Katerina dormía en el lado derecho de la cama. Lo hacía desde niña, cuando se acurrucaba mirando hacia el cielo a través de la ventana, lo más lejos posible de la puerta que estaba justo al otro extremo. Tenía miedo de ella; siempre había estado convencida de que, en algún momento indefinido de la noche, unos espíritus malvados entrarían por allí y se la llevarían en volandas, sin que su madre, su padre o su hermana se dieran cuenta. Eso la aterrorizaba pero sabía que en ese lado, alejada de la parte del colchón que estaba más cerca de la puerta, tenían muchas menos oportunidades de alcanzarla. Y es que Katerina también había aprendido desde muy pequeña, gracias a su querida abuela Milena y sus cuentos de ogros y princesas, que los demonios malvados tenían miedo de las ventanas; por ellas podía entrar otro espíritu más maligno todavía y llevarse su alma como alimento de su propia maldad. Por todos era conocido que un mal siempre era vencido por otro mal mayor.
Por eso se había acostado a la derecha de su marido; ella simulaba leer y él ojeaba el periódico del día. Pero cada vez que intentaba concentrarse en lo que el libro contaba, su pensamiento volvía a él, al demonio que había entrado en su vida una maldita noche de verano a miles de kilómetros de allí y del que no sabía cómo podría librarse. Yo había conseguido que al menos no acudiera a su cita obligada con Víctor y habían pasado ya algunas semanas y él no había dado señales de vida. Pero ella seguía intranquila, estaba segura de que no se daría por vencido con tanta facilidad.
También había ido acostumbrándose a su nueva memoria. Poco a poco, había podido recuperar muchos recuerdos de su hija; en ocasiones, eso la entristecía tanto que el dolor llegaba incluso a impedirle respirar, pero otras se sentía feliz: recordarla era un poco como volver a tenerla. No somos sino nuestra conciencia y nuestros recuerdos. El divino creó al ser humano y le insertó la llave de su felicidad en el único lugar donde jamás la buscaría.
Fernando chistó mientras pasaba la página. Katerina sabía que hacía ese ruidito de ratón siempre que algo le preocupaba.
—¿Por qué no dejas ya el periódico? No es normal que lo leas a estas horas, todo el mundo lo hace temprano, al menos durante la mañana. Y tú tienes que levantarte pronto para preparar un caso, ¿recuerdas? —le preguntó ella en voz baja, para no despertar a nadie.
—Esto es increíble. No puedo creer que lo que dicen sea cierto. Pero todos los periódicos lo cuentan más o menos igual, debe de ser verdad.
—¿Qué debe de ser verdad?
—La política antisemita del partido nazi. Es como una pesadilla. Tal vez deberíamos irnos.
—¿Cómo puedes decir eso? Nosotros no le hemos hecho mal a nadie.
—Sí, pero los judíos a los que ahora obligan a llevar la estrella en Alemania para saber que lo son también son alemanes y tampoco han hecho mal a nadie. No sé, Katerina, no sé.
—No puedo creer lo que dices. Yo nací aquí, Fernando, tengo todo el derecho a seguir viviendo en mi país. Mucho más que esos alemanes, que nos han tenido amargados durante toda la historia de Checoslovaquia. Este es mi país, no quiero irme.
—Estamos demasiado cerca de ellos. Eso es lo que me da más miedo. No podemos equivocarnos. Podríamos volver a Inglaterra, ya hemos vivido allí, podría poner mi bufete en el mismo sitio. No me sería difícil volver a tener clientes. O tal vez podríamos ir a vivir a Jerusalén, con mis padres.
—Yo no tengo miedo. No dejaré que los alemanes me echen. Además, ¿qué haríamos? ¿Malvender esta casa? Hay demasiadas propiedades a la venta ahora, sabes que perderíamos mucho dinero. ¿Y las acciones que compramos?, ¿te olvidas de ellas? ¿Qué pasaría con ese dinero también? Perderíamos mucho. Tú dijiste que el negocio era a largo plazo; en metálico, no nos queda demasiado. Todo está invertido. Salvo el regalo de la raní.
—Ni la menciones, la esmeralda se queda donde está. No debimos haberla traído jamás a Praga.
