Una corona de rosas rojas para Masaryk y otros

Si Carlos IV, el emperador del Sacro Imperio y rey de Bohemia nacido en Praga, siguiendo la recomendación de los astrólogos de la corte, realmente ordenó comenzar la construcción del puente que separaba las dos ciudades el año 1357, el día 9 del mes de julio a las 5:31 de la madrugada, podría haber sido tan solo por un juego de números macabro, que el gran rey fuera un supersticioso incorregible o solo una coincidencia. También podría tratarse únicamente de una de las tantas leyendas que la Ciudad Hermosa a orillas del Moldava repartía a diestro y siniestro entre sus habitantes y sus muchos admiradores; como la que rezaba que en la unión de los bloques de piedra que lo sostenían se habían usado yemas de huevo para fortalecer la argamasa, en una época en la que las gallinas debían de pasar hambre como el que más y lo normal era pensar que no darían para tanto huevo. Pero, leyenda o no, cada vez que Daniella pasaba cerca del impresionante puente de las treinta y una estatuas o lo atravesaba, le pedía a su madre que se las repetiera; esas y tantas otras que, a veces, hasta cansaba oírlas.

La noche anterior, después de contarle a mi hermanabís otras tres leyendas para que accediera a darnos la ronda de besos y a dejarnos salir por fin, Fernando y Katerina la habían dejado a cargo de la institutriz de Gerard e Ilse, el médico y su esposa que vivían en la casa de al lado. La niñera se ocuparía de la niña y de los tres hijos de la pareja para la que trabajaba mientras esta asistía, como toda Praga, al entierro del gran Masaryk, el libertador de la República Checoslovaca. El héroe nacional había muerto de una larga enfermedad y todos querían ir a llorarle. La niña no había puesto ninguna pega a quedarse a dormir allí, ya lo había hecho otras veces, cuando sus padres lo habían necesitado por alguna razón muy especial. Sus tres vecinos le parecían de lo más divertido, sobre todo el pequeño, de su misma edad e ideas más que geniales.

Desde muy temprano por la mañana, Armando Iglesias había esperado con paciencia escondido detrás de los árboles, lo bastante cerca como para poder comprobar que salíamos todos y también lo bastante lejos como para no delatar su presencia. El pintor miraba los parterres del jardín y las ventanas de la gran casa, repletos de plantas. Por un instante, visualizó a su madre cuidándolas: la balsamina, florida, pero carente de perfume; otra que llamaban bazalka, de penetrante olor y hojas robustas que en cuanto se cortaban se ponían mustias; los rosales, con los capullos todavía minúsculos junto a las brillantes hojas; la hierba moscata, que solo crecía en ese lado del río; las mágicas fucsias, tan pagadas de sí mismas.

Armando nos siguió con la mirada hasta que comprobó que desaparecíamos por el camino; esperaba con nerviosismo que no hubiéramos cambiado de idea y que nos ausentáramos, como le había dicho Fernando unos días antes, para ir a despedir al viejo presidente de blanca barba y gorra de marinero. Gabriel, nuestros padres y yo echamos a andar en dirección al centro. Los ecos de la mañana fría y gris llevaban hasta el jardín fantasmas de redobles de tambor desde el otro lado del Moldava. El pintor se imaginó la carroza con el muerto, los caballos ataviados con plumeros negros, la comitiva andando en un rito ancestral que asociaba la sonoridad de los tambores a lo fúnebre, a lo marcial. Los habitantes de la nación que debía mucho a aquel visionario, por haber convertido en tal a la que hasta entonces solo había sido una provincia del Imperio, habían tomado en tromba las calles para rendirle homenaje. Sin perder tiempo, Armando se dirigió hacia la casa. En una mano apretaba bien la llave que había duplicado hacía semanas, en espera de que llegara esa oportunidad; en la otra, sujetaba un estudio de mi retrato que tenía previsto elaborar en breve, en cuanto terminara el de mi hermano, como coartada por si alguien volvía demasiado pronto. Abrió la pesada reja y la puerta y entró. Al cerrar tras de sí, pasó al estudio improvisado donde llevaba ya varios meses trabajando y dejó allí el pequeño lienzo. Se mantuvo muy atento a cualquier ruido: si los dueños de la casa regresaban antes de tiempo, tendría que salir a través de las ventanas y llamar para pasar a buscar el retrato. Con esa excusa no se vería obligado a arriesgarse a que lo descubrieran intentando huir. Enseguida se puso manos a la obra, el plano antiguo que le habían encargado buscar estaba a la vista, enmarcado en un cuadro con cristal y expuesto en el salón, junto con algunos grabados más de Rykr y de otros artistas cuya firma era apenas reconocible. Pero no podía llevárselo hasta que consiguiera encontrar además la pulsera de granate checo, que tampoco se llevaría ese día: no iba a renunciar a pintarme, ahora que estaba a punto de conseguirlo. Armando había insistido en que yo fuera la siguiente en posar tras Daniella, pero mi huraño hermano, en quien él no tenía el más mínimo interés, tenía que empezar en breve los exámenes para la universidad y no tuvo otro remedio que comenzar su retrato. Poco importó: él no iba a darse por vencido, estaba acostumbrado a que las cosas, si tenía paciencia y ponía en ellas el empeño suficiente, le salieran según lo previsto. Esperaba con expectación el momento en que tuviera que mirarlo a los ojos; cuando me tocara el turno, ya no podría retirarle la vista como hacía siempre. Mi desdén y mi desinterés en su presencia, evidentes para todos, pero sobre todo para el propio Armando, lo alteraban de tal manera que llegaba a su casa siempre con un intenso dolor en la entrepierna y unas ganas tan brutales de arrimarse a una hembra como pocas veces había experimentado. Y ni él mismo se bastaba para calmarse: debía salir sin falta a encontrar a alguna que lo ayudara a enfriarse. Por eso, Armando había terminado buscándose una amiga fija en Praga. Aurora era una mujer un poco mayor que él, de ojos oscuros como el deseo, pechos grandes y culo prieto, mucho más limpia que las prostitutas del Callejón del Oro, y que no le cobraba nunca porque ella disfrutaba con su fogosidad todavía más que él. En su cama pordiosera de amor y rica en goces conseguía aplacar esa sacudida lujuriosa que era incapaz de dominar.

