Fernando había dejado las chaquetas en el guardarropa por si, a la salida, la noche se tornaba fría. Yo esperaba con Daniella y Katerina al pie de las monumentales escaleras del Teatro Nacional; la niña no paraba de subir escalones y saltarlos; los dos lazos rojos que le sujetaban las coletas se meneaban sin cesar; parecía poseída por algún diablillo de cuentos europeos. Gabriel se había quedado en casa, estudiando para un examen, cada día eran más complicados y él más riguroso. Pero en breve iban a dejar de representar esa magnífica ópera y Katerina había insistido en que debíamos ir a verla. Al entrar al palco, me senté junto a Daniella, que enseguida se acurrucó sobre el sillón de terciopelo rojo.
—Mira, Lila, ¡qué suave! Es como el gato…
Los músicos empezaron a afinar los instrumentos, parecían mujeres quejumbrosas llorando a destiempo, aunque sus voces iban siendo cada vez más armónicas. Daniella no podía dejar de moverse en el sillón, aunque me las ingeniaba para mantenerla sentada a mi lado, a costa de contarle cuentos, que le encandilaban al menos unos minutos. Cuando se cansaba, le hacía cosquillas en los brazos. Eso era lo que más le gustaba: podía pasarse horas y horas sintiendo esas hormigas nerviosas en la piel. Se apagaron las miles de bombillas, el escenario se iluminó y comenzó la representación de Los cuentos de Hoffman. Decenas de voces mágicas sonaron acompañadas de las melodías de la orquesta, entre subidas y bajadas del grueso telón y los aplausos del público. Me estremecí. Cada vez que Katerina me proponía ir a la ópera, aceptaba sin dudar. Y se me hizo demasiado corta; a diferencia de a Daniella, que se despertó con las palmas y los vítores finales.
Al salir, el edificio iluminado resaltaba en la oscuridad con un brillo majestuoso como el de la virtud. La noche se había encaprichado de la luna y la estaba cortejando. Anduvimos despacio, pegados a la orilla del río, que de noche parecía de mentira, inventado adrede como escenario de ese teatro fabuloso que era toda la ciudad. Al cabo de pocos minutos, ya tuvimos que detenernos para que Daniella mirara, como siempre, el Castillo, al otro lado del Moldava; las torres de la catedral de San Vito se veían como atalayas sobre las callejuelas de los alquimistas y los tejados barrocos de Malá Strana. Los santos de piedra del Puente de Carlos parecían perfilados con polvo de arroz en ese lúgubre lienzo que era siempre la oscuridad.
Giramos hacia la calle de Resslova para tomar el tranvía. Daniella se cansaría enseguida de andar, en cuanto dejara de ver el río, que la maravillaba; en cualquier momento esperaba ver aparecer un misterioso gnomo o, mucho mejor, uno de mis Devas. Fernando nos avisó:
—Vamos, tenemos que darnos prisa, el tranvía debe de estar a punto de pasar.
Pero no pude seguir andando. De súbito, me quedé paralizada. Solté la mano de Daniella y en el mismo momento dejé de oler, reconocer y escuchar nada que proviniera del mundo real. No podía ver a Katerina ni a Fernando, ni tampoco a mi hermana. Empecé a percibir una frialdad extraña que me pinchaba la piel y solo distinguía sombras, como si me hubiera colocado tras una cortina oscura y muy fina. Desde el otro lado de esa gasa podía ver y oír lo que sucedía en otro tiempo y en otro mundo, quizás en uno paralelo a este o más allá. Aunque identificaba la misma iglesia que acabábamos de dejar atrás, la de los Santos Cirilo y Metodio, supe que la que yo contemplaba estaba en otra dimensión. A su alrededor, parapetados detrás de sacos mugrientos apilados en el suelo, empecé a ver a cientos de hombres con ese uniforme en el que destacaba la esvástica, que ya había visualizado antes en la ciudad de las cinco ciudades. Los soldados del partido nazi estaban disparando en dirección a la iglesia. Era la madrugada de un mes caluroso; en las casas de enfrente, más soldados esperaban resguardados tras nidos de ametralladoras y tres carros de combate mayores que elefantes. Delante de todos ellos, un cañón apuntaba a la entrada del templo. Los gritos y los disparos aturdían mis oídos. Ansiaba despertar de esa visión horripilante. Otros soldados entraron corriendo en la iglesia; yo los sentía, los escuchaba y hasta los olía: sus caras de demonios rojos, sus dientes rechinando, el hedor del miedo en sus vísceras y en su cerebro; la sed de violencia y el odio en su ser. El tremendo odio que olía también a azufre y a muerte. Sabía que eran alemanes, igual que Erik el jardinero, pero su karma no estaba limpio como el de él. Y su alma clamaba por un mundo más mezquino, donde también había parias como en mi país y unos habían pasado a ser esclavos de otros.