—No te entiendo, eres el judío menos creyente que conozco, tampoco eres supersticioso. ¿Por qué crees en esa maldición? Esa esmeralda es muy valiosa, nos sacaría de este apuro.
—Katerina, hay razones que no se entienden con la razón. Esa piedra siempre me ha dado mala espina, no sé si lo que te contó la raní es cierto, pero cada vez que me la recuerdas, siento una congoja espantosa. Creo que es la culpable de que no quiera ni acordarme de la temporada que pasamos en la India. Aquello es como si no hubiera pasado para mí. Me basta con intentar recordarlo y me entran unos sudores horribles. Y la culpa debe de ser de esa esmeralda. No soy supersticioso pero te aseguro que, si fuera por mí, se la regalaría a alguien mañana mismo.
—Ni hablar, no la venderemos. Se quedará con nosotros, puede que algún día regalarla nos saque de algún apuro. También nos queda la pulsera de mi abuela.
—No vamos a vender nada por ahora. Y mucho menos tu pulsera. No es lo que vale, es lo que significa para ti.
—Entonces, no podemos irnos ahora. No tenemos suficiente dinero y tendríamos que empezar de cero, y además en otro país. ¿De verdad crees que está justificado? ¿Por qué no hablas con Luis? Él seguro que sabe más de todo lo que está pasando en Alemania. Me gustaría conocer su opinión. A lo mejor Hitler no es tan peligroso como tú crees.
—Tal vez todo se quede en Alemania pero, no sé, ese hombre no me gusta. Su discurso es atroz y los alemanes lo siguen. La Gran Guerra hizo mucho daño en toda Europa, no solo mientras se estaba luchando. Los fascistas en Italia han surgido por eso, de un pueblo que ganó la guerra pero no consiguió todo el beneficio que quería. Y a los perdedores alemanes los dejó peor todavía. La actitud revanchista los asfixia. Les hundió el ego y un ego herido es fácilmente manipulable. Tampoco me fío de la opinión de nuestro Gobierno. Nada de nada. Benes ha dicho que en Checoslovaquia solo se puede hacer una política de fraternidad, y eso es justo lo que más me preocupa. Según nuestro Gobierno, no debemos mezclarnos en los conflictos de otros países, lo que afecta de lleno a Luis y a España, pero también supone un acercamiento a nuestros vecinos, Polonia, Hungría y, sobre todo, a Alemania. Ese tipo de discurso no me gusta, Katerina. A Alemania no hay que acercarse, de ningún modo. Hasta ahora, había dos posiciones: Benes sigue totalmente la de Francia, y Hodza deseaba aproximarse a Alemania y a Italia, pero ahora los dos se están acercando. Creo que temen que los franceses no puedan defendernos en caso de conflicto con Alemania o Italia. Y Hodza está ahora en Inglaterra, ellos tampoco deben de tener las cosas muy claras.
—Habla con Luis, yo solo puedo hablar de lo que siento pero las razones políticas se me escapan.
—Tienes razón, lo llamaré mañana. Luis sabe mucho más de lo que dice. Por cierto, nos ha invitado a otra recepción en la legación. Ha sido la propia María quien ha insistido en que vayamos. Cuánto aprecio a esa mujer, aunque a él le tiene loco, pobre hombre.
—Las españolas son muy temperamentales, ¿no? Debe de quererlo mucho para tener esas trifulcas. Son la comidilla en algunos de los actos oficiales que organizan, hasta Irene me cuenta cosas. Pero hay que reconocer que es una situación muy extraña la suya, sin saber bien quién se llevará el gato al agua. No debe de ser fácil convivir con Luis, siempre con tantas responsabilidades. —Katerina se quedó callada un instante pero al final no pudo evitar decir en alto lo que estaba pensando—. ¿Sabes si irán también Mérida y Víctor? Si va él, prefiero no ir.
—¿Víctor? ¿Mi primo Víctor?
—Sí, tu primo Víctor.
—¿Qué ha pasado con él? ¿Has tenido algún problema? Sé que no es un hombre que te guste, no soy tonto. He visto cómo te mira, cómo mira a casi todas las mujeres. No te habrá propuesto algo… Siempre ha sido perro ladrador.
