Cada mañana, Asha se despertaba antes de que saliera el sol y pasaba al menos una hora de vigilia cantando, con la voz de Dios, los mantras de los Upanishads, los textos filosóficos; o del Atharva Veda, los textos mágicos y los encantamientos. Antiguos y bellos como mi inmaduro espíritu aún no podía llegar a comprender. Después se purificaba con un paño mojado en agua limpia, se vestía con la ropa que había lavado la noche anterior y esperaba un rato a que me despertara. Le gustaba mirarme mientras dormía. A través de mis párpados cerrados veía el bien: tenía siempre buen humor, pecho blanco de paloma y manos de mujer. Yo intentaba abrir los ojos a la vez que Asha y, al acostarme, con la cabeza mirando al este, le pedía que me despertara para poder cantar con ella. Pero mi abuela prefería dejarme dormir: aún le parecía demasiado niña.
Solo en algunas ocasiones, si no soplaba el monzón, me avisaba antes del alba, cantábamos juntas y luego bajábamos hasta el río. Allí nos sumergíamos en el agua y me enseñaba a controlar la respiración, el primer peldaño de la gran escalera del yoga que, si lograba ascender, me llevaría a dominar los poderes extraordinarios del alma, los siddhi. Pero eso me resultaba muy difícil. Siempre me ponía muy roja antes de abandonar el intento y empezar a aspirar el aire a borbotones por la boca, como había visto hacer en los arrozales a los peces que los campesinos salaban cuando estaban suficientemente crecidos para comerlos si las cosechas no eran prósperas.
Después del baño, íbamos a buscar algunas flores y se las ofrecíamos a nuestra diosa favorita; al dios de la aldea, Surya; y a los genios protectores. Y cada paso hacia la orilla, cada roce del agua fresca sobre mi acalorado cuerpo, cada gota de sudor, cada aspiración del olor de una caléndula, cada pellizco que las piedras me propinaban al deslizarse dentro de mis viejas alpargatas los sentía yo al lado de mi abuela como si, de no poder repetirse nunca más, me fuera a ahogar igual que los peces de plata lejos de su arrozal.
Asha a menudo se sentaba a mi lado y me hablaba de los libros sagrados. Ella no necesitaba un gurú que la comunicara con Dios: ya había entrado en el estado de la existencia en el que era consejera y sabia.
—Los que aman a Siva buscan la armonía. Yo solo debo guiarte en tu educación espiritual, en el respeto y en el amor. También en las cinco prácticas de pureza, devoción, caridad, humildad y buena conducta: pensamiento correcto, palabra correcta y acción correcta. Pero debes levantarte para que pueda cumplir con mi deber. Si sigues durmiendo, jamás aprenderás ni siquiera a andar bien, pequeña perezosa como mona vieja.
Y mi dadi me enseñó enseguida que no todo lo que se veía era real ni todo lo real se veía. Me hablaba a menudo de la fe, de la rueda de mi karma, del samsara y del nirvana. Yo no siempre la comprendía: ¿cómo podía haber vivido antes mil veces, cientos de miles quizás, y no acordarme de nada de lo que me había sucedido? Pero entonces escuchaba una risa o una voz que no había oído nunca o descubría un color que no sabía que existía y me parecía recordar de qué rostro habían surgido o en qué flor desconocida lo había visto brillar. Y soñaba mucho, con mujeres y hombres que no vivían en mi aldea, vestidos con ropas diferentes y que, a veces, me hablaban. Aunque yo no les entendía o los oía lejos y me entristecía, porque siempre quería contestarles. Y me cuidaba mucho de lo que pensaba, hablaba o hacía, porque mi abuela me había explicado que todo quedaba incrustado en la semilla de mi karma, el de esta y el de otras vidas, y más tarde o más temprano tendría que responder por ello. Debía seguir la línea recta, la que marcaba la bondad. Entre risas, ambas aprendíamos. Mi abuela era mi guía e iba abriendo mis ojos inexpertos a un mundo nuevo y maravilloso, que inventaba a medias para mí.
