Hacía varias horas que la cocina y toda la planta del sótano donde se preparaban los ágapes bullían de inquietud. Todo el mundo estaba nervioso, menos María. Ella solo alzaba la voz cuando creía que su amadísimo marido estaba siendo perseguido por alguna pelandrusca. En la gran mesa de roble, numerosas bandejas de plata con los bordes labrados se agrupaban por tipo de comida. A su lado, en grupos de diez, reposaban las copas, junto con vasos de agua, cestas de fruta y botellas de champán. La señora de Asúa estaba mostrando con orgullo y una a una las exquisiteces que habían preparado para la ocasión. Su marido se guardaba mucho de contar a nadie, y mucho menos a ella, que había tirado de sus ahorros para preparar ese lunch, mientras rezaba a todos los santos que conocía para que el dinero que llevaba meses pidiendo a Madrid le llegara más pronto que tarde, porque, a pesar de lo que pensaran los católicos de más de medio mundo, los republicanos no eran siempre ateos. Y seguían oyéndose los neumáticos de otros coches oficiales avanzando por el camino de tierra antes de estacionarse bajo la marquesina que resguardaba el portalón de entrada, pero los miembros del Cuerpo diplomático ocupaban ya sus respectivos sitios en la mesa gigantesca: el padre de Mariquita, Luis Álvarez del Vayo; Juan Renard; el sobrino de Asúa, Luis Jiménez García; Ginés Ganga y el propio Luis Jiménez de Asúa. También las señoras respectivas y algunos buenos amigos con quienes compartir aquel aniversario de la II República, emocionante para esos hombres aún con ideales. El famoso Kulçsar, que dirigía el Servicio Secreto de Información, Jan Vanèk del Servicio de Prensa y el joven Mauro, invitado expresamente por Asúa, se habían sentado juntos cerca de su jefe. Hasta los rusos habían llegado ya casi todos, aunque venían con un fin diferente. A Asúa le había costado sudor y lágrimas que vivieran, pero ahí estaban.
El jaleo fue ensordecedor cuando los españoles no se arredraron ante el picajoso comentario de los soviéticos sobre lo mal que sonaba el himno republicano y los anfitriones comenzaron a cantar, a punto de echar la lágrima y a voz en grito, el espantoso cántico de Riego. Mientras, los camareros subían con más bandejas llenas y bajaban con ellas vacías, en fila india; cualquiera diría que los rusos no habían comido en días. Cuando el almuerzo se dio por terminado, cada mochuelo voló a su olivo: los hombres dentro, en el saloncito de diario; Katerina y Fernando, Gabriel y yo, con María y las demás señoras esposas de los diplomáticos, en los grandes butacones del jardín, a aprovechar el sol tímido de la demasiado calurosa tarde para el praguense abril. Ya habían mandado antes a buscar a las niñas, pero ellas no se habían dado por aludidas. Estaban muy concentradas con sus juegos en la habitación de la segunda planta.
María llevaba la voz cantante, como siempre. Las demás esposas de los miembros de la legación se habían acostumbrado a ella y la dejaban hacer. Era un encanto de mujer; a mí me gustaba mucho y más que me gustó después, cuando durante los años que la legación permaneció en Praga tuve oportunidad de conocerla mejor. Sin embargo, en ese momento, su tema de conversación preferido no era muy agradable. Solo Katerina y yo le prestábamos atención, casi todos los demás, mi padrebís incluido, dormitaban repantingados sobre los sillones o hacían que dormitaban.
