Aquella fue la peor noche en vela que podía recordar desde hacía mucho tiempo. Soñé con mis hermanas, pero ellas no me hablaron. Tampoco mi abuela ni mi madre. Las veía en la India, en sus quehaceres habituales, preparando la comida, lavando en el río, secando al sol la valiosa boñiga de cebú, riendo mientras charlaban entre ellas. Incluso Barathi, a quien jamás había visto en el mundo de los vivos, parecía feliz en mis sueños. Pero luego la imagen comenzaba a alejarse de mí y yo no era capaz de seguirlas, les gritaba y ellas no me oían, se iban apartando y apartando, cada vez más, hasta que desaparecían de mi vista. Y cada vez que eso sucedía, me despertaba e intentaba calmarme; rezaba; procuraba concentrarme en la meditación del yoga y llegar al otro mundo; comunicarme con ellas, que se me aparecieran y me guiaran como tantas otras veces, pero no volvían. Me dormí en un par de ocasiones más y se repitió la misma pesadilla.
Cuando la luz espesa de la luna desapareció comida por el nuevo alba, apenas había logrado dormir unas horas. Sin embargo, me levanté, me aseé y me vestí con rapidez y, decidida y sin decir nada a nadie, regresé a Vila Tereza con la determinación de hablar con Asúa y ayudar a Mauro. Pero don Luis había salido de viaje y no tenía previsto volver al menos hasta un par de semanas después y Ayala había acudido a una reunión. Los dioses a veces se confabulan para que todo suceda como debe suceder. O es que no se hace lo suficiente para remediarlo. Los designios nos dirigen y nuestra voluntad no encuentra ningún camino. ¿Sería el designio inevitable de Mauro aquel tan espantoso que yo había presentido en la legación? ¿Llegaría a tiempo de conjurarlo si hablaba con Asúa a su vuelta? Entonces no fui capaz de adivinarlo. No supe mirar al pasado lo suficiente, ni miré al futuro como debía.
Y don Luis, en ese momento, estaba sentado en la cabina de un avión, camino de París. ¿Cómo había terminado él, un hombre de leyes, tratando con espías y otros personajes semejantes? Jamás lo habría imaginado, como mucho menos habría podido creer que el suyo resultaría el mejor Servicio de Inteligencia en toda Europa.
A sus mandos había colocado a un hombre curioso: su apreciado Leopold, con quien en ese momento debían de estar ya tratando Ayala y Rioja. Leopold Kulçsar era un refugiado austriaco que había sido diputado socialista en el Parlamento de su país hasta la llegada del dictador Dollfuss. Había trabajado antes para España en diversas tareas de prensa y propaganda y conocía a numerosos y utilísimos contactos de organizaciones socialistas alemanas clandestinas. Era impensable que alguien como él dirigiera los hilos de una organización que contaba ya con mil agentes en toda Europa, sobre todo teniendo en cuenta que habían partido tan solo, no hacía aún ni un año, de una lista de unas veinte personas de confianza que serían las encargadas de transportar las armas y de llevar a cabo las tareas de propaganda en sitios tan dispares como Estocolmo, Bucarest o Malmö. Ya en febrero, el eficiente Kulçsar había ampliado también su red a Baviera y Hungría, en marzo a Yugoslavia y, lo que era mucho más importante, a los propios entresijos de Alemania. Y quizás consiguiera llegar en algún momento a Austria, para vigilar de cerca también a los italianos.
Además, contaba Asúa para su servicio con la ayuda de Alexandrovsky, de comunistas como el diputado Rudolf Slanský y de algunos socialistas checoslovacos. No le costó que el ministro Julio Álvarez del Vayo, hermano de Luis, desde Valencia, le permitiera poner en marcha el servicio, ajeno a la organización estatal y dirigido desde Praga, con un mísero presupuesto inicial de cincuenta mil pesetas. Y podían estar contentos: el Servicio de Información e Investigación, el SII de sus amores, había cosechado excelentes resultados. Para empezar, gracias a él se sacó a la luz el ardid de los sublevados y la fabricación ilegal de armas en Brno para Franco. En esa ocasión al menos, cuando todavía Asúa contaba con la amistad y el apoyo de Benes y de otros en el Gobierno checo, ese informe permitió interrumpir la fabricación y el envío para los franquistas. Ese gran éxito le llevó a tomar la decisión de continuar.
