De serpientes y otros reptiles

Cuando conseguí reponerme, cerré bien la puerta del invernadero y entré en el salón. Busqué con la mirada a Daniella, que apareció corriendo tras una mesa llena de comida, no muy lejos de Katerina. Casi desde el principio, había asumido la función de protectora, solo para asegurarme de que no ocurriera nada que pudiera alterar la tranquilidad de esa familia a la que tanto debía. ¿Cuál habría sido mi futuro de haberme dejado en la India? Y durante todos esos años había logrado mi objetivo: ser la hija modélica, la hermana ideal, la joven perfecta. Tan solo existía una razón por la que quizás no lo fuera: que yo, además, me estaba convirtiendo en una bruja soberbia. En Europa ser bruja era mucho más fácil que en la India, donde un poder como el mío no podía dejar de percibirse ni de temerse.

Después de las flores de cardamomo y la fruta del haritaki que hicieron olvidar a Fernando y a Katerina, la profesora de música me sirvió como nuevo experimento. Yo le arreglé aquello con su marido; solo tuve que verterle en el vaso de agua que dejaba sobre su escritorio cuando comenzaba la clase algunas gotas del jugo de bibhirtaki, reducido en un cocimiento de azucenas cortadas de noche a la luz de la primera luna llena tras el monzón, que llegó enseguida —lo supe como lo sabía cada año a pesar de la distancia que me separaba de la India—. Sentí un escalofrío cuando, unos días más tarde, al entrar en el aula, ella nos indicó de nuevo la forma correcta de agarrar el instrumento:

—Ese dedo, Noa, ese dedo; ese cuello recto; y la vista siempre arriba. Así, estupendo, eres una primera violinista fantástica. Fantástica.

Me bastó esa sonrisa enigmática de mujer completa y serena para saber que él estaba de nuevo en su casa y mi profesora había vuelto a ser la misma, y tan aduladora como siempre: ni yo era una primera violinista ni lo llegaría a ser nunca. En ese país enamorado de la música, en el que todos los que conocía tenían en su salón un piano, una viola o un violín o incluso varios, ya fueran propios o alquilados, y además sabían tocarlos todos, yo podía darme por satisfecha si conseguía obtener la aprobación de mi maestra, aunque estuviera más motivada por la alegría de haber vuelto con el hombre al que amaba que por mi oído primoroso.

Después sucedió lo de la pulsera. De oro, diamantes y granate rojo, sin duda era el objeto más preciado y valioso de toda la casa. Había sido un regalo que la bisabuela Milena le hizo a Katerina un verano en el que ella y su hermana Rachel fueron, de pequeñas, a la gran mansión neorrenacentista en los bosques de Bohemia donde la anciana amontonaba muebles, cuadros, perros y árboles, y decenas de sirvientas y mayordomos. Katerina era su preferida y no le dio la gana de maquillar su predilección cuando le regaló su pulsera delante de Rachel y de algunos de sus primos.

Pero un día Katerina echó de menos la joya al ir a ponérsela para lucirla en el lunch de la legación española al que los habían invitado Irene y Lucas, con su entusiasmo habitual. Además de miembros de otras embajadas, iban a asistir políticos importantes, periodistas, profesores de universidad y hasta artistas: la crème de la crème de la sociedad checa. No hubo forma de encontrar la pulsera de la bisabuela Milena. Revolvimos la casa de una punta a la otra; Erik buscó por todo el jardín y el invernadero; hasta Daniella había puesto patas arriba su cuarto en busca de la alhaja. Entonces deseé saber dónde estaba y quién la tenía. Me senté en el suelo en mi habitación, a solas y a puerta cerrada, y oré. Hablé con mi madre y con mi abuela; ya había perfeccionado la técnica lo suficiente como para lograrlo la mayor parte de las veces, aunque no abusaba de ella por miedo a llamar la atención de aquello que fuera lo que controlaba el tránsito y tuviera que dejar de verlas. Pero ellas no me ayudaron, habían dejado de aconsejarme, era mi turno: mi fuerza y mi conocimiento debían marcarme un camino u otro. Estaba preparada para seguir sola.