—Es un sinsentido, Katerina. Mi marido no me cuenta nada, pero lo mismo se cree que yo soy tonta. Pues no, de tonta no tengo un pelo. Sé que él no quiere preocuparme. Pero ¿cómo no hacerlo? Como si no lo viera en un sinvivir, trabajando dieciséis horas diarias, que hasta ha cogido dinero de nuestros ahorros para pagar esta fiesta, que se cree que no lo sé, pero no le digo nada porque verlo así me consume. Sin poder dar un puñetazo en la mesa y decir: pero, coño, si los que tenemos la razón somos nosotros, dejad ya de jodernos y ayudadnos, que somos democráticos como vosotros, que nos portamos bien en la Sociedad de Naciones, ¿por qué nos habéis abandonado? Pues no, Katerina, no puede ni decir eso y allí va, de viaje continuamente a París y a Londres, aunque sabe que no va a servir de nada, que yo se lo veo en los ojos. Él es lo que yo más quiero y le quiero tanto que aquí tengo incluso a sus dos sobrinos: Luisito, que lo ayuda todo lo que puede y más, y Amelita; ella ha hecho muy buenas migas con Mariquita y con tu hija, y menos mal que tenemos su alegría por aquí, entre tanta pena.
María bebió un poco de la taza de té que se había servido hacía rato. Se le había enfriado con tanta cháchara. Mi madre de este mundo tampoco había tomado ni un sorbo. En realidad, Katerina no tenía ganas de escuchar a nadie, seguía acongojada por el descubrimiento de su terrible olvido y por el chantaje de Víctor, aunque sentía lástima por lo que su amiga debía de estar pasando. Yo aproveché la pausa para beber agua, el sol me daba de lleno en la cara y empezaba a tener calor.
—Y es que son unos sinvergüenzas, de verdad. Lo último que hemos descubierto es el remate. Sabemos incluso cómo los alemanes llevan las armas a los rebeldes: las envían en buques de las compañías Oldemburg-Portuguesa y Neptune, de mediano tonelaje, para que no lo parezca. Y para que nadie se entere, antes de salir del puerto, obligan a la tripulación a jurar y firmar un contrato que les leen en alto a todos a la vez. Es una barbaridad, con decenas de apartados que todos deben cumplir, o si no, si no…, pobres…, amenazados los tienen a todos, Katerina, con montarles un consejo de guerra. Y la condena es la pena de muerte. Como lo oyes. En uno de los últimos que ha llegado a Sevilla, el vapor Pasajes, ha habido una filtración y se ha sabido que llevaba carros de asalto, ametralladoras y hasta soldados alemanes. Para que luego digan, y nosotros aquí volviéndonos locos para conseguir unas míseras migajas.
No había quien lo entendiera: si tantas armas había en Checoslovaquia y sus mayores ingresos los obtenía de vendérselas a otros, ¿cómo era posible que no hubiera forma humana ni divina de que se las vendieran a ellos? Ahí seguían, con los rusos en la habitación de al lado. María tomó otro sorbo del té y le dio un bocado a una pasta. Apenas la masticó y enseguida acercó su rostro un poco más al de Katerina; casi mejilla contra mejilla. Yo me imaginé a decenas de hombres en la bodega de un barco con la mano en alto prometiendo: «Juro por mi vida y mi honor no chivarme de que aquí han viajado veinte tanques». Pero la cosa no era para reírse.
—Para que luego digan del comunismo. Ellos, al menos, se han ofrecido a hablar. Que ojalá hubieran accedido antes, cuando tanto prometieron, y ya podrían vendernos directamente, aunque sean las reliquias de lo que les quede, que nosotros las aprovecharemos. Si ellos hubieran reaccionado antes, a lo mejor no habría pasado lo de Málaga o lo del Jarama. Y encima, un error tras otro, que parecemos tontos. Lo de Noruega por ejemplo, si es que de verdad es para escribir un libro.
Era bastante apreciable que, al hablar, María se iba sintiendo mejor. Mi madrebís se me adelantó para preguntarle lo que yo también quería saber.
—¿Y qué pasó con lo de Noruega? No me dejes con la intriga, María.
—Pues menuda se lio. En un lugar perdido de por allí aparecieron veintitrés aeroplanos que esperaban a su dueño y los noruegos decían que eran nuestros. Luis casi se volvió loco hasta que averiguó que tenían que llegar a España en un barco comprado solo para eso. Nos salió por un ojo de la cara y, encima, con toda la que se montó, se enteró muchísima gente de todo el lío. Al final, el buque franquista Almirante Cervera lo apresó. Si es que, con tanto inútil, no sé cómo mi Luis no lo deja todo tirado y nos vamos ya a Argentina.
