Los Reyes Magos traen más que regalos a la legación española

Daniella protestó, ella quería seguir jugando con los regalos que el Christkind le había traído. Como siempre, se había colado por la doble ventana limpia como el jaspe. Apartar la nieve para que el niño de rubios cabellos y alas de pichón no se mojara ni resbalase era toda una ceremonia que nadie quería perderse en esa casa: todos en bata, reunidos frente a la cristalera, las manos congeladas, las narices rojas, el vaho saliendo por la boca, la mirada fija en Daniella que, nerviosísima, se esmeraba sin consentir que nadie la ayudase. Después siempre intentaba quedarse a verlo; no entendía por qué, si era un niño como ella, no podía conocerlo y darle las gracias por todo lo que le traía. Yo adornaba el árbol de Navidad abrumada por la cantidad de regalos que el Cristo niño, hijo de Dios, me traía a mí y a los demás. ¿Por qué algo así nunca había ocurrido en mi país? Allí, todos los dioses aceptaban ofrendas, pero ninguno regalaba nada, al menos nada que pudiera tocarse. Las estrellas de papel de plata y oro, las bolas de cristal, las velas que olían casi como el incienso estaban todavía suspendidas del pino cuyo vértice rozaba el techo del salón, esperando a que la celebración se diera por finalizada.

—Pues te quedas aquí con Gabriel, que tiene muchas cosas que hacer y seguro que no puede pasar mucho tiempo contigo. Nosotros nos vamos a la fiesta a la que nos han invitado —le dijo Katerina a Daniella y se giró, como si fuera a salir.

—¿Una fiesta? Y ¿habrá más niños o será una de esas fiestas de mayores en las que me aburro tanto?

—Habrá más niños. Y tienen muchos juguetes nuevos también, como tú.

—¿Se los ha traído el Christkind?

—No creo, a esos niños probablemente hayan ido a visitarles los Reyes Magos.

—¿Y quiénes son esos reyes? ¿De verdad hacen magia?

—De verdad. ¿Te vienes a ver si les han dejado muchas cosas?

—Vale, pero me llevo a Marienka. Para que no se aburra.

—El coche nos espera. Te va a encantar. Está lleno de banderines amarillos.

Daniella salió corriendo a verlo y se olvidó de su muñeca, pero regresó a por ella y se la llevó bien protegida bajo el brazo. Franziseck, enviado por el secretario del Ministro, nos esperaba con una expresión seria, de chófer de persona ilustre, y la puerta de la enorme limusina abierta. La niña se le quedó mirando, nunca se había sentido tan importante ni había visto un hombre tan alto. El paseo desde nuestra casa en el provinciano barrio de Vinhorady hasta la legación se le hizo largo. El Palacio de Vila Tereza, al oeste de la ciudad, era un precioso edificio de un llamativo color rojo, tejados a cuatro aguas y una torre altísima a un lado. Desde que se vislumbró en la loma y Franziseck anunció que era nuestro destino, Daniella no había podido dejar de mirar la mansión como una tarta de cumpleaños en la que le esperaban esos niños que conocían a reyes mágicos.

Luis Jiménez de Asúa nos esperaba impaciente en la entrada. Yo no lo había visto nunca. Era un hombre corpulento, moreno, con el pelo bien repeinado hacia atrás. De labios finos, orejas grandes y mirada inteligente pero resignada, como si algún brujo le hubiera leído la línea de su sino al nacer y avisado de que su vida se malograría a la busca de una justicia esquiva. María, cogida de su brazo, parecía más su madre que su esposa, a pesar de su expresión dulce, incluso infantil. Ambos nos recibieron como si se vieran todos los días aunque los matrimonios no se habían vuelto a encontrar desde que Gabriel y Noa eran muy pequeños. Cómo pasaba el tiempo. Cuántas cosas contaban los abrazos. Daniella sonrió al comprobar que su madre no le había mentido: varias niñas la observaban desde detrás de un roble cercano. El jardín era muy grande, había mucho sitio donde jugar y el día, aunque frío, prometía estrenar en breve un sol espléndido. María le dio a mi hermana un beso que le hizo cosquillas en las mejillas.

—Os presento a Amelita y Mariquita. Son mi sobrina y la hija del delegado de la legación, Luis Álvarez del Vayo. Ahora lo conoceréis también. —Y se dirigió a Daniella—: Seguro que ellas quieren enseñarte sus escondites en el jardín y todos los juguetes que les han traído los Reyes. Y en el desván está la joya de la corona: un tren eléctrico maravilloso que hemos encargado hace poco.

