Karlovo Námestí, número 33, Palacio de Bripoli

Katerina deslumbraba. Se había dejado el pelo suelto y los tirabuzones rubios le dulcificaban el rostro como el jarabe de azúcar el paladar; en sus manos, su único adorno: una rosa que había arrancado al salir de casa bailaba al son de los latidos de su corazón. En la invitación se especificaba que había que llevar etiqueta, y la etiqueta en esta ocasión requería un vestido largo hasta los pies y los hombros cubiertos, para las damas mayores de edad, y traje de pingüino, para los caballeros. Cómo me había reído con Lenka y Mariana al descubrir ese pájaro. Mis amigas no entendían a qué venían mis carcajadas, frescas como el aire de la mañana y contagiosas como la maldad, pero ver aquel animal desconocido para mí andando a pasitos entrecortados me había provocado el mayor ataque de risa de mi vida.

Ahora, sin embargo, ya no sentía ningunas ganas de reírme. Tenía que despedirme de mi amiga y debía reunir la fortaleza para intentar explicarle mi espantosa visión del futuro. Mi intuición me susurraba que no volvería a ver a Lenka y debía vencer el miedo a hacer algo prohibido. ¡Cómo me habría gustado que mi abuela o mi madre me marcaran el camino! Pero aunque lo intenté, no habían acudido a mi llamada.

Mis padresbís habían hablado todo el trayecto y yo no los escuché, inmersa en mis propios pensamientos. Tampoco oí la puerta al pegar contra el marco cuando Fernando la cerró con fuerza después de que todos saliéramos del coche y le diera las llaves al chófer para que lo aparcara. Sentía otra vez el vacío y llevaba mucho tiempo así. Los días podían ser de colores vivos o podían ser también marrones, grises, negros. Esa angustia abatía mi ser y lo oscurecía como una sombría premonición. Katerina había insistido en que me pusiera ese vestido tan bonito, de organza traída de Bratislava. Pero no quería ir a despedir a Lenka. No entendía por qué había que hacer una fiesta por un acontecimiento que para mí significaba la mayor de las catástrofes. Mis padres siguieron hablando mientras entraban en el salón y yo los seguí, sin verlos ni oírlos.

—Pues yo los entiendo perfectamente. Entiendo que los padres de Lenka se vayan. Hitler no me asusta, tampoco su ejército, pero sus leyes antisemitas son inhumanas. Yo soy judío, aunque no viva pendiente de mi religión. Imagínate que viviéramos en Alemania, es tremendo lo que están haciendo con ellos, eso de tener que vivir en barrios aislados y marginados, ir marcados como caballos y no poder seguir ejerciendo sus trabajos. Que estamos hablando de personas como nosotros: abogados, médicos, periodistas. Ninguna profesión liberal pueden ejercer, y que ni se les ocurra aparecer por la política o la universidad. Tampoco son ciudadanos de su propio país. ¿Dónde se ha visto eso? Como si la judía fuera una nacionalidad. Que Alemania está ahí al lado, Katerina. Además, ya no nos queda nadie en Praga, podríamos hacer lo mismo que Borys y Silvia, irnos a otra parte.

—Fernando, para no darte miedo Hitler, quieres huir demasiado pronto, ¿no crees? Tú lo has dicho antes, es un loco, en su país tiene apoyo, pero no hará nada fuera de allí. Las grandes potencias europeas son democráticas, no permitirían que una dictadura así se impusiera. Hitler quiere expandirse, pero ya le proporcionarán otros lugares, quizás en el norte de África. Y además, acabamos de invertir una gran parte de nuestro dinero y las acciones están subiendo. No vamos a dejarlo todo ahora.

—Pues a mí no me importaría irme a Estados Unidos, como ellos, venderlo todo y comenzar una nueva vida. Como tú dices, cada uno atiza las brasas de su propio fuego.

—Yo no quiero irme de mi país, Fernando. Aquí está mi hogar. Vender ahora es malvender, la gente no está tranquila para hacer buenos negocios. Estoy convencida de que a Borys no le darán ni la mitad de lo que vale ninguna de sus propiedades. ¿Y eso compensa? ¿Compensa el dinero y el esfuerzo? ¿Para dejarle el paso libre a otros? Ellos son los extranjeros, no yo. No entiendo a Hitler, en realidad su política está superada. Hay que buscar otras metas, volver al expansionismo es un error, o si no, mira la India, lucha por su independencia y no podrán pararla. No podrán seguir haciendo esa política imperialista siempre. Los demás países ya no son solo materia, también son alma.

—Pero asusta lo que les están haciendo a los judíos. Sí, dicen que mucho es mentira, pero ¿y si fuera verdad? A veces, Katerina, no estoy seguro de que estemos haciendo lo mejor.

Katerina miró hacia atrás, yo la seguía ensimismada y, a unos pasos de mí, iba Gabriel, elegante y apuesto como un recién casado.

—Venga, daos prisa, que ya llegamos tarde —nos azuzó mi madrebís.

La sala Británica del Palacio de Bripoli era tan suntuosa como el harén del Chandra Mahal. Y estaba llena de gente. Decenas de pingüinos y damas ataviadas acordes con la etiqueta charlaban o se observaban con interés.

—Pues sí que es influyente el padre de Lenka, nunca lo habría imaginado —dijo Fernando.

