Armando Iglesias era un hombre solitario. Se relacionaba lo imprescindible para conseguir lo que necesitaba. Y eso solía extrañar en alguien tan joven como él, pero no le importaba. Había aprendido a ser así muy pronto. En su casa, de pequeño, cada vez que hablaba, su padre le arreaba un guantazo de mucho cuidado, para que dejara de molestar. Con su madre, el hombre seguía el mismo método y también con todos sus hermanos. Porque en esa casa solo hablaba su padre, sobre todo cuando estaba borracho. Por eso Armando no bebía ni una gota y hablaba poco. Y su madre había llorado y había chillado hasta quedarse sin lágrimas y desgarrarse la garganta cuando su padre murió de una enfermedad muy extraña, pero él se alegró suficiente por los dos. Entonces pudo convencerla de que no tenía de qué preocuparse, que él cuidaría de ella siempre, y desde que se fue le envió puntualmente la mitad de su paga, fuera la que fuera. Y, si para sobrevivir, tenía que comer castañas, comía castañas o incluso no comía nada en absoluto.
Armando también aprendió muy rápido cómo había que ganarse la vida y lo hizo por partida doble. Siempre había sido un hacha con los lápices y las pinturas, capaz de captar de la forma más certera hasta la esencia última del modelo. Heredó el talento de su abuelo Manuel, que trabajaba en la iglesia copiando miniaturas para los frailes. Él las reproducía y ellos se quedaban con el dinero cuando se las vendían a las pías señoras que necesitaban expiar sus conciencias. También aprendió de él a evitar que otros sacaran provecho de su trabajo. Y aquel oficio de pintor se convirtió en su gran pasión, pero no le daba más que para comer patatas y por eso se buscó métodos alternativos. Gracias a él, su madre ya vivía en un piso con ventanas a la calle de Doctor Esquerdo y seguía recibiendo, puntualmente, el sobre con el dinero. Armando aprendió muy rápido qué tenía que hacer para dejar de comer castañas. En esos tiempos convulsos en los que, para sobrevivir, sobre todo había que ser listo, ni bueno ni malo, solo listo, él se volvió el que más.
Había ido por la mañana a preguntarle a Víctor cuándo le devolvería su dinero y el muy idiota le contó hasta el color de las enaguas de su preciosa mujer. Le resultaba difícil entender cómo, con esa dama por esposa y una profesión como la suya, seguía metiéndose en lo que se metía, pero lo que hiciera dejaría de ser asunto suyo en cuanto le devolviera lo que le había prestado para seguir jugando. Además de mentecato, ese Víctor era una gallina escondida tras un gallito, solo pura fachada. Armando lo intuyó desde que se conocieron, al poco tiempo de llegar a Praga a la búsqueda de buenos negocios: la venta de armas daba para mantener muy bien a los intermediarios y Checoslovaquia era su principal fabricante. Había fábricas en Brno, en Olomouc, en Plzen y en otros muchos lugares. Desde que había terminado la Gran Guerra, Europa era un hormiguero de soldados, aspirantes al poder y políticos perdidos: los fascistas contra los socialistas en Italia y contra los de derechas en Francia; los checoslovacos, mitad y mitad; y ahora los españoles, contra ellos mismos.
Con sus compatriotas podía ganar mucho, si lograba introducirse en los circuitos apropiados. Puso en su balanza a unos y a otros y decidió que los que más pesaban eran los de Franco. Empezó a conseguirles lo que le pedían, ya fuera información, armas o cualquier otro material. Un día el de la legación le hizo un encargo diferente que él aceptó como los demás: un plano antiguo de una ciudad de la India. Si lo que le había contado Víctor era cierto, en esa casa podría hacer un buen negocio, con el plano para su contacto y con la pulsera que el mentecato estaba tan seguro de poder conseguir. Él disponía de las relaciones necesarias para venderla.
Tras la fiesta del marchante polaco, Armando se hizo el encontradizo con Fernando Liberman, a la salida de su casa. Tan solo le llevó unos minutos de encantadora charla que el otro le recordara que se había comprometido a pintarle un cuadro de su familia. Tenía que empezar por pintar a la pequeña y cruzaría los dedos porque sabía que Katerina o yo estaríamos con ella. Y Armando esperaba ansioso que fuera yo, mucho mejor que mi madre, quien la acompañara.