Nada más abrir la puerta, Armando fue derecho a mi habitación. Olía a mí. Se quedó un momento imaginando dónde me desnudaría, dónde dejaría mi ropa, qué me pondría para acostarme, hacia qué lado del colchón miraría, qué sería lo último que pensaría antes de cerrar los ojos. Se acercó a la cama y acarició la almohada muy despacio, con la palma abierta. Un estremecimiento lo recorrió hasta erguirle la piel como las blasfemias de un profeta triste. Introdujo la mano entre las sábanas y la deslizó por el colchón intentando seguir la silueta que trazaría mi cuerpo hermoso cuando me acostara cada noche; después, cerró los ojos e imaginó que lo que acariciaba eran mis muslos, mis pechos, mi vientre. Se desabrochó la bragueta con premura, metió la mano dentro de sus calzones y se tocó. El placer le sacudió en oleadas al imaginar que me poseía. Se recompuso el pantalón y entró en el baño. Abrió el grifo y se lavó las manos y la cara. Se miró al espejo: no se reconoció, ¿por qué se había dejado llevar así? No debería haber entrado en mi habitación, tan solo tenía que haber buscado la pulsera y haberse largado con ella y con el plano lo antes posible. Armando lo sabía. Si yo hubiera sido cualquier otra mujer, así lo habría hecho. Y ese descontrol no era propio de él, siempre tan precavido y tan frío. Solo yo le había hecho sentir esa locura. Solo yo. En toda su vida. Yo le tenía embrujado. Ya solo seguía sus instintos.

Se estaba secando cuando oyó un ruido a su espalda y se giró deprisa. Víctor lo observaba.

—Veo que a ti también te gusta la hija de mi primo. No he querido interrumpirte antes, ha sido de lo más instructivo. La verdad es que haríais buena pareja. Pídele su mano a Fernando, lo mismo te la concede. La chica ya está en edad de merecer.

Armando terminó de secarse la cara y dejó la toalla en su sitio, doblada exactamente como la había encontrado.

—¿Cómo has entrado aquí? Cerré la puerta con llave.

—Por suerte, en esta casa no han cambiado la cerradura desde hace mil años. Fue un regalo de una mujer agradecida.

—¿Qué quieres? Pensé que habrías tenido suficiente.

—Vas a dejar de fastidiarme, Armando. No te has arriesgado a colarte aquí solo para entrar en su habitación y desahogarte delante de su cama, ¿verdad? Estás buscando lo mismo que yo. Te dije que no me intentaras joder, pero no me has hecho caso.

—Vete, Víctor, te lo advierto. No sabes a quién te estás enfrentando.