—Muy influyente, amor. Borys es un marchante de arte muy bien considerado y con muchos clientes poderosos. Además tiene varias galerías en Europa, la más importante, en París. Pensé que lo sabías. —Katerina sonreía a su marido justo porque no lo sabía. Para él, todo aquello era lo de menos, por eso lo amaba tanto. Le acarició el rostro y lo habría besado si no hubieran tenido delante a la mitad de la alta sociedad checa. La otra mitad estaría hablando del evento. Katerina se cogió de su brazo y avanzaba por la sala con aires de dama embriagada de noche, envuelta en su vestido de gasa azul.

—No puedo creerlo, si están aquí hasta María y Luis…

—Qué bien. Luis está muy ocupado, le vendrá bien algo de diversión. A ver si nos trae alguna buena noticia de España.

Pero no, Luis no traía ninguna buena noticia. Nada más acercarse a nosotros, María se soltó de su brazo y se enganchó a mí y a Katerina, sin mirar a Fernando ni a su marido, tiró de nosotras y nos arrastró al otro extremo del salón. Terminamos sentadas en las únicas sillas libres junto al maravilloso pianista que interpretaba una adaptación de La novia vendida de Smetana. Gabriel nos siguió, con parsimonia, y se colocó detrás.

—Menuda noche me va a dar hoy. Esta mujer va a acabar conmigo. —Luis se secó el sudor de la frente y bebió un trago de su copa de primoroso cristal bohemio.

—No sabía que conocieras a Silvia y a Borys.

—Él tiene muchos conocidos en las embajadas y una relación muy buena con el ministro soviético. Hay que buscar aliados hasta debajo de las piedras. Normalmente a estas cosas vengo con Rey, pero ya se ha ido a su nuevo destino en Rumanía, y María se ha empeñado en acompañarme, no sé cómo, sabía que ibais a estar aquí.

—Me contaron lo de tu atentado. El antiguo secretario de la legación, Lucas de Ansorena.

—Un accidente muy desagradable. Mataron a mi escolta. Y eran estudiantes míos. Me libré por los pelos. María casi se muere del susto, mi pobre. Por eso me enviaron a París.

—No me pareció correcto sacar el tema el otro día, nada más volver a vernos. Había mucho que celebrar. Pero quería hablar contigo sobre ello, debió de ser muy desagradable.

—Mucho. Me asusté bastante. Nunca había pensado que podía llegar a pasarme algo así. Lo peor es que no tengo demasiado claro si fue por idealismo o porque eran unos estudiantes pésimos y los suspendí. Aunque después han sucedido muchas otras cosas más desagradables todavía. Pero dime, Fernando, ¿seguís viendo a Ansorena?

—Mucho menos que antes. No sé por qué, pero apenas tenemos noticias de ellos. Aunque hoy es probable que te lo encuentres aquí. Su hija también es amiga de Lenka, la hija de Silvia y Borys. Las chicas continúan estudiando juntas. Lucas e Irene tienen que haber venido.

—Soy diplomático. Aunque lo vea, haré como que no. No tengo ninguna intención de servir de comidilla para las noticias de alguno de esos periodicuchos de derechas que están a la que salta. Incluso aquí los hay a patadas, todos comprados por ellos.

—Cierto. —Fernando sonrió. Sabía que Luis no demostraría ninguna conducta impropia. Qué pena verse en esa situación, sin saber cómo terminaría ni quién se quedaría con la legación, con España al fin y al cabo. No parecía que hubiera oportunidad de una reconciliación. Y, en realidad, era una situación muy difícil para ambos—. Luis, yo sé que Lucas tenía razones poderosas para pasarse al otro bando. Debe de ser muy duro tener que elegir.

—Siempre hay que elegir, Fernando. Cada instante de tu vida tienes que hacerlo. Y sí, es duro, pero en tus elecciones demuestras tu ser, eres aquello por lo que optas. Aunque parezca que siempre hay algo que te obliga a actuar de un modo u otro, puedes elegir.

—¿Te has arrepentido alguna vez de haber elegido esto?

—Jamás. Más vale pena en el rostro que mancha en el corazón. Yo soy un hombre de leyes. Un jurista. A pesar de que eso vale ahora menos que una peseta de madera, la legalidad se lleva dentro. Nosotros representamos al Gobierno legítimo, defendemos lo que el pueblo español eligió ser en su día. Recuerdo a don Niceto Alcalá Zamora y su discurso, la huida de Alfonso XIII, los miles de puños arriba cuando las flores olían a algo completamente nuevo por toda la Castellana, la algarabía del 14 de abril espantando juntos los fantasmas del pasado. Esa esperanza recién nacida de vivir en una España justa, sin caciques, donde todos fueran de verdad iguales y en la que el pan y la escuela llegaran al último español, al más insignificante, para que dejara de serlo. Teníamos derecho a esa España, Fernando, lo tenemos. Y nos están intentando robar ese derecho. Pero yo siento que la legalidad está de nuestra parte.

Fernando abrazó a su amigo. Ese abrazo lo reconfortó. Luis Jiménez de Asúa sintió que todo lo que acababa de decir era de verdad así.

—¿Y cómo terminasteis aquí, en Praga? ¿No habrías sido más útil quedándote en París? Por la prensa, parece que las decisiones sobre lo que ocurre en la guerra se toman más desde allí.

—Pues eso digo yo. Checoslovaquia es el mayor productor de armas de Europa, pero los hilos se mueven desde Francia, allí es donde está la Comisión de Compras. Yo llegué aquí, como quien dice, de rebote. Y encima hasta ahora solo he actuado como jefe de negocios, no como jefe de misión ni como ministro. No sé a qué esperan.