Desde que me vio por primera vez, fantaseaba con el momento en que yo posara para él. Porque Armando, además de traficante de armas, ladrón y lo que hiciera falta, era un enamorado incorregible de lo bello y yo era la mujer con la belleza más rara y enigmática de todas las que había conocido en mucho tiempo. De inmediato se sintió atrapado. Yo le parecía extraña, salvaje, mágica, hechicera. Como si no proviniera de este mundo. Así me veía él, que miraba con los ojos de un poeta de la luz. O de un enviado de las sombras. Mi influjo lo había poseído. Además, yo guardaba un secreto y él lo sabía: no era la mojigata que quería hacer ver. Detrás de esa imagen de decencia y recato, él vislumbraba un intenso deseo por ser amada. Y estaba determinado a satisfacerlo.
Lo que más le había costado era convencer a Fernando de que las pinturas debían ser individuales de cada uno de sus hijos. Mi padrebís había insistido en que quería un cuadro de la familia al completo pero, como él no iba a tener tiempo para posar, accedió. De otro modo, el asunto habría perdido mucha de su gracia para Armando. Y esperó sin angustiarse, como la luna espera a que el sol se esconda cada atardecer al otro lado de la vida.
La habitación que le habíamos preparado para las sesiones de pintura estaba en una especie de torre en el lado sur de nuestra vivienda y disponía de muchas ventanas. El sol entraba por una de ellas y Armando debía aprovechar las luces que proyectaba sobre la cara de Daniella, recostada sobre un sillón. En esa postura, su vestido violeta brillaba demasiado. Las dos coletas le enmarcaban la angulosa cara y los pómulos; quizás sería buena idea soltarle el pelo o moverla un poco para que los reflejos cambiaran de ángulo. Estaría mucho más guapa, sería mucho más ella. Y ya llevaba un rato ahí sentada, pero cada dos por tres se reía y Armando no había conseguido todavía más que encajarle las proporciones.
—A ver, señorita, me has prometido que te portarías bien; si no, vas a salir horrible.
La niña intentaba dejar de reír y colocarse como le habían dicho, pero al cabo de cinco minutos volvía a girarse y a llamarme. Armando no podía entender qué tenía aquello de cómico, pero lo cierto era que le gustaba esa niña.
—Así no hay manera. Vamos a hacer una cosa, te quedas aquí un momento con Noa y yo voy a por un vaso de agua. Cuando vuelva, habré dicho las palabras mágicas para que te quedes quietecita al menos media hora, ¿de acuerdo? Así podré encajarte en el lienzo y me será más fácil empezar a rellenar y seguir pintándote. Pero si no paras de moverte nunca, tendré que pensar otro modo de hacer que pares. Y será mucho más doloroso.
Mi hermana se había puesto seria, ¡qué se creía ese hombre feo! Ella ya sabía que debía dejar de reírse, se lo había dicho su madre y también se lo había repetido yo varias veces, pero nunca antes la habían pintado y la novedad la tenía muy nerviosa. Armando salió de la habitación. Sabía bien adónde quería ir. Se dirigió primero a la cocina a por el vaso de agua y después se puso en marcha sin perder ni un segundo. ¿Dónde podrían haber ocultado algo tan valioso? Ahora tan solo trataba de hacerse una composición de lugar, una primera incursión para reconocer el terreno donde debía moverse. Ese era el primer plan: robar la pulsera anticipándose a Víctor. El segundo era mucho menos agradable. Pero tenía por delante el retrato de cuatro personas hasta dar con su objetivo. Le sacó de sus pensamientos la risa de Daniella. Volvió deprisa a la habitación, sin olvidar su vaso de agua. Yo me había puesto cerca de ella. Pero él no pudo verme los ojos, casi nunca lo miraba a la cara.
—Por fin has vuelto, pintor. He pensado que voy a quedarme quieta. Si lo hago, Noa me dará un premio y a mí me gustan mucho los premios de Noa. Pero date prisa, que quiero irme a jugar, esto de que te pinten resulta que es un rollo.
Armando le sonrió. La niña se estuvo quieta como había prometido y él consiguió por fin trazar un primer esbozo de su rostro sobre la tela. Dejó todos los bártulos recogidos en el armario que mi madrebís le había indicado. Se despidió de nosotras poco antes de que se fuera el sol, Fernando y Katerina regresarían sobre esa hora y prefería no encontrarse con ellos. Cuanto menos los conociera, menos le costaría poner en práctica su doble plan.