—Claro que lo sé, te conozco bien. Sé quién te ha traído hasta aquí. Y sé que ahora conozco la forma de quitarte de en medio. Fernando es mi primo, me creerá si le cuento lo que he visto. No volverás a pisar esta casa. No se me había ocurrido, bastaría con sembrar la duda. Pero además es cierto que estás trastornado. Entrar en la habitación de la pobre chica y terminar así. Qué bajo has caído. Aunque te entiendo perfectamente. Quien haya conseguido disfrutar del tesoro que esa mosquita muerta oculta tan bien entre las piernas o esté a punto de lograrlo será un hombre muy afortunado.

—¿Qué quieres? ¿Compartir las ganancias? Yo tengo los contactos que necesitas para vender la pulsera.

Víctor se rio. Así que ese imbécil creía que seguía buscando la pulsera. Solo él debía de conocer la existencia de la esmeralda. Y pensar que a punto estuvo de creer que no merecía la pena seguir con el chantaje a Katerina. Pero Fernando se lo había dejado muy claro: una esmeralda era lo que escondía la muy zorra. Por un momento, pensó en dejar a Armando con la duda y tan solo obligarle a que desapareciera de su vida, pero se acordó del labio roto. Estuvo días poniéndose hielo hasta que dejó de dolerle. Hijo de puta.

—No pienso compartir nada contigo. Este será mi último golpe, no necesitaré más. Con lo que voy a sacar por esto, podré vivir como me dé la gana durante mucho tiempo. No eres más que un don nadie.

—Además de idiota, eres un fantasma, Víctor. Aquí no hay nada tan importante como quieres hacerme creer.

—Claro que lo hay. Mucho más valioso de lo que podrías imaginar. El mapa y la pulsera juntos tienen una décima parte del valor de lo que oculta mi primo en algún lugar de esta casa. Ni en tus mejores sueños podrías imaginarlo. Y además es tan mojigato que no lo habrá vendido. Ahora resulta que es un gallina supersticioso.

Armando miró el reloj. Llevaba menos de una hora en la casa. Podía ver la puerta de entrada, estaba cerrada, como todas las ventanas en las que se había fijado mientras recorría las habitaciones, también las de la sala que se veían desde allí; no había otras viviendas demasiado cerca y la carretera pasaba al otro lado de los árboles, al menos a quince metros del edificio. Por unos instantes, sopesó su situación. Podía simular que renunciaba, permitirle que se fuera y regresar otro día a llevarse lo que estaba buscando. Esa otra cosa tan valiosa no era más que una bravuconada. Y además sabía que Víctor se estaba tirando un farol, que ese pobre fanfarrón no podría decirle nada a Fernando precisamente porque ansiaba más que él mismo lo que habían venido a buscar; también el miedo a que él lo desenmascarara ante su primo le impediría delatarlo.

—De acuerdo, me retiro —dijo Armando—. Te dejo todo esto para ti. A cambio solo quiero seguir pintando a Noa, ¿de acuerdo? Pero dile a quien te espera detrás de la puerta que deje de apuntarme. Sé reconocer cuando tengo delante un enemigo de talla. Me voy y te dejo tranquilo.

—No pensé que fueras tan ingenuo, Armando, estas cosas se hacen solo. Si no, habría que repartir los beneficios. Ya lo has visto, yo lo quiero todo para mí.

Armando se movió con rapidez. En un instante, se colocó detrás de Víctor y lo inmovilizó llevándole un brazo a la espalda con una mano, mientras con la otra le presionaba el cuello. Apretó hasta que primero se le enrojeció el rostro y luego se fue poniendo lívido poco a poco. Notó cómo su cuerpo comenzaba a temblar. Entonces aflojó solo la mano que lo asfixiaba y Víctor empezó a toser, mientras Armando seguía amarrándole con firmeza por detrás.

—Dime qué es eso tan valioso que hay en esta casa si no quieres que vuelva a hacerlo.

—¡Suéltame! ¡Mi primo está a punto de regresar! ¡Suéltame!

Armando apretó de nuevo la mano con que le oprimía la garganta y esta vez esperó un poco más antes de permitir que volviera a tomar aire. Y repitió una tercera, hasta que sintió que su contrincante estaba a punto de perder el sentido. Cuando Víctor recuperó la respiración y la tos cesó, le habló con la voz quebrada:

—Una esmeralda, en la casa hay una esmeralda grande como un huevo.

—¿Dónde está?

—No lo sé, te lo juro. Si lo supiera ya me la habría llevado.

—¿Por qué tienen ellos algo que, según tú, es tan valioso? ¿Cómo sabes que realmente lo es?

—Es una piedra muy antigua, un regalo de una maharaní de la India, su valor es incalculable. Yo la conocí, debías haber visto las piedras que esa pájara llevaba encima. Se la regaló a Katerina hace años, su hermana y su cuñado vivían en Jaipur.