—Porque no valéis para eso, María. Para huir también hay que estar hecho de un material especial. Y Luis está seguro de lo que hace, cree en esta causa. Es un hombre de bien. Un gran hombre.
María suspiró. Se había dado cuenta de que Katerina estaba extraña: hablaba a trompicones, parecía que no la escuchaba. Qué tontería, probablemente solo tendría un mal día. Pero a mí también me rondaban mis propios fantasmas y a punto estuve de levantarme e irme a dar una vuelta. Entonces Katerina me sonrió. Ella a veces era un poco bruja como yo.
—Sí, eso es cierto —continuó María—, pero esto le supera. Sobre todo los tejemanejes varios. Y ahora lo tenemos más difícil, desde que el ministro Necas se ha ido a Washington y ha llegado Flieder.
—Mujer, no lo pienses más, que no vas a arreglar nada. Estas cosas lo mejor es no pensarlas porque nada se soluciona estando como estás. Nunca te había visto así antes.
—Es que estoy muy nerviosa, Katerina. Todos los gobiernos del mundo temen al comunismo y el miedo no es buen consejero. Pero no nos han dejado otra opción. A ver qué tal sale hoy la negociación.
—¿Están tratando ahora eso?
—Pues claro, ¿no te ha extrañado que hubiera tanto ruso en una fiesta en la que se celebra el aniversario de la II República? A ver si conseguimos que Alexandrovsky compre el material a su nombre en la fábrica Zbrojovka de Brno y luego lo trasladen por mar hasta un puerto francés. Luis tiene muchas esperanzas en esta transacción, confía en que el ruso diga que sí, aunque hasta ahora no había aceptado ni siquiera actuar como mediador. Por eso Mercedes, la madre de Mariquita, no nos acompaña: ella es alemana y les hace de intérprete, los rusos hablan mejor ese idioma que el castellano. Así que en ello estarán.
Y sí, los rusos ya estaban en ello. Yo nunca llegué a entender por qué todos seguían tan atemorizados por la amenaza roja, si ni siquiera los pobres tenían muy claro eso de que todo era de todos y muchos pensaban que al final iban a terminar en que todo era de los de siempre. Aunque Luis lo tuvo claro nada más llegar a Praga. De las decenas de entrevistas que mantuvo con los ministros del Gobierno checoslovaco y con otras personalidades para ganarlos para su causa, recordaba con especial orgullo la celebrada con Antonín Hampl, buen amigo del incombustible Palacios. El presidente del Partido Socialista de Checoslovaquia había trabajado como obrero en la industria metalúrgica y, en la primera etapa de la creación de la nación, llegó a ser ministro aunque jamás quiso repetir. Su influjo y personalidad sorprendieron a Luis tanto como el que un presidente de un partido socialista fuera conservador y derechista. Pero lo entendió pronto: su miedo al comunismo le podía. Como a casi todos. Hampl era un hombre muy franco y de carácter rudo; Luis se dio cuenta de su recelo al conocerlo, pero al final consiguió convencerlo de que España no había girado tanto a la izquierda y nada tenía en común con el comunismo, como muchos otros pensaban para desgracia de la causa republicana. Durante dos horas, emocionado, le explicó que si España pasaba esas horas tan malas, había sido por culpa de la política de coalición conservadora, que no había conseguido cambiar a la sociedad. Pero entre personas de buena fe el entendimiento siempre es posible. El viejo profesor llegó a prometerle que hablaría con la fábrica Skoda para ayudarlos. Y don Luis guardaba con orgullo el precioso vaso de Bohemia del siglo XVIII que Hampl le había regalado. Y otras muchas personalidades también le habían prevenido de que tuviera poco trato con los comunistas: ese Necas tan histérico, el ministro de asuntos extranjeros Bechyné o el profesor francés Dominois, con quien tan buenas migas había hecho. Este, además, había sido de gran ayuda para poner en marcha el centro de reclutamiento del que Asúa se sentía tan orgulloso, lo que mejor funcionaba en todo ese desastre en el que estaba inmerso. El envío de voluntarios disfrazados de trabajadores que viajaban a Francia había ido igual de bien que con los técnicos, los médicos y los oficiales del Ejército. Tras comerse algunas pastas, María continuó hablando. Curioso también resultaba el apetito de esa mujer.