Daniella se acercó a las dos niñas. Tardaron poco en salir corriendo hacia la casa y desaparecer escaleras arriba como si se conocieran desde siempre.

—Vamos dentro —dijo Asúa—. Antes de comer, tengo que arreglar unos despachos para el Ministerio de Asuntos Extranjeros. Si, total, para el caso que nos hacen… ¡Dios mío, cuántas ganas tenía de volver a veros! Mientras tanto, os dejaré en muy buenas manos.

—Qué bonito es este lugar. —Katerina admiraba la gran escalinata y los preciosos balcones de la entrada.

—Pues es la sede de la embajada casi de milagro. El antiguo secretario no quería abandonar esta casa cuando llegamos y tuvimos que acudir a la Policía.

—Esta es una situación muy extraña, supongo. —Fernando movía la cabeza arriba y abajo.

—Pero la legalidad es la legalidad, nadie mejor que tú para entenderlo. Si el Gobierno legítimo nombra a otros representantes, los que no desean seguir de su lado deberían atenerse a las consecuencias. Es muy simple, creo yo. Pero el excelentísimo Gaspar Lázaro es un impresentable. Al menos el encargado de negocios se comportó decentemente. Justo después del alzamiento presentó su adhesión a la Junta de Defensa Nacional y abandonó Praga. También firmó su dimisión el secretario Lucas de Ansorena, aunque este sigue aquí, tengo entendido.

—Lucas es amigo nuestro, Luis.

—¿Lo conocéis?

—Desde hace muchos años. Sus hijos estudian en el mismo colegio que los nuestros, también son muy amigos. Ya sabíamos que estaba de parte de Franco, él mismo vino a contármelo. Pero es una buena persona.

—Sí, supongo que todos lo somos. Aunque no todos queremos hacernos con el poder a golpe de carro de combate y rifle en mano. Pero no hablemos de Ansorena. ¿A Lázaro no lo conoceréis también?

—No, no. Además, quiero que sepas que nosotros os apoyamos. El Gobierno legítimo es el que es. Si quieres cambiarlo, usa los mecanismos que te da la ley. Para eso sirven las democracias, quizás para poco más. Pero eso al menos es indiscutible.

—Pues díselo a Lázaro. Me da a mí que no opina igual. Al principio se declaró leal a la República, pero en agosto se pasó a Franco y ahora es agente suyo, le han nombrado representante aquí de su Gobierno de Burgos.

María se acercó a su marido y le cogió por la cintura. En breve alzaría el tono, insultaría a Lázaro. «Sublevados»… No eran sublevados, eran traidores al Gobierno legítimo, al que habían votado los españoles. Como si a Franco le importara algo más que su propio ascenso. O si no, ¿a cuento de qué había sobrevolado años antes el Ministerio para reclamar la caída de la monarquía y la llegada de la República? Menudo pájaro. Aunque su marido hacía todo lo que podía y más. Había aceptado el nombramiento con dignidad, a pesar de ser un cargo de segunda que le permitía pocos movimientos mientras no le nombraran ministro de España en Praga. De sobra sabía que si hubiera seguido en París, donde se cocía toda la ayuda externa a la República, su tiempo estaría mejor empleado, pero él emprendió ese encargo igual que todo lo demás en su vida, con determinación, entusiasmo, sacrificio y lealtad. Y qué orgullosa estaba ella de su Luis por eso. Y cuánto me costó a mí conocerlo de verdad: su interior, de tan brillante que era, no me permitía vislumbrarlo. Pero no tardé mucho en llegar a la conclusión de que las personas como mi abuela podían tener muchas nacionalidades, religiones, creencias, convicciones o ideologías; y hasta diferente sexo o color de piel. Lo que les hacía ser como eran permanecía invisible a los ojos de los seres terrenales. De casi todos. Lo que les definía eran sus actos.

—No podéis imaginar cómo dejaron la legación: se lo habían llevado todo, ni una peseta quedó, ni un solo documento. Y encima Lázaro tuvo la poca vergüenza de declarar a la prensa que abandonaba la embajada «por presiones del Gobierno checo». Se ve que las únicas presiones que a él le parecen bien son las de las botas de los alemanes sobre suelo republicano. Pero, eso sí, gastaron todo lo que quisieron y más. Todavía estamos intentando pagar sus facturas. Pero hay muchos así, el presidente del Instituto Español e Iberoamericano incluso tuvo la poca vergüenza de decirme a la cara que él era «otro sublevado». Al menos le echó cojones, eso sí, pero, para cojones, las criadillas.

