La paloma se posó en el alféizar de una de las ventanas, la del despacho de Jiménez de Asúa. En el interior de esa habitación adornada con multitud de cuadros con tapa de cristal en los que habitaban mariposas, coleópteros y otros cientos de insectos cazados y clasificados con la mano experta del nuevo ministro de España en Checoslovaquia, él se había sentado en la butaca de piel negra que su mujer en persona eligió al poco tiempo de llegar a Praga. Llevaba ya buena parte de la mañana redactando el último informe para el Ministerio de Asuntos Exteriores. Casi cada semana enviaba uno. Él los elaboraba y luego se los dictaba a su sobrino Luisito, aunque llevaba semanas suplicando que le trajeran a Casares, el mejor taquimecanógrafo que jamás había conocido. A ese arduo trabajo se unían los telegramas constantes para diferentes embajadas y otros Ministerios, los comunicados de prensa, las citas con decenas de personas, los aide-mémoire, los…, las…
Don Luis divisaba desde su despacho multitud de edificios, vestigio del pasado esplendoroso de Checoslovaquia dentro del Imperio Austrohúngaro. Antes de continuar con su informe, debía arreglar algunos asuntos. Se hacía tarde y no quería demorarse para comer con nosotros. Hacía tanto que no veía a Fernando y a Katerina que le costó recordar cuándo y dónde había sido. Pero estaba seguro de que María les estaría poniendo al día de la mejor de las maneras.
—A ver, Luisito, Víctor Sandoval va a trabajar en la legación a partir de ahora, en el servicio de prensa. Me ha parecido un hombre muy competente y con buenas influencias, está casado con la hija del jefe de misión en Polonia. Pero debemos comprobar sus credenciales, así que hacedme un informe cuanto antes, si puede ser. Es primo de Fernando, fue lo primero que me soltó cuando nos entrevistamos. Se notaba que se había informado bien antes de venir a verme. Aquí parece que todo el mundo se conoce, leche. Esto parece Madrid.
—Muy bien, don Luis. Se lo paso a Kulçsar —le respondió su eficiente sobrino mientras tomaba nota en su agenda. Jamás le llamaba tío si estaban trabajando.
—Y también necesito que llames a Alexandrovsky, tengo que verlo cuanto antes. Debemos saber si los rusos han decidido ya lo que van a hacer.
A Kulçsar yo no lo conocí bien, pero Asúa, su sobrino y casi todos los miembros de la legación española lo apreciaban muchísimo. Tanto a él como a Alexandrovsky tuve ocasión de verlos solo una vez poco tiempo después, también en Vila Tereza, en un incidente para no olvidar con una casita de muñecas. El otro era un ministro soviético, estirado y poco simpático a quien le gustaban mucho la paella y las armas.
—Enseguida. Y le recuerdo, don Luis, que mañana tenemos una comida con Palacios.
El teniente coronel Palacios era un personaje tan secreto y oscuro que en realidad se llamaba Ángel Pastor. Nombrado por el Ministerio de Marina y Aire español para encargarse en Praga de comprar las armas para la República, traía por la calle de la amargura a Asúa.
—Palacios, ¡ay!, mi querido Palacios. A ver, Rey, ¿cómo vamos con Palacios? —Don Luis se dirigía a su secretario, Manuel López Rey, que miraba las mariposas desperdigadas por el despacho y se giró de sopetón al escuchar su nombre—. ¿Le queda algo de las últimas setenta y cinco mil libras que le di para comisiones y asuntos varios? Asuntos varios, bonito eufemismo. Es increíble, ese «Palacios» será un hombre honradísimo y muy inteligente pero todavía no hemos visto ni un cartucho con todo el parné que se ha llevado. Y no hace más que pedir y pedir dinero, ¡venga y venga! Como si lo tuviéramos… Sin armas ni material, no tendremos ninguna oportunidad.
—Lo conseguiremos, don Luis. Si no es con Turquía será con los soviéticos o si no, con los polacos.
—No se deje llevar por las ilusiones, Rey, los agentes de Franco no van a dejar de husmear para encontrar cualquier movimiento extraño y abortar la entrada de material para nuestro bando. Hay que tener mucho más cuidado esta vez, que no pase como con México.
