La entrada a Vila Tereza bullía de limusinas recién abrillantadas. Los árboles las pintaban con sus sombras alargadas y los chóferes, apoyados en los capós, esperaban con sus gorras de plato en la mano. Charlaban; casi siempre se entendían mejor que sus jefes. Katerina se bajó del coche que Luis había enviado para recogernos y se sorprendió de que la casa estuviera tan concurrida. Pero no tenía ganas de ir a ninguna fiesta, ni siquiera de salir de su habitación; su descubrimiento macabro la había sumergido en un duermevela de angustia que apenas le permitía vivir la realidad, pero accedió por Daniella: la pobre estaba deseando volver a ver a Mariquita y a Amelita. Hasta Gabriel había venido con nosotros, convencido por mi mirada que suplicaba: «No me dejes sola, por favor».
Además, celebraban el 14 de abril, la llegada de la II República a España. Mi padrebís había brindado a la salud de su querido abuelo centenario, Dionisio Martín, que siempre odió la Monarquía y que aguantó vivo solo hasta que llegó a ver a Alfonso XIII partir al exilio con el real rabo entre las reales piernas y pudo saborear el momento triunfal en que España se acostó monárquica y se levantó republicana. Por eso, la linda praguense se enganchó a su marido cual candado a cadena, se atusó un poco el pelo y se mojó los labios antes de sonreír cuando le dediqué la mirada que significaba: «¿De verdad debemos entrar ahí?». Por supuesto. Debemos. Hay que ser valiente, Noa. La cabeza se eleva, el talle se estiliza, los pasos se ralentizan y la familia al completo cruza a la vez el portón de Villa Tereza. Noa, Noa, Noa… Ahora, pronunciar ese nombre para referirse a quien no había nacido de ella le dolía como si le clavaran picas ardientes en los ojos, pero Katerina sabía que debía hacerlo.
Enseguida, la aprensión de mi madrebís se disfrazó de normalidad, en cuanto María, sin su Luis, vestida de seda carmesí y con el rostro exultante, salió a recibirnos para abrazarnos uno a uno con ese cariño que irradian solo las personas como ella. Se dirigió primero hacia mi hermana y le plantó dos besos que sonaron como dos chuponas desatascando un pilón. La niña le sonrió, aunque se pasó enseguida la mano por las dos mejillas.
—Daniella, sube enseguida al cuarto de Mariquita. Amelita y ella te esperan impacientes, hoy tendréis que jugar allí. Aquí abajo hay muchos asuntos de mayores. Pero los rusos son los que antes los ventilan. Y también os han preparado un buffet especial, lleno de comidas ricas. Luego tienes que decirme qué ha sido lo que más te ha gustado.
Daniella salió corriendo escaleras arriba sin contestar y las mujeres se rieron. Subí detrás, quería saludar a las niñas. Mariquita era una conmoción, un poco mayor que Daniella, tenía cara de haber descubierto ya muchas más cosas y unas ideas de lo más divertidas. Estaba enredando en las habitaciones de una fabulosa casa de muñecas que le llegaba a la altura de los hombros, sacando platos y cubiertos minúsculos de los cajones de una alacena; ella también deseaba dejar preparada la mesa para la gran fiesta. Al ver entrar corriendo a mi hermana, Mariquita se levantó y ambas se abrazaron con un fuerte apretón; daba gusto oír los grititos agudos de las dos mientras daban vueltas alrededor de la casa de madera. Amelita se les unió y se repartieron besos y sonrisas a diestro y siniestro. Ojalá esa alegría pudiera repartirse a cucharas cuando se necesitara, como un bebedizo mágico de optimismo y de buena fe que neutralizara a quienes deseaban vivir en las tinieblas.