—Pero menudo es mi Luis. Si ni a mí me hace caso, va a dejar que otros le influyan en sus decisiones… ¡Jamás! Por eso, no hizo caso a nadie y enseguida tuvo contactos con los rusos. Y no puedes imaginar lo contento que volvió a casa la tarde en que habló con Alexandrovsky por primera vez. Si cuando le devolvió la visita en su embajada hasta le hice una tarta y todo. Es que Sergio, como le llamo yo, tiene pinta de ser de buen comer. Mi Luis, si no ve otra salida, pactaría con el diablo mismo para conseguir las armas que la República necesita.
—¿Otra vez con el mismo tema, doña María? —Mauro la interrumpió al tiempo que se colocaba detrás de ella y le ponía las manos sobre los hombros. Yo estaba medio tumbada justo enfrente y casi me caigo de la silla al escuchar de nuevo su voz. A su lado, Gabriel también se enderezó. Mauro continuó—. Veo que hoy está usted estupendamente acompañada. Y que sigue más guapísima incluso que la última vez.
—Mauro, siempre tan travieso. Permíteme que te presente a nuestros invitados de honor, mi buena amiga y sus hijos.
—Solo a la bella dama, a sus hijos ya tengo el gusto, mi querida doña María.
—Ella es Katerina.
Mauro se acercó y le besó la mano. Gabriel se levantó y comenzó a andar hacia la casa. Una nube cubrió el sol durante unos instantes y los pájaros dejaron de cantar. Pero yo solo olía a corazón de coco dulce y no era capaz de prestar atención más que a mis latidos.
—Disculpad a Gabriel, está en un momento difícil, demasiados nervios con la universidad le hacen a veces perder los modales. —Katerina se removió inquieta sobre el sillón. Casi nunca conseguía entender las reacciones de mi hermanobís.
Yo tenía las mejillas encendidas e intenté tapármelas al limpiarme los labios con la servilleta. Estaba tan excitada y tan asustada al mismo tiempo que no conseguía decidir si debía levantarme o no. Me quedé sentada y, cuando me sonrió, miré hacia otro lado. Pero supe justo en ese momento cuál era la solución a mi dilema: no intentaría convencer a Mauro de que cambiara de opinión, sino a quien él pensaba traicionar. Merecía una oportunidad, si aún hubiera estado en el colegio, le habría puesto en el lado de los buenos. Al fin y al cabo, Neeja nunca me había gustado. Asha sí. Ella se había decantado por los que necesitaban su ayuda. Y se había enfrentado a Neeja, a su familia, a sus vecinos, para no apartarse del bien. Habían sido muchos los que se le oponían, pero Asha había sabido vivir con valentía. ¿Y mi madre? Si Barathi había muerto porque había violado la ley, significaba que ella había elegido también; por algún motivo que yo aún no conocía, había decidido dar su vida al ponerse del lado de otro. Ya era hora de dar ese paso, a pesar del riesgo. Si no obedecía a mi corazón, jamás llegaría a vivir de verdad.
—No tiene que disculparle, doña Katerina, todos hemos hecho algo así alguna vez, es la juventud. ¿Y de qué estaban ustedes hablando? ¿De los rusos, quizá? —Mauro sonrió a María.
Yo, parapetada tras mi taza de té frío, me fijé en sus ojos: eran pequeños, pero socarrones y ambarinos como los de los búhos. De los míos, de los que contaban la verdad. Y su barba oscura, algo ensortijada por algunos lados, me impedía verle bien los labios pero imaginé que se los acariciaba. ¿Qué me estaba pasando? Procuré seguir la conversación.