Armando ya había tomado la decisión. Supo de qué lado se había puesto.

—Víctor, te dije que te alejaras de mí. Supongo que ni siquiera entenderás lo que voy a hacer. Pero eres demasiado estúpido para compartir el botín y me meterías en un lío si te dejara vivo.

Víctor no tuvo tiempo de decir nada y, aunque el espanto reflejado en sus pupilas habló por él, Armando no lo había escuchado. Era un miedo innato, el pánico a la muerte, a abandonar este mundo y adentrarse en algo desconocido y, por ello, temible. Tenebroso. No había mayor infierno que desaparecer en la nada. De inmediato sintió de nuevo el fornido brazo alrededor de su cuello aprisionándole la tráquea. El aire dejó de llegarle pero su cerebro seguía funcionando; aún tuvo tiempo de pensar. No había podido tener a Katerina; la muy puta, no lo había tomado en serio. Él no se merecía eso. Sintió una rabia tal que le dio fuerzas para aspirar una brizna de aire antes de sentir que Armando apretaba más fuerte. Se acordó de Mérida, sus pechos en su boca, su vientre todo miel. Había llegado a quererla. Qué imbécil. La voz dulce de su madre llamándolo para comer. Armando seguía apretando. No dejó de hacerlo hasta que notó que Víctor llevaba un rato sin moverse. La muerte no era más que un ruiseñor que dejaba de piar en la Staré Mesto. Armando sintió una gran paz, la misma que le permitía aminorar el ritmo de su respiración y el trote de su corazón después de haberse tirado a Aurora o a cualquier otra. Era un bienestar extraordinario y extraño, que no experimentaba más que en esas dos circunstancias: al matar y al fornicar. En unos segundos, lo dejó caer al suelo, comprobó que el corazón le había dejado de latir y que no respiraba, lo arrastró por los pies hasta la entrada y buscó el teléfono; debía darse prisa. Marcó el número del mesón Los tres osos, se lo sabía de memoria, como todos los detalles importantes de las personas que podrían servirle. Pável descolgó enseguida.

—Es hora de que me devuelvas alguno de los favores que me debes. —Armando se calló un instante. Miró al suelo.

Víctor tenía los ojos abiertos y una expresión de incredulidad en ellos. Seguro que ahora ya sí le creía.

Cuando terminó de dar las instrucciones por teléfono, recorrió la casa escudriñando cada rincón, para intentar averiguar el paradero de la piedra. Entró en todas las habitaciones, sin detenerse hasta que llegó de nuevo a la mía. Sentía que quería quedarse allí. Le costó salir. Se dirigió al despacho. Descolgó los cuadros en busca de alguna caja de caudales pero no encontró ninguna. La gran biblioteca cuajada de libros de todos los tamaños podría tener un escondite. Salió e intentó sopesar el grosor de la pared. Quizás cupiera incrustada en ella. Anotó mentalmente el lugar. Volvió dentro y abrió los cajones del escritorio y del armario. No estaban cerrados pero no encontró nada que le pareciera de valor: papeles, facturas, una pluma con sus receptáculos para la tinta y el agua, una gran carpeta de piel llena de grabados antiguos, quizás de valor pero no lo que buscaba. Fue a la habitación de Fernando y Katerina. Quizás en el colchón; Armando desestimó la idea: no serían tan estúpidos de poner en peligro aquella cama tan fabulosa con un escondite tan obvio. Reparó en el tocador con un gran espejo y un cajón de lado a lado, estrecho pero suficiente para contener lo que buscaba. En la pared de enfrente un gran armario lleno de recovecos. Quizás ahí. Miró de nuevo el reloj, tenía que irse, el entierro duraría toda la mañana, pero podían regresar antes de que terminara la ceremonia. Antes de salir, miró dentro de las mesillas y rebuscó, con mucho cuidado de no cambiar nada de sitio. Hizo lo mismo con el tocador; el reflejo de su cara en el espejo le devolvió la imagen de un hombre normal, joven, de vivos ojos almendrados y pestañas largas, labios abultados y piel que olía a yema mezclada con cerveza. A otros, esos rasgos les habrían bastado para resultar atractivos, pero esos otros no conocían el infierno. Se sorprendió de que sus demonios no se reflejaran entre los brillos del cristal.