Asha había vivido siempre rodeada de mujeres. Desde que era capaz de recordar, solo había conocido tías y primas; también tuvo solo hermanas y todas menos una, a su vez, habían alumbrado hijas de las que aún no había nacido varón. Ella misma era madre de cinco niñas que, estando casadas hacía mucho, todavía no habían traído a la vida más que hembras. No sabía si esa maldición se debía a que, en sus anteriores vidas, hubiera acumulado mal karma; si la diosa Urvashi, la del amor, o Visnú o Siva lo habían querido; si era resultado del mal de ojo sobre los suyos que ella no había sido capaz de neutralizar; o si, simplemente, en su familia no podían o no querían nacer varones. Pero Asha había encontrado dentro de sí una fortaleza tal que le había hecho aceptar con alegría su desgracia y luchar por todas y por sí misma.
La primera vez que sintió esa fuerza suprema fue cuando trajo al mundo físico a su tercera hija. Su suegra y las abuelas y bisabuelas vivas de su marido, e incluso alguna muerta, la habían intentado convencer de que debía deshacerse de ella y de que, si así lo hacía, por fin conocería la inmensa alegría de dar la vida a un hijo varón. Asha se levantó de la tabla cubierta de lienzos de algodón en la que se había recostado tras alumbrar a su pequeña, se enrolló despacio el sari amarillo de recién parida, tomó a su minúscula hija en brazos, la envolvió en un paño limpio y, a pasos cortos, sintiendo aún pinchazos en el vientre y resbalar el líquido sanguinolento por el interior de sus muslos doloridos, fue a colocarse delante del altar de la casa de su suegra. La llama del fuego sagrado titilaba a su espalda y el incienso le picaba en la nariz. El calor emanaba del barro reseco de los muros. Un escarabajo rojo los recorrió de un lado a otro. Asha levantó la cabeza y miró a las mujeres de una en una.
—Ella vivirá, así como cualquier otra alma que me elija como madre y se reencarne en hija mía. Y si me hacéis daño a mí o a cualquiera de ellas, la rueda de mi karma me traerá de nuevo a vuestra familia y mi misma maldición caerá sobre todas vosotras y sobre vuestros hijos e hijas, nietos y nietas, biznietos y biznietas en todas mis muertes y en cada una de las suyas.
A partir de entonces fue también cuando mi dadi comenzó a ser maestra.
—Asha, ahora ya estás preparada. Puedo guiarte en el camino de la sabiduría. El cuarto Veda, el de los encantamientos y la magia, no tendrá secretos para ti, como no los tiene para mí.
Su abuela, la vieja Kamala, temida y amada, la que conocía la magia de los magos atharvanas escrita en el Atharva Veda, pero también la de los nudos y de las ligaduras, la de los mudras y hasta la de las especias, llevaba esperando que saliera de la casa varios días con sus noches, porque la media luna clara por encima del vientre predestinaba a Asha a seguir sus enseñanzas. Cuando por fin la vio cruzar la puerta, Kamala le besó los pies. Luego —porque no todas las brujas de la luna plateada aprenden de niñas— la instruyó y, cuando terminó su cometido, murió. Asha comenzó a ver a sus brujas también desde ese momento. Cada una empezaba a vislumbrar el otro mundo en un tiempo diferente, no había reglas inquebrantables y perfectas en el hogar de los muertos como no las había en el de los vivos.