—Habrá alguna razón, hombre. Siempre las hay.

—Sí, que Alemania es un hueso duro de roer hasta para los políticos checoslovacos, que me han demostrado mucho apoyo, sobre todo el propio presidente, mi amigo Benes, pero están gobernando en coalición. Y ya se sabe, el partido que dirige una parte es de derechas. Muy de derechas. El Ministerio de Negocios Exteriores checo teme la reacción de los alemanes. Saben que no aceptarían mi nombramiento con la excusa de que todavía quedan funcionarios españoles aquí que pertenecen a la carrera diplomática, como mi querido Lázaro.

—¿Y qué compráis? —Fernando se arrepintió al momento de haber sido tan directo, no por resultar indiscreto sino porque no estaba seguro de querer saberlo.

—¿Qué se puede comprar en una guerra, Fernando? Hombre, por Dios. Pues imagínatelo: armas e información, también propaganda. La guerra la ganará quien consiga más apoyos externos. Si algo se ha demostrado ya es que nuestro ejército era una porquería y nuestras armas, peores aún. Nada más comenzar la guerra, se puso en marcha el Servicio de Adquisiciones, del que yo formaba parte junto con otros intelectuales, socialistas y republicanos, para comprar armamento y reclutar soldados y mandos. Pero su éxito fue tan raquítico que se disolvió en cuanto Largo Caballero entró en el Gobierno. Araquistáin, el nuevo jefe de misión en París, se las vio y se las deseó para disolver lo que había quedado del Servicio y poner en marcha una nueva Comisión de Compras, que volvió a ser un desastre y se deshizo de nuevo para crear la actual Comisaría de Armamento y Municiones, que depende del Ministerio de Marina y Aire, y que ya llevan algún general y varios tenientes coroneles con nuestra ayuda, en teoría, desde la legación aquí en Praga, bajo las órdenes del ministro Prieto. Así que, imagínate, esto va de mal en peor. Lo más difícil es conseguir armamento. En eso ocupo casi todo mi tiempo.

Y sí debía de serlo, porque Luis ponía una cara de desesperación que, de no ser porque Fernando lo apreciaba mucho, le habría hecho reír. Pero las cuchilladas en el alma sangran mucho más que las de la carne. Luis siguió con la vista a su mujer mientras charlaba con Katerina. ¿No sería mejor que se reuniera con ellas y dejara en paz a su amigo? No quería aburrirlo… Pero esa situación le hería tanto en su sentido de la justicia, tan arraigado en alguien como él, profesor universitario y demócrata convencido, que apenas dormía unas horas cada noche y cualquier oportunidad era buena para resarcirse, al menos de las penas del corazón.

—Es una lástima, Fernando. ¡Queríamos hacer tanto! Pero quizás es que la República no supo transformar el espíritu de quienes estaban enquistados en el antiguo régimen, los diplomáticos, las Fuerzas Armadas, los jueces… No supo transmitirles la necesidad de cambiar para conseguir un mundo mejor. No se abordaron las reformas necesarias para darles la seguridad de que no perderían su estatus y conseguir, al menos, su neutralidad. ¡Yo qué sé!

Luis miró al suelo. Todo lo veía sucio. Incluso en ese lujoso espacio lleno de brillos. No paraba de pensarlo. ¡Cuántos errores! Solo seguían siendo leales los docentes, los científicos y los profesores. Aquellos que deseaban modernizar España. Y eso había herido en lo más profundo a los reaccionarios. Y la disolución del Ejército al principio del alzamiento lo empeoró todo. Azaña se equivocó al armar al pueblo en milicias voluntarias para defender la República. El infame corto verano de la anarquía fue lo peor que podría haber pasado en ese momento, y la masacre de Paracuellos, una auténtica barbaridad. Todavía les pasaba factura: menudo Gobierno de gánsteres, habían pensado algunos. Normal, qué iban a pensar. Ellos no conocían lo sucedido de verdad, que no todos eran iguales, ni de un bando ni del otro. Por eso estaba él allí ahora, por culpa de todas esas brutalidades. Los diplomáticos de la República desertaron en masa, justo en este momento en que la guerra se hacía dentro de España, pero se decidía fuera y tanto se les necesitaba. Luis se dio cuenta de que llevaba un rato absorto, callado, y su amigo no le había interrumpido, por respeto, por pena quizá.

—Si lo piensas bien, Fernando, esta es una lucha de clases tanto como de ideales. Y la guerra se va a hacer aquí, en los países democráticos como este, y si no conseguimos que las cosas cambien… Esta guerra la vamos a perder los españoles, seamos del bando que seamos, pero la van a hacer ganar los extranjeros. Aunque será a costa de mi sudor y de mi sangre, maldita sea.