—Vio a Noa en la fiesta de despedida de Lenka. Me preguntó quién era.
—Y ¿qué hay de malo en que Víctor conozca a Noa? De hecho, debíamos habérsela presentado el día que vinieron a visitarnos a casa pero no apareció. Lo que tú quieres contarme no es eso, ¿verdad? Te ha molestado, ¿a que sí? ¿Es eso? Menudo sinvergüenza está hecho. Si es que ha cambiado mucho, antes no era así, un poco tarambana sí que era pero esto…
Katerina supo entonces que Fernando seguía sin recordar lo sucedido en la India, de forma consciente al menos; él aún vivía como ella durante los últimos años, sin ningún recuerdo de su hija verdadera. ¿Y si yo le había pedido que no le contara nada de su primo Víctor solo para evitar que él sufriera?
—No te preocupes, de verdad, era solo una tontería. Estoy un poco alterada por todo esto de los nazis. No soy tan fuerte como parezco, para mí también es muy difícil.
—No es ninguna tontería, pero si se acaba de casar, por el amor de Dios. Y ¡eres mi esposa! Es que ni eso le parece sagrado. Ya está bien. Siempre fue un consentido, hijo único, y mis tíos eran muy mayores cuando él nació, un auténtico milagro, decía mi madre. Pero siempre creí que esa manía suya por conseguir todo lo que yo o mis hermanos teníamos se le pasaría con el tiempo. Y además, una cosa es un poni o un trozo de tarta y otra muy diferente, mi mujer. Es que no puedo creerlo. Iré a verlo.
Katerina intentó tranquilizarse. Había sido una inconsciente al contarle su miedo. Si el extraño olvido de Noa lo había ayudado hasta ahora a continuar viviendo, ¿de qué le serviría volver a rememorar aquello? Le vino a la mente su llegada a Praga conmigo. Fernando apenas me miraba. Como él había predicho, al verme no podía evitar sentirse culpable por haberse empeñado en llevarlos a todos a la India. No debía recordar. Nunca. Y Víctor recapacitaría cuando su marido le hablara. Sabría que no le tenían miedo, que no iban a ceder a su chantaje. Éramos una familia unida sin nada que ocultarle y no tenían por qué temerlo. Víctor no sabía que lo peor que podía ocurrir era que su primo recordara. Después de tanto tiempo, lo demás ya daba igual. Katerina pensó cómo calmar a su marido.
—No es eso, de verdad. Solo hablamos y, sin querer, se enteró de que tenemos alguna joya de valor y se ofreció a venderla. Nada más.
—Seguro que no quieres contarme qué más pasó. Pero yo lo conozco bien. Hablaré con él para que te deje en paz. Y me hará caso. No debes preocuparte.
Fernando dejó el periódico cerrado sobre la mesilla y dio un sorbo al vaso de agua. El cristal brilló con la tenue luz anaranjada por la tela de la tulipa. Miró a su mujer. Sintió un escalofrío que le partía del vientre. Aún se sorprendía de seguir pensando en ella de esa manera, de desearla tanto, de querer tenerla casi cada día. Continuaba tan enamorado como cuando la conoció, al mirar el escaparate de una bombonería con sus compañeros de la universidad. Ella, dentro de la tienda, esperaba su turno. Entre sus miradas, solo bombones y briz con nata. Y él, mientras sus amigos bromeaban sobre lo que harían con la nata sobre el cuerpo de esa rubia tan peripuesta, dejó de verlos y dejó de oírlos, y solo tuvo ojos y orejas para verla y oírla a ella. Katerina…, se llamaba Katerina; la mujer que la acompañaba la había llamado así al salir del establecimiento, cuando ella le sostuvo la mirada. En toda la noche no pudo olvidarse de sus labios ni de sus manos ni de su boca. No pudo olvidarse de ella en días, en meses, en años. Aún no la había olvidado.
