está permitiendo. La política no sabe de justicia. En este último viaje he tenido otra entrevista con Blum, magnífico gobernante de esa potencia democrática y fuerte en la que tú confías. Los franceses están de acuerdo con la no intervención porque no desean que las cosas cambien, como tampoco lo desean los ingleses. Es así de triste.

En ese momento Fernando ya estaba arrepentido de haber ido a molestar a su amigo, sobre todo por culpa mía. Yo le desconcertaba, en realidad temía mi sexto sentido para conocer a las personas y el acierto de mis intuiciones. Y me había visto tan preocupada por la situación en Praga que había llegado a asustarse. Aunque a mí no me lo reconociera.

Luis se levantó y se acercó a la pared. Una de las cajas de cristal estaba desnivelada y la mariposa de las alas atigradas se veía girada hacia un lado. La movió hasta dejarla horizontal y se sentó otra vez junto a Fernando.

—Esa es mi preferida. La cacé en Francia, una maravilla rarísima y preciosa. Su ciclo de vida dura justo tres meses; cuando coincide que se hace adulta en primavera, busca un macho que la fecunde y una vez que pone los huevos se suicida arrojándose siempre a un lago o un lugar similar. Observar miles de cadáveres, con esos colores tan bellos, sobre las aguas, a finales de abril es siempre un espectáculo muy triste, pero infinitamente hermoso.

Fernando miró la mariposa. Se imaginó muchas como ella lanzándose a morir siguiendo solo su destino o su naturaleza.

—Alemania, Italia y Portugal nos ahogan. No nos han dejado más remedio que acudir a los soviéticos y ahora, además de temer a los anarquistas, que son un invento muy español, nos acusan de vendernos a los comunistas. Pero Negrín y Prieto son hombres de una gran independencia, jamás se doblegarían. Los soviéticos no nos regalan nada, ¿sabes? La miseria que nos venden, casi todo sobras que se les quedan viejas, nos la cobran a precio de oro. Pero discúlpame. Esto no es lo que vienes a escuchar. Al final, ¿ves?, eres tú mi paño de lágrimas en lugar de yo tu consejero.

—Lo que me cuentas me reafirma en mi temor. Todos creemos que estamos protegidos por la razón, pero la razón parece que no entiende de honestidad. Que Francia e Inglaterra permitan que Hitler invada Europa, incluida Checoslovaquia, solo depende de qué frontera desee traspasar. Mientras no sean la francesa o la británica, puede que nos abandonen a su suerte.

—En realidad, ya lo han hecho, Fernando. Hitler invadió Renania hace dos años, se pasaron el Tratado de Versalles por donde les dio la gana y nadie hizo nada por impedirlo. A los franceses no les vino bien defender a sus aliados, no fuera a ser que el presidente electo tuviera que empezar su elección con una guerra, y a los ingleses les pilló de fin de semana. Pero ten en cuenta más opiniones, no todos creen que la guerra sea inminente. Por ejemplo, Benes no opina así, y él es un hombre muy cabal.

—Bastante tiene nuestro presidente con contener a los partidos de derechas. Ahora está muy presionado por ellos, por Hodza del Partido Agrario y también por el Frente Patriótico de los Alemanes. Me sirve mucho más vuestra experiencia.

—Pero él es un gran conocedor de la política mundial. Y justo en la cuestión de la guerra en Europa opinamos diferente. Quizás te convenga escucharlo. No sé, Fernando, es imposible adivinar si Alemania provocará un conflicto tan grave. Su situación no es la mejor para salir vencedores, sufren una gran crisis, sus impuestos son muy altos, incluso están pasando hambre, carecen de materias primas, no producen algunos materiales que necesitarían en el caso de que la guerra se alargara… Sería también muy costosa para ellos. En fin…, yo podría equivocarme.

—Y, dime, ¿qué harías tú si estuvieras en mi lugar?

Luis Jiménez de Asúa se acercó a su amigo Fernando y le puso las dos manos sobre los hombros. Le contestó mirándole de frente.

—Irme. Coge a tus hijos y a Katerina y vete de Checoslovaquia. A América, si es posible. Podríais intentar vender vuestras propiedades durante unos meses y cruzar los dedos. Yo te avisaré si veo que debes salir cuanto antes. Además, piensa que tú eres judío, sefardí, pero judío.

—Ya sabes que no practico. Sobre todo desde que mis padres se fueron.

—Los alemanes no preguntan si eres creyente, ni si practicas o si tan solo tienes un apellido hebreo. —Luis se volvió a sentar—. Y tú, Fernando, eres un judío de raza, de una de las más antiguas, de las que expulsaron de España en la primera hornada de barbaridades varias. Debéis tener mucho cuidado.