Fernando no podía replicar. No sabía qué decirle; se fijó bien en Luis. Había envejecido poco y sus ojos le parecían ahora mucho más vivos, como si ocultaran una esperanza que le hacía superar cada día y cada mala noticia. ¿Hasta cuándo se podría vencer la angustia? ¿Hasta dónde llevaría la convicción de saberse del lado de la justicia? Lo primero que había hecho Asúa cuando se instaló en Vila Tereza fue sentarse a escribir una lista. En ella había anotado todos los jefes de misión de los países con los que se reuniría cuanto antes en Praga y en los alrededores. En pocas semanas, ya había ido a visitar a todos los acreditados en Checoslovaquia. Solo excluyó a Portugal y Uruguay, con quienes no mantenían relaciones diplomáticas, ni tampoco, por supuesto, a los gallitos de Italia y Alemania. Ni se le había pasado por la cabeza ir a ver a sus enemigos, declarados o no. Casi todos le habían devuelto la visita. Asúa hizo todo cuanto se le ocurrió por informarles de la verdadera situación de España e incluso alguno le dio una alegría, como el ministro de China, pequeñito él, pero sin pelos en la lengua. Le dijo que el triunfo de la República sería la victoria de la verdad, de la democracia y de la libertad y que, si los rebeldes triunfaban, no solo sería una catástrofe para España, sino también para el mundo. Le habría gustado abrazarlo. Aunque, de venderles armas, nada de nada.

—No te digo más que hemos tenido que crear de cero hasta una oficina de prensa, que lleva un excelente periodista checo. Por cierto, que vamos a mandar a tu primo Víctor una temporada a España con nuestro colaborador Arturo Barea. No hay otra forma de contrarrestar la desinformación de los rebeldes, que compran a la prensa fascista para que arremeta contra nosotros. Y pásmate, además hemos puesto en marcha un servicio secreto. Que es lo que mejor funciona, a Dios gracias o a quien sea.

—Pues menudo secreto que es si me lo estás contando, Luis.

—No me seas ingenuo, Fernando, que todo el mundo sabe que las embajadas tienen servicios secretos, hombre. Lo que no saben es cómo funcionan ni quiénes los forman y eso, claro está, no voy a contártelo.

—¿Y de qué líos quieres olvidarte, si puede saberse? —María abrazó por la cintura a su marido. Katerina, Gabriel y yo la seguíamos como pollitos a la gallina.

—¡María! Sabes que no puedes hacer esto. No es apropiado.

—¡Ah!, ¿no? ¿Y por qué no? A ver, ¿quién va a impedirme abrazarte?

Katerina y Fernando sonrieron. Sus amigos seguían como siempre. Y eso era bueno porque significaba que el amor podía sobrevivir a casi todo. Pero yo no era capaz de sonreír como ellos. Aunque había permanecido junto a las dos mujeres esperando a mis amigas, no tenía ninguna gana de estar allí y, mucho menos, de parecer contenta. En esa fiesta maravillosa, yo no podía alegrarme de nada. Solo lo hice durante unos instantes cuando al fin vi a Mariana y Lenka. Ambas se acercaron a saltitos, me agarraron por los antebrazos y, tras saludar, me llevaron casi en volandas.

—¿Dónde te habías metido, Noa? Hace un buen rato que te buscamos. Esto es fabuloso, ha venido hasta una actriz de cine. Mírala, ¿no es increíble?

Mariana señalaba sin pudor a una mujer altísima, de ojos rodeados por sombras, labios finos como las líneas de la vida y pechos redondos como los cocos más bajos, siempre los más grandes de la palmera. Yo ya había visto a muchas como ella en mi país; pero allí no se las llamaba actrices. Los nombres eran importantes. También los pensamientos y los gestos. Lenka tuvo que tirar del brazo a Mariana para que dejara de mirarla.

—No sé por qué estáis tan contentas. No lo entiendo. ¡Es tu despedida!, Lenka, tu despedida. No nos volveremos a ver en mucho tiempo. —Miré para otro lado. Estaba a punto de echarme a llorar.

—Bueno, no digas eso, pronto estaremos otra vez juntas. Mi padre me ha dicho que iremos a vivir a Estados Unidos, pero que allí os puedo invitar a las dos. Mi padre siempre hace lo que yo quiero. ¡Os llevaré a pasar un tiempo conmigo muy pronto!

Tenía que decírselo ya. Ahora. Delante de Mariana. Ella me apoyaría y le diría a Lenka que me creyera, la convencería de que no debían regresar a Polonia. Cerré los ojos y tomé aire. Intenté verme con ella en el futuro. No lo conseguí. Aunque tampoco me vi de otro modo. Tenía que reconocer que, a veces, mis intuiciones no eran certeras. Me había equivocado al presentir que el gato de la casa de los vecinos volvería pronto y también que mi hermana sería un niño. Abracé a Lenka y me quedé así, con los brazos abarcando su espalda y nuestros corazones latiendo juntos, intentando que ella no llegara a percibir mi terror. Mariana se nos unió y el nudo pasó a ser de tres. Respiramos hondo, inhalamos el aire como yo les había explicado: del cielo hacia la tierra, llevando el movimiento de los pulmones hacia el estómago, para vencer la tentación de salir volando como los espíritus que habitan en nosotros querrían en ocasiones. En ese instante, la mujer de pechos de coco pasó cerca y Mariana se despegó de nosotras. Cogió de la mano a Lenka y la azuzó:

—Venga, vamos a cotillear un poco.

Ambas salieron corriendo entre los invitados. Pero yo tenía todos los músculos rígidos y no era capaz ni de echar a andar para seguirlas. Jamás había conocido ese miedo atroz, el miedo a equivocarme, a tomar mi propio camino, a ponerme de un lado. Y a ser castigada por ello. Mezquina. Rastrera. Despreciable. Así me sentí. Pero no pude moverme. Supe que no le diría nada a Lenka. Que no haría nada por salvarla. En mitad del salón, sobre la mesa de caoba de tamaño descomunal, los lirios de los jarrones bohemios caían lánguidos. Como mis lágrimas. Vi a mis amigas volviendo a cruzar la sala por el lugar donde habían dejado a Fernando y Katerina y pasar de largo. Se habían dado cuenta de que me había quedado rezagada y regresaban a buscarme.