Además de maestra, Asha se hizo lista y junto a su marido, un buen hombre que llegó a amarla más que a nada, buscaron medios de reunir las dotes que necesitarían para casar a sus hijas. Y trabajó mucho a su lado, sin abandonar jamás sus deberes como esposa, madre y educadora en los preceptos, silenciosa reina de su hogar, y en la casa de su suegra la respetaron como en los libros sagrados, en los Upanishads y en el Rig Veda estaba escrito. Las diosas de su casa. Así consiguió vivir esa vida en paz. Ahora ella solo quería lo mismo para su nueva nieta. Por eso me daba todo su amor y me explicaba con palabras dulces y sencillas su forma de vivir y de rezar y de querer. Yo le hacía siempre muchas preguntas, cantaba con ella entusiasmada y ambas reíamos cuando había que reír y llorábamos cuando había que llorar, pero lo hacíamos juntas.
Asha me enseñó pronto a realizar el ritual diario ante Nirrti, la Hechicera. Su altar, que nos afanábamos por cuidar en un rincón del cuarto en el que cocinábamos, era muy sencillo, aunque en él no debía faltar ninguno de los cuatro elementos: fuego, aire, tierra y agua —una pequeña vela encendida, incienso, una piedra y agua fresca—; una campana para hacerla resonar; y su akasha: el éter, el quinto elemento que residía en cada ser vivo y era la entrada al conocimiento del círculo de tiempo: al pasado, al presente y al futuro. Siempre debía permanecer pulcro y adornado, listo para las visitas de los alientos de nuestros seres amados y de los agregados y, sobre todo, de los innumerables dioses, que eran muchos y eran uno.
Mi madre a menudo nos visitaba. Nosotras la percibíamos. A pesar de que algunos dijeran que los ancestros no se sentían bienvenidos en altares tan humildes y que, como invitados de honor, había que ofrecerles estancias más amplias y embellecidas, yo sabía que Barathi recibía allí mi amor con dicha y yo absorbía con entusiasmo el que ella me enviaba. Sus besos de espíritu sobre la mejilla me dejaban durante muchas horas el moflete esponjoso, que no me lavaba en días, sin que mi abuela se enterara. Me gustaba llevar conmigo un beso etéreo de mi madre muerta.
Y aun siendo una niña, ya era capaz de verme por dentro, de detener un momento el fluir de la vida y concentrarme en mi alma interior. Podía apreciar lo mucho que amaba a mi abuela y a mi madre, y también a mis hermanas, aunque no viviéramos en la misma casa. Incluso amaba a Neeja, tan diferente de Asha, siempre tan solícita con sus nietos y tan severa con sus nietas; más aún con las mayores, las que ya no se dormían sobre el suelo al pasar horas sujetando las gemas con sus pequeños dedos para cortarlas al cabojón y habían comenzado a aprender el arte del tallado y el pulido de las piedras. Yo deseaba ir a ayudarlas, pero Asha me había pedido que me quedara a su lado porque mis hermanas eran muchas y tenían también a sus primas, pero ella solo me tenía a mí. Y yo, incluso no habiendo depositado una lamparilla encendida en la corriente del río sagrado nada más que en cuatro Diwali, el Festival de las Luces que celebraba el Año Nuevo, ya entendía lo que quería decirme. Porque era tan tierna aún que no era capaz de dormirme si no tocaba la mano blanda de mi abuela, pero ya podía apreciar lo mucho que me gustaba mi vida y que la vivía así gracias a ella.
Aunque me gustó incluso más cuando por fin vi el rostro verdadero de mi madre. Ya la conocía de las historias que Asha me contaba de cuando era tan pequeña como yo y me la había imaginado con unos ojos parecidos a los míos, como el agua del río que pasa bailando sobre las piedras amarillas; una boca grande y roja; el pelo largo y oscuro; y la piel clara, aunque menos que la mía. Mi abuela siempre me decía que era así porque alguno de los bisabuelos de mis bisabuelos había venido de muy lejos, de tan lejos que hasta allá la risa no alcanzaba y aquellos hombres tristes habían llegado a la India buscándola. En algún momento, los dioses se habían confundido al asignarles la casta y la nuestra debía haber sido la de los brahmanes amos de tez blanca, pero ese era nuestro destino y también había que aceptarlo. Una noche mientras yo dormía, sentí hormigas paseándose por mi nariz y el cuerpo astral de Barathi se me presentó por primera vez.