Y ya le habían salido algunas arrugas por debajo de los ojos, que se le marcaban más al sonreír, y en la frente habían empezado a trazarse dos finas líneas algo más oscuras que el resto de su piel, pero él habría mentido si hubiera afirmado que no le parecía ahora más hermosa que aquella tarde en la pastelería, cuando entendió el significado de la palabra «enamorarse».
Se acercó a ella y le pasó la mano suavemente por el cuello; la bajó hasta los hombros y se los besó con dulzura.
—Fernando, ¿no estarás pensando…?
—Sí, estoy pensando… ¿Por qué no?
—Porque hace un minuto estabas muy preocupado.
—Eso era hace un minuto, ahora estoy muy poco preocupado y bastante alterado. Te tengo a mi lado. Te deseo como ayer y como antes de ayer. Te amo.
—Mañana tienes que madrugar. Tienes trabajo y te esperan temprano.
—Llamaré para retrasar la cita.
Fernando la besó. Volvió a sentir el latigazo que salía de un punto muy profundo en las entrañas y que había puesto en marcha su deseo.
—Mira, Katerina, mira esto. —Fernando se había levantado el pijama y miraba divertido debajo de los calzones.
Ella observó también y se llevó las manos a la cabeza mientras entornaba los ojos.
—Pero si solo me has dado un beso. ¡Eres un guarro!
—¿Llamas guarro a quien vive enamorado de ti desde que te conoció? No puedo evitarlo, eres la mujer que más me excita del mundo.
Katerina se rio y su risa era la de la joven de dieciséis años que sonreía tras el mostrador de una confitería de Londres. Fernando siguió besándola y ella olvidó el temor que hacía días la reconcomía. Se dejó hacer. Dejó que él la levantara de la cama y, uno frente al otro, de rodillas sobre el colchón, le desabrochara el camisón y se lo sacara por la cabeza mientras ella elevaba los brazos obediente. Dejó que le sujetara las manos tras la nuca, con los codos doblados hacia atrás, mientras le lamía el cuello y seguía hasta llegar a los pechos. Dejó que se recreara allí, mordisqueando y rozando con su lengua cada centímetro de ellos. Dejó que la obligara a no bajar sus manos cuando quiso soltarse para abrazarlo y consintió en mantenerlas alzadas mientras él las soltaba por fin para seguir hacia abajo, hasta llegar a su vientre trémulo. Dejó que pasara por él su lengua, esperándola cada vez y, una vez ensimismado allí, le tomó el rostro y tiró de él hasta ponerlo a su alcance y lo besó hasta que ya no pudo más y ambos se encontraron por fin. La piel de Katerina, más blanda que la primera vez que él la tuvo así pero mucho más sensible y sabia, se erizó igual que entonces mientras Fernando la acariciaba y continuó haciéndolo hasta que ella dejó de verlo y solo pudo sentirlo. Y entonces se quedó abrazada a él, apretándose contra su cuerpo al ritmo de cada estremecimiento.
En el cielo, una nube gris plomizo se había convertido en pájaro y extendía sus alas hacia los lados antes de batirlas en una sacudida. Un cuervo la cruzó y fue a posarse sobre la rama que casi rozaba la ventana de la habitación donde Katerina y Fernando habían caído exhaustos y desnudos, llenos el uno del otro y sin memoria de nada ajeno a los dos. Pero enseguida levantó el vuelo y fue a posarse en el alféizar de la ventana del cuarto de Gabriel, que intentaba dormirse en la habitación de al lado. Hacía años que había conseguido identificar qué provocaba esos ruidos rítmicos y secos en la pared del dormitorio de sus padres y había aprendido a alegrarse de escucharlos; al día siguiente, su padre miraba a su madre como si la acabara de descubrir y ella le servía la leche con una sonrisa más dulce, o al menos así se lo parecía, aunque aún nadie le había dedicado a él una sonrisa similar. Gabriel solo amaría a una mujer a pesar de que ella apenas lo miraba desde aquella vez, hacía muchos años, en que se había atrevido a besarme.