Con un poco de suerte, Asúa pretendía demostrar al mundo que la política de no intervención era un absurdo, ¿qué política era esa que unos cumplían y otros ignoraban al pito pito? Y además deseaba con toda su alma desenmascarar a los países que servían a Franco de tapadera en la venta de armas como Turquía, Bolivia o Perú. Pero don Luis no podía saber que, para conseguir sus loables objetivos, lo que le habría hecho falta de verdad era una gran dosis de brujería. Cuando el SII consiguió las pruebas necesarias, Asúa denunció el pastel ante la Sociedad de Naciones. Aunque pronto aprendió que no serviría para nada, él no cejó en su empeño. La información que obtenían era de tal calidad que incluso el embajador ruso en Praga la pretendía. Y aunque ni don Luis ni Ayala querían ni debían conocer las identidades de los magníficos hombres que ponían en riesgo su vida con ese fin, no pasaba un día sin que tuvieran que desalentar a alguno que se acercaba por la legación a ofrecer sus servicios, como espías, para contarles un descubrimiento fabuloso que podría resolver la guerra a su favor, para intentar descubrir algo de ellos que vender a los otros o porque anhelaban ofrecerse voluntarios para alistarse en las Brigadas Internacionales. Era curioso cómo hombres de todos los países, fugitivos en su mayoría de Austria y Alemania, de los Balcanes o de Hungría, querían irse para España a luchar contra el mal. Le vino a la memoria a don Luis el último de los que se le habían ofrecido, hacía tan solo unas semanas.
—Pero, buen hombre, ¿usted sabe algo de España? —preguntó Ayala al señor del barrio de Ravorahny que tenía delante, en un perfecto alemán que conocía de sus años mozos en ese país donde descubrió a su señora y se terminó casando con ella.
El hombre era mayor, parecía profesor más que soldado y hablaba con ese brillo en los ojos que suscita la emoción de estar haciendo algo por absoluta convicción.
—No, señor, yo solo sé que está en peligro un país honrado y libre. Y quiero irme para allá, a ayudar.
Ayala debía dar a todos la misma respuesta para evitar problemas con la política de no intervención de las democracias, que prohibía el alistamiento de hombres para la causa republicana o franquista, y que bien se saltaban a la torera los italianos y los alemanes.
—Pues lamento mucho anunciarle que aquí no hacemos esas gestiones y tampoco sabemos adónde debería usted acudir, amigo mío.
¿Cómo les estaría yendo a Kulçsar y a Ayala? Al poco rato, a don Luis lo venció el cansancio, se durmió en el asiento del avión y soñó con otro mundo diferente, quizá con un nuevo océano de leche en el que los demonios asuras y los dioses Devas llegaran a un entendimiento.
Y el bueno de Ayala, en esos mismos instantes seguía atento a su obligación en Praga mientras Asúa volaba a París, había llegado a la pensión a la hora convenida y Kulçsar aún no se había puesto nervioso. La calle Zitná estaba en pleno centro de la Nové Mesto y llegaba casi hasta el río. El edificio era uno de los más bajos del barrio, aunque seguía manteniendo un porte altivo; la fachada de estilo modernista se veía desde lejos como una atalaya espía, tantas ventanas la recorrían de lado a lado entreveradas con medallones con los rostros de aquellos que también fueron, en otro tiempo, grandes señores de Bohemia. La habitación alquilada era pequeña pero estaba muy iluminada. El austríaco se había sentado junto a una escalera de caracol que no se sabía adónde llegaba ni de dónde procedía: ambos orificios se habían tapado con una mezcla de cemento y cal. Kulçsar miraba al techo intentando imaginar.