—Lila, no te despiertes. Soy tu madre. Vengo a estar contigo solo un momento. Tengo algo que decirte. Pero si despiertas, no podré hacerlo. Es muy importante.
Seguí con los ojos cerrados. No sabía si estaba soñando o si oía a mi madre de verdad hablando en voz alta y mi abuela se despertaría enseguida. No me notaba los brazos ni las piernas, aunque tampoco sentía la frialdad de estar ya muerta. Pero no quise moverme por si Barathi desaparecía, así que le respondí como si estuviera haciendo yoga, con el alma que pervive solo en el espacio de los sueños.
—¿Por qué no has venido antes a verme? Tengo cinco años o más. Hace mucho que quería conocerte.
—Ya me conoces, me ves con tu corazón. Y me sientes siempre en el altar. Cada mañana te doy un beso en la mejilla y no te lavas en días. Me has visto antes, pero no querías hablarme.
—Nunca te había visto así. Eres muy guapa. Aunque no tienes la piel tan clara como yo. Eso no me gusta. Los otros niños se ríen, la dadi dice que es porque ellos son oscuros como la noche escondida en el bosque del tigre blanco y son ignorantes: no saben que sus ancestros eran esclavos de los nuestros. Pero tus ojos son grandes y tus manos parecen tan suaves como el mármol de las figuras que venden en la ciudad.
—Lila, no salgáis mañana hacia el bazar a la hora de siempre. Dile a Asha que te duele la barriga. Ella está ahora ocupada en otras cosas y no ve. Y si insiste en ir, tírate al suelo y llora mucho. Al menos hasta que el patio de atrás se cubra de sombra. Luego podéis iros. Tengo que dejarte. Pero volveré a menudo.
—¿Y por qué no se lo dices a ella?
—Porque he venido a verte a ti. Es contigo con quien quiero hablar ahora. A quien más necesito. Con quien tengo mi deuda. No me fui por estar a tu lado; te debo algo, Lila, algo que renuncié a darte de forma consciente y que no podrás saber hasta que crezcas y entiendas. Pero seguiré aquí mientras tú lo desees.
Dejé de sentir a mi madre y me removí sobre las hojas de palma. Llevé la mano hacia el lado en el que dormía mi abuela y la toqué. Resoplaba. Salí y oriné. Los grillos chirriaban. Yo estaba feliz. Ya nunca tendría miedo de los espíritus. Me volví a acurrucar junto a Asha y continué durmiendo.
Cuando me desperté a la mañana siguiente, recordé las palabras de mi madre. Tuve que hacer lo que ella me había dicho porque mi abuela me dio una bebida con polvo de raíz de jengibre, me aplicó con las manos el mudra para pinchazos en el vientre y a punto estuvo de obligarme a marchar, aunque yo seguía asegurándole que me dolía. Solo al verme tirada sobre el suelo chillando, me miró a los ojos y esperó. No sé si me descubrió. Pero ni las brujas de la luna plateada más antiguas podían saberlo todo.
Cuando llegamos a mediodía al bazar, la gente gritaba y corría en todas direcciones. Un grupo de musulmanes había hecho estallar una bomba, justo a la hora en la que más público y comerciantes se reunían allí, y habían matado a muchas personas, entre ellas un embajador francés que visitaba Jaipur de camino a la nueva curtiduría y varios de sus acompañantes, también extranjeros. Toda la India estaba sacudida por el odio entre las religiones, y ni el ayuno ni los esfuerzos de ese loco demacrado y vestido de campesino que ponía la otra mejilla y que millones de hindúes adoraban como a un Dios —esa alma grande— se mostraban eficaces para evitar sus enfrentamientos. El sitio donde nosotras ofrecíamos cada día nuestra mercancía quedó cubierto de sangre.