Siguió su búsqueda infructuosa. A punto de darse por vencido, entró en el despacho y se dirigió a las vitrinas. ¡Por fin, algo interesante! Tomó el cofre de nácar, lo abrió y encontró una pulsera como la que le había descrito Víctor: la joya de Katerina. Pero él no se hubiera arriesgado a seguirlo hasta allí si la esmeralda no existiera. Ya podía llevarse lo que le había llevado a esa casa, el mapa y la pulsera, le pagarían suficiente para desaparecer una temporada, quizás incluso volver a España cuando terminara la guerra. Pero mi imagen atravesó rauda su mente. Guardó la pulsera en la caja y se dirigió a la entrada. Víctor seguía tirado en el mismo sitio. Abrió la puerta de la calle y la dejó entornada antes de bajar las escaleras para llegar al jardín. Ya no se oían tambores, tan solo el latir de su corazón, excitado como si acabara de hacerme el amor. Ni asomo en él de culpa ni de arrepentimiento. Eso solo lo experimentan los débiles y los que no saben luchar por sí mismos. Aceleró la marcha hasta que llegó a la Ciudad Vieja y se encontró con la muchedumbre, que todavía se agolpaba a los dos lados de la calzada a la espera de la comitiva con el féretro. Se abrió paso a duras penas entre la abigarrada multitud. Llegó hasta la plaza y se quedó allí, en alto, y se dio cuenta de que, otra vez, me buscaba. Siempre me buscaba. Tan solo ansiaba encontrarse con la mujer bruja, con la bruja hindú.

Y yo, ajena a la miseria de los hombres, seguía todavía el paso de la procesión. Katerina había tenido razón: el mejor sitio para verlos era el salón de té Julis, en la Vaclavske Námestí. Entre carritos de exquisitos pasteles y bollos habíamos visto pasar la carroza con el muerto, los caballos y, en ese momento, los hombres uniformados. La gente lloraba sentada ante sus mesas mientras se terminaba de beber el té; estaba siendo tan larga la marcha que los estómagos no aguantaban.

La ceremonia había empezado antes de las nueve, cuando el séquito de personalidades llegó al patio del castillo. Allí se había celebrado el primer acto del entierro. Después habían sacado el féretro y lo habían colocado en el catafalco, en la carroza que lo llevaría una buena parte del camino. Un compungido Benes murmuró una oración. Yo solo había asistido a un entierro en mi vida; antes de llegar a Europa, todo fue mucho más sencillo, el fuego se comía los cuerpos y sus miserias, al mismo tiempo, en una pira que se consumía junto con sus huesos y las flores naranjas y amarillas que cubrían, como un manto de luz, los cadáveres vestidos con sus prendas más hermosas, si es que las tenían. Y aquel único entierro que yo había presenciado no había sido de verdad, solo el de la muñeca de Noa en su caja diminuta, aunque sí lo fue la oración y, mucho más, el dolor.

Tras el rezo de Benes, el cortejo bajó desde el castillo hasta la Nové Mesto. Recorrieron las calles más importantes, las más vetustas, pasaron frente al Parlamento, cruzaron la plaza del Viejo Ayuntamiento y por delante del Teatro Nacional. Ese recorrido era el inverso al que el viejo Masaryk había realizado cuando llegó a la ciudad desde el extranjero para ejercer de presidente de la República, los habitantes de Praga se lo conocían al dedillo y no cabía ni una sola alma más en las calles. Al llegar a la estación, el féretro se pasó a otro catafalco y el anciano presidente fue honrado por sus queridos legionarios rusos, a quienes él había conferido tal categoría dentro del Ejército checoslovaco.

Me alegré de que Daniella se hubiera quedado en casa de la vecina; en ese momento en el que a mí ya me dolía la cabeza después de varias horas de oír redobles de tambores, estarían comiendo. Pero ya quedaba menos, no asistiríamos al entierro real, que se celebraría en Lany, donde también yacía la mujer de Masaryk. Jamás había visto llorar a tantos a la vez. Aunque no todas las lágrimas eran iguales. Había lágrimas auténticas y lágrimas de niebla; lágrimas que desaparecían al mirar a otro lado, lágrimas de viento y lágrimas de humo; lágrimas azules de los que querían que se los viera bien y lágrimas blancas de los que preferirían desaparecer. Las mías eran tan solo lágrimas sinceras.

Cuando el último de los soldados desapareció calle abajo, la gente empezó a moverse en todas direcciones. Nosotros también salimos del salón y nos dirigimos a Karlovo Námestí; allí seguirían durante un rato las personalidades que habían querido despedir a Masaryk: muchas caras conocidas, amigos de Katerina y de Fernando, el Gobierno checoslovaco al completo, influyentes magnates de la potente industria armamentística y de la cervecera. Las eminencias de la Europa democrática seguirían también allí, rindiendo tributo al viejo presidente acompañados de muchos de los embajadores de sus países; reconocí a Luis Jiménez de Asúa y a su esposa María, a Luis Álvarez del Vayo y a su esposa Mercedes, a Francisco Ayala y a Casares. Fernando y Katerina abrazaron tímidamente a Luis y a María, y mi padrebís le preguntó a Asúa quién era aquel hombre con bigotes que lloraba sin consuelo en la tribuna de autoridades.

