En la Feria de las Flores de Námestí Miru

Sus ojos eran como dos gotas de rocío: frescos, limpios; su sonrisa, una promesa; y su alegría, contagiosa. Estaba tan abierta a las nuevas experiencias como la avecilla que por primera vez abría sus alas para echar a volar. Eso solía pensar yo de Daniella mientras la peinaba cada día: el pequeño diablillo no paraba de moverse, pero se quedaba quieta para que la pusieran guapa. Y yo, que lo sabía, mientras la peinaba le decía que el color de sus ojos era como el cielo despejado tras el vendaval, y sus pestañas como las de las vacas sagradas de mi ciudad, porque la niña siempre se reía con mis palabras, aunque fueran las mismas; parecía no recordarlas. Yo, después, disfrutaba acariciando su pelo suave como el rumor del rocío. Las rubias hebras se desenredaban sin resistirse y entonces separaba en dos la melena con una raya al medio rectísima y anudaba a cada lado una coleta con dos lazos de seda, gruesos, con mucha caída, cada día de un color distinto. Yo los prefería anaranjados y dorados: me recordaban a los saris de las novias; pero a Daniella le gustaban más verdes y azules, y solía pedirlos así.

—Ya estás lista. ¿Te gusta cómo ha quedado?

La niña se miró en el espejo de un lado y luego del otro, balanceó un poco las coletas y me dio un beso muy sonoro por toda respuesta. Con un expresivo mua exagerado. Luego salió corriendo. La seguí más despacio. La encontré en la cocina, acurrucada entre las piernas de Katerina. Su madre estaba sentada en un sillón pegado al arco que separaba el gran espacio de los fogones y el salón. Miraba al suelo. Hacía días que lo hacía de esa forma extraña, con los ojos vacíos de expresión y las manos entrelazadas. Y si alguien le hablaba, ella contestaba con apatía y enseguida volvía a recuperar ese mismo gesto hermético.

—Mira, Noa, mamá está otra vez igual. No me hace caso.

—Nos dijo que iríamos a la Feria de las Flores, ya estarán allí todos los puestos. ¿Lleva así desde que has entrado a buscarla?

—No me hace caso, Noa. Ven tú y ayúdala a que se levante. Seguro que puedes.

Tomé de la mano a Katerina. No se inmutó. Me concentré en verla por dentro. Sus pensamientos se me contagiaron. No eran imágenes, solo sensaciones, como cuando se oía el agua corriendo en algún lugar desconocido y la imaginación dibujaba en nuestra mente la corriente de un río. Enseguida adiviné el motivo de su tristeza. La solté de inmediato. Dolía mucho reconocer que alguien sufría por tu culpa. Mi madre en este mundo apenas hablaba ni comía, había perdido peso, había perdido el color y había perdido la alegría. La culpa la estaba corroyendo por dentro y hasta por fuera: las pequeñas arrugas de la frente se le habían acentuado, sus labios se habían vuelto rugosos como brevas, las manos las tenía resecas y las uñas largas y sin limar como las de las tortugas viejas. Me di cuenta entonces de que tenía que haber pensado en esa posibilidad.

Sabía que todo lo que ocurría en el universo tenía una causa y una consecuencia. Las acciones mejor intencionadas y las más rastreras. Y yo solo había querido ayudarla, pero ahora también era culpable de esa tristeza extraordinaria que sus ojos dejaban ver reflejada en el Lago Negro de las lágrimas donde se bañaba Ramakrishna. Sin embargo, sentí que no podía quedarme a medias. Nada podía ser peor que lo que ahora estaba sufriendo. Abracé a Daniella. La niña echaba mucho de menos a su madre, la que había vivido sin recordar hasta entonces. Me conmoví como la joven princesa hindú que a la mañana siguiente vio muerta en el suelo a la alondra que, hasta ese día, siempre le había cantado al alba.

—Ve a la habitación a buscar el abrigo, Daniella, nos vamos en un rato.