Entonces vi dentro de la iglesia. Un hombre muy joven que había llegado por el aire con otros como él cayó a los pies del coro. La esquirla de una granada le había abierto el pecho, el fragmento de metal le rajó la carne como el carnicero de Katerina cortaba la ternera. Supe hasta su nombre y divisé con claridad sus ojos claros y su pelo rubio apenas crecido tras raparlo al uno. El que acababa de morir era militar también aunque checoslovaco, se llamaba Jan y fue el primero de todos sus compañeros en perecer. Vi también a Adolf tomándose un líquido mortífero y pegándose después un tiro en la sien. Ya había percibido su miedo y su alegría, la que siente el que da la vida tras cumplir con su deber, tras elegir el lado donde la maldad no gana nunca, venciendo definitivamente en su muerte. Y observé caer a un tercero, de nombre Josef, al instante de arrimarse su pistola a la cabeza y apretar el gatillo. Sus ojos vivos, su mirada de desafío, su sangre tiñendo lentamente su memoria.
Entonces me vi transportada a las entrañas del sagrado templo, a su cripta; allí, junto a las almas impasibles de los muertos que vagaban sin molestar ni intervenir en otras esferas de tiempo, había otros cuatro soldados checoslovacos. Me fijé en la losa que cubría la única comunicación del templo con la cripta, de apenas el tamaño de un tablero de ajedrez. Los alemanes arrojaron a través de su apertura una granada, pero los del sótano, parapetados en su dignidad, sacaron fuerzas para devolverla. Siempre sabía distinguir el mundo que veía del que vivía, pero esta vez algo se me estaba rompiendo dentro. Otro joven, apodado El Traidor, estaba siendo tiroteado por sus antiguos compañeros desde la cripta, obligado a entrar allí por los nazis a los que les había vendido. Oí la voz firme y clara de los soldados que seguían resistiendo, cuatro contra mil:
—¡Somos checos! ¡Jamás nos rendiremos!, ¿oyen? ¡Jamás!
Más ráfagas de ametralladora intentaban sofocar el grito de quienes habían elegido luchar por el bien. También lo oyeron los bomberos de Praga, que arremetían contra el muro de la iglesia con un ariete para entregar a sus compatriotas a los nazis, poseídos por la enajenación de la guerra. Era macizo y no lograron su objetivo, pero desde arriba comenzaron a insuflar gas y a inundar de agua el sótano. Los checoslovacos cortaban las mangueras y las arrojaban fuera, aunque se negaban a disparar a los bomberos: no eran su enemigo. Pero su final se aproximaba, el agua ya les llegaba a las rodillas. Empecé a dejar de verlos mientras oía el susurro de otros nombres: Josef Gabcík, Jaroslav Svarc, Josef Valcík, Jan Hrubý. Ellos también terminarían disparándose en la sien entre tinieblas.
Vi sus cabezas separadas de sus cuerpos, exhibidas ante todos en otro lugar. Y muchos más muertos; imposible contarlos, cadáveres que servían para vengar a ese otro nombre que muchas voces gritaban hasta hacer que me llevara las manos a los oídos: Heydrich El Carnicero de Praga, el que odia a los eslavos, el que les habría llevado a un destino de esclavitud en el Reich de los Mil Años. Comprendí sin duda quiénes eran los que había visto morir en la iglesia: los asesinos de un asesino. Y escuché los murmullos de otros nombres: Antropoide, Lidice, Ravensbrück, Chelmno. Lloré y no supe si era en ese mundo de pesadilla del que necesitaba huir o si las lágrimas me brotaban de verdad. Solo tenía que salir de esa maldita alucinación en la que había quedado apresada con una vivacidad que jamás había experimentado. Chelmno, Chelmno, Chelmno. Desde aquel infierno, voces de ultratumba gritaban ese nombre. ¿Por qué Chelmno?