—¿Cómo lo has adivinado? Sí, estoy aburriendo a mis invitados, tienes razón, Mauro. Por cierto, ¿por qué no estás también con ellos?
—He salido un momento a tomar el aire, tanta seriedad me agota. También quería saludarla. Durante la comida apenas he podido moverme de mi silla. Demasiados peces gordos hormigueando por todos lados. Pero ahora mismo vuelvo, en cuanto me permita darle un beso y me despida de mis nuevas conocidas.
Esta vez sí me levanté para despedirme. Al darle la mano, él la retuvo un instante que se me hizo inmenso. Temblé. Pero volví a mirar para otro lado mientras intentaba no imaginar el movimiento armonioso de aquel hombre extraño alejándose de mí. Mauro se obligó también a no girarse pero habría dado la vida por comprobar si yo lo observaba. Me había estado buscando toda la tarde y, al verme desde la ventana, decidió acercarse, aunque fuera unos minutos, que le habían parecido tan breves como el parpadeo de un tigre. Entró de nuevo en el saloncito de diario y se sentó en su sitio. Como imaginaba, no se había perdido nada interesante porque, aunque los rusos y los españoles sabían bien a lo que habían ido, ya había surgido el tema de moda: la última gestión del teniente coronel Palacios, que tendría que haberles proporcionado las armas de la fábrica Techno-Arma a través de los turcos, no había llegado a buen puerto. Asúa agitaba las manos en el aire mientras le explicaba al ministro de la Guerra soviético el desastre.
—Pues así ha sido, Sergei. Al final los turcos, para no despertar sospechas entre el personal de su legación, en vez de presentar el documento que había que legalizar, decidieron que lo hiciera el propio director de la fábrica que nos vendía las armas. Pero justo días antes de que Baumann se pasara por la legación para solicitar la certificación, apareció publicada en algunos periódicos de Ankara la noticia de que los rebeldes habían falsificado un documento para comprar armas a través de Turquía. ¡Como lo cuento! Así que el consejero checo Cizek recomendó dejar para otro momento la legalización porque no podía arriesgarse a un nuevo escándalo. ¡Otro retraso más! Y al día siguiente apareció la misma noticia en la prensa checa, y ¡con qué saña! Bien que se explayó el Polední list, ese periodiquito fascista. Entonces Palacios decidió pagar veinte mil coronas a varios periódicos para evitar que la prensa siguiera hablando de ello y que esa falsificación se relacionara con la nuestra. Y así han dejado de dar por saco con las noticias.
Ganga, como siempre, no pudo morderse la lengua. El nuevo secretario de la legación era tan curioso que en otra vida seguro que había sido vieja o mono.
—Pero ¿cómo han podido enterarse los agentes de Lázaro de nuestra compra y haber urdido un plan tan maquiavélico para fastidiarnos?
—Lo único que sabemos es que la noticia salió de Praga y que hay muchos implicados, entre ellos, nuestro intermediario el barón Von Lustig, el general checo Cizek y hasta podría ser que don Alfonso de Borbón. Así que creo que el barón nos oculta algo y me escama mucho que Palacios no lo vea. No me fío de Lustig. Hay que vigilarlo, Palacios ya le ha pagado una gran parte de su comisión por lo de los turcos, aunque no hemos visto ni un cartucho y tampoco hay forma de conseguir los sellos de su legación para que los checos sigan adelante.
Los soviéticos no se extrañaron de lo que Asúa les contaba. Su servicio secreto también funcionaba, aunque no tan bien como el que él había creado ayudado por Kulçsar, que callaba en una de las sillas más alejadas de los rusos. Si fuera por él, ninguno de ellos estaría allí sentado intentando justificar por qué no habían hecho nada hasta ahora por esos españoles tan valientes, que luchaban con ahínco por la justicia y la legalidad. Los minutos contaban como semanas.