Yo me acerqué a ellas y las abracé. Al tocar a Mariquita, un escalofrío me sacudió de las palmas al corazón. Era la misma sensación de siempre, cuando la luna plateada del vientre me picaba con rabia y empezaba a ver más allá. Ahora veía a la niña con un abrigo grueso de lana gris abrazada a su muñeca; su madre la estaba ayudando a subir a una avioneta. Yo no oía lo que decían, solo el ruido ensordecedor del motor y las hélices, pero distinguía sus lágrimas. Se soltó de su madre, arrojó la muñeca al suelo y salió corriendo hasta aferrarse a las piernas de su padre. Él se agachó y la abrazó. Se besaron, él le dijo algo al oído y asintió; pero Mariquita negó con la cabeza y se enganchó a su cuello. Su padre la llevó de nuevo hasta el enorme artefacto y solo así la niña terminó cediendo. Luis Álvarez del Vayo y su esposa Mercedes se despidieron con un prolongado abrazo antes de que ella siguiera resignada a su hija, mientras Franziseck abría la limusina y su jefe esperaba de pie, agarrado a la puerta para no caer, mientras observaba con los ojos llorosos la avioneta que trasladaba de Praga a París a las dos personas que más quería en este mundo.
Abracé a Mariquita. Ella aún era una niña feliz. Yo quería preguntarle si algo así le había sucedido alguna vez, pero supe que ella no sabría explicármelo. El vacío en el estómago me subió en una arcada hasta la boca. ¿De qué me servía ese poder si no había sido capaz ni de intentar ayudar a Lenka? ¿No existe ningún hechizo para vencer el miedo? ¿Ningún brebaje, mudra o sortilegio me darían la paz? No conseguía perdonarme mi cobardía con mi amiga, pero ya había dejado de llorar. Solo rezaba para lograr resignarme ante mi imperfección. La resignación era la mejor virtud junto con la paciencia, eso me habían dicho siempre.
—Portaos bien, ¿de acuerdo? Hay mucha gente importante aquí hoy, no estaría bien que tres señoritas como vosotras dierais un espectáculo.
Las tres niñas me miraron pero ninguna me respondió. Bajé las escaleras y busqué a Gabriel. Quería contarle lo que sentía cuando veía esas imágenes de otro tiempo que no sabía si era pasado o sería futuro, y que hasta entonces jamás había podido llegar a confirmar. Miré hacia la entrada. Las telas que colgaban de las ventanas habrían servido para confeccionar veinte saris y doce dothis dignos de los brahmanes más exigentes. Bajé las escaleras deprisa hacia el salón donde se serviría la comida. Otros invitados ya se dirigían a la mesa. Pero no soy ágil como un gamo y un traspié me hizo torcerme un tobillo y a punto estuve de caer. Alguien me sujetó justo a tiempo.
—No vayas a hacerte daño. Lo mejor que me ha pasado en todo este triste día no puede estropearse ahora, no te hagas daño precisamente cuando pasas por delante de mis ojos, que rabian de felicidad.
¿Qué hacía allí ese hombre otra vez mirándome de ese modo? Intenté que no notara que mi corazón danzaba al son de palmas invisibles el baile de la luna y de la vida. Mauro era más alto que yo, moreno y mucho más fibroso que los chicos que conocía, quizás porque Gabriel o Rafael aún no habían llegado a alcanzar su madurez. Podía sentir su pecho duro pegado contra el mío y sus robustos brazos rodeándome. Aprecié su olor, a corazón de coco dulce. Procuré recuperar el equilibrio pero una neblina se instaló ante mis ojos. Sentí que iba a caerme aun teniéndome abrazada. Antes de dejar de ver por completo lo que tenía delante, tuve tiempo de pensar si, en lugar de bruja, no sería tan solo una tarada y necesitaría acudir a un médico, un curandero o un psiquiatra que remediara mi mal. Deseé con toda mi alma poder renunciar a ese poder que se me había ido de las manos hasta convertirse en esclavitud, que no hacía de mí más que una prisionera de mis emociones, que no me había dado nada nunca y, sin embargo, me había exigido tanto. Ver lo que podría sucederles a otros no era una virtud sino un martirio. Ahora entendía lo que significaban las palabras de Asha después de que, como yo, dejaba por unos instantes —ínfimos para mí, que seguía anclada a la realidad— de permanecer en este mundo físico y viajaba por el astral, incluso sin estar dormida: «A veces no podrás controlarlo, solo podrás seguirlo, pero ante su tiranía, tan solo cabrá de verdad la resignación».