Al principio solo vi dónde se encontraba, un lugar oscuro y húmedo que no supe identificar; pero pronto reconocí al culpable y llegué hasta él: el gato de color gris caricia adoptado se había convertido en compañero inseparable de Daniella y hacía mucho que se había quedado a vivir en la casa. Atraído por el color rojo y verde de las piedras, por el brillo del oro o por algún sortilegio misterioso que solo Bhumika conocía, el animal había decidido ocultar la pulsera. Y la había escondido a conciencia en el jardín, en un agujero tras las camelias. No tuve que explicarles cómo había conseguido encontrarla: todos prefirieron pensar que era por la misma intuición que me había guiado en otras decenas de ocasiones. Desde entonces tuve claro que mi hermana era el alma ladrona y curiosa de ese gato al que le gustaban tanto las joyas y la mermelada de frambuesa. Bhumika jamás la había probado pero yo sabía que habría sido su favorita. Y le habría encandilado la pulsera de la bisabuela Milena.

Miré a mi alrededor. Gabriel, Felipe y Mariana se habían sentado alrededor de la mesa de juego. Era espléndida, de madera de Camagüey del siglo XVIII, herencia de la tía de Fernando que había vivido en Cuba de niña. Los dos matrimonios se encontraban en el mirador, en los mullidos sillones de terciopelo gris desde los que se disfrutaba de la mejor vista del jardín. Los cuatro parecían más jóvenes de lo que eran. Sobre todo Irene, con su sonrisa de dama griega y su escote de meretriz francesa.

—¿Cuándo nos vas a interpretar algo, Katerina? Tenemos muchas ganas de oírte alguna vez.

—Hace mucho tiempo que no toco en público, Irene. Dejé de hacerlo hasta que nació Daniella y ahora ya solo toco cuando estoy sola o con mi familia.

—Pero es una pena, ¿por qué ha sido eso?

—Ya no me apetece tocar para los demás. No es por vosotros, ni mucho menos. Y sigo practicando casi todos los días, también cuando repasamos las lecciones con Gabriel y Noa; hasta Daniella ha empezado ya, piano piano. No se puede vivir sin la música, es nuestro espíritu.

—¿Y cuándo tenéis pensado volver a la India? —Lucas dejó el cigarro sobre el cenicero.

Fernando se levantó y se acercó a abrir un poco la ventana mientras respondía a su amigo.

—Este no es el momento de viajar, Lucas, nos habría gustado volver a la India para ver a mis cuñados, pero hemos invertido gran parte de nuestro dinero en acciones de una empresa que fabrica e importa joyas de granate checo, estoy seguro de que se pondrá de moda en breve y ganaremos mucho dinero. Os recomiendo que invirtáis algo también, aunque el beneficio se obtendrá a largo plazo. Así que ahora toca ahorrar un poco. Es el precio que hay que pagar si se quiere avanzar, el dinero parado no hace nada.

—¿Granate checo? No lo había oído nunca, ¿es algún tipo de metal?

Las campanillas del pulsador de la puerta principal sonaron y Daniella salió corriendo hacia la entrada. Pero volvió enseguida y se escondió detrás de mí. Todos rieron al verla yendo y viniendo de un lado a otro a toda prisa.

—No te molestes, Katerina, abro yo. Ya sé quiénes son. Han llegado muy puntuales.

—No me habías dicho que estuviéramos esperando a nadie más.

—Es cierto, quería darte una sorpresa.

En pocos minutos Fernando entró de nuevo en el salón acompañado de una pareja. Ella era muy joven, casi de mi edad: morena, exótica, cálida, elegante como el cisne de Sarasvati. Ni rastro de pintura en sus ojos ni en el resto de su rostro. Su acompañante sonrió a todos al atravesar la puerta. Katerina tuvo que dejar la taza sobre la mesa. Lucas e Irene se habían acercado ya a los recién llegados.

—Permitid que os presente a mi primo, Víctor Sandoval, y a su encantadora esposa, Mérida. Ella tiene mucha relación con el cuerpo diplomático, su padre es jefe de la legación española en Polonia. Quizás lo conozcas, Lucas.

—Pues no, somos tantos los embajadores de España dispersos por el mundo…, pero será un placer que me presente a su bella esposa. —Lucas besaba ya la mano de la joven.