Los observé mientras entraban en el edificio pero me quedé al lado de Franziseck, que enseguida se despidió y desapareció al otro lado de la verja. Me sobresaltó el ruido de los neumáticos al patinar sobre la tierra: un rinoceronte arrastrando sus gigantescas pezuñas. Anduve por el jardín mientras intentaba apartar de mi cabeza la visión de Lenka. Tras unos árboles, una curiosa estatua llamó mi atención. En medio de un círculo de piedra, la enorme figura sedente de un león erguía la cabeza con la boca muy abierta y levantaba en el aire una de las garras delanteras mientras apoyaba la otra sobre una esfera del mundo en la que el país más a la vista era la India. Los ojos del animal ocultaban un secreto inconfesable. Otro de tantos. El conjunto era intrigante como un eclipse de luna. Me recordó tanto a mi país que cerré los ojos para no seguir contemplándolo. Traidora de mi pasado. Intenté evitar que mi mente retrocediera. Entonces oí un ruido detrás de mí y me volví deprisa.

—¿Te he asustado?

—No.

—Yo también me habría asustado si me hubiera encontrado de repente con alguien a mi espalda, callado y mirándome como yo te estoy mirando. Lo siento. Me llamo Mauro. Y tú, ¿tienes nombre?

Sus ojos hablaban más que su boca y, tras la tupida barba, su sonrisa era sincera, como la brisa que subía por la ladera y revelaba que las lluvias se aproximaban.

—Noa, me llamo Noa. Lila para los amigos.

—Noa para quienes no son amigos y Lila para los que sí lo son, y yo, ¿qué voy a ser yo, amigo o no amigo?

Me sonrojé. Él se levantó y se acercó al león. Le acarició la boca y metió la mano entre sus dientes.

—Es extraño, ¿verdad? Parece encerrar un ser mágico. Un dios. O un demonio. Como todos nosotros. Nunca somos lo que parecemos. Y ocultamos también algo monstruoso.

—Se parece a Narasimha, el avatar de Visnú. Mitad hombre y mitad león.

—¿Sabes mitología? No sabrás de demonios…

—Solo un poco. ¿Qué quieres saber?

—Tantas cosas… —Mauro me miró a los ojos.

Tuve miedo de que me adivinara. Le contesté lo primero que se me ocurrió:

—Narasimha salvó la vida al niño Prahlad. Su padre, el malvado rey demonio Hiranyakashipu, no le permitía rezarle y, con la ayuda de su tía Holika a la que un hechizo inmunizaba contra las llamas, quiso quemarlo como castigo. Prahlad pidió entonces la protección de Visnú que se convirtió en ese ser medio animal y medio humano y rompió el hechizo que impedía que su tía muriera incinerada. Los aldeanos que observaban el castigo vieron cómo el niño salía ileso de las llamas mientras su malvada tía padecía su violencia. Pero ella, antes de morir, pidió clemencia a Visnú y el dios y el niño la perdonaron. Desde entonces, cada año los hombres deben recordar su muerte y borrar lo malo de sus vidas y perdonar sus propias ofensas y las de los demás al recibir la primavera, en el Festival de Holi.

—Interesante. Sobre todo eso de perdonar sus propias ofensas y borrar lo malo de sus vidas. ¿Por qué sabes tanto sobre el hinduismo?

A punto estuve de contarle la verdad. Sus ojos también eran sinceros. Aunque ocultaban dolor. Pero no me dejó mirarlo dentro. Mi curiosidad era malsana.

—Me gusta mucho leer sobre la India. La Biblioteca de Praga es inmensa. ¿Por qué sabes tú? —le pregunté inclinando un poco la cabeza para dejar de indagar en él.

—Porque me gustaría morir. Pero la reencarnación me echa para atrás. No tendría suerte con el nuevo cuerpo. Hace tiempo vi la cara de la muerte y desde entonces investigo. Algunos de los preceptos del hinduismo son los más lógicos que conozco. Mucho más que los de mi religión.

No le pregunté más. Morir no era tan malo después de todo. Y yo tenía mis propios tormentos.

—En algunos lugares de la India, falta muy poco para que se celebre ese festival, la bienvenida de la primavera, una noche antes de la luna llena durante el mes de Phalguna. Alrededor de las hogueras que todos avivan, queman las hojas muertas del invierno y, con ellas, los malos presagios, lo malo que cada uno desea olvidar de su vida. Como mandó Visnú.