Al salir a la calle, sintió hambre. Llevaba sin comer casi todo el día. Anduvo rápido hasta llegar al centro y entró en la primera confitería que encontró. Pidió unos bollos rellenos de queso y mermelada de frutas y, al ir a recogerlos en su bolsita con lazada azul de las manos de la tendera, alguien lo cogió del brazo. Víctor se había puesto detrás de él y le apretaba. Armando se agitó y le apartó la mano con ímpetu; la carpeta de cuero que el otro llevaba bajo la axila se cayó al suelo.
—No vuelvas a hacerme eso, Víctor.
—Explícame qué estás haciendo.
—Voy a comerme un bollo.
—Quiero saber lo que haces en casa de mi primo Fernando.
—Allí…, pintar un cuadro.
—No me vendas, Armando, te ofrecí participar pero lo que hay allí es solo mío. Yo decido cómo se hará. Si intentas engañarme, te acordarás de mí.
Armando terminó de coger el paquete de bollos que le ofrecía la tendera. El papel crujió en sus manos, estaba caliente; olió el aroma dulce de la mermelada y la harina recién horneada. Miró a Víctor con desgana.
—¿Qué quieres?
Víctor se percató de que le temblaban las manos. Se las metió en los bolsillos y se volvió hacia la mujer, que los observaba con disimulo desde el otro lado de la tienda.
—Avisarte. No te equivoques conmigo, no soy ningún don nadie. Tu cuerpo podría aparecer bajo el puente de Carlos con una cadena de hierro como envoltorio.
Armando sonrió. Llamó a la tendera de nuevo y pagó poniendo sobre el mostrador una por una cada moneda. Luego salió de la tienda sin decir nada. El tintineo de la puerta se oyó nítido entre los ruidos de la populosa ciudad esmeralda. Comenzó a caminar despacio mientras mordía y masticaba el bollo con deleite. Víctor se mantuvo a su lado, mirando hacia delante, sin hablar; en algún momento el otro se detendría y le pediría explicaciones. Atravesaron un pequeño jardín, oculto tras la sombra de un edificio gris con decenas de columnas y un gran friso en el que las figuras habían perdido brazos y cabezas. La tierra estaba húmeda. Olía a verdín o a las cuencas vacías de un cadáver. El aire entre las hojas de los árboles silbaba miserias. A un lado, un mendigo viejo miraba al cielo y, un poco más allá, otro más joven y desgreñado alimentaba a las palomas recostado sobre la estatua de un soldado manchada por sus cuantiosos excrementos.
Armando terminó de saborear el último bollo, se detuvo y le dio un puñetazo a Víctor en la cara con tanta violencia que se la volvió hacia un lado. La sangre comenzó a caerle por la comisura de los labios. El ruido había espantado a las aves que picoteaban las migas de pan a los pies de su bienhechor, pero él seguía desperdigándolas a derecha y a izquierda, en pequeños montoncitos blancos. Casi todas volvieron enseguida a posarse a su lado.
—No se te ocurra volver a acercarte a mí como lo has hecho hoy. Cuando quieras proponerme otro negocio, llámame como siempre y nos encontraremos donde y cuando yo te diga.
Armando se dio la vuelta y echó a caminar sin mirar atrás, sabía que el gallito desplumado no se atrevería a seguirlo. Víctor se sacó un pañuelo del bolsillo y se lo puso sobre la boca. Luego se sentó al lado del hombre que alimentaba a las palomas. El otro mendigo se había tumbado sobre unas hojas de periódico un par de bancos más allá y dormía. Cuando, al cabo de un rato, Víctor se volvió a levantar y echó a andar hacia el portón de salida, el desastrado amante de los pájaros se despidió de él al estilo militar.
Durante todo el camino hacia la legación, calló. Al primer gruñido, el taxista entendió que no necesitaba charla, como demasiados últimamente. Víctor intentaba no pensar en lo ocurrido. Nada le había salido bien. En primer lugar, le había fallado Katerina. Él la había esperado varias horas, convencido de que iría a reunirse con él. Volvió a casa con un dolor tremendo en la entrepierna y un cabreo monumental que procedió a remediar con un buen whisky hasta arriba de hielo y un polvo inigualable a Mérida, que ella le agradeció accediendo, por fin, a acariciarlo como él ya había probado muchas otras veces en los burdeles de países variados e incluso en alguna casa decente, y que era lo que más le gustaba de todas las maravillas que el sexo podía ofrecerle: tener a una mujer a sus pies. Pensar en ella ahora en esa posición, aún con el labio hinchado, le excitó de tal modo que se olvidó por unos minutos del dolor intenso.