—Ten cuidado, esposo mío, a ver si se te va a caer la baba sobre el precioso escote de la prima de Fernando. —Irene miraba a la joven mientras se acercaba a su marido, al que tomó del brazo con decisión. Sonrió con elegancia a Mérida y se atusó un poco el pelo; en el contraste, pareció una mujer triste y celosa.

Fernando buscó a su lado a Katerina, pero se había quedado sentada con la vista perdida. Él dudó unos instantes si se encontraría indispuesta o si había hecho mal en traerlos sin avisar. Pero, al fin y al cabo, Víctor era de su familia.

—Permitidme que os felicite de nuevo por vuestro matrimonio, primos. Y espero que el regalo os llegara en perfectas condiciones.

—No queremos que penséis que no os invitamos por descortesía o por olvido. La nuestra fue una boda relámpago. Nos casamos por sorpresa, en México. En secreto para todo el mundo hasta que ya no hubo remedio. Pero los padres de Mérida están ahora en Polonia, así que decidimos hacer este viaje y pensamos que lo mejor era venir a veros. Os agradecemos mucho la cristalería de Bohemia, magnífica; a mi suegra le encantó, creo que mucho más que su yerno, por desgracia.

Mi madre de este mundo seguía sin moverse del sillón. Mérida se acercó y le dio un sentido abrazo; no había atravesado media Europa para renunciar ahora a presentarse ante la bellísima Katerina y el bobalicón de su marido.

—Qué ganas tenía de conocerla, prima, si no le importa que la llame así. Mi marido me ha hablado mucho de ustedes, de su primo y también de las dos hermanas checas. Quedó prendado de su belleza. No ha dejado de insistir en que los visitáramos.

Katerina ignoró el tono burlesco de Mérida y la tomó de las manos. Sintió una profunda tristeza al verla al lado de él. Quizás ese pájaro que tenía por marido habría sentado la cabeza después de tantos años.

—Mucha suerte te deseo en vuestro matrimonio, mi querida niña. Permíteme que vaya a buscar a mis hijos, seguro que les gustará conocerte. —Katerina se levantó y, sin mirar siquiera a Víctor, se fue hacia el otro lado del salón para servirse un poco de Becherovka. El licor contenía agua de Karlovy Vary, azúcar natural, alcohol de calidad y plantas medicinales. Jamás lo había probado antes, lo compraba para Fernando y sus invitados a sus partidas de damas, pero en esa ocasión lo necesitaba. Antes de que la bebida le hiciera efecto, se dirigió a mi amiga Mariana—: ¿Y Noa y Daniella? ¿Por qué no están con vosotros?

—La verdad es que no lo sé, Noa se ha llevado a la niña pero no ha dicho nada.

—Hijo, ¿tú sabes dónde está Noa?

—Yo no sé siempre dónde está Noa, madre, ¿por qué tendría que saberlo?

—Es cierto, discúlpame. Por favor, acompáñame, tu padre quiere que saludes a su primo. Lo habrás olvidado, hace muchos años que no lo ves.

Gabriel la siguió sin preguntar y Katerina le presentó a Víctor y a Mérida; ella lo abrazó y lo besó con mucho entusiasmo. Pero mi hermano de este mundo, como todos los jóvenes, tenía prisa por desembarazarse de los mayores y enseguida volvió a seguir jugando a los naipes con Rafael.

—Cuánto ha cambiado, ahora se parece mucho a ti, Katerina. Nada de las redondeces de mi querido primo. Pero también teníais una hija, ¿no? Una pequeña muy guapa que…

Katerina no esperó a que Víctor terminara la frase y había vuelto a instalarse en la butaca más alejada de él que encontró; además, el licor había empezado a hacerle efecto. Su marido comenzaba a preocuparse. Se colocó a su lado y le acarició el rostro un instante, sin importarle el protocolo, pero ella no se movió. Fernando respondió algo azorado.

—Noa está por ahí, con Daniella. Y tienes razón, sin duda, Gabriel se parece a su madre, por suerte para él. Pero hacedme el favor de sentaros y tomar algo con nosotros. Estábamos a punto de empezar a merendar.