—Nosotros no le hemos hecho mal a nadie.

—Nosotros tampoco. El mundo funciona al revés. Y la justicia solo se aplica si el mundo está del derecho. En un mundo del revés, solo cabe ponerse a cubierto. Un hombre íntegro cumplirá un pacto y está en desventaja ante un hombre sin honor, porque este siempre tiene la posibilidad de jugar sucio. Por eso los idealistas perdemos continuamente, porque tenemos principios. Los sublevados se valen de las peores artimañas para conseguir sus fines, que a saber cuáles serán de verdad los objetivos de Franco. Y así seguimos: Krofta era un cobarde y Fierlinger nos apoyaba pero ya no está. Su sustituto, Pavlú, no nos ayudará. No pintamos nada en París, que es donde se mueven los hilos de la diplomacia exterior y en España esta situación se les ha ido de las manos. Mira todos estos papeles —Luis señaló una pila de papeles de casi un metro a su espalda—. Son los malditos informes: gastos detallados, recortes de periódicos, toda nuestra actividad, indagaciones del Servicio de Investigación, publicaciones del Servicio de Prensa, política exterior… Todo está en estas copias en papel carbón. Pero casi siempre recibo la callada por respuesta.

Fernando se percató de que Luis tenía lágrimas en los ojos. Eran las suyas lágrimas de impotencia, casi imperceptibles, pero muy dolorosas. Llamaron a la puerta y enseguida se recompuso. Ayala se asomó tímidamente.

—¿Qué ocurre ahora?

—Otro alucinado —respondió el secretario.

—Y este qué quiere, ¿alistarse voluntario a las Brigadas Internacionales o vendernos armamento último modelo?

—No, este es más original. Tiene la solución para ganar la guerra en menos de quince días.

—Dígale que pase. Nos vendrá bien una solución rápida.

—Sabía que iba usted a decir eso.

—Y luego dígale al portero que como vuelva a dejar pasar a un alucinado de estos lo mando con cajas destempladas de vuelta a España, a la zona sublevada, en algún lugar lindando con Zaragoza, y allá se las apañe.

Un hombre con el pelo sucio y los ojos vidriosos entró mirando al suelo; daba vueltas a su gorra entre las manos; sus pantalones eran tan cortos que las rodillas quedaban al descubierto, rugosas y salpicadas de infinidad de costras rosáceas y polvo.

—Dígame, cuánto va a costarme esta información suya tan vital —preguntó Asúa.

—¿Por quién me toma usted? Por supuesto, no le costará nada, solo quiero que los fascistas no invadan el mundo.

—Muy bien, hombre, muy bien. Mi amigo y yo justamente estábamos hablando de eso. Nosotros tampoco lo queremos. Adelante. —El iluminado seguía mirando al suelo—. Vamos, cuénteme su idea, tengo la seguridad de que funcionará.

—Muchas de las bombas que arrojan los aviones sobre el enemigo no caen donde deberían, ¿es así? —El individuo guiñó los ojos y miró alrededor, quizás podría escucharlo algún espía. Cuando se aseguró de que no había nadie más que ellos en la sala, bajó el tono de voz antes de proseguir—: Pues la solución es sencilla: solo deben hacerlas descender con un alambre y esperar hasta que el avión pase justo por encima del objetivo y entonces, soltarlas. Caerán siempre donde deben.

Ayala miró a don Luis. Ambos parecían acostumbrados a escuchar ideas semejantes; no movieron ni una ceja. Fernando, sin embargo, no pudo evitar una carcajada, que no se oyó con toda su sonoridad porque en la calle de enfrente el claxon de un automóvil había servido para espantar a las palomas y acallar hasta las malas conciencias.

—Pues sí, señor, no sé cómo no se nos había ocurrido, es una idea magnífica. No sabe lo que mi secretario y yo mismo le agradecemos su sugerencia. Tenga por seguro que la estudiaremos sin falta. Y antes de salir, no se olvide de dejarle al portero sus datos para que podamos localizarlo y agradecerle su idea si tiene éxito, como parece que ocurrirá sin duda.

Al pobre diablo se le encendió la mirada. Parpadeaba sin cesar cuando salió de la habitación con una gran sonrisa, tras haber estrechado con fuerza las manos de Ayala, de don Luis y hasta de Fernando. El secretario lo acompañó hasta la puerta de la calle para asegurarse de que no se desviara.