En cuanto me obedeció, llené un vaso de agua y lo dejé sobre la mesa. Luego abrí la alacena y rebusqué entre mis tarros, los que estaban al fondo de la estantería más alta. Allí tenía todo lo que solía necesitar para hacer felices a los desdichados o para curar: manojos de plantas secas de ashawagandha para provocar la risa; semillas de neem en polvo de un intenso color naranja, que sabían amargas, pero purificaban la sangre y la desintoxicaban de los malos pensamientos, y servían de antídoto para el veneno de serpiente; con este fin no las había usado nunca todavía, pero la vieja hechicera del barrio de Josefov que me conocía desde hacía años no se pudo resistir en su último viaje a Asia y me había traído ese tarro enorme para mí. También me había vendido sus flores secas para extraer su jugo y elaborar el aceite que sanaba la piel cuando se estropeaba por vieja, por el sol o por el mal de ojo. Además guardaba en la despensa pimienta negra para bajar la fiebre, aunque ya había dejado de dársela a Daniella: le producía ardores de estómago y ni mezclándola con leche lograba que desaparecieran; un buen pedazo de raíz de jengibre, también llamada el cuerno, de la familia del cardamomo y de la cúrcuma, la más potente de las raíces. Había que arrancarla del suelo cuando sus hojas se hubieran marchitado y dejarla secar al sol. Su sabor, entre picante y agrio, no desalentaba a quienes la utilizaban para triunfar en el amor. Yo reponía las especias y las hierbas con frecuencia por si surgía algún asunto que requiriera una solución imperiosa. La de ahora era una de esas: tenía que volver a sumir a mi madre de este mundo en el olvido, o si no, no volvería a ser ella.

Las flores de cardamomo, los pétalos de la flor de la pasión y el fruto del haritaki y la canela esperaban en sus recipientes; ya no tenía que aguardar cinco noches hasta la luna llena, de alguna forma incomprensible había conseguido mejorar mi magia. Despacio, sintiendo el picor en el vientre, sobre la marca plateada, y con mano experimentada elegí, medí y mezclé bien todos los ingredientes en un pequeño cuenco de madera; funcionaba mucho mejor que esos modernos de metal frío y oscuro. La naturaleza llamaba a la naturaleza. El brebaje estaba listo. Hacía años lo había elaborado por primera vez cuando tan solo era una cría asustada e insegura y ahora lo había repetido decidida, con la determinación de quien ya se conoce bien.

Me acerqué a Katerina. Ella seguía sin levantarse. La abracé y comenzó a llorar. Supe que era el olvido al que yo la había condenado lo que le dolía, mucho más incluso que haber perdido a su hija, y sufrí por ella. Me aparté a tiempo de evitar que mi propio vómito le cayera encima. Limpié el suelo y me lavé en el fregadero las manos y la boca. Vi en el reflejo del cristal de la ventana la palidez de mi rostro. Me sequé con un paño de cocina y le di una cucharada de mi brebaje a Katerina, que lo tomó sin protestar. Después le hice beber un poco del agua que había dejado sobre la mesa y le puse las manos sobre la frente. Ella cerró los ojos al instante. Musité en voz baja un mantra y la respiración de ambas adquirió poco a poco el mismo ritmo. Ya había perfeccionado la práctica del yoga y mis poderes mágicos cada día eran más potentes. Aunque los usaba solo cuando era imprescindible. Después tomé un pañuelo, recogí con él el resto del brebaje y ungí también la frente de Katerina y el dorso de sus muñecas. Pero esta vez me aseguré de que mi hechizo fuera reversible no recitando las últimas palabras. Así, por sí misma, Katerina podría volver a recordar, aunque recuperaría la memoria poco a poco y, si ella quería, seguiría acordándose de su hija Noa sin darse cuenta de que la había olvidado. Continué entonces cantando el mantra para aliviar el dolor fuerte del corazón y mantenerlo así al menos hasta que la luna llena saliera dos veces más después de ese día.