Irene recuperó parte de su esplendor en cuanto Mérida se sentó en una butaca y Víctor se recostó en uno de sus reposabrazos, de forma que su cuerpo la tapaba en parte.

—Sí, aunque Fernando nos estaba hablando de negocios. Y me he quedado con las ganas de saber qué es el granate checo.

—¿El granate checo? —Mérida se llevó las manos a la cara como los niños ante el desfile de los elefantes coloreados—. No puedo creerlo, últimamente no dejo de oír hablar sobre esa piedra. Mi marido podría explicarte bien lo que es, Irene, es un gran aficionado a esos lujos y otras exquisiteces.

—Pues claro que sí, con mucho gusto. Se trata de una piedra preciosa que se usa mucho aquí, en Centroeuropa, para hacer joyas de oro, plata o plata dorada. Solo hay yacimientos en Bohemia y es el más precioso de los granates, de un color rojizo muy fuerte y brillante. Incluso hay quienes le asignan poderes curativos, aunque yo no creo en esas cosas. Las piedras tienen que ser talladas por joyeros y talladores expertos, son muy frágiles. Pero tienen una belleza y un valor indiscutibles.

—Así es, primo. En este país hay una gran tradición de usar joyas con granates, incluso entre los emperadores. Muchos creen que ayudan a superar la depresión y la melancolía. Katerina tiene varias pulseras con esa piedra. Antes de que llegarais, les contaba a nuestros amigos que hemos comprado acciones de una empresa de granates bohemios. Ha entrado en bolsa hace poco y es una gran joyería familiar que ha empezado a exportar a Rusia.

—Qué pena no poder verlas. Si realmente son tan valiosas y hermosas, no entiendo cómo no se han puesto de moda antes. —Irene mantenía ese tono irónico que Katerina nunca sabía interpretar.

—Mira, estos son granates checos. —Mi madrebís se levantó la manga y se acercó a su amiga; debajo del suave tejido de muselina negra, la pulsera que había encandilado al gato en el que se reencarnó Bhumika resplandecía.

—¡Ay! ¡Por todos los santos! Pero ¡si es un primor! Qué preciosidad. ¿De dónde has sacado esta maravilla?

—Es un regalo de mi abuela. Es muy antigua, tiene más de cien años.

—Verdaderamente hermosa. Y muy generosa, tu abuela. Ya quisiera yo para mí abuelas como la tuya. ¿Me dejas que me la pruebe?

Irene observaba la pulsera como Asha y yo a veces mirábamos al cielo esperando la lluvia. Katerina se bajó la manga hasta volverse a tapar la pulsera, pero Irene tardó un instante en subírsela de nuevo y buscar el broche. Enseguida se la quitó, la colocó en su muñeca y la abrochó; con la otra mano, acariciaba las pequeñas piedras verdes y rojas engarzadas entre los eslabones en forma de florecillas.

—Es verdaderamente hermoso el granate checo, pero más bonitas son estas piedras; son diamantes, ¿verdad?

—Sí, Irene, lo son.

—No dejes que se la pruebe demasiado, Katerina, o no te la devolverá. Parece que mi mujer comparte con tu primo una cara afición: le fascinan las joyas. Tanto como a mí ella. Y esa es una mala combinación, como podéis imaginar.

Irene no respondió a su marido. Se quitó la pulsera y se la volvió a poner con cuidado a Katerina. El brillo en sus ojos era ahora diferente. Se sentó y cruzó las piernas antes de tomar otro sorbo de té que debía de estar demasiado caliente, a juzgar por el rubor creciente de sus mejillas. La porcelana era una maravilla y su marido un cretino.

Víctor, sin embargo, parecía iluminado por el resplandor de la fortuna. Había estado observando la pulsera sin apenas parpadear, paralizado sobre el reposabrazos de la silla, como una gallina clueca. No había sido capaz ni de cambiar la pierna de lado y empezaba a sentir pinchazos.