Después había tenido que soportar a Armando. Quién le había mandado abrir la boca. Dentro de poco tendría miles de marcos en su poder, y podría haberlos conseguido sin su ayuda, ya había encontrado el comprador que necesitaba para la pulsera. Pero le había contado demasiado y ahora tenía que ingeniárselas para salir de aquello. Esa sanguijuela no pararía hasta quedarse con lo que tenía que ser solo suyo.
Apretó un poco el pañuelo, que ya estaba empapado de sangre. Todavía le dolió más. Lo tiró por la ventana. Entonces abrió su carpeta, sacó su artículo y empezó a leerlo. Esperaba que le gustara a Asúa. Disfrutaba mucho con ese trabajo, le apasionaba escribir, al crear sentía un poder que no experimentaba en ninguna otra faceta de su vida. Le ardían la mejilla y el labio y le dolía la cabeza, pero no podía dejar de acudir a su compromiso. También seguía escribiendo porque nunca se sabía de dónde podía venir el siguiente golpe de suerte. Él conocía lo bien que se pagaban las informaciones valiosas en tiempos turbios, aunque a él no le encargaban nada que no fuera sabido por todos y hasta entonces en la legación jamás habían hablado en su presencia ni una palabra que él hubiera podido usar para algo más que para escribir panfletos. El taxi se detuvo por fin en Vila Tereza.
Jiménez de Asúa lo aguardaba desde hacía al menos una hora, pero no se lo recriminó ni con la mirada. Cómo era ese Asúa: el tipo más irónico que había conocido en la vida. Pero también resultaba eficiente como pocos jefes de los que había sufrido, y había sufrido a muchos. Por aburrimiento, porque le echaban o porque el trabajo dejaba de interesarle, el currículum de Víctor era de lo más variado. Aunque esta vez había buscado en ese puesto algo más. No le resultó difícil que aceptaran su oferta en la Agencia Ibérica, que llevaba operando desde noviembre, conocía a Jan Vanèk, el periodista checoslovaco que la dirigía, de cuando colaboraba con el periódico Pravo Lidu desde España. Esa agencia pasaba a la prensa checoslovaca y alemana las noticias referentes a lo que ocurría en su país y, gracias a ella y a los comentarios de sus periodistas, se podía llevar a cabo la propaganda necesaria para la causa republicana.
Cuando Asúa terminó de leer el artículo que le traía Víctor, lo dejó sobre la mesa. Él no revisaba todo lo que Vanèk decidía que la agencia remitiera a los medios, pero en esa ocasión quería aprovechar para hablar personalmente con su autor. Víctor se llevó la mano al labio partido y se quejó antes de escupir un goterón de sangre coagulada en la papelera junto a la ventana.
—Pero, buen hombre, ¿qué le ha pasado en el labio? Parece que se haya pegado contra una puerta. Espero que no le duela mucho, ¿quiere que llame a Ayala y que traiga el botiquín? Ese hombre es un portento, cómo me alegro de que se haya unido a nosotros, por fin.
—No, no es necesario. Ha sido de la forma más tonta. Como todos los accidentes. Y dígame, no me ha hecho venir solo para leer lo que he escrito, ¿verdad?
—Pues no, claro que no. Sandoval, quiero proponerle algo.
Asúa acercó su sillón a la butaca de Víctor. Aún no estaba del todo seguro de que acertara con ese hombre que lo miraba con una cara que daba pena, pero no había encontrado ninguna razón objetiva para hacer caso a su intuición. El fin de la agencia de información estaba claro: recabar apoyos para la República e influir en la opinión pública para que se anulara la política de no intervención que tanto daño les estaba haciendo. Por eso, las noticias se usaban como herramientas para convencer a los checoslovacos y a los alemanes de los Sudetes de que lo inteligente era apoyar al Gobierno español legítimo por su propio interés: cuando ves las barbas de tu vecino mesar… También intentaban difundir su política exterior que solo, maldita sea, buscaba la paz y el alto nivel cultural y científico de los republicanos, desdibujado entre tanto bárbaro descontrolado. Pero Asúa quería que el Bureau de Prensa que Vanék le había ayudado a poner en marcha fuera mucho más eficaz, a pesar de que no conseguía quitarse de la cabeza la sensación de que el saco estaba roto desde el principio.