Tras una niebla densa, visualicé a varios hombres que huían por una playa. Solo reconocí al que acababa de impedir que me cayera. Otro, más joven, cayó a plomo sobre la arena, que se esparció en un remolino a su alrededor. Me estremecí al observar cómo Mauro se detenía, retrocedía y se tiraba al suelo junto al otro y lo increpaba para que se levantara. Tras las dunas, varios soldados apostados dejaron de dispararles. Mauro se quitó la camisa, la hizo jirones, formó un gurruño con ellos y lo apretó con ímpetu sobre el pecho del que yacía inmóvil; sus dedos y la tela se fueron impregnando de sangre, tan viscosa y abundante que empapó el cuerpo y manchó las olas que lo agitaban. El sonido de su vaivén eterno se oía como un fragmento de la canción que siempre silba la muerte antes de celebrar, de nuevo, su victoria. Mauro, con la cara desencajada y los ojos llenos de lágrimas, levantó las manos hacia el cielo y gritó palabras que no pude entender y siguió gritando hasta que dejó caer la cabeza sobre el cadáver, besó su rostro, le pidió perdón tres veces, encabalgó al hombre sobre sus hombros y se alejó con él a cuestas. Nadie se molestó en seguirlos.
Un dolor punzante me atravesó el pecho: presentí que la bala ejecutora la había disparado el propio Mauro. Y percibí también la maraña de sensaciones que lo reconcomían: su arrepentimiento, el tormento por haber traicionado a alguien a quien apreciaba tanto, las intensas ganas de gritar a esos soldados indolentes que también lo mataran a él, la renuncia a sí mismo. Vislumbré la confusión de su corazón durante los numerosos días que había pasado pensando qué hacer; le vi maldiciendo la guerra y a los que asesinaban a unos y a otros, indeciso, sin atreverse a tomar partido. Y lo vi también después, cuando se decidió a contar a los sublevados lo que sabía de los suyos para que ganaran los que debían ganar, para que el comunismo no se hiciera con su amada España y los anarquistas no acabaran con su mundo ordenado. Su sufrimiento me atravesó, tan afilado que le hizo desgarrarse por dentro mientras llevaba el cuerpo de su amigo hasta su escondite y lo dejaba allí con la seguridad de que la información que había pasado a los otros había sido la causa de su desgracia. Entonces también supe sin duda a quién más había traicionado.
—Oye…, preciosa, ¿vas a volver o no? Que de verdad no merezco este honor, no puedo ser tan maravilloso como para que te desmayes a mis pies.
Abrí los ojos. Tuve la certeza de que el hombre que me daba aire con el periódico del día todavía tenía en su alma la gran sombra que le impedía decidir de qué lado estaba. ¿Debía inmiscuirme en su camino? ¿Influiría en su karma contándole cuál sería la consecuencia de una decisión que aún no había tomado? En la India, la vida era resignación, pero ¿mi abuela se había resignado? Jamás. Ella había vivido como quería, había decidido cuál era su senda y la había seguido pese a todos los obstáculos. Siempre. ¿Y así no infringía las Leyes de la Naturaleza y de la Vida? El dulce olor a corazón de coco regresó a mi nariz y noté de nuevo el brazo de Mauro alrededor de mi cintura. Si le advertía, ¿me creería o terminaría volviendo a su camino porque así había de ser? Como era siempre en ese mundo donde casi nadie escuchaba a su corazón, sino a su estómago y, solo algunas veces, a su cabeza. Volví a percibir la sequedad en la garganta, la presión asfixiante en el pecho. El pánico a tomar partido.
—Perdóname, me he mareado. Gracias por no dejar que me cayera.