Entonces distinguí a Lenka, mi amiga polaca. Esperaba en una fila, detrás de otras decenas de cadáveres que aún no lo eran. Al igual que las otras innumerables almas que veía a su alrededor, estaba cautiva, trabajando para quienes le habían privado de libertad, esperando un destino fatal. Era la misma mezquindad que había visto ya en mi país: la de los parias y los dalits, la de la pobreza y la esclavitud de una vida entregada a otros, más afortunados que ellos pero iguales en la esencia. Lo mismo daba que hubiera sido por culpa de los dioses o a través de la fuerza de las armas y la barbarie, esos hombres y mujeres estaban muertos en vida, sometida su voluntad para capricho y beneficio de los que decían ser superiores pero actuaban como los más rastreros. Lenka estaba junto a las mujeres del pueblo de Lidice, en el que los soldados de la esvástica habían matado a casi todos en represalia por el atentado contra su cabecilla. Y a los demás se los habían llevado a Polonia, al que se llamaría alguna vez campo de concentración de Chelmno, el primer lugar del Tercer Reich en el que miles de inocentes como Lenka serían asesinados.
Pero ni el intenso dolor de ver allí a mi amiga me hizo despertar. Su rostro estaba cruelmente avejentado, un pellejo adherido a su calavera sin apenas pelo. Ni rastro en ella de la vida. Todos andaban despacio, desnudos, con las manos puestas en el hombro del siguiente, en una hilera de cadáveres con hálito que salía del sótano del castillo y subía la rampa metálica. Arriba, un cartel indicaba: «Hacia los baños». Algunos ya habían llegado a esos baños que no lo eran y se iban amontonando en el suelo o pegándose a las paredes para hacer sitio a los que compartirían su suerte. Entonces vislumbré lo que ocurriría después y no pude soportarlo. Grité con todas mis fuerzas.
—Noa, cariño, ¿qué te ocurre?
Katerina y Fernando seguían justo en el mismo lugar en el que había soltado la mano de Daniella, ni siquiera habían llegado a la parada del tranvía. Yo estaba llorando. Apenas podía respirar. La niña se abrazó a mis piernas, con el corazón encogido como una semilla.
—Noa, ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras?
Pero yo no podía contarlo. Además, ¿serviría de algo? ¿Me creerían? Tampoco podía evitar que aquello sucediera de verdad. Las personas decidían su destino con sus actos, yo solo veía imágenes, podían ser premoniciones o no, podían llegar a cumplirse o no, ni siquiera tenía el poder de saberlo. ¿No decía Asha que el río nos lleva, que la corriente es eterna, que el hombre es aceptación? ¿Podría yo ser la tortuga que desova sobre la arena? Intenté sentir y dirigir mi respiración y, poco a poco, fui calmándome.
Katerina y Fernando nos habían llevado a un café y nos sentamos alrededor de una mesa. Me agradó el tacto cálido de la madera brillante, pulida por los incontables roces de los clientes. Tuve que beberme el vaso de agua que Fernando me trajo para que dejaran de preguntarme, y picar un trozo de pan, aunque se me quedó atascado en la boca del estómago el resto de la noche. Esa horrible visión no había sido más que una equivocación, una pesadilla tan espantosa que jamás podría convertirse en realidad.
Llegamos a casa mucho más tarde de lo previsto, aunque al menos Daniella ya no tenía hambre. Gabriel nos recibió preocupado, nunca antes nos habíamos retrasado tanto, pero nadie le explicó que yo había tardado una hora en volver a hablar y regresó a su cuarto para continuar estudiando. Yo me fui directa a mi habitación. Daniella me siguió y ambas nos acurrucamos en la cama, bajo las acogedoras mantas que podían protegernos hasta de los malos espíritus. Para mí, la mejor cura del alma siempre fueron los abrazos de alguien que te amara. Y Daniella lo sabía aunque, con su corta edad, no tenía ni idea de por qué se encontraba tan a gusto junto a mí. Unos minutos después, Katerina vino también a la habitación pero nos encontró calladas, la una abrazada a la otra, y solo entornó la puerta y se fue sin decir nada. Había oído hablar en la salita y se acercó a ver qué ocurría. Se quedó parapetada tras el ficus que casi rozaba el techo. Fernando entraba en su despacho con Lucas. Estaba muy cansado por la accidentada tarde y había intentado convencer a su amigo de que volviera otro día, pero no hubo manera. Lucas llevaba más de una hora y media esperándolo, sentado ante una taza de té que Gabriel le había llevado antes de volver a desaparecer en su habitación y centrarse en sus libros. Tenía que verlo, aunque habían sucedido tantas cosas que no sabía por dónde comenzar. Cuando terminó su explicación, Lucas sudaba, pero sentía un alivio muy grande. El alivio de los cobardes.