—Me gustan sus escritos. Escribe usted de un modo especial. Ya le he dicho alguna vez que su colaboración en la revista Spanelsko está siendo muy productiva. Se lo agradezco mucho. Pero llevo tiempo dándole vueltas y creo que deberíamos ir más allá y crear un Boletín Informativo, similar al del Comité de Ayuda a la España Democrática. Mire, mire toda esta pila de papeles. Todos son artículos de revistas y diarios, de todos los colores: Rudé Právo, Národní Listy, Lidové Listy, Právo Lidu. Este es gracioso, en el Nova Svobode hablan de espías troskistas en España como si los españolitos de a pie nos fuéramos tropezando con los comunistas soviéticos cada dos por tres en la taberna o la churrería. Pues no somos nada nosotros, como para hacernos marxistas leninistas y aceptar que otros nos digan cómo debemos vivir. Pero es curioso, hasta los que no venden ni un pimiento nos dedican atención; mire este, Express, no tiene casi tirada y habla sobre el «frente negro», los países que pagan los envíos de armas destinados a España. Aunque este me ha sorprendido, Venkov; para ser nuestro enemigo, no dice demasiadas estupideces. Hay que intentar neutralizar toda esta información sesgada. Publicar y distribuir el Boletín en español podría ayudar. Al fin y al cabo, el que ya existe se escribe en alemán y en checo, y con la excusa de recurrir directamente a las fuentes… No sé, espero conseguir los permisos del Gobierno checo. ¿Le interesaría participar en el Boletín?
—Y ¿cuándo sería eso?
—Quizá dentro de un par de meses. Me gustaría saber si estaría disponible para ayudar a mi sobrino Luisito con ello. Ahora que Casares ya está por aquí y le ha liberado de la dichosa Olivetti, él puede ocuparse en otras cosas. No puedo ofrecerle demasiado, ya sabe cómo andamos, pero me da que usted no trabaja solo por dinero.
Víctor se relajó. Por un momento había pensado que esa cita era para echarlo. Llamaron a la puerta y Ayala entró en el despacho. Era un hombre que medía cada palabra que pronunciaba, inteligente y eficaz como pocos; Asúa no lo había dudado nunca desde que le tuvo como alumno, uno de los más brillantes, y luego lo dudó mucho menos cuando fueron compañeros, allá en la facultad de Derecho de Madrid.
—No trae usted buena cara, Ayala. ¿Qué ocurre ahora?
—Seguimos igual, siguen sin retirar la subvención al Instituto Español e Iberoamericano.
—¿Lo habéis comprobado?
—Acaba de llegar la confirmación del último envío.
—¡Leche! ¡Es que no hay forma de que nadie nos haga caso! Ese cabrón de Lenz estará contento. Se pasa a los rebeldes y encima sigue recibiendo dinero del Gobierno checoslovaco y, lo que es peor, del Ministerio de Instrucción Pública republicano. Lo mismo es que los de Valencia han dejado de estar de nuestro lado y ni nos hemos enterado. A los del Instituto les mandan el dinero y nosotros, a dos velas. Por cierto, ¿cuándo será su encuentro con nuestro amigo Kulçsar y demás?
—Mañana, a primera hora, donde siempre. Asistiremos Rioja y yo. También estará Mauro —respondió el diligente secretario y, enseguida, se acercó a don Luis y le dijo algo al oído.
Él levantó la cabeza y lo miró extrañado.
—¿Y la señorita viene sola? ¿No la acompañan su padre ni su madre? —Ayala negó con la cabeza.
Yo llevaba fuera ya un buen rato sentada esperando que me recibiera. Muerta de miedo, no podía dejar de pensar en lo que iba a hacer. Pero lo de Lenka no volvería a repetirse. Intentaría ayudar a Mauro como fuera. Las rodillas me temblaban como gelatina rosada sobre un platillo de postre al pensar en lo que debía decirle a Asúa.
—¿Y tampoco le ha dicho Noa lo que desea? —preguntó don Luis, pero Ayala volvió a negar—. Bien. Dígale a la joven, por favor, que la atenderé enseguida. Y avíseme luego cuando vaya a ir a ver a Rioja para preparar la reunión con Kulçsar, por favor.
Hacía pocos meses que Francisco Ayala había sustituido a Ganga como primer secretario-consejero de la legación española. Jiménez de Asúa se lo había encontrado en un congreso y le había pedido que le siguiera en ese destino. Ayala servía a don Luis de paño de lágrimas y también de contrapunto, por su espíritu y su carácter mucho más sosegado, además de sustituirlo en sus funciones cuando era preciso. Y siempre estaba presente cuando el jefe de la misión dictaba los famosos informes.