—¿Qué te pasa? ¿A qué esperas para empezar a divertirte? —me dijeron, pero ni siquiera me miraron antes de agarrarme de la mano y salir otra vez corriendo. Ellas aún no habían conocido el sufrimiento.

A pesar de las prisas y de mis ojos humedecidos, vi de refilón cómo Asúa y su mujer se iban de la fiesta, y a Katerina junto a Fernando. Me habría gustado acercarme a ellos y contarles lo que me ocurría. Buscar el consejo y la ayuda de alguien de este mundo porque en el otro sabía que nadie me diría hacia dónde debía ir. Pero ¿me creerían?

Fernando había terminado tan agotado de su conversación con Asúa que, ajeno a la agitación de la mayoría de los invitados que bailaban o charlaban cerca, había decidido probar algunos de los tentempiés: masticaba ahora su preferido, el de foie con mermelada de fresa; no se le caía la baba porque tenía la boca astutamente cerrada.

—No comas mucho, que ya sabes que las cenas no te sientan bien.

Fernando ignoró a Katerina, aunque tuviera razón. Tomó otro canapé, esta vez de tres bandejas más allá. Se lo comió sin querer mirarla, intuyendo que ella lo seguía observando con un gesto de reprobación dulce aunque eficaz. Pero no pudo saborearlo como habría deseado, cerrando los ojos y oliendo su aroma, porque de repente alguien lo sujetó por los hombros y lo zarandeó, para terminar aprisionándolo entre sus brazos. El bocado a punto estuvo de salir despedido en dirección impredecible.

—Por fin te encuentro, amigo mío —Lucas lo soltó—, ya veo que tú, como siempre, dando buena cuenta de las provisiones, ¡que se vayan todos, que se queda mi amigo Fernando para comerse lo que haya! Y tú, Gabriel, que nunca dices nada, a ver si aprendes de tu padre y eres un poco más sociable. Rafael lleva buscándote desde que hemos llegado. Está con las chicas, quizás deberías ir a controlarlo un poco, ya sabes cómo es.

Pero mi hermano de este mundo tomó una silla libre, la llevó más cerca de su padre y se sentó con las piernas cruzadas.

—Menos mal que te aprecio mucho, Lucas, menos mal.

Fernando vio que Katerina se alejaba de la mano de Irene. Aquella no iba a ser una noche en la que pudiera disfrutar de su compañía.

—Eres un excelente amigo, hombre, no te enfades conmigo, soy así. Sabía que tenías que estar por aquí. Pero mira que es grande esto, ¿eh?, menudo sitio ha elegido Borys. Pero mira, quiero presentarte a alguien. Es Armando Iglesias, un amigo de España. Es pintor. Muy bueno, por cierto. Ha logrado exponer en varias ocasiones. Otro que quiere vivir del arte, ¿verdad, Armando?

Por un momento, Fernando no supo interpretar la expresión del joven que le extendía la mano. Llevaba un grueso anillo de oro con una piedra amarilla en el dedo pulgar y en sus uñas, más largas de lo habitual pero limpias y limadas, brillaba una capa de esmalte transparente. Al tocarlo, Fernando sintió un escalofrío extraño. Y, si hubiera dejado de mirarlo, no habría recordado ni un solo rasgo de su rostro.

—Como siempre, bromeando. Y he expuesto pocas veces, Lucas, muy pocas. Encantado de conocerlo, Fernando. Nuestro común amigo me ha hablado mucho de usted.

—Encantado, aunque Lucas no me había contado nunca que tenía un amigo pintor. Verá cuando se lo diga a mi esposa. Y ¿qué pinta usted?

—Mi especialidad son los retratos. Al óleo. Sobre todo infantiles.

—Lo que yo no me explico es con qué narcotiza a los niños para que se queden quietos tanto tiempo. —Lucas se dirigió entonces a Fernando como si le hiciera una importante revelación—: Él es el autor de la pintura grande de nuestro salón, la de Mariana, Rafael e Irene. Yo no salgo, cualquiera aguantaba allí tanto tiempo mirando a las musarañas. Conozco a Armando desde hace mucho tiempo. Pero disculpadme, os voy a dejar, creo que ha llegado alguien que requiere de mi inmediata atención. Hay que ver, qué cantidad de personalidades han venido a la despedida del marchante, para que luego digan que los artistas se mueren de hambre. —Lucas miró a Armando y le hizo un gesto con los ojos que Fernando no vio.

—Ahora recuerdo el cuadro del que habla Lucas. Es una excelente pintura. Supongo que acepta encargos. Ya que nos hemos conocido, tal vez pueda pintar un retrato de mi familia. En algún momento en que esté disponible.

—Por supuesto. Pero hoy no hemos venido aquí a hablar de negocios, ¿no le parece? Iré a verlo cuando desee y concretamos.

—Pero no se olvide, por favor, cuando se lo cuente a Katerina, seguro que se entusiasmará. Es una enamorada del arte.

Mis amigas y yo llegamos en ese momento. La mesa donde habían servido algunos dulces estaba muy cerca. Mi padre de este mundo aprovechó para decirme, al oído, lo guapa que estaba. Pero no pude ni sonreírle, seguí enseguida a Lenka y Mariana. Fernando se dio cuenta de que el pintor tampoco había dejado de mirarme y continuó haciéndolo hasta que volví a desaparecer entre el resto de invitados.