—León Blum, es el jefe del Gobierno francés, precisamente esta tarde vendrá a la embajada. Para nada, porque no sirve para nada, pero allá estaremos a ver si cambia su actitud sobre la no intervención que nos está machacando.

—¿Todavía sigues así?

Los ojos de Luis se hundían en unas ojeras grises como el pelo de la barba de mono.

—Y lo que te rondaré, morena… Disculpad, es una frase española. Sí, seguimos así y lo que nos queda.

Dejé de oír entonces el retumbo de los tambores y la plaza empezó a quedarse vacía. Alguien me agarró del antebrazo. Mérida estaba preciosa incluso con su vestido tan decoroso. La había visto antes desde el salón, pero ni Katerina ni yo habíamos salido a saludarla. Confiábamos en pasar desapercibidas y en no tener que volver a ver a su espantoso marido. Me dio tres besos y otros tres a Katerina. Tenía los ojos rojos y ningún maquillaje en el rostro. Y seguía oliendo a rosas y a romero, como si quisiera casarse de nuevo; en Praga esa planta aromática se usaba tanto en las bodas como en los entierros —ese día muchos llevaban unas hojitas en la mano—, también para buscar novio: las muchachas casaderas arrojaban un ramito al río y cantaban luego una canción para pedir que su prometido lo tomara y con él se casaran al año siguiente. Mérida habló en voz muy baja a Katerina, casi tartamudeando:

—Menos mal que os he encontrado, si no, habría ido luego a vuestra casa. Necesito hablar contigo, Katerina, tengo que preguntarte algo muy importante.

—Tú dirás.

—Es sobre Víctor, mi marido.

—No creo que yo pueda responderte a nada sobre él. Hacía mucho tiempo que habíamos perdido el contacto.

—Está muy raro últimamente, apenas duerme ni come. Tampoco me toca tanto como antes. Voy a serte muy franca. Espero que comprendas por qué lo hago y no te ofendas. —Mérida se colocó el flequillo como si lo tuviera despeinado y suspiró—. Sé que está obsesionado contigo, Katerina. Lo sé desde antes de casarme con él. Pensé que solo sería una idealización, que al volver a verte después de tantos años la obsesión se iría diluyendo.

—Mérida, no sé adónde quieres llegar, pero te ruego que me digas ya qué deseas de mí.

—No sé qué le puede suceder y estoy muy preocupada. Ni siquiera hoy me ha acompañado, negocios, ha dicho, y se ha ido sin darme tiempo a preguntarle cuándo y dónde nos encontraríamos. Es un hombre muy independiente, ya alguna vez se ha ido un par de días sin decir adónde, cosas de su profesión. Pero esto ya es pasarse. Quizá podías ayudarme, al fin y al cabo, Fernando es su primo. Quizás él sepa algo.

—Mi querida Mérida, yo no me preocuparía por Víctor, sabe cuidarse solo. Es probable que esté nervioso por lo que ocurre en la legación española, no sería de extrañar.

—No te equivoques conmigo, Katerina. Sé lo que es mi marido. Y así lo quiero. ¿De qué te sirve tener una pantera si se lame como un gatito? Pero ahora estoy segura de que algo malo le está ocurriendo. Por favor, ayúdame.

—¿Por qué no le preguntas tú misma a Fernando? Ahora mismo ha aprovechado para ir a saludar a uno de sus clientes, pero regresará en unos minutos.

—No, no, ahora no quiero verlo. Prefiero que cuando estéis más tranquilos y puedas hablarlo con él, me cuentes lo que te diga. Tal vez incluso podríais preguntarle a su jefe en la legación. Si voy yo, lo pondré en evidencia y él no me lo perdonaría. Sé que él no es así. No sería capaz de abandonarme sin ni siquiera decírmelo, ¿verdad que no, Katerina? Esperaré tus noticias.