—¿Qué le pasa a mamá? ¿Le duele la cabeza? —Daniella había entrado de nuevo. Llevaba el abrigo puesto y abrazaba a su muñeca.

—En unos minutos estará mucho mejor. Solo se encuentra muy cansada, déjala dormir un momento y podremos salir. Verás cómo luego vuelve a ser la de siempre y ya te hace caso.

La niña me miraba, siempre supe que me conocía: esperaba el milagro. Sabía lo que yo era capaz de conseguir cuando ponía las manos como lo estaba haciendo ahora con su madre. Sus rodillas habían pasado muchas veces por ese rito, cada vez que una piedra en el camino, un niño idiota o un mal paso la hacían caer. Yo me resistía a curarla enseguida: no se puede abusar de esa magia buena que algunas personas tenemos en los dedos y que intentaba traspasarle a través de las uñas, aunque ella aún no había conseguido verla. Si la usaba en exceso podría llegar a desaparecer. Pero sus lágrimas me convencían sin tardar demasiado. Me obedeció y se fue a poner guapa a su muñeca para que nos acompañara a la feria.

Limpié y ordené todo lo que había usado y cerré la puerta de la alacena; Katerina despertó al oír el ruido de la llave dando vueltas en la cerradura. Tenía la boca seca y los ojos le dolían, y no conseguía recordar cómo había llegado a esa butaca. La abracé con fuerza.

—Te has quedado traspuesta. Nos estamos preparando para ir a la Feria de las Flores. Daniella está entusiasmada. Se ha quedado muy buena tarde, casi no hace frío.

Katerina me cogió la mano y se la llevó a los labios. Me besó los dedos. Estaba llorando aunque no sabía por qué. Pero le pasaba tan a menudo que había dejado de preguntárselo. Respiraba entrecortadamente. Yo le acaricié la cara y luego me puse de rodillas y apoyé la cabeza entre sus piernas. Deseaba cogerle los pies y besárselos, como hacía de niña con Asha y con todas las personas a quienes respetaba. Pero aquí ya no podía: me habrían tomado por loca en este mundo en el que el respeto se medía por lo alto que había que subirse para llegar a superar al otro.

—Katerina, sabes que eres la mejor madre, ¿verdad? Te quiero mucho.

—¿Y por qué no me ibas a querer? ¿Por qué me dices eso ahora, Noa?

—Hay que decirlo muchas veces, muchas, cuantas más mejor. Así siempre todo es más fácil.

—Sí, tienes razón. Yo también te quiero. Os quiero muchísimo. Todos sois buenos hijos. Pero dejémonos de abrazos, que Daniella seguro que está nerviosísima esperando.

La tarde parecía una mandarina abierta. Olía a cítrico, a chispeante, a limpio. A primavera. Tras varios días de un bochorno sofocante, el cielo se había despejado. Un cascanueces se posó sobre el árbol de enfrente de la iglesia en la que, a las cuatro en punto, tañerían las campanas igual que en los últimos doscientos años. Yo llevaba de la mano a Daniella. Al notar sus deditos aferrándose a mí, siempre sentía deseos de besárselos. Pasamos por delante del mesón Las Tres Violetas, junto a la puerta de Strahov. Era pequeño y solo congregaba a muchos clientes en domingo; se reunían allí a bailar, atraídos por el piano que sonaba sin tregua. La música en Praga volaba por las calles y los jardines, en el lugar más insospechado se podía hallar a alguien tocando o escuchando melodías tristes o alegres. Pero aquel día era lunes y el establecimiento estaba vacío. Y la ciudad olía siempre a cerveza, sobre todo en el callejón que habíamos dejado atrás, donde las tabernas se agolpaban como las lápidas del viejo cementerio del Josefov.

—¡Noa, fíjate, esa señora te mira como si te conociera!