Mauro estaba sentado cerca ojeando una revista de moda; le gustaban las fotografías, la forma de las letras y el olor de la tinta. Sentía como si el esplendor de esos modelos acartonados pudiera infundirse a través del tiempo. Ya no estaba nervioso. Por fin tenía la certeza de seguir la dirección adecuada; de estar cumpliendo su obligación, la de buen hijo y la de buen creyente. Se dio cuenta de que no olía a nada en esa habitación; era extraño, en ninguna otra pensión ni en ninguna casa en la que hubiera permanecido al menos unas horas había tenido esa sensación de ausencia de olores. No sabía por qué Kulçsar había quedado allí con Rioja, su jefe siempre era muy discreto. Al mirarlo, a pesar de su determinación, Mauro no podía evitar experimentar una simpatía sincera por el hombre que tenía delante, su jefe hasta ese momento, el gran Leopold. No era como los otros, de eso estaba seguro. Tampoco lo era don Luis. Evitaba pensar en él: Asúa había sido el motivo de muchas de sus dudas. Y también doña María. Tan dulce, tan desvalida. Intentó apartar de su mente y de su garganta la sensación que pugnaba por ahogarlo, la de ser un vil traidor. Un traidor.
Cerró los ojos; no quería ver a nadie. Entonces constató una vez más que la imagen seguía allí, detenida e indeleble en su cerebro pese a los años. La iglesia destruida y sus padres dentro. El olor a ladrillos quemados, a efluvios de incienso, a madera carbonizada y a rescoldos mojados cuando las lluvias enviadas quizá por ese Dios que no llegó a tiempo lograron apagar las llamas que consumían los restos derrumbados de la pequeña iglesia.
Él había salido antes y se había quedado fuera esperando cuando, en un abrir y cerrar de ojos, llegaron decenas de hombres y mujeres airados, portando antorchas, gritando salvajadas contra los religiosos que les habían hecho tanto daño. Vio el odio en sus caras. Un miedo atroz le hizo orinarse encima. A él, un crío todavía, lo apartaron a empujones y enseguida esos rudos hombres enfurecidos en su pánico y en sus propias razones le taparon la boca para no escuchar sus gritos y lo mantuvieron sujeto al otro lado de la plaza, donde ya solo pudo oír y ver con horror cómo se consumaba la barbarie. Lo que ocurrió después se desmoronaba en su memoria. Su mente, sabia y preparada para la supervivencia, se había negado a recordar que él llegó a tener delante lo que quedaba de los cadáveres. No debían haber estado allí, pero estaban. Su vida luego ya no importaba. Ahora era solo un guerrero al servicio de su patria. Pero ¿cuál era ahora su patria? Al fin lo supo. Esa era la que debía ser.
Rioja acababa de entrar. Dejó el sombrero sobre la mesa, se quitó los guantes y se desabrochó el abrigo, largo y oscuro, con pequeños flecos que se enredaban entre sí. Bajo el codo llevaba un periódico demasiado abultado. Mauro no lo saludó, le dolía mirarlo y hasta hablarle. Él también era una persona íntegra. Pero estaba del lado equivocado.
—Mauro, ¿qué te ocurre? Estás ido. Te necesito aquí. —Rioja se dirigía a él con esa expresión seria pero cordial de siempre.
—¿A qué estamos esperando? —contestó con un sabor agrio en el paladar. Era la hiel, a veces su sabor ascendía cuando el estómago se revolvía y el vómito estaba a punto de surgir pero se detuvo a medio camino en algún lugar del esófago.
—Tenían que proporcionarme esto. Enseguida terminamos.
Rioja desplegó el papel oculto en el periódico sobre la mesa desvencijada y llena de polvo. Era un plano de una ciudad que Mauro conocía bien, el río formaba eses entre montañas y el puerto, marcado con una equis, se hundía en una hondonada. Al lado, varias anotaciones en tres idiomas que él también conocía daban las pistas necesarias.