—Es muy guapa, ¿verdad? —le dijo mi padrebís.

—Mucho, sí. ¿Es su hija?

—Sí, es mi hija, Noa, y sus mejores amigas. Lenka, la chica rubia, es la hija de Silvia y Borys, los anfitriones. Y a Mariana ya la debe de conocer. Mi hija está muy apenada por la marcha de Lenka. Hay que ver qué juventud, como si no fuera a tener más amigas.

—Discúlpeme, por favor, pero tiene usted una hija preciosa. Para un pintor, una modelo así es todo un reto. Si es ella a quien hay que pintar, claro está. Es una joven con una belleza extraña. Mágica.

Gabriel se removió en su asiento. Había escuchado toda la conversación. Debería haberse quedado en casa, pero Katerina le suplicó que fuera a despedirse al menos. Le costó mucho mantenerse callado.

—Sí, Noa es muy especial. No podría creer cuánto. El hombre que se case con ella será muy afortunado. Aunque insiste en que se quedará soltera; ya sabe, cosas de crías.

Katerina se acercó a su marido. Había perdido a Irene y traía un vaso lleno de ponche de un sospechoso color rosa.

—Permítame que le presente también a mi esposa. Le aseguro que podría hacer buenos negocios con ella. —Fernando buscó a Gabriel a su lado, pero la silla estaba vacía—. Tenemos un hijo también, que hace un minuto rondaba por aquí, y otra hija más, Daniella, aunque es muy pequeña y se ha quedado en casa.

Pero Katerina no respondió a su marido, había visto a alguien con quien habría querido no encontrarse nunca más. Él llevaba del brazo a su reluciente esposa y saludaba a todo el mundo. Bebió un poco del ponche, pero solo se sintió más aturdida. De repente, volvieron a ella un montón de imágenes olvidadas. Palideció y empezó a percibir un intenso agobio en el pecho.

—Katerina, ¿te ocurre algo? Me gustaría que conocieras a Armando Iglesias… Querida… —Fernando la agarró del brazo. Estaba helada—. ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras bien?

—Os ruego que me disculpéis.

Katerina se alejó sin saber hacia dónde iba, chocó con varias personas antes de detenerse junto a una gran estatua de Lete, la diosa griega del olvido; la vista se le nubló. Se agarró a una ostentosa columna que dividía en dos la sala. Intentó calmarse, pero su corazón la desobedecía. Y oía los ruidos de la fiesta como si ella no estuviera allí: susurros entrecortados, algún nombre, una carcajada que se elevaba por encima de otros sonidos que no significaban nada. Fueron solo unos instantes, durante los que se imaginó a aquel hombre odioso encontrándose conmigo, reconociéndome, descubriendo nuestro secreto. Ese secreto que, de repente, ella había recordado con todos los detalles a pesar de mi hechizo. Él no podía verme de ningún modo. Respirar hondo le permitió recuperar la visión, y cruzó la sala de lado a lado con la mirada. No me vio. A pasos rápidos, recorrió cada rincón buscándome. No me encontró. Intentó ponerse en mi lugar, pero no le sirvió de nada. Salió al jardín, el aire de la noche le refrescó la cara, pero yo no estaba, tampoco Lenka ni Mariana.

Al volver al salón, junto a la mesa donde decenas de copas relucientes esperaban a ser llenadas, Lenka y Mariana bebían sorbitos de las suyas y reían. Miró algo más allá y quiso gritar. Pocos pasos detrás, yo miraba seria a mis amigas y, no demasiado lejos, Víctor y Mérida charlaban con interés mientras los camareros les servían. Cruzó la habitación sorteando los corros de invitados que charlaban, las parejas que bailaban y los que se le cruzaban despistados. Cuando logró llegar donde nos había visto, ya habíamos desaparecido. Alguien la agarró por el brazo.

—Katerina, siempre tan hermosa. Tantos años sin vernos y ahora, dos veces en solo unos meses.

Le repugnó percibir un tacto similar al de un batracio. Apartó la mano de Víctor y se esforzó por calmar el ritmo de su respiración.

—Qué extraño volver a verte aquí. Espero que acompañado por tu linda esposa. Creí que te habrías ido ya de Praga.

—Ella no puede faltar en estos eventos. Su padre es cliente de Borys Palczewicz. Muy buen cliente.

—Pues vamos a saludarla. —Katerina quiso moverse, pero él la sujetó.

—Hay tiempo para todo, no tengas prisa. Está muy bien acompañada ahora, como yo. La noche está siendo muy productiva. Podemos hablar un poco tú y yo a solas, como en los viejos tiempos.

—Tengo prisa, me espera mi marido. Pero seguro que a él también le apetece mucho saludarte.

—Si yo fuera tú, no me iría tan pronto. Tenemos que hablar de negocios.

—Creo que te equivocas. Yo no soy empresaria. Y tu primo tampoco, él es abogado. No sé si lo recuerdas.

—Perfectamente, ¿cómo podría olvidarlo? Me lo dejaste muy claro la noche en que disfrutamos de esa deliciosa luna en mitad de ninguna parte. Tampoco te he olvidado a ti.

—Víctor, no quiero ser grosera pero tengo que volver con Fernando. Cuando encuentres a Mérida, por favor, venid a saludarnos.