Daniella se desternilló de risa cuando miré hacia donde señalaba: una estatua del parque de la Plaza Vieja. Enseguida llegamos a la Torre de la Pólvora, la Prašná brána de Katerina. Pero esa vez ella no relató su historia, se sentía un poco aturdida y no tenía ganas de hablar. La niña se sabía de memoria todas las leyendas de Praga, como si cada piedra y cada rincón fueran una página de un libro mágico de viajes al pasado. Pasamos por debajo de la torre para llegar a la calle Celetná. Cuando íbamos con tiempo, por allí nos colábamos en algún edificio de la ciudad escondida, como la llamaba Daniella, donde se conservaba la planta subterránea de la Praga primitiva. Hacía casi mil años, el río empezó a inundarla cada primavera y, para evitarlo, las casas y los edificios de ese lugar se cubrieron con tierra y, sobre ellos, usándolos como sótanos a veces, se construyeron los nuevos. A mi hermana le maravillaba saber que otros niños habían corrido por unas calles que ahora permanecían bajo sus pies, como la fabulosa Atlántida perdida de los libros que le leía Fernando. En la esquina, Daniella se despidió de la virgen negra como hacía siempre antes de abandonar la plaza y entonces, inesperadamente, se volvió a su madre y le susurró al oído. No pude oír lo que le decía aunque, al observarlas, supe que algo no estaba bien. Debíamos volver a casa. Sentí frío y el aliento de Asha rondándonos, pero ella no me habló. Solo de mí dependía ya mi suerte. Katerina negó con la cabeza y la niña me miró y salió corriendo. No siempre tomamos los senderos que debemos. ¿O acaso todos ellos van a parar al mismo porvenir? Ignoré mi presentimiento y las dos la seguimos; todavía debíamos llegar hasta Kaprova para tomar el tranvía.

Después, sentada ya en el duro asiento de madera entre mi madrebís y yo, Daniella hablaba tan emocionada sobre los tiovivos, los columpios y los caballitos que cualquier preocupación desapareció. Yo me concentré en ella, en su sonrisa tan lúcida como la sabiduría. Cuando vislumbramos el gran descampado lleno de gente y decenas de atracciones y carros maravillosos, el trasto se paró, se abrieron las puertas y Daniella saltó al suelo y salió corriendo en busca de la entrada. Al otro lado la esperaban enormes pilas de gordas salchichas; puestos de lotería, de flores hermosas y de curiosos juguetes de madera; también tiros al plato, cuevas encantadas y trenes de la bruja. La gente se agolpaba para ver salir corriendo al señor disfrazado que pegaba con una escoba a los que iban entrando en los carros. La niña no se cansaba nunca de oírlos gritar con cada palo que la vieja les arreaba y Katerina y yo disfrutábamos viéndola así. Mi conjuro había funcionado otra vez más. Pero el ego es la muerte de lo mejor de cada uno. «No seas el eremita que, orgulloso, invocó su mantra para cruzar el río y se ahogó», decía Asha. Y yo, de nuevo, la había ignorado.

—¡Vamos a comprar chucherías! ¡Venga, Noa! Ven por aquí.

Mi hermana de este mundo me agarró de la mano y me obligó a correr tras ella. Katerina nos miró alejarnos. Parecía recién despierta de un sueño muy profundo. Alguien se le puso delante.

—¡Katerina! ¡Qué bueno que nos veamos tan pronto! No pude saludarte el otro día en la fiesta del señor Borys, Víctor me explicó que te había visto allí, pero estuve buscándote y no te encontré. Qué extraño, ¿verdad? Y ahora en un sitio tan grande como Praga y, fíjate, casi nos damos de bruces.

El tono de Mérida era dulce y melodioso. Katerina había palidecido. Se abrió un poco la chaqueta. No podía respirar. Pero no le dio tiempo a contestar, la joven la había rodeado con sus hermosos brazos y le estaba dando un beso que mi madrebís aceptó sin retirarse, ya conocía esa costumbre. Víctor esperaba a su lado y las miraba con cara de satisfacción. Katerina habría disfrutado abofeteándolo antes incluso de que abriera la boca. Aunque, en realidad, no era capaz de recordar el motivo.