—De eso no tuvimos nosotros la culpa, todo se preparó desde España. Además, Lázaro se comportó como un miserable. ¿Cómo podíamos imaginarnos que iba a contar a la prensa que el buque Azteca había descargado en Bilbao y en Santander nuestro armamento checo? ¡Todavía estaba al servicio de la República!
—Ni me lo nombre, mejor ni me lo nombre. —En los meses siguientes, por desgracia tuvimos muchas oportunidades de ver la cara de mono enfadado que se le ponía a don Luis si alguien le nombraba a ese señor, aunque pocos sabían realmente qué le había hecho—. Y lo peor es que Palacios se irá en cuanto termine con el asunto judicial ese que tiene pendiente. En cuanto usted se vaya también, dentro de nada, la compra de armas no la puedo llevar yo en persona o tendremos un lío político gordo. A ver si Prieto, si es cierto que ha centralizado la compra de armamento de una puñetera vez, nos manda a alguien de confianza. Porque en Valencia no dicen ni mu, ni nos dan más dinero, ni mandan a nadie como es debido. Y desde el escándalo del Azteca, cuando se sacaron de la manga lo de los permisos de la Comisión Interministerial checa, hay que untar a decenas de chupópteros para que nos vendan las armas. ¡Si ni siquiera me envían suficiente dinero para los telegramas y las comidas! Si al menos este mes pudiéramos pagar a tiempo los sueldos… Y a ver si el señor teniente coronel se digna a entregarme los rapports que le pedí. Esto de actuar a ciegas me pone nervioso. Nosotros no hemos recibido ninguna orden de Valencia, solo Palacios recibe el encargo y el dinero a su nombre. Todo queda bajo su responsabilidad. Y eso nos eximiría a nosotros de cualquier fallo que cometa, pero a mí no me basta.
Rey, además de despistado y eficiente, era un hombre acostumbrado a sufrir y a escuchar largas peroratas como aquella. Hizo lo que siempre hacía cuando a su jefe le daba por pensar en alto: ignoró las quejas y fue al grano.
—Palacios ya ha traído los informes, he terminado de leerlos hace un rato. Ahora mismo se los paso. El asunto de Turquía sigue adelante. Pero a madame Lupescu ya la hemos mandado a freír espárragos. Menuda comisión pedía por hacer de intermediaria.
—Por lo que parece, ser amante de un rey búlgaro o rumano o lo que sea no da suficiente dinero, ¿no? Hay que fastidiarse. ¿Y le ha contado cómo van las autorizaciones de los turcos? ¡Leches! ¡A ver si conseguimos que algún turco en persona certifique el documento con las firmas y los sellos de su Ministerio! Que si no, los checoslovacos no se fían. Si no conseguimos el maldito documento, el general ese del Consejo de Guerra Checoslovaco…, ¿cómo se llama?
—Cizek.
—Gracias…, el general Cizek no podrá darlos por buenos y el mayor Baumann no podrá expedir las armas de la fábrica. Dice que él qué sabe si las firmas esas son de un turco o de la madre que nos parió. Y tiene razón. Así que a ver si espabilamos.
El lío que había montado el turco era monumental, tenía a toda la legación española de cabeza. Don Luis miró el reloj, estaba impaciente por salir a charlar con Fernando. Sus partidas de mus sentados en la biblioteca de la Complutense habían sido lo mejor de aquel curso de verano. Pero a Rey le quedaban más asuntos pendientes.
—El intermediario turco, el tal Ferdjy, no debe de haberse recuperado de la gripe. Ha enviado a un amigo suyo coronel y a su hermano. Ellos conseguirán que en la legación turca certifiquen los sellos y los presentarán en el Ministerio checo para que autoricen la venta a través de su país. Pero todavía falta la comisión «a fondo perdido», para que nadie ponga ningún pero. Palacios cree que las comisiones se podrán entregar al final, cuando hayamos conseguido las armas.