—No te vayas. Es un consejo. Y mis consejos es mejor seguirlos. Entonces te aconsejé que no me dejaras solo esa noche, lo habríamos pasado muy bien juntos. Eres una mujer muy apetecible. Y además, no me habría enterado de ciertas cosas que tú preferirías que no supiera, estoy seguro.

—No puede ser que sigas encaprichado conmigo. Mérida es mucho más guapa que yo. Y muy buen partido, por lo que veo; si yo estuviera en tu lugar, no la dejaría sola ante el acecho de los buitres.

—Tienes razón, ha sido una suerte conocerla. Tuvimos que casarnos en secreto, ya sabes, la familia política, que no suele aceptar maridos con una profesión como la mía, periodista. Sin fortuna y sin buena familia. Sin embargo, a ella, eso es justo lo que más le gusta de mí, o eso dice. Por desgracia, hacía mucho que no me encargaban trabajos importantes, de los que dan para vivir un tiempo. Supongo que eso es lo que más enfureció a su padre cuando desaparecimos para contraer matrimonio. A ella le pareció un juego, a mí una bonita historia de amor, muy lucrativa además, en todos los sentidos. Pero no es cierto que mi mujer se deje influir por mí, ella tiene mucho carácter. Tendrías que conocerla mejor, haríais muy buena pareja. Muy muy buena. Y yo entre dos bellas mujeres. Quizás se lo plantee, los tres juntos a la luz de la luna, como aquella noche…, mejor, incluso. ¿Te atreverías?

—Dime qué quieres, Víctor. Dímelo ya de una vez.

—¿Qué hace ella aquí?

—¿Ella?

—No me subestimes. No te conviene perderme el respeto.

—Me gustaría poder responder a tu pregunta, pero no sé a quién te refieres.

Víctor le sonrió con sorna, entornando los ojos a la vez.

—A ella, a la niña hindú. La que estaba en la haveli con tu hija cuando salimos de viaje. La he visto aquí, también he visto a tu hijo y, por supuesto, a tu marido, mi fofo primo. Ella es inconfundible, ya era una muchachita preciosa entonces. Pero ahora se ha convertido en una mujer muy hermosa, más apetecible incluso que tú. Podría ocupar tu lugar, solo si tú te siguieras resistiendo, por supuesto. Pero a quien no he visto es a tu hija. Esa niña rubia que se parecía tanto a ti.

Katerina se había roto por dentro. Pero en ocasiones las lágrimas se contenían mejor que la lengua.

—Eres un cabrón, Víctor. Un hijo de puta. Mi hija…, no está, ella… Bueno, ella se quedó en la India.

—¿Se quedó en la India? ¿Y eso qué significa? Aunque mejor no me contestes, ya lo averiguaré. Entonces, ¿a esta la acogisteis allí y la trajisteis con vosotros a Europa? ¿Así de fácil? Vuestra hija se queda en Jaipur y a cambio traéis a otra niña que no es vuestra hija. Interesante. ¿Y puedes explicarme por qué la llaman Noa, como a tu hija? Acabo de escuchárselo a sus amigas. Tengo muy buena memoria. Nunca olvidaría los nombres de los hijos de mi primo. Y menos cuando se llaman como nuestra abuela.

—No le busques tres pies al gato, Víctor, la respuesta es muy sencilla: la adoptamos. Ahora vive con nosotros y su nombre aquí sonaba un poco extraño, por eso comenzamos a llamarla como a nuestra hija.

—Katerina, no me tomes por idiota. Si vivo como vivo no es por mis reportajes, tengo un sexto sentido para según qué cosas. Y aquí hay algo que no me cuadra. Cuando nos conocimos, de la India solo podían salir los europeos. No se podía adoptar un niño hindú de ningún modo debido a la peste, ni aunque hubieras sobornado a toda la Corte de Calcuta y al Gobierno británico. Quiero saber dónde está tu hija, qué hace esa india en Praga, por qué está en esta fiesta con vosotros y por qué diablos la llamáis Noa. Pero vamos a hacer una cosa: yo finjo que no me importa, tú finges que tienes algo muy valioso que te regalaron y que a mí me gustaría muchísimo tener, y nos intercambiamos lo uno por lo otro. No te extrañe que disponga de esta información: me la dio una mujer muy satisfecha y cercana a ti. Por supuesto, te guardaré el secreto, tienes mi palabra.

—La palabra de un hombre como tú no vale nada.

—Tendrás que arriesgarte a comprobarlo.

—No has cambiado, Víctor, sigues siendo lo que parecías. Dime: ¿de verdad eres feliz no teniendo alma?

—Inmensamente, Katerina. El alma no existe, es un engañabobos que se han inventado los poderosos para tenernos controlados. Mi alma vive de materia, a poder ser cuanto más lujosa mejor, lo demás es accesorio. Salvo, quizás, este enorme placer al observar cómo palideces y presentir tu piel erizada. No puedes imaginarte cómo me excita eso. Luego se lo demostraré a Mérida como debe ser.

—Siento lástima por Mérida. Me da la sensación de que ella no te conoce.

—¿Y acaso importa? No es la única ni será la última.

Katerina acercó su cara a la del hombre. Le repugnó su olor dulce.

—Eres un canalla, Víctor. Pero no tienes tanto poder como quieres hacerme creer. No me das ningún miedo. Adoptamos a Noa, no sabes nada de mí y no tengo ningún objeto valioso que nadie me haya regalado y que puedas ansiar. Solo eres un pobre hombre.