—Todas las semanas tenemos a varios así. La Policía checa les llama «agentes provocadores». En alguna ocasión les hemos enviado a alguno parecido o de los que dan más grima incluso, los espías de las juventudes hitlerianas que no saben ni espiar, leche, y terminan en la cárcel.

—Y ¿son todos como este?

—¡Uy!, qué va, este es inofensivo. Los hay muchísimo peores. Pero me has dicho que querías algo más de mí.

—Sí, sí, es cierto, ya se me olvidaba. El segundo asunto es mi primo Víctor. Trabaja con vosotros. Su señora, Mérida Ortega, es la hija del jefe de misión español en Polonia, quizás hayas tenido el gusto de conocerla. En el entierro de Masaryk ella habló con Katerina, estaba muy preocupada por mi primo, pero es que ahora resulta que además lleva sin dar señales de vida desde entonces. ¿Por casualidad no lo habréis mandado a algún sitio durante este tiempo y mi querido primo no le ha dicho nada a su esposa?

—Supongo entonces que aún no te han avisado. Ya me había extrañado que no me dijeras nada, pero como el luto es tan de uno y se lleva de modos tan distintos… Yo iba a… En fin… ¿No quieres una copa?

—¿Luto? ¿Una copa? No, muchas gracias. Aún no he desayunado.

—Espera un momento, que ahora mismo vuelvo.

Luis se levantó del asiento y se dirigió hacia un mueblecito estilo Luis XVI sobre el que resaltaba un gramófono de madera con los mandos de nácar. Levantó el cabezal y lo puso en marcha. Empezó a sonar una música que, al principio, Fernando no supo identificar. Su amigo se dirigió hacia la puerta y salió del despacho sin mediar más palabra. Regresó a los pocos minutos con dos vasos hasta arriba de whisky con hielo.

—Toma, bebe.

—Yo no bebo a estas horas; de verdad, si me tomo esto, no sabré encontrar ni la puerta de mi casa. ¿Qué es eso del luto?

—Yo tampoco, pero es mejor que te lo tomes. Al menos dale un par de tragos. Mejor que sea yo quien te dé una mala noticia. Supongo que su viuda no habrá tenido tiempo de comunicároslo todavía.

—¿Su viuda? ¿Qué viuda? ¿Mi primo Víctor ha muerto? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Cómo lo sabes?

—No te alteres, bebe un poco. Es cierto que llevaba unas semanas desaparecido, nosotros no lo advertimos hasta que quisimos ponernos en contacto con él para hablarle sobre un asunto que teníamos pendiente. Pero tampoco nos extrañó. Lo cierto es que tu primo era un hombre muy bien relacionado, lo conocían en demasiados ámbitos y no todos recomendables. Pero eso a veces viene muy bien para su oficio, no nos había parecido peligroso. Lo encontraron muerto, asfixiado. Y quien lo mató se tomó muchas molestias para que no fuera fácil: lo arrojaron al río con una cadena muy pesada enrollada al tronco y las piernas. Pero el asesino no contó con que antes de caer se engancharía en uno de los árboles y no llegó a sumergirse. Llevaba varios días allí; lo más probable es que lo hicieran de noche y no vieran ni dónde cayó o quizás tampoco les importara demasiado. Seguramente no eran profesionales.

Fernando miró los cuadros colgados en el despacho. En los óleos se distinguían las pinceladas. La litografía de un tal Picasso era fabulosa. Nunca se hubiera imaginado que tendría que escuchar cómo le comunicaban la muerte de alguien a quien alguna vez había querido mientras intentaba reconocer si la música que escuchaba era la Quinta Sinfonía de Beethoven y, mucho menos, que solo sentiría un agudo pinchazo en el vientre y los labios resecos. Como si estuviera helando alrededor.

—¿Quién lo encontró? —consiguió balbucear.

—Una pareja que tenía interés en perderse entre los árboles. Menudo susto se llevaron. La Policía checoslovaca está investigando pero, tal como lo hallaron, está claro que lo han asesinado. Tu primo debía mucho dinero a varias mafias. Jamás habría pensado que fuera así, incluso era muy buen periodista, para mi gusto, de los mejores con los que hemos colaborado. Creemos además que era otras muchas cosas. Incluso hemos llegado a pensar que estaba con nosotros para ofrecer información a Lázaro. Aunque ha perdido el tiempo, menudos somos aquí. La Policía lo va a tener muy difícil para esclarecer su muerte. Pero es tu primo, no deseo contrariarte. Y créeme que lo siento mucho. Ayala debe de estar preparando ya la carta de pésame a su viuda. Voy a pedirte un taxi. Ahora vuelvo.