—¿Y el barón? ¿Ese no había recibido ya su dinero? No sé por qué tenemos que pagar a un traficante de armas si también pagamos al director de la fábrica, al turco y hasta a los generales de la Comisión checa que nos conceden la autorización. ¡Leches! Es que aquí cobra todo dios y ni siquiera hemos visto un fusil.
—Sí, ya lo tiene. Palacios está convencido de que es imprescindible contar con él, no quita ojo a Ferdjy. Y la fábrica ya tiene las armas preparadas; en cuanto las autorizaciones del turco estén listas, las enviarán.
El barón Von Lustig era uno de los muchos buitres que pululaban por las legaciones de España en Praga y París, vendiéndose al mejor pagador para conseguir armas. Y aunque era de mucho postín, Asúa tampoco se fiaba de él. El ministro era un hombre listo y equilibrado, aunque con menos suerte que la luciérnaga que se cuela en el farol.
—¿Y por qué ha cobrado ya el barón? Es que no consigo entenderlo, de verdad, todo esto me escama mucho. En fin, ¿qué sé yo de chanchullos? ¿Y el transporte? ¿Se sabe ya cómo van a llegar las armas a España?
—Tenemos que hablar con Alexandrovsky. O también podría hacerse desde París. Ya hemos comprado al ministro turco de Negocios Extranjeros y al de Bucarest en Checoslovaquia; este es también pariente de Ferdjy, cuñado de un hermano o algo así. No habrá problema para que el armamento pase por los Dardanelos.
—Pues a mí no me gusta nada todo esto, Rey. El hermano del turco, el turco, el coronel, el ministro cuñado del hermano… Demasiados a quienes tener contentos. Esto de conseguir las autorizaciones para que los checoslovacos se laven las manos ante la Comisión de no intervención de los franceses y los ingleses nos está quitando la vida. Esperemos al menos tener más suerte con Turquía que con México o si no, que las buenas relaciones de Palacios con Hampl nos lleven a buen puerto. Y tenemos que seguir insistiendo: las compras deben hacerse desde un solo lugar, no a la vez desde aquí y desde París. No podemos cometer más errores, ¡por Dios santo! A ver si dejamos de quedar como unos gilipollas y no volvemos a comprar dos veces las mismas armas.
—Pues Palacios dice lo mismo en su informe, don Luis.
—Menos mal que al menos no parece tonto. ¿Cómo vamos a ganar así la guerra? Si no ganaríamos ni una partida de ajedrez…
Jiménez de Asúa todavía se indignaba al recordar la estupidez de hacía un par de meses en París. Su agente allí había conseguido una oferta fabulosa, tenía el permiso de exportación del armamento a Turquía y había hablado con la Comisión de compras. Todo podría salir por Hamburgo en tres días. Menos mal que su estimado Mauro, que además de gustarle las estatuas con forma de león era muy diligente, consiguió enterarse de que estaban haciendo la misma oferta a Palacios en Praga. Gracias a él, solo pagaron una vez. Pero había que controlar a los agentes y ser más cautos, demasiados buscaban su propio beneficio y la información pasaba por muchas manos. Por eso Asúa había decidido incluir a su protegido en el asunto. Lo conocía desde niño. Con su ayuda podría poner orden en todo ese desastre. Pero el ministro no lo mencionó, cuantas menos personas supieran qué pintaba Mauro en la embajada, más seguro estaría él de que podría cumplir su cometido.
—Y debemos informar a Alexandrovsky de lo que se haga con la intermediación rusa. Al final, pasarán de nosotros y con razón, y no podemos permitírnoslo, necesitamos al ministro soviético y a Hampl, sus influencias en las fábricas de armas son esenciales.
Rey se había sentado frente a don Luis. Le gustaba ese hombre. Era honrado. Aunque también creía que no era el más apropiado para tratar con toda esa maraña de sinvergüenzas, demasiado rígido, demasiado ajustado siempre a lo legal. A veces, para obtener resultados, hay que buscar otros caminos.
—¿Tiene alguna otra cosa más que contarme, Rey?
—Puede leerlo en los informes, ahí está todo, señor.
—De acuerdo; tenemos que aligerar, que quiero comer con mis amigos.