—Mi querido amigo —le replicó Fernando—, siento mucho todo lo que me cuentas. Tengo muy buenos amigos españoles. No solo a vosotros. Esta situación es muy triste y difícil. Tanto Katerina como yo os apreciamos mucho, y los chicos, bueno, qué voy a decirte. Si al final os vais ya de Praga, Noa y Gabriel lo sentirán mucho. Pero, ya se sabe, es todo tan complicado a veces…
—Así es, nunca puedes estar seguro de dónde está lo que más conviene. Te agradezco que comprendas mi postura y que no me juzgues. Y, sobre todo, Fernando, no vayas a contarle esto a nadie… Es un tema delicado. He venido porque somos amigos desde hace muchos años. Llevo varios días sin dormir. Esto es una mierda, así de claro. Una mierda muy grande que va a caerle encima a muchos. Me gustaría tener tu opinión como abogado.
—Pues lamento no poder serte útil, Lucas. En este caso, poco puedo decirte que no sepas ya. Sigo cualquier información sobre España, para mí Sefarad es una herida abierta, pero no sé tanto como para aconsejarte. Sé lo que sabemos más o menos aquí, lo del golpe de Estado de Primo de Rivera, la promulgación de la República, las continuas reformas y el malestar en algunos sectores de la sociedad, pero oyendo a unos y a otros…, no parecen estar hablando del mismo país ni de los mismos hechos. Pero es tu vida y la de tu familia, Lucas. Lo que hagas, bien hecho estará.
—Lo que más me interesa es que me entiendas, Fernando. Esas dos formas de vivir y de ver la vida siempre han existido, pero pueden coexistir. Tú y yo pensamos de forma muy diferente y, sin embargo, aquí estamos. Hemos pasado ratos muy buenos. Somos amigos. Para eso solo hace falta respeto, ¿o no? No quiero que pienses que me vendo al mejor postor, me gustaría que supieras que yo no dejo abandonado a un Gobierno legítimo.
Lucas bajó la cabeza. Tomó una pasta de la cajita de cartón estampada a lunares que Fernando acababa de abrir y se quedó observando uno de los cuadros del despacho. Un cazador con escopeta al hombro miraba al frente con cara de chiflado.
—No tienes que explicarme nada. ¿Quién soy yo para juzgar lo que hagas?
—Es que yo creo firmemente que ese Gobierno nos estaba conduciendo a la ruina. Muchos diplomáticos han seguido mi camino y otros, estoy seguro, se declararán a favor de los sublevados. Mi amigo y compañero de carrera en Londres, por ejemplo. Un buen hombre. Son muchos los que no han visto con buenos ojos que el Gobierno republicano haya acudido ya a los franceses y a otros en busca de armas. ¿Qué quieren? ¿Convertir esto en una guerra de verdad? No, por Dios, no. Por no hablar de los más ladinos, los que jugarán a dos bandas hasta que se sepa de qué lado se inclina la balanza. Yo no pienso actuar así, de mi boca no saldrá ni una palabra sobre mi país y la información confidencial que poseo está a salvo. Mi patria está por encima de mí. Por eso no quiero quedarme en la legación, como mi colega Lázaro, él continuará aquí a pesar de que el Gobierno de Caballero le ha sustituido por otro diplomático. Por ahora, son ellos los que deciden. Pero desde el propio Ministerio me han asegurado que los republicanos no van a poder hacer nada: más de doscientos diplomáticos de los casi cuatrocientos que hay en todo el mundo se han declarado a favor de los rebeldes.
—Que no me lo expliques, de verdad, que no quiero saberlo. Ni yo ni Katerina pensaremos mal de ti. Sabéis que podéis contar con nosotros para lo que necesitéis.
—¡Coño!, si es que además soy masón, Fernando. Si los rebeldes ganan, vete tú a saber si no me pegarán un tiro por gilipollas, por pasarme a su bando, que ese Franco tiene unas ideas muy enrevesadas. Pero es que yo también tengo ideales, Fernando. Me repugna servir a un Gobierno que está hasta las trancas de anarquistas y comunistas, que soy católico, a mí me han educado para respetar a los curas y a las monjas, por Dios santo, y esa barbarie que se ha apoderado de España… Y de eso, Azaña ha tenido la culpa, a ver qué se pensaba que iba a pasar dándoles armas a los anarquistas. Por eso no puedo seguir del lado de la República. Me han puesto entre la espada y la pared. Yo siempre he sido monárquico y hasta aristocrático, que para eso mi abuelo era duque, aunque pobre, bien que le gustaba contarlo, y a pesar de todo he desempeñado con honor mi trabajo… Además, Fernando, ¡coño!, que esto es lo peor, mis suegros están en la zona de los sublevados.