—Me alegro mucho de verte de nuevo, prima. ¿Otra vez sin Fernando? Yo no dejaría a tres damas tan hermosas solas en una ciudad como esta. Podríais encontraros a algún indeseable.

—Víctor, no digas eso, yo podría haber salido sola también. Es increíble los tiempos que corren y, sin embargo, que aquí haya tanta paz.

—Nos gusta acercarnos a esta feria todos los años —logró responder Katerina—. Gabriel y Fernando suelen venir también, pero hoy han ido juntos al despacho a terminar un asunto. A ambos les gusta mucho esa profesión y Gabriel está intentando aprenderla de su padre.

—Bien, bien, eso está bien. Saber ganarse la vida es muy útil siempre.

—Disculpadme un momento; quiero comprar algo —dijo entonces Mérida y anduvo hasta el puesto que tenía a su derecha y le dijo algo al tendero.

El gran tablero apoyado en sendos caballetes estaba repleto de marionetas de madera, juegos de mesa, cajitas y artilugios de todos los tamaños. El hombre envolvió un Pinoccio reluciente en un papel de estraza y ella le pagó. En cuanto regresé con Daniella, se lo ofreció.

—Y me gustaría que eligieras otro regalo tú también, Noa, por favor. Allí hay unos anillos preciosos. Vamos a acercarnos a echarles un vistazo, ¿te parece?

Katerina estaba tensa, pero yo no supe ver por qué.

Anduve detrás de Mérida arrastrada por la niña; tiraba de mí con una mano mientras con la otra sujetaba la marioneta que había hecho que relegara en los brazos de su madre a su muñeca favorita. En cuanto nos alejamos un par de puestos curioseando entre los productos, Víctor aproximó su cara a la de Katerina y le murmuró:

—Los hechos parecen demostrar que el destino no está de tu parte, no te vas a librar de mí hasta que el león del castillo se tumbe en la hamaca de Vysehrad, como dicen por aquí. —Katerina no dijo nada. Él se separó un poco de su rostro y la agarró del brazo—. Espero que hayas entrado en razón. Esa hija nueva tuya es muy guapa y parece feliz. ¿Qué te va a dar a ti una joya que no te dé ella? Si ya lo tienes todo. Yo soy un pobre hombre, solo eso, y me harías muy feliz si me la regalaras. Si lo haces, olvidaré lo que sé y me mantendré al margen, de tu hija y de ti. Te lo juro por Mérida.

Katerina sabía que debía hacerle caso, aunque no recordaba la razón. Seguía algo ida, el brebaje que le había suministrado unas horas antes había surtido su efecto y los recuerdos que debían arrinconarse y los que no estaban mezclados en algún foso de su memoria y tardarían en colocarse cada uno en su sitio. Por eso dudaba de qué era lo que debía ocultarle a Víctor, a qué se refería él con esas palabras tan amenazadoras. Pero la seguridad con la que le hablaba la atemorizaba.

—Podría darte dinero. Dime cuánto quieres. No somos ricos, pero podríamos reunir algo. Así no tendrías que buscar comprador.

—¿Lo habéis intentado ya? ¿Cuánto os ofrecieron por ella?

—Nunca hemos deseado venderla, Fernando no quiere ni oír hablar de eso.

—¿Por qué? ¿Acaso no tiene tanto valor como parece?

—Está maldita. Si la vendes, morirás. Solo se puede regalar. No te engaño, Víctor. La raní nos lo advirtió. Harías bien tomando el dinero.

—Cuéntame cuál es esa maldición, Katerina, tal vez me convenzas. No lo parezco, pero soy muy romántico, podría aceptar tu oferta.

A Víctor le costó mucho seguir fingiendo que sabía de sobra de qué hablaba Katerina, pero ella seguía aturdida. Se percibía en sus labios temblorosos, en el sudor frío que le caía por la frente y en sus manos, que no conseguía dejar de mover. Ese hombre le repugnaba y atemorizaba a partes iguales.