Fernando siguió dando sorbos del vaso que Luis le había ofrecido. Enseguida tuvo que sentarse. No le salió ni una lágrima. Al cabo de unos minutos, su amigo regresó y él se dejó acompañar hasta la puerta, donde esperaron callados hasta que llegó el automóvil. Ni miró a Luis al despedirse, solo podía pensar en Víctor, en lo que fueron alguna vez. El taxista lo observó por el retrovisor cuando, por fin, se llevó las manos a la cara y lloró.

Al entrar en su casa, mi padre de este mundo se sentó en el sillón y hundió la cabeza en el respaldo. No sabía cómo contárselo a Katerina. Pero al final no le hizo falta: Mérida había ido a darles la triste noticia mientras él estaba con Luis.

—Estaba deshecha, pobrecita. No paraba de llorar. No supe qué decirle, Fernando, me siento culpable. —Katerina terminó la frase con un gemido quejumbroso.

Era curioso que sintiera lástima de otra persona cuando ella misma daba pena. Fernando intentó por todos los medios que no notara su propia angustia.

—¿Culpable? ¿Por qué vas a tener tú la culpa de algo que solo se ha buscado él? A saber en qué líos estaría metido. Lo que Luis me ha contado de él me ha dado hasta miedo. Y mejor que mis pobres tíos no hayan tenido que ver en lo que se había convertido su hijo.

Katerina se abrazó a Fernando. Tenía bien presente mi advertencia, le llevaba atormentando desde que supo que Víctor había desaparecido. Si me hubiera hecho caso, seguiría vivo. Y esa certeza le dolía tanto como no poder explicársela a su marido. Se acurrucó entre sus brazos y se quedó allí, llorando. Estaba segura de que no la creería y, entonces, ¿de qué le serviría confesárselo? ¿Solo para conseguir rebajar esa culpa porque le diría que todo eso era una tontería? Sí, quizá necesitaba oírlo, pero también supo que no deseaba levantar en él ni la más mínima duda sobre mí. No quería que mi padrebís recordara a la verdadera Noa y, sobre todo, no quería que recordara que hacía mucho tiempo que la había olvidado. Fernando le acarició el pelo y la besó en la mejilla.

—Venga, anda, deja de llorar, que ya no podemos solucionar nada. ¿Y los chicos? No han salido a saludarme, cada día son más ariscos. Están creciendo muy rápido.

Katerina intentó sonreír pero le salió tan solo una mueca extraña, de Mona Lisa checoslovaca.

—No digas eso, Fernando; Gabriel salió esta tarde con sus amigos, Daniella está echándose la siesta y Noa está con Armando, en el estudio. La está pintando por fin; me inquieta ese joven, es tan callado que parece como si estuviera muerto.

—¿No exageras un poco? Y no me negarás que también es muy bueno. Los retratos de Gabriel y de Daniella han quedado muy bien, son ellos, aunque no sean realistas, se les ve en esas pinturas, se ve cómo son, cómo sienten. Es un artista, Katerina, un artista de verdad. Tiene algo especial. Y no es caro, por cierto.

Katerina y Fernando se quedaron sentados abrazados el uno sintiendo el calor del otro y, mientras, al otro lado de la gran casona, Armando estaba intentando hacer gala de la fe que en él habían puesto. Pero le resultaba difícil. Al tenerme allí sentada frente a él, mirándolo por primera vez a los ojos como me había pedido, se bloqueó. No era capaz de dibujar esos bellos rasgos, esos ojos de un color imposible de describir incluso para un pintor, esos labios jugosos, esas manos que parecían tan hábiles como las de las sacerdotisas del templo del amor. Armando me miraba fijamente y luego intentaba traspasar al lienzo lo que su mente había captado, pero no era capaz, no podía dejar de pensar en otra cosa. Cada pincelada que daba se la imaginaba aplicándola sobre mi propia piel; cada mísera sombra que iluminaba, era su lengua que me lamía; cada pigmento que esparcía, sus manos que me acariciaban. Tan obsesionado seguía conmigo que no podía concentrarse. Y yo obedecía sus indicaciones sin rechistar. Como mi dios particular.

El sol estaba empezando a esconderse y la luz se teñía ya del color de la otra mitad de la Tierra. Sin moverme de la postura en que él me había colocado, sentada sobre el sofá, con las manos sobre los muslos, el cuello asomando por la camisa entreabierta y el pelo rozándome los pechos, le hablé en voz baja, en el mínimo tono suficiente para que me escuchara.

—No sigas sufriendo. Yo te daré la esmeralda.