Ese beso tierno y de verdad puro revivía todavía en su interior como la llama de la esperanza. Él sabía que me amaba desde que tenía diez años y me vio aparecer en la haveli de Jaipur vestida a colores, mirándolo todo como el gorrión que ve el manantial por primera vez. Y aunque hacía muy poco que se había atrevido a ponerle nombre a lo que sentía siempre que yo me aproximaba a él o le rozaba sin querer, ahora ya aceptaba que yo era la única mujer a la que querría provocarle esa sonrisa. Y Gabriel fantaseaba conmigo a menudo; no hacía falta que esos golpes quedos en la pared o el sonido del agua al caer sobre la bañera a media noche lo despertaran: él se sabía mi cuerpo de memoria y lo había recorrido con sus manos y hasta con su lengua tantas veces en la imaginación que temía que yo lo supiera, gracias a esa inquietante cualidad mía que me permitía ver en el interior de los otros. Por eso, aunque jamás le había dado esperanzas, yo había sido siempre la destinataria de sus pensamientos cuando la arrolladora fuerza de su sexo joven le partía en dos con un espasmo de placer tan encabritado que tenía que morderse el otro puño para evitar gritar como esa noche terminó también haciendo. Luego se dormía tranquilo, aunque impaciente por poner en práctica sus fantasías. Y la única causa de que se sintiera a veces culpable por imaginar esas vívidas experiencias sexuales no era su religiosidad ni su mojigatería, sino que todos en su casa estuvieran convencidos de que yo era su hermana. Pero a eso ya le pondría remedio cuando llegara la ocasión.
Sin embargo, aquella noche esperó hasta que tuvo la seguridad de que sus padres no saldrían de la habitación, se levantó y se dirigió al otro lado del pasillo. Cuando hacía buen tiempo, de madrugada, tras cerciorarse de que ya todos los demás dormíamos, solía recorrer la distancia que separaba su habitación de la mía. Excitado, no sabía bien si por la posibilidad de verse obligado a dar explicaciones o por la de que yo lo sorprendiera y tener así la excusa que necesitaba para abrirse a mí, Gabriel llegaba hasta mi puerta y se colaba en mi cuarto. Si había suerte y la luz de la luna conseguía iluminar la estancia, se me quedaba mirando mientras esperaba unos instantes para comprobar que nadie lo sorprendería. Luego se acercaba al lugar donde yo dormía, sobre una alfombra extendida en el suelo, y en absoluto silencio y con la respiración entrecortada, agarraba la sábana que me cubría y la apartaba de mí con suavidad. Ese cuerpo desnudo era lo más hermoso que había visto jamás. Durante un rato que se le hacía cada vez más corto, me observaba impávido, deleitándose en cada línea deliciosa y en cada pliegue, intentando imaginar cómo sería tocar esa marca plateada que brillaba en mi abdomen y seguir con sus dedos o con su lengua el rastro que la punta de esa media luna marcaba hacia mi vientre, reprimiéndose para no averiguarlo, al fin. Y cada vez que exploraba ese camino diabólico, se hacía la firme promesa de no regresar más pero la determinación le duraba muy poco, hasta que volvía a echarme tanto de menos que, para evitar abordarme y confesarme otra vez que vivir sin mí lo estaba martirizando, se contentaba con eso, con mirarme desnuda, respirando tranquila y ajena a su sufrimiento. O a su placer. Ya no recordaba cuándo había sido la primera vez que me espió de esa manera, pero sí que al descubrirme sin ropa bajo la sábana, a punto estuvo de caerse de bruces.
Fernando se despertó muy pronto por la mañana. Los pájaros cantaban o a él se lo parecía. Sin desayunar, marcó el número de teléfono de la legación de España. Ayala, el diligente secretario de Asúa, le indicó que estaba en París y tardaría unos días en volver. Fernando se puso la chaqueta, se encajó su sombrero y salió antes de que nadie más se levantara.