—Aquí tendréis que esperar la entrega. En esta playa. Irás tú y tus compañeros de siempre. Allí habrá más hombres que mandarán de Valencia, no debemos saber quiénes son. Todo está arreglado, tú solo tienes que comprobar que están todas las cajas y ordenar que las descarguen y las vuelvan a montar en los coches. Luego se irán en ellos. También llegan en el mismo barco. Es la mayor entrega de armamento que se ha conseguido para la República. Antes, cerciórate de que no haya una oferta duplicada, ya sabes.
—Eso no es de lo que suelo ocuparme, Rioja, ¿por qué no me dejáis que siga aquí con lo mío? —le respondió Mauro.
—Necesitamos a alguien de confianza y, además, también deberías hacer allí algunas averiguaciones. Necesitamos más información sobre Iglesias.
—¿Quién es Iglesias?
—Armando Iglesias, el pintor que trabaja con Lucas de Ansorena. No sabemos si ese es su verdadero nombre pero es el que usa ahora. Creemos que también es un agente de Lázaro.
Mauro dudó. ¿Una trampa, quizá? Sabía quién era Armando. También conocía de sobra a Ansorena y a Lázaro. Demasiado bien. Y no le gustaban ni el uno ni los otros. Pero ya no podía decidir con quién quería estar y con quién no. Una vez que te habías decantado hacia uno de los lados, las opciones se afinaban. Él lo sabía, nadie lo había engañado. Y ya no había vuelta atrás.
—Por supuesto. ¿Qué tengo que hacer?
Rioja le señaló un lugar en el mapa.
—Es sencillo. Lo más difícil es llegar hasta aquí. Aunque tengas todos los papeles para pasar por rebelde, ya sabes a lo que te expones, cualquier duda puede hacer que te maten. Primero comprueba que no haya habido concurrencia, luego sales para allá. Una vez que la recepción esté en orden, te quedas en Madrid. Se supone que Iglesias y su familia son de allí. Te buscas una pensión en la zona rebelde, haces todas las averiguaciones que puedas y vuelves por el conducto habitual. No tengo que decirte que es peligroso. Cuando regreses, tendrás que seguir con él, investigar qué pretende de Fernando Liberman. Está retratando a sus hijos pero eso tiene pinta de ser solo una excusa. Asúa no tiene ninguna duda de la lealtad de Liberman. Pero un agente de Lázaro, traficante de armas y todo lo que cabe imaginarse, no puede estar en esa casa sin ninguna otra intención.
Mauro tomó el mapa y se fijó bien en cada detalle. No podía respirar pero sabía cómo ocultarlo.
—¿Y qué pasó con la otra entrega? Este mapa no es de Valencia.
—Hemos cambiado el lugar. Creemos que se ha filtrado el destino del barco y se ha cambiado de rumbo, por otro más cercano, donde llegaba el combustible. En realidad hemos dejado que crean que las armas van a llegar por tres lugares, y ninguno es este. Después de los fiascos anteriores, no podemos arriesgarnos a perder más encargos.
—Von Lustig era un cabrón. Ya os lo dije. —Kulçsar salió de detrás del sillón. Si la cosa no iba con él, no solía intervenir, pero ahora la cosa sí iba.