Durante un instante, mi madrebís se acordó de los dedos húmedos de él bajando por su sien hasta llegar a su pecho. Sintió un asco tan exacerbado que a punto estuvo de decírselo a Mérida. Ella le dio entonces un beso, estaba fría como el cristal empañado. Y, de vuelta con sus acompañantes, le dirigió una mirada cargada de una hondísima tristeza. Yo había permanecido paralizada observando: sabía que ella hablaba de un muerto. Me temblaron los labios y las manos y tuve que ajustarme el pañuelo con un nudo en forma de triángulo que protegía de los espíritus maléficos. Fernando regresó en ese momento al lado de su mujer.

—¿Fuiste a ver a Víctor? —le susurró ella al oído.

—Claro, hace días ya. ¿Por qué quieres saberlo?

—¿Qué pasó?

—Nada. Le dije que te dejara en paz y que ya es hora de que madure un poco. Me fui de su casa muy contento, me dio la sensación de que me haría caso, no te preocupes.

—¿No discutiste con él?

—No, ¿por quién me tomas? ¿Qué sucede?

—Mérida ha venido a preguntarme si sabíamos qué le ocurría. Está muy extraño y ella no está acostumbrada a sus fanfarronadas.

—Pues yo no puedo ayudarla, no tengo ni idea de qué puede pasarle. Pero conociéndolo, lo mismo se ha ido detrás de otra con más dinero.

—¡Fernando! No digas eso, es tu primo.

—Es mi primo, pero se casó con ella como se casó y luego tuvo la indecencia de molestarte, ¿cómo quieres que piense? Y no ha tenido la vergüenza de ser honesto con su esposa, me equivoqué con él, Katerina, las personas no cambian, solo cambian las circunstancias a las que se enfrentan. A saber dónde estará ahora, pero seguro que sigue sin hacer nada bueno. Lo siento por ella, parece una buena persona. Y es muy guapa, mi primo es un idiota redomado.

—¿No puedes hacer nada por ayudarla? Quizás Luis…, trabaja para él. Podrías preguntarle.

—¿Y qué va a saber Luis de un marido que tiene abandonada a su mujer?

—Él tiene mucha información sobre todo lo que pasa con los españoles en Praga, quizás haya averiguado algo que pueda ayudar a Mérida.

—Está bien, no sé cómo eres tan buena, después de todo quieres seguir ayudándolo.

—No es por él. Es ella, me da mucha pena. Lo ama, está destrozada, y además sola, sus padres no querían esa boda. Me imagino que Noa estuviera en su lugar y siento lástima. Además, justo después de que fueras a verlo… Será una coincidencia, pero no me gusta. —Katerina empezó a ponerse pálida, había recordado mi advertencia: Fernando no debía haber ido a ver a Víctor—. Tienes que ayudarlo, por favor.

—Haré lo que pueda, ¿de acuerdo? Le diré a Luis que me reciba esta semana. Creo que regresa en breve a París, a la Asamblea de Naciones. Además, me gustaría también charlar con él sobre otras cuestiones.

Me acerqué a Katerina pero no le conté lo que ya sabía. Le apreté más la mano e intenté traspasarle mi ánimo. Supe que sufría. Cómo se esforzaban los occidentales en intentar cambiar las cosas, no se podían estar quietos, siempre con la manía de intervenir, de actuar; pero para guiar el aire cuando se convierte en viento, hay que ser viento. Yo ya lo había comprobado cuando no pude ayudar a Lenka ni tampoco a Mauro. O quizás fuera que no era tan buena bruja como mi madre y como mi abuela y debía resignarme. Desde que en las imágenes que me asaltaban en los últimos tiempos siempre había escenas de una gran guerra, había charlado con Fernando y le había trasladado mi miedo, intentando argumentarlo sin tener que explicarle qué lo motivaba. Me había sorprendido que él me escuchara con atención y mucho más que dudara como yo pero, al final, él había terminado por tranquilizarme. Y, ante sus razones lógicas, yo no tenía más argumentos que los de mi corazón, que a nadie convencerían. Intentar cambiar el destino era una tarea penosa y cada vez sentía más interés por saber qué hizo mi madre para infringir la ley imperturbable de la magia, o si en realidad su muerte no había sido más que un accidente fatal de la vida, que conduce a un mundo diferente sin remisión.

Katerina y Fernando echaron a andar para encontrarse con Irene y Lucas, al otro lado de la calle; también Mariana se hallaba junto a ellos. Ya no ocultaban del lado de quiénes estaban: Lázaro charlaba con otros componentes de las legaciones alemana, italiana y portuguesa. Dios los criaba y ellos se presentaban y se hacían colegas. Mi amiga se acercó a mí y me dio un fuerte abrazo.