El inmueble en el que vivía su primo Víctor era uno de los más lujosos de la calle Stepanska, en él había vivido aquel prolífico escritor checo que nunca quiso mostrarme si saltó o se cayó por la ventana. Fernando llamó a la puerta. Como ya se imaginaba, tuvo que insistir. Al fin, el ama de llaves le franqueó el paso desde arriba. En el vestíbulo de aquel edificio de vetusta apariencia pero alma jovial, por amparar despachos de oficios nuevos como el del fotógrafo del sexto o el corredor de bolsa del tercero, parecía que tras esos espejos de marcos de pan de oro podría esconderse la morada de alguno de los famosos fantasmas praguenses que tanto le gustaban a Daniella y me martirizaban a mí. Pero Fernando sabía que los fantasmas no existían, ni las brujas ni tampoco los demonios. Solo eran cosa de niños y de viejas. Aun con esa visceral certeza, se subió deprisa al ascensor y sintió un gran alivio cuando dejó atrás aquella entrada con demasiados objetos y recovecos oscuros con espacio suficiente para albergar pasadizos secretos a otros mundos. Al salir de la fastuosa cabina de madera de cerezo y alfombra de terciopelo, un gato negro se le cruzó por delante camino de la escalera. Caminaba despacio y, al pasar a su lado, lo miró a los ojos. Pero Fernando siguió andando, algo más presto, hacia la puerta del piso de su primo y llamó sin querer ni imaginar qué hacía allí ese animal y adónde se dirigía.
—Vengo a ver a don Víctor. Si me hace el favor de avisarlo, sé que nunca está levantado a estas horas; le habré pillado en la cama, me disculpa usted, pero le dice que tengo que hablarle. Por favor.
Fernando no admitía un no; la mujer se lo apreció en sus ojos y en su voz. Se colocó la cofia un poco más recta y, previendo la que se le venía encima, bajó la vista y entró en la habitación de su señor. Al instante se oyeron gritos y ella salió presurosa. Le sonrió buscando consuelo en el culpable de su bronca matutina.
—Mil gracias, yo le diré a mi primo que insistí y la amenacé con entrar yo mismo en la habitación y despertarlo de peores modos de los que usted, con toda seguridad, ha usado.
Cuando la demasiado bonita sirvienta desapareció tras las lacadas puertas, él tomó asiento y se dispuso a esperar. Le sorprendió el buen gusto de Víctor, la decoración impecable y el orden y la limpieza absolutos. También le llamó la atención la cantidad de libros de buena encuadernación en varias librerías. Se levantó al ver uno sobre el escritorio: parecía una biblia antigua. Fernando la abrió y comprobó que lo era, una copia de un ejemplar antiquísimo, de las que se imprimieron en el idioma checo original. Alemania les impuso durante siglos su lengua, su cultura y su presencia, pero los checoslovacos, a escondidas, lograron conservar su fe hasta que se necesitaron trabajadores para las fábricas y llegaron, desde los pueblos, con su biblia en la mano. Así comenzó el renacer de su lengua y de su identidad. De repente, Fernando recordó: ese ejemplar había estado antes en su casa; había sido de la madre de Katerina. Nadie la utilizaba nunca, solo era una herencia que llevaba con ella desde que se habían casado. Quedaban muy pocos, aunque podría estar equivocado, ¿cómo habría llegado a manos de su primo? Lo dejó en su sitio. Para su sorpresa, Víctor tardó tan solo unos minutos en reunirse con él. Salió desnudo bajo un batín violeta, el pelo enmarañado, el rostro aún con las señales de la almohada y los ojos enrojecidos.
—Espero que tengas algo muy importante que contarme para haberme hecho levantar a estas horas intempestivas, primo mío.
—Son las nueve de la mañana, Víctor, y ya no eres ningún crío. Seguramente podrás soportarlo.
Fernando se encontró sonriendo; a la mente le vinieron muchas madrugadas compartidas en la hacienda de sus abuelos, junto con sus hermanos y sus tías y tíos. Ya casi había olvidado aquellos encuentros que hicieron mucho más feliz su niñez. Pero hacía tiempo que su primo se había convertido en un adulto muy diferente al niño frágil, poco hablador y algo triste que era entonces. Recordó qué le había llevado allí. Víctor le dio unas palmaditas en el hombro.
—Dime, te escucho, porque no habrás venido solo a verme.
—No, no he venido a verte. He venido a avisarte. Deja en paz a Katerina. Me lo ha contado todo. Creo que debes pensar con más frialdad y sentar la cabeza de una vez por todas. No eres tan mala persona como para seguir por ese camino. Lo sé. Te conozco desde que naciste. Y sé que no harás nada malo contra mí ni contra mi familia.