Armando se me quedó mirando con el pincel suspendido en el aire y una mueca de asombro. Vi su alma, pero no me asustó.

—¿Qué has dicho?

—La esmeralda. Yo sé dónde está. Te la daré si no vuelves más a esta casa y no haces daño a mi familia.

Él metió el pincel mojado de óleo en el recipiente que contenía el aguarrás. Luego tomó varias hojas de papel de periódico y lo restregó bien, y repitió la operación hasta que consiguió dejarlo sin una traza de pintura. Yo lo observaba. En mis ojos, dos luces fulguraban. Eran la vida y la sabiduría.

—¿Por qué iba a hacer eso? Puedo tener la esmeralda y puedo seguir aquí, contigo. Te deseo más a ti que a la esmeralda. Sé que lo sabes.

—Te será más fácil tener la esmeralda que a mí. Sé que lo sabes.

Armando se acercó. Le sostuve la mirada. Era profunda y enigmática, como un batir de olas en una playa desierta. Me apartó el pelo. Deseaba corroborar lo que había intuido desde que me conoció, que detrás de esa apariencia de frialdad y hasta rechazo, se escondía una mujer deseosa de ser amada. Lo miré a los ojos y me cerré a su búsqueda, no quería que me descubriera. Pasó los dedos índice y anular lentamente desde mi frente hasta mis labios, cerrados y húmedos. No me moví, no temblé, no me estremecí. Volvió a hacerlo. Después, muy despacio, siguió bajando por la línea del centro de mi cuerpo, la que marcaba de modo invisible a todas las brujas desde el inicio de la humanidad y solo veían aquellos que nos reconocían; deslizó las yemas por ella, desde mi barbilla y mi cuello hasta llegar al torso; me desabrochó los botones de la camisa, la abrió por completo y siguió bajando despacio por esa línea fabulosa hasta llegar a mis pechos; me retiró a los lados el sostén y rozó mis senos hasta llegar primero a un pezón y luego al otro. Yo presentía su boca y olía su deseo. Por fin supe lo que era, lo que añoraba una mujer que estaba siendo amada. O una bruja profanada.

Era extraño: ya no sentía miedo; tampoco amor. Mis pezones, erectos, esperaban su lengua y él me la dio. Cerré los ojos y me concentré en su saliva y en el contacto de sus labios vibrando alrededor de los montículos de piel erizada en la aureola. Entonces se separó de mí y se arrodilló, me subió la falda, me abrió las piernas y fue ascendiendo con las dos manos poco a poco por los muslos, rozándomelos con las palmas abiertas, hasta llegar a mi vientre. Se detuvo allí. Se metió los dedos en la boca y los lamió, me retiró a un lado las bragas y me acarició. Respiré hondo hasta tres veces y entonces junté con fuerza las rodillas, lo agarré de la frente y le levanté el rostro hasta que volvió a mirarme a los ojos.

Quizá alguien como él estaría a salvo de la maldición. Advertí entonces la potente sensación de alivio que me invadía, como si, de repente, todos mis temores hubieran desaparecido y lo único que me importara de verdad fuera vencer a Neeja. Poder amar. Y ser amada.

—No volverás a hacer eso si yo no te lo pido. Jamás. Te daré la esmeralda y no me tendrás hasta que yo te lo ordene. Y si vuelves a mí sin que yo te haya llamado, jamás seré para ti.

Armando nunca había sentido un deseo tan descontrolado e irrefrenable. Quería desnudarme, tocarme, besarme, lamer cada minúscula promesa de ese cuerpo que no había sido jamás de nadie. Ni de ningún hombre, ni de ningún dios. Quería poseerme hasta que me hiciera gemir y cayera indefensa a su lado, hasta que estuviera tan satisfecha que, aun exhausta, lo siguiera llamando. Pero se separó de mí y asintió con la cabeza. Supo que no le mentía y que estaba obligado a obedecerme.

—De acuerdo, tráemela. Ahora.

Me subí las bragas y la falda, me abotoné la blusa y salí de la habitación. En unos minutos, regresé con la piedra, cogí su mano, la coloqué con la palma hacia arriba, la acaricié y dejé caer en ella la esmeralda. Era muy grande, casi del tamaño de una raíz de loto, y brillaba como solo había visto centellear a los Devas habitantes del plano astral en el sendero entre los dos mundos.

—Ahora tienes que irte. Cumplirás tu parte del pacto y no harás daño a mi familia. No volverás a buscarme mientras ellos estén cerca de mí. Y si me desobedeces, aunque me persigas por la Tierra y por el Cielo, jamás volverás a tocarme.