—¡Por Dios!, menos mal que terminó, ya no soportaba ni un solo redoble de tambor más. Menos mal que el entierro no es aquí y mis padres no me obligarán a ir a ese pueblo perdido de la mano de Dios. ¡Hola, Gabriel! ¿Tú tampoco has podido escaparte de esta?

Gabriel sonrió a Mariana pero siguió detrás de mí sin hablar. Ella siempre era un soplo de brisa.

—Vosotros habéis sido muy listos, ahí metidos en el salón de té, tan ricamente.

Intenté enderezar el ridículo sombrero con pluma de ganso que había tenido que ponerme, para ir de gala, me habían dicho. Pero Gabriel llevaba la cabeza descubierta. Al final, en todos los sitios cocían habas.

—Mi madre ya le había echado el ojo al sitio y hemos venido directos. Al menos hemos estado sentados.

—Mi hermano Rafael os ha visto. Ha insistido en que fuéramos también, pero mi madre ha preferido estar más cerca de esos estirados. Mira que me caen mal los alemanes, y el más joven de ellos, ni te cuento, parece que se va a meter en tu escote y a comértelo todo todo. ¡Qué asco de hombres!

—¿Cómo que qué asco de hombres? —Rafael también se había acercado—. Ya dejaréis de pensar así, ya. Sobre todo tú, Noa, en cuanto te decidas a dejarme pedirles a tus padres que me permitan verte. ¿Puedo hacerlo ya o vas a seguir negándote con alguna excusa nueva? No sabes lo que he aprendido, te aseguro que solo para poder enseñártelo yo mismo, que me reservo para ti en lo esencial, solo para ti.

—Pero mira que eres bruto, Rafael. Déjala en paz ya. ¿Cómo vas a conquistarla así? ¡Pedazo de animal!

Rafael ignoró a su hermana y me cogió por la cintura. No me dejaba moverme. Me murmuró al oído:

—Estoy cansándome de esperar, quiero que sepas que voy a pedirle a tu padre ya su permiso para salir juntos. A pretenderte, que dicen. No te comeré, solo dame una oportunidad. Sabes que tu destino es casarte conmigo, ¿cuándo vas a aceptarlo? Esa es mi promesa y la cumpliré.

Conseguí retirar su mano de mi cintura. Entonces vi a Gabriel alejándose por el callejón. Avanzaba despacio, con los hombros echados hacia adelante y las manos metidas en los bolsillos del abrigo. Adiviné lo que sentía. Yo no deseaba que él se fuera y no era capaz de identificar cuál era en realidad mi sentimiento hacia él pero, cada vez que lo veía renunciar a mí, deseaba atraerlo hacia mis brazos y acunarlo, abrazarme a su cuerpo, sentir su calor. Reconfortarlo. Sin embargo, el resto del tiempo, cuando lo sentía demasiado próximo, espiando incluso mis movimientos o mirándome de reojo, seguía intentando rehuirlo. Y ni mis mudras ni mis brebajes podían solucionar eso. Si yo no estaba segura de lo que sentía ¿cómo podía estarlo mi magia? La contradicción era tan poderosa como el vendaval que precedía a las lluvias cada verano, pero igual de irremediable. Me concentré en reunir la fuerza necesaria para terminar con esa sensación extraña, pero Mariana se me adelantó.

—Es que no pierdes ocasión, ¿eh? Mira que eres pesado. Hazlo ya o déjala tranquila, ¿no ves que la estás fastidiando? Yo creía que eras más listo, hermanito.

—Déjalo, Mariana. Gracias. —Tomé de las manos a Rafael y lo miré a los ojos. Me concentré en el recuerdo de Asha. Ella habría sacado hacía mucho tiempo la fuerza para seguir su camino—. Rafael, no voy a casarme contigo. No voy a casarme con nadie. No pierdas más el tiempo. No sé cómo tengo que decíroslo. No puedo casarme con ningún hombre. Y tú y yo nos conocemos desde hace años, pero solo te has acercado a mí para mirarme por fuera y no sabes ni cómo me llamo. No le pidas nada a mi padre, me encerraré en mi habitación y no conseguirás sacarme. No creo que quieras eso.

—Vaya, o sea que todavía no estás preparada. Pero no te preocupes, las mejores recompensas son las que más cuestan de conseguir. Cambiarás de idea algún día. Puedo esperar. —Rafael se acercó más a mí y me dio un beso en la mejilla. Luego me sonrió con esa expresión que atraía a todas las que tenían la suerte de conocerlo—. No soy tan malo como la tonta de mi hermana quiere hacerte creer, también tengo corazón. Esperaré hasta que estés lista. Algún día, ese lío que tienes en tu cabeza se deshará y verás que tú también estás deseando que te amen.