Don Luis se dirigió entonces a su sobrino, que les escuchaba con la boca medio abierta, como un tritón a la caza de un mosquito.
—A ver, Luisito, si terminamos esos informes. Dele a la Olivetti, que tenemos que contarles lo de los rusos, a ver si nos libramos de una vez de los intermediarios y reducimos las comisiones.
Asúa siguió dictando. Luisito machacaba la máquina de escribir a diez dedos. El jefe de misión hablaba despacio, con voz firme, decidido a darlo todo de sí para salir victorioso de esa prueba. Al poco rato, miró a su sobrino, luego miró a Rey y, entonces, miró por la ventana. La luz del sol era como la del Retiro una mañana de mayo.
—Se acabó. Ahora salimos y se terminaron por hoy los despachos. Si falta algo, lo vemos por la tarde con un chocolate con churros delante. ¿Estamos?
Pocas comidas en la legación española en Praga tendrían nunca el éxito que tuvo aquella. Aun sin rastro de Mauro y con Lenka sin abandonar mis pensamientos, yo también la disfruté. Katerina y yo probamos por primera vez la paella valenciana, para algo el recién nombrado cocinero de la legación había nacido en Elche y supo suplir la ausencia de garrofón con algunas verduras, que en Praga las había en gran variedad y muy apañadas, y un sofrito bien guisado de conejo y caracoles, que a mí me dieron un asco espantoso. De postre, pestiños, flan con nata y arroz con leche; aunque arroz con arroz no pegaba, la untuosidad del azúcar bien mezclada y removida con la canela conquistó a todos. Y para acompañar, un vino de Rioja que hizo que alguno hablara más de lo que habría debido. Aunque todo quedaba en familia. Las familias, fuera de su hogar, eran como esta: grandes y abiertas. Así, durante unas horas, en esa mesa todos olvidamos las muchas preocupaciones y nos dedicamos tan solo a ser felices. Como si más allá de esas paredes no existiera nada que pudiera atropellar esa felicidad.
Ya en la sobremesa, Asúa anunció casi gritando:
—Bien, subamos al desván. ¡Nuestro fantástico tren nos espera!
Mariquita y Amelita estallaron en gritos y salieron corriendo. Daniella las siguió, no sin antes tomarme de la mano y obligarme a levantarme para que la acompañara en esa nueva aventura. Ni se terminaron el postre.
—¿Lo han traído los Reyes Magos? —preguntó Katerina a María, que se acababa de llevar a la boca una cucharada de dulce de leche con algunos granos de arroz. Le contestó poniéndose la servilleta delante de los labios:
—Sí, con una máquina Märklin. El último modelo. Ya lo veréis, es una maravilla.
Y lo era. En el suelo, los raíles se extendían formando ochos, bajando, subiendo y cruzándose; los vagones enganchados a la potente cabecera se deslizaban entre las casas, los árboles y las personas que, con sus caritas pintadas de forma minuciosa, parecían admirarlos. Alguna vaca y varios caballos en lo alto de un promontorio se caían a veces con el bamboleo de la maqueta. Y otras, casi siempre bajo el largo túnel, el artefacto se quedaba enganchado en un raíl mal unido, que Luisito corría a reparar después de darle a la palanca que cortaba la electricidad. Martínez de Aragón lo acompañaba, no fuera a ser que hiciera alguna burrada. El buen hombre se alisaba los bigotes mientras observaba a todos encandilados esperando su turno para coger el artilugio y darle a los botones que aceleraban o frenaban los convoyes de colores. El azul se salió de la vía en una curva y, entonces, vuelta a empezar.
—¡La palanca, Luisito, la palanca! Que hay que volver a colocar la máquina sobre el raíl. No vayamos a tener un disgusto y alguien salga con los pelos de punta de un buen calambrazo.
Con cuidado, sonriendo como siempre, Luisito bajaba de nuevo el cachivache y todo se volvía a recomponer.
En un momento en que Asúa nos vio a todos ensimismados con los trenecitos, se acercó al balcón donde su amigo saboreaba un puro con los ventanales abiertos. No fumaba pero le gustaba oler el humo de los habanos.