Ayala salió del despacho y Asúa se acercó a la ventana. No sabía qué le resultaba más difícil de soportar: el que los hubieran convertido en víctimas de una gran injusticia o que los tomaran por estúpidos. La República no tenía nada que hacer porque no convenía a quienes gobernaban en los demás países democráticos. Si los hubieran ayudado con armas y hombres desde el principio, la República ya habría ganado la guerra a Franco. Pero al político de turno en Francia, al bigotudo de Blum, le había jodido mucho encontrarse con este lío después de tantos años luchando por llegar al poder; al político de turno en Inglaterra, Chamberlain, le venía bien ahora impulsar la política de apaciguamiento de los dictadores fascistas; al político de turno de derechas en Checoslovaquia, que se disputaba el poder con el izquierdista Benes, le parecía una aberración ayudar a los amigos de los comunistas y mucho más si algunos de ellos habían cometido la estupidez de quemar conventos. Y lo mismo daba que también a la mayoría de los republicanos le pareciera una burrada eso de chamuscar eclesiásticos, con lo que les habría gustado simplemente haberles despojado de su omnipotencia y su tiranía acumulada durante siglos.
Esos pretenciosos franceses e ingleses se creían que ofreciéndoles en bandeja la España republicana, Mussolini y Hitler se iban a contentar. Pero sus alas ahora tenían mayor envergadura.
—Asúa, ¿se encuentra bien? —Víctor se acercó al embajador y le tomó del brazo.
—Sí, sí, no se preocupe. ¿Sabe usted? Estoy agotado. Si le parece, puede pensárselo y ya lo hablamos tranquilamente. Gracias por haber venido tan pronto.
Yo seguía esperando fuera y Ayala, antes de entrar de nuevo en el despacho, me guiñó un ojo. Me caía bien ese señor, serio pero simpático. El secretario llevaba el abrigo y los guantes puestos. Me levanté del sillón. Tenía las piernas agarrotadas. Ya no dudaba. Todas las acciones tenían un efecto, pero las alternativas a veces eran mucho más desastrosas. Estaba dispuesta a contarle a Asúa lo de Mauro. Él podría ayudarlo. Cerré los ojos y recité en voz baja el mantra de la integridad y de la entrega. Los temblores remitieron. En cuanto volviera a casa, la meditación del yoga terminaría por tranquilizarme. Me acerqué al balcón y observé el exterior medio tapada por las gruesas cortinas. Cuando escuché a Ayala hablar con alguien en el recibidor, reconocí espantada la otra voz. En lugar de salir, me oculté del todo tras las tupidas telas. Víctor le preguntaba algo a Ayala mientras este intentaba encontrarme. Me sentí como el mosquito ante la lengua del sapo. No debía volver a ver a ese demonio y, sobre todo, él no debía volver a verme a mí. Respiré hondo, me concentré e intenté desaparecer. Entonces reparé en la salida: al otro lado del balcón, donde terminaba el cortinaje, se encontraba la escalera que llevaba al vestíbulo. Despacio, suplicando a todos los dioses para que cegaran a esos hombres o que al menos decidieran buscarme en la salita de al lado, me deslicé tras la cortina y, pisando tan ligera como un gato bengala, bajé corriendo las escaleras y salí del edificio. Si hubiera sabido entonces que mi huida significaría que ya no existiría ningún otro camino, habría vuelto al instante. Pero la sabiduría no es infinita. Ni piadosa. Pocos minutos después, tras rebuscar en las habitaciones contiguas y hasta en la planta de arriba, por si acaso, Ayala desistió y volvió a pasar al despacho de su jefe.
—Lo siento, don Luis, pero la señorita ha debido de cambiar de idea. No consigo dar con ella. Confío en que, si lo que tenía que decirle era importante, regresará.
Asúa asintió pero en realidad olvidó de inmediato lo que le decía, en cuanto Ayala volvió a cerrar la puerta tras él. Sentado frente a su escritorio, llevaba un rato con la vista y la mente perdidas. Miró los cientos de mariposas que parecían volar suspendidas de alfileres en sus urnas. Se sabía el nombre de cada especie, en qué lugar la había cazado y en qué día. Cada mariposa era un cachito de su memoria. La de las alas del azul más brillante había caído en sus manos una mañana de julio, allá por Navalcarnero, tres días antes de que Franco se levantara en Melilla. La de las alas rosas con el punto negro en el centro la había cazado en su primera excursión con muchos de los miembros de la legación a un campo de los alrededores, al poco tiempo de llegar a Praga. ¿Por qué leches no eran capaces de lograrlo? Ellas no podían responderle. Nadie podía.