—La raní me contó que todo el que la poseyó y la vendió murió de una forma horrible. No tiene ningún valor material porque solo puede regalarse.

—No me lo creo. Lo siento. Y reconozco que ha sido un buen intento.

—Ella lo creía. No era una mujer nada tonta, tú también la conociste. Además, si hubiera podido venderla, ¿crees que me la habría regalado?

Víctor buscó con la vista a Mérida entre la gente. La halló dando unos billetes al tendero de un pequeño puesto con varias filas de pulseras de bisutería. Estaba muy cerca, tenía poco tiempo. Enseguida se acercó más a Katerina, casi rozaba sus mejillas con los labios; se pasó los dedos por la lengua lentamente y, antes de que ella pudiera retroceder, recorrió con ellos su sien y su cuello hacia abajo, hasta llegar al pecho. Katerina sintió un asco infinito.

—Bella Katerina, no sabes lo feliz que me has hecho. —Víctor se relamió de gozo mientras ella se limpiaba la cara con el dorso de la mano—. No sé a qué joya te estás refiriendo, pero sí sé que es mucho más valiosa que lo que yo te pedía. Y acabas de confirmarme que tienes más que ocultar de lo que yo pensaba. Me estás confirmando que me vas a dar algo que deseo mucho más que una pulsera, algo que llevo mucho tiempo queriendo conseguir y que ahora sé que será mío: además de traerme esa joya maldita que solo puede regalarse, vendrás tú dispuesta a continuar lo que dejamos a medias en la India. Sí, Katerina, por fin voy a tenerte. A la noche, sobre las seis, vendrás al hotel Atlantic, en Na Porici, número 9. No te olvides. Estoy seguro de que, además de guapa, eres lista; ya sabrás tú qué decirle a mi primo para que no sospeche y puedas salir sola. Y entonces, mi preciosa Katerina, entonces por fin serás para mí.

Katerina sintió que se iba a desmayar. No podía hablar, tampoco mirarlo. Tenía los ojos fijos en una mujer de pelo corto que anotaba algo en un papel, a la espalda del ser repugnante que le estaba hablando. Víctor giró la vista, nos vio aproximándonos y se apartó de inmediato de Katerina. Mérida no llegó a tiempo de advertir la expresión de satisfacción de uno y de repugnancia de la otra. Tras darle un abrazo a ella y eludir mirarlo a él, mi madre de este mundo recogió el papel en el que antes había visto a la mujer escribiendo a sus espaldas. Lo había dejado sobre el tablón lleno de juguetes de madera donde otros Pinoccios esperaban a su Geppeto particular. Lo desplegó y observó el dibujo: una cruz bajo la que se sentaba una hermosa mujer que lloraba.

Al regresar a casa por Vinohradská, los enormes árboles desperdigados del parque Svatopluka Cecha agitaron sus ramas ante un soplo de viento. Enseguida se calmó, pero todos los pájaros echaron a volar. Daniella y yo anduvimos todo el camino charlando sobre los regalos de Mérida y recordando los palos del carro de la bruja y los gritos de quienes los recibían. No percibí nada extraño en Katerina: su mente se había cerrado incluso para mí. Pero se sentía cansada y sucia.

Al llegar a casa, Daniella y yo fuimos en busca de Fernando. Gabriel estaba con él, ambos leían: uno ojeaba un libro y el otro el periódico del día. Katerina se encerró en su habitación. No sabía con seguridad dónde había guardado la caja de música de Noa. La sacudida de emociones le había hecho volver a recordar, pero estaba demasiado asustada como para dejarse vencer por la pena. Visualizaba su pasado vagamente, en forma de pequeñas pinceladas que iban conformando un cuadro a base de colores que, por separado, no eran nada, pero que al unirse iban dando forma a la pintura de su memoria. Noa, su verdadera hija muerta, volvía a ser una de las pinceladas más gruesas, con más pintura, pero era solo otra más. Con el tiempo, ese cuadro se había llenado de matices y brillos que ya no podía renunciar a admirar. Rebuscó al fondo del armario. Nos oía reír en el salón. Las risas de las personas que se quieren siempre resuenan en sintonía, son como notas entonadas del mismo mantra. No consiguió encontrar la pulsera. Salió entonces sin hacer ruido y buscó en el despacho, en los estantes bajos de las vitrinas donde se apilaban objetos que ahora no le interesaban. Allí estaba, por fin. La caja se veía intacta. Se la puso sobre el pecho y la abrazó con fuerza. Aquello sería lo que menos le costaría entregarle a ese hombre de todo lo que le pedía.