Y como yo habría quemado mis malos augurios entonces si hubiera podido formar una hoguera cerca sin que nadie se extrañara. Siempre había añorado esas fiestas, los templos decorados con dibujos de vivos colores y decenas de guirnaldas hermosísimas; las calles llenas de gente bailando y cantando, cuanto más desgraciados, más felices sus caras al dar rienda suelta a sus ilusiones; grandes y chicos echándose agua a la espalda con entusiasmo para apagar el fuego con el que Hiranayakashipu pretendía abrasar a Prahlad. Hacía mucho que había dejado de hablar a mis amigas de mi país. ¿Por qué le había explicado todo aquello a él? Quizá porque me escuchaba con interés. Y yo quería seguir. Era mejor que pensar en malos presagios. Era mucho mejor que recordar a Lenka.

—Al día siguiente —continué por fin—, para celebrar que Prahlad se salvó, en los puestos se venden polvos de muchos colores y todos los arrojan al cielo y a los demás. Hasta que quedan embadurnados como un arcoíris vivo. Y entonces bailan al son de los tambores, para olvidar las normas y celebrar la vida que tiene que venir. Y beben bhang y se ofrece a los más pintados gujiyas y otros dulces exquisitos.

—Ojalá todo fuera así de fácil, ¿no crees? Ojalá se pudieran quemar de verdad las hojas muertas de la vida de cada uno y renacer en alguien diferente. Pero a veces lo mejor es intentar no cometer errores que haya que lamentar. No hay posibilidad de arrepentirse cuando lo que haces, lo haces porque crees en ello. Lila para los amigos, tengo que irme. Me ha gustado mucho hablar contigo.

Me dio un beso en la mejilla. La felicidad era tan vieja como la vida. Lo observé alejándose hacia el edificio. Mauro tenía razón, la mejor opción era que no existiera la posibilidad de arrepentirse. Cuando le perdí de vista, ya sin remedio, Lenka ocupó de nuevo mi pensamiento, como casi cada día desde que tuve aquella visión de ella demacrada camino de la muerte. Habían pasado meses, pero aún me seguía despertando sobresaltada en mitad de la noche mientras sentía sus ojos vacíos observándome. Lo más doloroso era continuar viéndola con esa alegría suya por vivir y disfrutar cada segundo. Ella no había cambiado, era la misma alocada de cuando éramos unas crías, la que siempre llegaba tarde a clase, la que hacía deprisa las tareas para salir a jugar cuanto antes. La que vivía la vida sin pensar si era buena o mala y si ella debía algo a alguien por infinidad de razones. A pesar de su intensa religiosidad y su educación severa, era la que más se divertía. Tan distinta de Mariana que a veces me extrañaba cuánto se querían. Y ya casi había conseguido convencerme de que lo que había visto no se haría realidad. Tan espantoso había sido que solo podría existir en el Naraka, el infierno de los hindúes, ese lugar de calor y fuego, confusión, desesperanza, depresión y angustia; o en el de los cristianos, mucho más material, lo mismo daba. Jamás, jamás, podría suceder en esa Europa tan distinta de la India, donde casi todos se comportaban siempre con modales exquisitos. «La cuna de la civilización occidental, de sólidos principios y valores», decían en clase de Historia, donde había derechos y leyes que se obedecían. Y no solo las del cielo.

Pero yo estaba aterrada, no quería volver a ver nada más; no quería averiguar si lo que visualizaba se cumpliría o no, si era solo una ilusión, el destino u otro mundo paralelo donde todo sucedería de otra manera. Entonces lo supe: no podía dejar que Lenka se fuera de Praga sin hacer algo por evitar que aquella esperpéntica visión se convirtiera en realidad. Fuera o no su destino, debía intentar cambiarlo. ¿Podría variar yo el sino de las personas? ¿Infringiría alguna Ley del Universo? Poco me importaba; por muchas leyes que violara, por mucho riesgo que corriera, ningún castigo sería peor que el que sufriría si no actuaba y mi amiga moría como yo había presentido. Si no intentaba impedirlo, ni cien festivales de Holi bastarían para perdonarme mi ruindad. Mi cobardía.

Una paloma se posó sobre la melena del león. Me estremecí en un espasmo de frío que no calmé abrochándome los botones de la chaqueta. El ave alzó el vuelo. Yo la seguí con la mirada mientras echaba a andar en dirección al palacete, con la esperanza de encontrarme de nuevo con Mauro. Pero todo habría de llegar. Si ese era mi destino.