Fernando no podía creer que Lucas se hubiera echado a llorar. Y no lloraba como un hombre, sino como un ratón. Y hacía pequeños ruiditos cada vez que tomaba aire. Le puso la mano en el hombro.
—Pues son demasiadas razones. España está en guerra ahora, lo está aunque no lo digan. Cada uno tiene que saber a qué bando pertenece por sus ideales. Pero no llores, por Dios, que aquí nadie va a criticar tu decisión. Todo lo que se hace por convicción es de respetar. No debes martirizarte más, hombre. Todos somos personas de bien, todos queremos lo mejor para nuestro país y para los nuestros. Yo te entiendo, también tengo familia y honor.
—Te lo agradezco, Fernando. No sabes cómo. —Lucas pareció rehacerse de repente, ya no le caía ni una lágrima. Se sonó la nariz y se metió otra pasta en la boca—. Y quédate tranquilo también tú, que esas propagandas republicanas sobre los fascismos no son más que formas desesperadas de intentar buscar apoyos fuera. Las democracias europeas están a salvo, también la española, estoy convencido de ello, si no lo estuviera, no podría volver a mi país. Ellos deberían haber actuado contra quienes han convertido España en un país sin ley, vendido al comunismo y a las hordas revolucionarias anarquistas. Eso les contesté cuando me enviaron el telegrama de Madrid en el que se me pedía lealtad al Gobierno, a principios de agosto. El mismo día les respondí como debía, manifestando mi adhesión incondicional a la Junta de Defensa Nacional y al movimiento de salvación de España.
—Y ¿sabes ya a quién han nombrado para sustituirte en la legación?
—No tengo ni idea. Ya no tengo acceso a las fuentes oficiales. Solo sé que me han cesado. El Decreto del 21 de agosto ha disuelto la carrera diplomática y ha creado una nueva con los funcionarios que ellos han estimado oportunos, sin oposiciones. En estos momentos no hay lugar para florituras. Me sustituirá un interino. También he recibido la confirmación del banco inglés que paga nuestros sueldos de que no me abonarían los dos meses que me debían hasta el día en que envié mi dimisión. Qué poca vergüenza, aunque era de esperar. Pero yo prefiero mantenerme al margen de aquí en adelante.
—Entonces, ¿os vais de Praga? Noa se va a poner muy triste cuando se entere de que Mariana se va.
No podía Fernando imaginarse hasta qué punto sentiría yo la ausencia de mi amiga, sobre todo ahora que la visión de Lenka me atormentaba como si atravesara descalza el infierno.
—No, no…, antes de volver a España pasaremos una temporada larga aquí, mientras se ve qué cariz van tomando los acontecimientos. Desde el alzamiento de Franco, todo ha sucedido muy rápido. Enseguida enviaron el cuestionario de lealtad para que nos definiéramos y saben perfectamente quiénes hemos optado por el otro bando.
—¿Un cuestionario para poner por escrito si eres leal al Gobierno republicano?
—Todos los miembros de la carrera diplomática hemos recibido uno. Si treinta días después del acuse de recibo no lo hemos rellenado o el Ministerio considera que no es satisfactorio, nos destituyen de oficio. No te puedes imaginar el lío que hay montado con los destituidos y los interinos que vienen a sustituirlos o los que son nombrados por decreto. Si es que he hecho muy bien en declararme a favor de Franco, que todos estos van a terminar muy mal.
Lucas se despidió con un brioso apretón de manos y salió de la casa dejando a mi padrebís con un sabor extraño en la garganta, como el del té de loto que aplaca la urticaria. Katerina entró en el despacho. En las manos llevaba una bandeja de plata con dos tazas. La porcelana rosada había sido un regalo de los padres de Lenka, el grabado de oro era exquisito y las rosas que adornaban cada pieza, tan delicadas como las de verdad. Sirvió el café. Olía a río movido por el vendaval.
—Lo has oído, claro —Fernando afirmó con un gesto de disgusto.