Volvió con ella a su habitación, cerró con llave y entró en el cuarto de baño, abrió el grifo y dejó que el vapor del agua caliente lo impregnara todo. Mientras la bañera se iba llenando, se quitó la ropa muy despacio y la fue colocando sobre la silla. Se metió en el agua y restregó cada parte de su cuerpo desnudo, cada poro abierto de su piel, cada estría que los embarazos le habían dejado como marca indeleble de la vida que gestaba; amasó la carne que en el cuello, en el vientre, bajo los antebrazos, ya iba perdiendo su tersura; arrastró la esponja con fuerza por todos los lugares que él podría llegar a tocar, que podría lamer, que podría besar. Volvió a empaparla y repitió los mismos recorridos, apretándola contra los pechos, estrujándola sobre su pubis. Restregando de nuevo con todo el vigor que pudo concentrar en sus puños hasta que no quedó ni un milímetro de sí del que no hubiera borrado las huellas de Fernando. Ese malnacido solo tendría un cuerpo físico. Una materia muerta. Nada que tuviera esencia. Nada más vivo que una piedra o un pedazo de carbón. Nada de lo que pudiera extraer ni la más ínfima sustancia. Nada de ella.

No lloró. Katerina se había convertido de pronto en una mujer que solo luchaba por preservar lo suyo y no era capaz ni de sentir asco. Pero lo odió con toda su alma y se maldijo por haber sido tan estúpida. Se vistió con ropa interior y enaguas de color carne y se puso unos calcetines gruesos, unos botines de piel y un vestido recto, sin forma; no se pintó y tan solo se peinó y se recogió el cabello con una coleta. Entonces se miró al espejo y en un impulso buscó las tijeras. Las elevó hasta llegar a la altura del nudo.

Llamé a la puerta. Mi voz sonó dulce pero contundente. Katerina bajó los ojos. Suspiró hondo, mantuvo las manos en alto y las tijeras abiertas.

—Katerina, ábreme, por favor. Espera. No lo hagas.

Ella miró hacia la puerta. Bajó los brazos. Dejó las tijeras sobre el tocador. Apoyó las manos. Su peso cayó sobre ellas. Inclinó la cabeza. Insistí:

—No lo hagas. Déjame entrar, por favor. No cojas las tijeras. Ábreme.

Abrió por fin. Cerré la puerta detrás de mí. La abracé. Ahora ella sí lloró; y las lágrimas querían llevarse mucho más que su pena. No cesaban. Tampoco las mías. Aprendí que la culpa sabía amarga como el hueso de alondra pulverizado para el dolor de alma y mucho más fuerte que la angustia. Me esforcé por hacer que ella entendiera.

—Lo siento mucho. Pero no lo hagas, no tienes que hacerlo. Yo volveré a la India si es necesario. Me marcharé. Y tú podrás recuperar la memoria de Noa y olvidarla solo si lo deseas, de la única forma en que puede olvidarse a los que queremos tanto y nos dejan, guardándolos siempre en nuestro corazón y permitiéndoles irse poco a poco. Si yo no estoy, podrás hacerlo. Pero no vayas a verlo. Él te hará daño. Y no te dejará en paz después de esto. Yo lo sé. No debería haberte hecho olvidar de nuevo, eso ha hecho que él te arrancara una verdad que tú no querías contarle. Y yo, además, no he sabido reconocerle. Toda acción siempre tiene una consecuencia. Soy como el pez que pregunta qué es el agua, y volví a equivocarme, Katerina. Pero no debes ir.