La negociación estaba siendo ardua; después de ese inciso, abordaron por fin el asunto crucial. La madre de Mariquita se esforzaba por traducir cada matiz y no siempre era sencillo; ella trasladaba el castellano al alemán y luego, del alemán, traducían sus palabras al ruso. Pero estaba contenta, parecía que las cosas iban por buen camino. Sentada en el lado contrario de Kulçsar, divisó a través de las ventanas a sus amigas charlando y por un momento deseó estar allí, igual que deseaba poder volver a su casa de López de Hoyos, que su marido siguiera dando clase en la universidad, y su hija no estuviera jugando en la habitación de arriba mientras ella traducía consignas secretas a unos señores soviéticos. ¿Qué estaría haciendo Mariquita? Daniella era una niña muy graciosa, Amelita también. Mercedes se dio cuenta de que ahora algunos rusos se comunicaban en castellano; Sergei lo dominaba. Ella aprovechó para acercarse a la ventana sin dejar de seguir la conversación.
Sin embargo, su hija no se lo iba a poner fácil. Las niñas llevaban un rato enfurruñadas; esa maldita recepción las había fastidiado. A ver por qué no podían usar el salón de diario, donde siempre instalaban las muñecas y sus ajuares. Las tres se azuzaban unas a otras. Pero la puntilla la puso Daniella.
—Aquí hay muy poco espacio, ¡no podemos hacer una ciudad como es debido!
—Ya sé lo que vamos a hacer —sentenció Amelita. Ser la mayor y la más alta tenía algunas ventajas—. Si no podemos bajar los juguetes por la escalera, lo haremos por la ventana.
—¿Por la ventana? —Mariquita mostró una sonrisa tan pródiga como las lluvias del mes de marzo.
—Pues claro. Bajaremos la casita de muñecas por la ventana hasta el saloncito. Allí hay mucho más espacio. Ellos ya tienen el resto de la casa, ¡no es justo!
—¡Qué divertido!
Mariquita salió de la habitación corriendo. De nada sirvió que la doncella con la que a punto estuvo de chocar le recordara que debía portarse como una señorita. Regresó con una larga cuerda que el mayordomo le había entregado sin preguntarle para qué la necesitaba tras rebuscar en el invernadero.
—Venga, ayudadme a rodear la casa. Hay que atarla bien para que no se abran las puertas ni las ventanas. Todos los muebles tienen que llegar sanos y salvos, o mamá me castigará sin postre.
Entre las tres, levantaron la casa por encima de la barandilla, Mariquita y Daniella se quedaron sujetando, excitadísimas, mientras Amelita salía corriendo. Desde el jardín, silbó para avisarles de que ya podían empezar a soltar. Las otras dos comenzaron a deslizar la cuerda poco a poco. Qué fácil era ser niña en un mundo en el que las casitas podían bajar por los muros de palacios praguenses. La morada casa liliputiense se iba bamboleando y a cada tramo que descendía, algunas puertas se abrían, pero los muebles no cabían por ellas.
—¡Despacio! ¡No seáis brutas, id más despacio!
Amelita intentaba no gritar, pero el nerviosismo la perdía. Acababa de ver a doña María y a Katerina caminando en dirección al lago. Intentó esconderse tras un seto. En cuanto la casita estuviera más cerca del suelo, se acercaría para recogerla pero, al mirar de frente, vio a Mercedes. Amelita se agachó. Tenía que pensar, para eso era la mayor. En un instante, volvió la vista hacia arriba, la casa seguía bajando sin detenerse; quedaban pocos metros ya para que ella tuviera que levantarse y recogerla en sus brazos. Mercedes, dentro del saloncito de diario, se alegró cuando Jiménez de Asúa propuso hacer un descanso para tomar un chocolate con picatostes. Eso ya no requería traducción. Los rusos no sabían lo que eran los picatostes, pero aprendían muy rápido, sobre todo en cuestión de comidas españolas. Paella, don Luis, a la próxima, queremos probar la paella. La doncella entró con una bandeja y sirvió en las tazas la leche, el azúcar y el café o el chocolate. Los hombres sonreían, se daban palmadas, absorbían el sabor fuerte del café, todavía de calidad. Nadie diría que hacía unos minutos habían estado hablando de mil ametralladoras y doscientos aviones de asalto; también sobre la salvación de un país. Mercedes apoyó los codos en el alféizar y se asomó. La altura de la planta por ese lado, a pie de calle, le permitió ver que ni un solo arbusto quedaba sin podar. Entonces miró abajo y descubrió un bulto tan extraño que tardó en identificarlo.