—No he podido evitarlo, nunca os metéis en el despacho, tenía curiosidad. Pero no he entendido nada.
—Se ha pasado al otro lado, nada más y nada menos. Juega a dos bandas. Si los sublevados pierden la guerra, los del Frente Popular no lo matarán, al menos no los que están en el poder ahora, son hombres de principios y Lucas lo sabe. Otra cosa es lo que opinarán los comunistas y los anarquistas. Pero las posibilidades de que estos asuman el poder son mínimas, creo yo, aunque ganaran los republicanos. Pero si el que gana es Franco, haberse puesto de su lado supondrá muchas ventajas y no haberlo hecho, muchos problemas. Así que está nadando y guardando la ropa.
—No pensé nunca que pudiera hacer algo así.
—Ya, pero hay que verse en la situación. Para juzgar, siempre hay que cambiarse de lugar y meterse en el cuerpo y la cabeza del reo. Así seríamos mucho más indulgentes o, al menos, más realistas. No sé qué pensar. A mí me parece oportunista, pero entiendo sus razones.
—Y ¿cuándo se van?
—Probablemente no se irán en una temporada. Lucas tiene aquí muchos amigos y algunos le deben favores. En Praga estará a salvo mientras la guerra se decide.
—Pues me alegraré por Noa si se quedan mucho tiempo. Lenka se va. Acaba de llamarla. Sigue en su habitación desde que hemos llegado, no quiere salir. No se le ha pasado todavía el disgusto y le dan esta noticia. Tal vez podrías subir a verla, le vendrá bien.
—No es posible, lo que le faltaba…, pobrecilla. ¿Y cómo ha sido eso? ¿Vuelven a Polonia?
—Sí, en unos meses. Noa me ha contado que los padres de Lenka no quieren arriesgarse con lo de Hitler. Prefieren regresar a su país para vender algunas propiedades que tienen allí. Después se marcharán a Estados Unidos. Yo creo que son unos exagerados y que en Checoslovaquia no va a ocurrir nada malo. Pero claro, cada uno es como es.
—Por ahora, sí podemos estar tranquilos. Pero son tiempos raros, amor, muy raros. Y a veces pienso que tantos movimientos hacia la extrema derecha no pueden traer nada bueno. La gente es mucho más primaria, ama u odia y ya está. Y eso es el fascismo: todos siguen al líder y no piensan. ¿Y Gabriel? ¿Sigue estudiando?
—Creo que no, le he oído entrar en la habitación de Noa.
Fernando miró a través de las ventanas cómo lloviznaba en la oscuridad. Se oyó el ulular de un búho real posado en un árbol no muy lejano; a su lado, su pareja de ojos brillantes como la serenidad estaba a punto de entrar en el nido y alimentar a sus polluelos, gordos y blancos, con el gusano que se removía enganchado en su pico. Fernando los oía, aunque no sabía reconocerlos. A veces, un ratón se despistaba entre la hojarasca y lo que comían era más sabroso. Otras, el ratón conseguía escapar de la lluvia y también de la muerte subiéndose al tronco retorcido. Nunca podías saber dónde se hallaría tu destino.
Gabriel también oía desde la casa piar a las crías y sí sabía reconocerlas. Le gustaba salir al campo y observar la naturaleza, los animales y las plantas. Conocía bien las especies y hasta sus costumbres. Pero en ese momento los ruidos de la noche no le interesaban, se había quedado en la puerta de mi habitación. Desde allí me contemplaba. Me había quedado dormida abrazada a Daniella. El pelo me caía por la cara y un mechón me rozaba los labios. Se obligó a dejar de mirarlos para no acercarse a besarlos. Por eso apenas me miraba nunca, mi hermano de este mundo no quería verme. No quería rozarme. Imaginar mi piel, mi sabor o mi calor era su condena. Pero no podía evitar desearme. A una bruja cegada que no era capaz de mirarle dentro.
Él había intentado ya muchas veces enamorarse de otras. No lo había conseguido. Incluso se había acostado con varias pero ni el roce de otra piel ni el sabor de otros labios le habían eximido de su penitencia. Por el pecado de amar. Hacía unos minutos, me había oído contándole a Katerina que Lenka se iría en pocas semanas y después también me escuchó llorar. Quiso entrar a consolarme, quiso cobijarme entre sus brazos, darme su calor, sentir el mío. Pero se quedó fuera, espiándome. No me consoló, no me cobijó, no me cubrió. Todavía. Y yo no descubrí su intención a tiempo.