Mi madrebís se separó de mí y me miró con tanta dulzura que me dolió como si me hubiera apuñalado el corazón. Le conmovió esa forma de entregarme a otros sin pedir nada a cambio, de ponerme en el lugar de los demás. Volvió a abrazarme. Al sentir su calor, supe que volvería una y mil veces a arriesgarme por ella. Por mucho que perdiera.

—Ya eres toda una mujer, no sé cómo habéis crecido tan deprisa. No podía tener una hija mejor que tú, Lila. Noa era parecida a ti, también era una buena niña, habría sido una buena persona. Como tú. Y si yo le hiciera esto a Fernando, si yo dejara que ese sinvergüenza consiguiera aunque sea de este modo que yo lo engañara, sería todo lo contrario a lo que quiero que seáis vosotros. Tienes razón, no iré y si de verdad descubre algo y hay que afrontar las consecuencias, lo haremos juntos. Voy a contárselo a Fernando. Debe saberlo todo.

Sentí pánico. Como si me fueran a clavar agujas en los labios. La agarré por los hombros.

—No, no debe saber nada. No se lo cuentes. Tú le conoces mejor que yo, ¿crees que lo resistiría? Podría recuperar su memoria y ¿de veras crees que él soportaría recordar que olvidó a Noa? Tú eres mucho más fuerte que él, Katerina, pero Fernando debe seguir como está; piénsalo. No es el momento. —Callé y ella dudó. Pero no podía dejar de escuchar a mi corazón. Algo dentro de mí me hablaba al fin. Vi con claridad lo que ocurriría si ella le confesaba lo sucedido a su marido—. Y además, si se lo cuentas a Fernando, Víctor morirá.

—Por el amor de Dios, Lila, ¿cómo puedes decir eso? No es posible que pienses eso de él. Y no puedo creer que desees que le oculte algo así.

—Katerina, no lo hagas. Sé que morirá. ¡No lo hagas, por favor! ¡No le cuentes nada!

Yo le gritaba. Y seguía llorando. Todavía no había conseguido aprender a dejar de sufrir cuando sabía algo que no podía evitar ni cambiar. Me tapé los ojos con las palmas y seguí gritando.

—¡Esto es culpa mía! ¡Todo es culpa mía! Yo debía haber hecho caso a Asha. La desoí dos veces, ¡dos! Ella me avisó hace mucho tiempo: me dijo que escondiera los regalos de la raní y de su hijo, pero estaba tan ocupada con mis propios sentimientos, tan empeñada en intentar ayudaros, que la desobedecí. Y luego seguí pensando en mí misma: ¡yo debía haberme escondido de Víctor, como hice la primera vez! Eso no es lo que Asha me enseñó.

—¿De qué hablas, Lila? ¿A qué te refieres?

Levanté la cabeza y la miré con tristeza.

—La primera vez que ese hombre vino a casa a veros con su mujer, yo sentí miedo, sabía que no podía dejar que me viera. Así que me escondí con Daniella en su habitación. Pero en la fiesta de despedida de Lenka no percibí el peligro, ¡no lo vi allí! Estaba tan centrada en la tristeza que sentía porque mi amiga se iba, en intentar ayudarla a ella, que no pude verlo. Lo mismo que antes, me esforcé tanto por hacerte olvidar que no percibí el verdadero peligro. ¡Lo siento tanto, Katerina! Soy una estúpida y una egoísta. Y ese mal ya está hecho, pero ahora sé que si le cuentas lo que ha ocurrido a Fernando, también sucederá otra desgracia. No hay solución. El río de la vida ya fluye hacia su destino y no hemos llegado a tiempo de desviar su cauce. Pero tú eliges el siguiente trecho del camino. No le hables a Fernando de esto. O Víctor morirá.