Víctor se sonrojó. La habría abofeteado, pero miró a su alrededor, la cogió del antebrazo y apretó hasta que Katerina hizo una mueca de dolor.

—Cuando vuelvas a ver a tu hermanita, pregúntale. Ella sabe bien qué doy a cambio de muy poco. No eras tú, pero me sirvió bien, su marido no debía de dejarla muy satisfecha porque se comportó como una tigresa en celo. Me bastaba con cerrar los ojos e imaginar que era tu cuerpo. Tu hermana me sorprendió: desnuda ganaba mucho. Y no me sigas mirando así, mi bella Katerina, o tu marido sospechará lo que me gustaría hacerte. —Víctor se giró y empezó a andar, pero enseguida volvió a mirarla—. Y no se te ocurra volver a menospreciarme. Los canallas que no tienen conciencia son los peores; te aseguro que si encuentro algo que pueda usar contra ti, te arrepentirás de no haberme tomado en serio. Todos tenemos que sobrevivir.

—Pero no todos elegimos hacerlo de un modo tan rastrero. Y sobre mi hermana, no te creo.

—¿Envidia? Es una pena, porque tendremos que retrasar nuestro encuentro un tiempo. Ahora tengo que salir al extranjero. Cuando regrese y hayas meditado, quizás puedas encontrar el momento para estar mucho más rato conmigo. —Él había alargado la u en la mitad de la frase mientras rozaba sin disimulo el brazo de Katerina con los dedos anular e índice—. Quién sabe, podría enseñarte algo que no hayas aprendido todavía.

—No te daré nada, ni hoy ni nunca. No tengo nada que ocultar ni nada que ofrecerte.

—Eso lo veremos muy pronto.

Víctor se alejó. Katerina tuvo que buscar un lugar donde sentarse. No se había percatado de que su admirado Janacek sonaba al piano. Se concentró en ese sonido melodioso que siempre la reconfortaba. Respiró despacio. Lloró. Pero nadie vio sus lágrimas, ocupados como estaban casi todos en verse solo a sí mismos. La pieza terminó. Los latidos de su corazón se normalizaron. Pero la vida se había detenido. Había perdido a su hija en un país lejano y la había abandonado allí. Y lo había recordado todo al tiempo que se había dado cuenta de que lo había olvidado, al volver a encontrarse con una persona que no tendría escrúpulos en usar su desgracia para ponerlo todo patas arriba.

Otra música diferente empezó a sonar y mi madrebís pasó el resto de la noche sentada, ensimismada en su propia vileza. Sintiéndose sucia y mezquina de repente. Una madre que abandona a su hija y la olvida por completo. Yo ya era casi una mujer, como lo habría sido Noa en ese momento. Sus lágrimas se agotaron mientras sus ojos me buscaban con avidez, hasta que me localizaron y entonces comenzó a seguirme con la vista por la sala sin perderme ni un instante.

Pero Katerina no percibió nada extraño en nuestras correrías entre los invitados, tampoco en las risas, ni en los abrazos de Mariana y Lenka; ni le pareció inquietante que yo, al final, me quedara rezagada y terminara sentándome, igual que ella, a solas entre la multitud sin levantarme más ni una sola vez, y luego me llevara las dos manos a la cara y me pusiera a llorar. Y no le pareció extraño que el pintor, Armando, a quien había conocido esa misma noche aciaga en que su hija muerta le reclamó su derecho a ser recordada, me observara extasiado, con la mirada que tienen los hombres ante un objeto apetitoso, con las manos inquietas tocándose entre sí, los labios mojados y la piel húmeda mientras imaginaba. Ni siquiera se inmutó cuando vio a Gabriel agazapado tras la ostentosa columna y su mirada se cruzó con la del pintor, pero su hijo no la apartó, con orgullo de fiero contrincante. Tampoco se extrañó cuando todos empezaron a abandonar la sala y algunas mujeres se acercaron a la madre de Lenka para besarla y le desearon feliz viaje y mucha suerte en América, que vaya aventura y ojalá que pudiéramos irnos también nosotras a conocer Hollywood, después de que yo me despidiera con la mirada más abatida que me había visto nunca. Ni se percató de que Mariana esperaba con paciencia a que Lenka se apartara un poco para agarrarla del brazo y arrastrarla hasta la intimidad de uno de los balcones que miraban a la plaza, le cogía las dos manos mientras le decía algo al oído que, si hubiera podido escuchar, no habría llegado jamás a creer y le acariciaba el rostro con la parsimonia y la dulzura de quien sabe que no lo volverá a hacer jamás. Y no se sorprendió de que Mariana mirara a su alrededor y, tras comprobar que nadie las observaba, besara dulcemente a Lenka en los labios mientras esta, divertida y excitada, le devolvía el beso con la naturalidad y el entusiasmo de quien recibe un regalo precioso como tantos otros antes que ese.

Y entonces Katerina tampoco se asombró al ver dos nubes blancas y esponjosas en la sala y a mí debajo de ellas, pálida, absorta, con la mirada perdida y la piel fría, mientras asumía mi cobardía. Ni sintió ningún miedo al percibir como en un sueño que, a partir de esa misma noche, todo cambiaría: tan solo unas pocas horas después de que Katerina recordara que había olvidado, Hitler autorizaría el bombardeo de Guernica, en el que los nazis matarían por primera vez a miles de civiles en aquella guerra demoníaca que llevó a los hombres a maldecirse a sí mismos. Pero a Katerina todo eso había dejado de importarle.