—¡Amelita! ¡Por Dios bendito! ¿Qué estás haciendo ahí? ¿No os habíamos dicho que no salierais de la habitación?
La niña levantó la cabeza. El truco del avestruz no daba resultado. Frunció el ceño, unos metros más arriba la casita de muñecas seguía balanceándose y avanzando; ya casi estaba encima de la coronilla de Mercedes. Si no pensaba con rapidez, el desastre sería incalculable.
—¿Quieres contestarme? ¿Y Mariquita? ¿Dónde está mi hija? No estaréis haciendo ninguna trastada, ¿verdad?
Mercedes hablaba sin que una palabra sonara más alta que otra y sin hacer ningún aspaviento, no fuera a llamar la atención de los rusos, que en ese momento se hartaban de picatostes. Pero ya era tarde: el agregado militar soviético observaba por encima de la traductora, entre irónico y divertido, el lento avance de lo que parecía una gran casita de muñecas rodeada por una soga. De repente apareció frente a él una niña vestida de azul cuya voz en grito se oyó agudísima desde el otro lado de la ventana.
—¡Mariquita, quieta! ¡Quieta! ¡Que vas a pegarle a tu madre con la casa en la cabeza!
La madre aludida miró hacia arriba espantada y, a pocos centímetros de sus narices, vio un objeto que solo podía venir de la habitación donde se suponía que estaba su hija. Amelita volvió a intentar el truco del avestruz, a ver si es que no lo había probado lo suficiente, mientras la mujer metía la cabeza en el saloncito de diario y se dirigía a los presentes.
—Si me disculpan, he de resolver un asunto importante.
Nada más cerrar la puerta tras ella, los rusos y los españoles, taza y picatostes en mano, corrieron raudos a observar por la ventana. El artilugio rodeado de cuerda había comenzado un ascenso mucho más ágil de lo que había sido su bajada. Mauro no se resistió a la tentación y se asomó con la mitad del cuerpo fuera, y se tronchó de la risa cuando una niña, muy bien peinada y vestida, lo saludó medio escondida tras el seto, sin saber todavía qué hacer, resignada ya sin remedio a aceptar que el truco del avestruz no era más que un cuento chino.
—¡Eh, tú! ¡Amelita! No te asustes. Pero si yo estuviera en tu pellejo, entraría cuanto antes y vendría a saludar. Eso siempre queda bien con gente tan estirada como esta —le dijo Mauro, sin poder evitar las carcajadas.
Jiménez de Asúa, apostado en uno de los escasos huecos del ventanal que no estaban ocupados, estiró también cuanto pudo el cuello hacia el jardín. Enseguida lo imitaron su sobrino Luisito; Kulçsar, que seguía carcajeándose; y Alexandrovsky, con cara de no saber qué cara poner. Asúa tampoco pudo dejar de reír mientras le intentaba explicar al soviético lo que creía que había pasado y este se lo traducía al alemán al agregado militar. Cuando Mercedes volvió a entrar en el saloncito de diario con los colores encendidos y la respiración agitada, todos pidieron en castellano conocer a las organizadoras de la expedición inmobiliaria.
Amelita, Daniella y Mariquita tuvieron que hacer acto de presencia y, una por una, delante de cada español, austriaco o soviético, doblar la rodilla mientras se cogían la falda con la mano e inclinaban levemente la cabeza, en un cómico knick obligado por Mercedes bajo pena de un cachete. Y no se supo si esa fue la razón, pero la remesa de fusiles y tanques que los soviéticos se comprometieron a vender a la República fue de las más importantes que se consiguieron en toda la Guerra Civil española en esa legación o en cualquier otra.