Claro que ese barón era un cabrón. Rioja se ponía rojo como la grana cuando recordaba la putada de los cartuchos. Tres meses se tiraron los once millones de cartuchos pagados por la Comisión de compras hasta que alguien se acordó de ellos. Pero más rojo se ponía aún cuando le mentaban al barón. Rioja prefirió no contestar a Kulçsar. Sabía que tenía razón. El austríaco estaba totalmente seguro de que Von Lustig iba a dejarlos en la estacada y se iba a quedar con el dinero. Había empezado a desconfiar de ese pájaro de poca monta después del desastre de Turquía, cuando al final ningún turco legalizó los sellos de la legación y, a base de remolonear y de negar que hubiera recibido las comisiones, se quedó con una gran parte, pero lo de México se lo había confirmado sin ninguna duda. Martínez de Aragón, con nombre en clave Rioja, acababa de llegar a la legación y ya había ocupado el lugar de López Rey y se había hecho cargo de las compras, pero siempre debía mantener informado de lo que hacía al Gobierno checo. Y qué caro les costó eso: demasiados funcionarios conocían lo que se cocía y se vendieron a las legaciones de Austria e Italia, que debían denunciar e impedir la fabricación y salida de los encargos de Checoslovaquia. Si hasta fue el que filtró a los italianos lo de México. Von Lustig, ese barón hijo de puta… Lo único que le interesaba, además del dinero, era poner al descubierto las operaciones de los republicanos para conseguir armamento y provocar un escándalo en la prensa.
También Asúa intuía que Von Lustig iba a dejarlos tirados, pero se fiaron de Palacios, y Palacios se equivocó. Como demasiadas veces. De las ciento cincuenta mil libras que el Gobierno de Valencia les había hecho llegar a Praga a través del periodista Corpus Barga no había quedado ni un céntimo. Y, mientras, los agentes intermediarios se habían duplicado: personajes sin escrúpulos como Armando Iglesias, Vidarte, Vidal, Fritz Alder o Dorrien pululaban entre las dos legaciones, la de Praga y la de París, a la busca y captura del trato.
—¿Hemos terminado ya?
Mauro tenía el mapa y las instrucciones bien guardadas bajo su chaqueta. Esperó el gesto de asentimiento de Rioja y se despidió con una ligera inclinación de la cabeza. No quería mirar más a esos hombres. Se alejó de la pensión con nombre de novelista ruso. No dudaba. Ya no.
Kulçsar vio cómo Mauro se perdía entre los transeúntes a través de la ventana. Le había parecido algo nervioso, pero era normal; lo que no le parecía tan normal casi nunca era su aplomo. El chico era uno de sus mejores hombres y casi había llegado a apreciar su extraño modo de actuar. Le recordaba a sí mismo cuando era igual de joven y compartía con él su repugnancia por el fascismo y su idealismo. En realidad, todos sus agentes se parecían un poco: hombres honestos que, en el propio corazón de Alemania e infiltrados en el mismísimo Ejército de Hitler, ponían en riesgo sus pellejos para intentar ayudar a los republicanos, adalides de la lucha contra los fascistas. España pagaba tarde, mal o nunca. Pero eso les daba igual. El mundo estaba lleno de locos maravillosos y de locos repugnantes. La guerra convertía en espías a personas de gran calidad humana y elevaba al grado de ministros, generales y führers a ogros con una nuez por cerebro y mucha mala leche en las entrañas. O a lo peor no era la guerra, a lo peor la vida misma los elevaba hasta tal categoría.
Y Mauro, como le habían ordenado, partió de inmediato para España, pero no sin antes pasarse por la avenida de Rivenisky, desde donde todos los diplomáticos sin excepción sabían de sobra que operaban Lázaro y sus acólitos, incluido Lucas de Ansorena. Allí lo recibieron con los oídos dispuestos a escuchar y mucha alegría apenas contenida.
Cuando Ayala regresó al día siguiente a la oficina de la legación española, nadie le dio mi recado. Y don Luis no llegó a saber nunca que yo podía haber evitado aquella desgracia, cuando los rebeldes consiguieron confiscar las armas que Mauro debía haber recogido y mataron a varios de sus hombres tan solo tres días más tarde. Yo lo intuí en el acto, el dolor profundo que se me hincó en el corazón no me abandonó durante muchos días y muchas noches. No me abandonó hasta que el transcurrir de la vida lo cubrió de nuevos recuerdos y el pesar por lo sucedido con Mauro se difuminó entre otros mucho más tenebrosos.