—A mis pies, como quien dice. La ilusión de mi vida, que alguien como tú caiga rendida a mis pies. Es una pena que tenga que irme ahora, pero puedes desmayarte encima de mí siempre que lo desees, Lila para los amigos. ¿Has decidido ya qué voy a ser yo? ¿Quizás algo más que amigo?
—¿Qué haces aquí? ¿Has venido a la fiesta?
Por fin había conseguido separarme de él y me recompuse la camisa. Se tocó la poblada barba. ¿Cómo sería su rostro sin ese pelo tapándole los labios, la barbilla y buena parte de los pómulos?
—Mirarte, qué voy a hacer.
—¿Ya has aplacado tus demonios?
Se puso serio, pero en un instante volvió a sonreírme. Sus ojos indagaban en los míos. Parpadeé deprisa por si acaso. Menuda bruja hindú. ¿Podría él ayudarme a vencer la maldición de Neeja?
—En ello estoy. ¿Y tú, Lila? ¿Ya has conseguido dominar a tu león?
Me pregunté si habría llegado a conocerme o si solo era una pregunta tonta. No supe responder. Seguía sin poder descifrar su sonrisa. Él continuó:
—No me contestes. Da igual, que aún estoy que no me lo creo. La chica más guapa de toda Praga ha vuelto a mis brazos. Pero no digas nada; luego, por la tarde, yo te buscaré y seguiremos hablando con más tranquilidad y menos gente por ahí pululando, ¿te parece? Dime que te parece bien, Lila para los amigos. Hoy es mi día de suerte, y la he encontrado un 14 de abril, apuntaré esta fecha en mi memoria, fíjate lo que te digo.
No pude evitar sonreírle. Nunca antes ningún hombre me había tratado así. Me sentí como la flor de la mostaza que se toma machacada con sal de roca para deslumbrar. Me fijé en sus manos: sus líneas eran muy largas pero terminaban en otras en forma de raíces profundas, que se hundían en la verdad; los dueños de caminos así jamás contaban mentiras. Ni siquiera a sí mismos. Prometí esparcir esa noche semillas de curry Madrás pensando en él para ayudarle a decidir. Pero las promesas se olvidan si el corazón duda.
Entonces vi a Gabriel. Había salido a buscarme y estaba observándonos. Katerina lo había enviado a hacer de hermano mayor. ¿Por qué no le permitirían quedarse en casa? Allí, al menos, podía estar tranquilo, con sus cosas, sin molestar a nadie ni que nadie lo molestara. Me aparté de Mauro pero era demasiado tarde.
—No has tenido tanta suerte, no te creas. Noa, vamos a empezar a comer, ¿vienes?
—¿Y este quién es? ¿Tu novio? —Mauro lo miró con la socarronería de quien sabe más.
—A ti no te importa quién soy. —Gabriel me agarró con fuerza del brazo—. Vamos.
—Me parece que le estás haciendo daño.
Gabriel cada vez me apretaba más.
—Mira, no me toques las narices. No sé quién eres ni me importa, pero no te metas donde no te llaman.
—Noa, Lila para los amigos, tú dirás. ¿Quieres irte con este o te quedas conmigo? Si quieres, podemos sentarnos juntos. Te prometo que no te cogeré por las alas como si fueras una gallina ni te obligaré a hacer lo que no quieras.
Bajé la vista. Conocí dos destinos. Dos hombres y yo. Empezó a dolerme el estómago. Pero Gabriel tiró de mí y me obligó a seguirlo. Solo me soltó cuando los dos nos sentamos a la mesa. Me sentía ridícula, como si hubiera pasado algo indebido. También sentí vergüenza por él. Jamás me había tratado así.
—¿Estás bien? —me preguntó con la cabeza baja.
Yo no pude contestarle: no sabía si estaba bien o no. Busqué con la vista a Katerina y la encontré sentada junto a casi todas las mujeres, en el lado de la mesa próximo a la ventana; María le hablaba, pero ella la observaba con una expresión extraña. Ocupé una silla libre más cerca de ellas. No me giré para mirar a Mauro. Tampoco él vino a buscarme después como me había prometido.