Víctor se sentó. Sentía frío pero las ventanas estaban cerradas y, al otro lado, el sol brillaba. Era una de esas mañanas que solo se veían de cuando en cuando, si coincidían los astros y los humores varios. Muy hermosa aunque, para su gusto, demasiado iluminada.
—Debes de estar equivocado. Katerina habrá entendido mal mi propuesta. Tan solo le pedí que me vendiera esa joya vuestra. Pero ella me contó no sé qué historia de una maldición y entonces me ofrecí a venderla yo. Solo eso.
—No he venido a escucharte. No pongo en duda ni una de las palabras que mi mujer me ha contado de vuestra conversación.
Víctor, sin embargo, dudó de hasta qué coma le habría contado. Se levantó, los golpes se recibían mejor de pie, lo tenía comprobado, si venían de arriba abajo eran terribles y la recuperación, mucho más dolorosa. Pero se sorprendió al comprobar que Fernando no parecía tener ninguna intención de arrearle. Seguía siendo el pánfilo de siempre, tal vez incluso no le pareciera mal que otro se acostara con su mujer. Demasiados años juntos podían llevar al tedio hasta a los amantes de preciosidades como Katerina. Y tal vez ella no le estuviera mintiendo y hubieran adoptado a la niña. Él no estaba del todo seguro de que no hubieran podido sacarla de allí legalmente, aunque su reacción cuando se la encontró con Mérida en aquel mercado le había hecho pensar que sí. Víctor se sentía frustrado. Por encima de todo, le fastidiaba la posibilidad de que ella se le volviera a escapar. Aunque no había acudido a su cita, aún tenía esperanzas. Sin embargo, su primo sí hablaba con la seguridad de saber que tenía la razón y la ley de su lado. Y era abogado, no se arriesgaría si no supiera que podía ganar.
—Entonces, ¿a qué has venido exactamente?
—A pedirte que vuelvas a ser el joven que conocí, que respetes a tu mujer y a las de los demás. A decirte que jamás conseguirás nada de Katerina. Y si quieres ir malmetiendo por ahí, me defraudarás, y además harás el ridículo. Soy una persona muy respetable, tengo muy buenos amigos. Y si sigues por ese camino, te arrepentirás.
Fernando se dio la vuelta y empezó a andar hacia la puerta. Víctor respiró hondo y se sentó de nuevo, cruzando las piernas. Estaba empezando a cansarse de su primo. Pero vio cómo volvía a girarse de repente y se levantó de nuevo en el acto.
—¡Ah!, solo una cosa más. No se te ocurra volver a acercarte a Katerina ni a ninguno de mis hijos. No sé qué te ha pasado, Víctor, pero antes eras buena persona. Si algo te ha hecho cambiar, vuelve atrás, estás a tiempo. Todos estamos a tiempo de ser como queremos, solo tenemos que ponernos manos a la obra. Pero si te acercas a mi mujer con malas intenciones y yo me entero, sabrás de verdad que yo también puedo ser rastrero. Y no te hagas ilusiones, primo, la maldita esmeralda, tan grande como molesta, no se vende de ningún modo.
La esmeralda. Le costó mucho trabajo a Víctor contener la expresión de alegría. Lo consiguió a duras penas. Su intuición no le había fallado tampoco ahora, pero no podía haber imaginado que el premio sería tal. La joya maldita de la que le había hablado Katerina era una esmeralda y el pánfilo de su primo no quería venderla por una estúpida maldición. Ahora sí que tenía una razón de peso para entrar en esa casa, incluso con la ayuda de Armando: una esmeralda daría con creces para repartir entre dos, mucho más que la pulsera que hasta ahora buscaba. Él sabría sin duda cómo sortear todas las maldiciones: ¿ignorándolas, quizá? Intentó por todos los medios calmar su emoción y continuó procurando que Fernando no notara en absoluto ningún cambio en su expresión, mientras su pensamiento volaba a asuntos mucho más pragmáticos: ¿cómo conseguiría esa piedra maldita? ¿Sería tan valiosa como imaginaba?