—Fernando, quería decirte que tu primo Víctor va a trabajar con nosotros, en el servicio de prensa.
Mi padre de este mundo lo miró perplejo. No había vuelto a pensar en su primo desde que había ido a casa.
—Pero ¿no estaban de paso? Creíamos que seguiría camino de Polonia, a visitar a sus suegros —respondió Fernando con inquietud. Incluso no le habría extrañado que se hubiera ido ya y no se hubiera despedido de él y de Katerina.
—Pues no es eso lo que me ha dicho. Creo que han alquilado un apartamento en la Staré Mesto, si no me falla la memoria. Empieza a trabajar en breve.
Fernando miró a las niñas, siempre le habían gustado los críos. Yo estaba sentada en el suelo a su lado y las observaba. Seguían a cuatro patas y entre gritos los avances de la máquina sobre la alfombra. De repente, uno de los vagones descarriló y se llevó por delante una casa y a tres señores que jugaban a los naipes. Amelita y Mariquita gritaron, esperando a que el sobrino de Asúa volviera a darle a la palanquita para ponerlo todo otra vez en su lugar, pero en cambio se acercó a Fernando y a Asúa. Estaba pálido. El ministro respiró hondo.
—A ver, Luisito, ¿no habíamos terminado ya?
—Es algo urgente. Sobre Mauro. Con la ilusión de la paella y la palanquita y el trenecito, se me ha olvidado por completo. —El chico miró al suelo y recibió de su tío un palmetazo en la espalda.
—Venga ya…, a ver, que seguro que no es tan grave.
—Mauro ha estado esperando casi toda la mañana para hablar con usted. No ha querido que le interrumpiera. Al final, le ha dicho a Martínez de Aragón que no podía esperar más y que volvería cuando no hubiera tanta gente. Entonces él le ha propuesto que viniera con Kulçsar a la cena de la semana próxima, pero ha dicho que no podía esperar tanto. Parecía bastante contrariado.
—Deberías haberme avisado, hombre, por Dios. Que no sé cómo voy a decirte que Mauro es como mi hijo. Llámalo sin falta y dile que venga cuando prefiera. Y si el chico considera que es urgente, lo traes enseguida. ¿Y no te ha dicho nada más mi querido Mauro?
—No, nada, pero me ha parecido nervioso. Tío…, ¿no le parece demasiado joven para estar metido en este embrollo?
—No es mucho más joven que tú. Y es joven, sí, pero también es intrépido, cabal y muy inteligente. Creció muy rápido. Es perfecto para nuestra misión en Praga. Solo le veo un problema: es demasiado idealista y eso podría llegar a hacerle daño. Pero no he conocido nunca a un hombre más listo y más generoso que él. Una pena lo de sus padres, yo conocía bien a su padre, era compañero del partido; con los estudios pertinentes, Mauro podría haber llegado a ser un profesional brillante. Aunque ¿quién sabe dónde está el futuro? Y menos en estos días tan extraños.
—¿Qué les pasó a sus padres? Si es que puede contármelo…
—Pues claro que puedo. Es algo que él no oculta. Murieron hace poco tiempo, por eso entró muy pronto en el partido, intentamos ayudarlo en lo que pudimos para que saliera adelante. Fueron asesinados por unos bestias que quemaron una parroquia, en las revueltas sindicalistas y de algunos de izquierdas que sacudieron Asturias hace unos años, para más remate. También murió el párroco. Todos estaban dentro tratando algunos asuntos de la iglesia. Ambos eran socialistas también, para más inri, y muy creyentes y le ayudaban a menudo en sus cosas. En cuanto salió un encargado para fuera de España, se apuntó. En poco tiempo aprendió a hablar varios idiomas y lo promocionaron muy pronto, algo nada habitual para un hombre tan joven. Cuando inicié aquí el Servicio de Información, lo reclamé. Me alegra mucho tenerlo de nuestro lado. Lo llevo conmigo a todas partes, me siento un poco responsable de él. —Asúa bajó la voz—. Además, lo cierto es que, como espía o como militante, lo mismo da: Mauro es irremplazable.