—Por favor, no quiero ser maleducado, pero llevamos todo el día por ahí. Si me decís dónde está el escusado…

Fernando le indicó cómo llegar e incluso quiso acompañarlo, pero Víctor declinó su ofrecimiento. Conocía aquella casa de memoria, la había estudiado miles de veces, siempre que un mal negocio o una apuesta equivocada lo habían vuelto a arruinar. Hasta había copiado a un cuaderno el plano de la servilleta en la que, ni recordaba cuánto hacía de aquello, Rachel le dibujó con una precisión asombrosa la vivienda de su hermana en Praga. Los sentidos, después de todo, no se atrofiaban tanto después de una noche de sexo fabuloso. Entonces, borracha de placer y más de licor bengalí, y entusiasmada por haberse atrevido a hacer lo que había hecho mientras su perfecta hermana dormía en la habitación de al lado y la maharaní no mucho más lejos, le había contado sin ningún pudor su mayor secreto. Junto con la lengua se le habían soltado las penas del corazón, y él le sirvió bien para usar la una y reparar algo el otro.

Víctor atravesó toda la casa hasta llegar a la habitación de Katerina y Fernando, donde durante mucho tiempo había pensado que podría encontrar esa pulsera. Aleccionado por Rachel, sabía que allí guardaban el gran tesoro de Katerina, el que le habría correspondido recibir a Rachel, que para algo era la mayor, y que, sin embargo, su abuela regaló a su hermana pequeña. A ella le correspondió un anillo que no llegaba ni a la cuarta parte del valor de la maldita pulsera. Estaba harta de ser la segundona: ella era la menos agraciada, la que se había casado con el menos guapo y el menos listo, la que había terminado en ese lugar perdido del mundo, viviendo entre salvajes y mendigos. Y Katerina, la original, la diferente, la mosquita muerta, la que siempre ganaba en todo sin haberlo merecido.

Él sabía que había puesto demasiadas esperanzas en que la joya existiera de verdad o tuviera el valor que Rachel le había asignado y nunca pensó que fuera a encontrarse con ella de un modo tan sencillo, y nada más volver a ver a Katerina. Cuando convenció a Mérida para ir a visitar a su estúpido primo, de camino a la residencia de sus padres en Polonia, no tenía ninguna gana de volver a verlo, bastante le había hecho sufrir ya de niño, él y su familia perfecta que todo lo tenía. Además, si esa pulsera existiera de verdad, ya la habrían vendido o era muy probable que no tuviera ni la oportunidad de buscarla. Según el joyero de confianza al que había consultado, su antigüedad y su constitución hacían que su precio en el mercado fuera suficiente para vivir bien mucho tiempo, y más ahora que se había quedado sin un dólar en ese negocio del demonio que hizo en México. De no haber sido por Mérida…

Víctor siguió examinando el cuarto, intentando adivinar el lugar donde Katerina guardaría esa joya cuando se la quitara. Se acercó a la mesilla de noche y abrió la puertezuela, aunque solo halló libros. Sacó algunos y se fijó en un ejemplar un tanto extraño. Era una biblia antigua, escrita en checo, más pequeña que las habituales y con unos delicados grabados dorados al principio de cada Evangelio. Así que su estúpido primo seguía coleccionando libros raros y conservaba su buen gusto; maldito idiota. De ese ya se podía ir despidiendo. Se lo metió entre la camisa y el pantalón y se ajustó más el cinturón para que no se le cayera. Volvió al salón. Allí, solo Katerina se percató al instante de su regreso; como si intuyera algo, ella le sostenía la mirada con esos ojos tan azules como el reverso de las olas y tan fieros como su batir contra las rocas. La mujer de su primo seguía siendo la más hermosa de la sala, incluso más que Mérida. Quizás le parecía así porque siempre le habían gustado las damas más elegantes y refinadas, aunque al final terminara llevándose a la cama a las más putas; ella había sido la única mujer en toda su vida que se le había resistido, por ahora. Podría ser también porque esa joya que llevaba puesta en la muñeca la hubiera llevado a convertirse de repente en la mujer más deseable de toda Praga. Pero por encima de todo, sabía que Katerina ejercía sobre él tal influjo por ser la mujer de su primo, la señora esposa de Fernando Liberman.

Víctor se sentó junto a Mérida. En la mesa, las bandejas de plata vieja y las delicadas tazas estaban por fin todas vacías, pero Katerina había repuesto la jarra de chocolate y un gran plato con rebanadas de pan frito en aceite, que tanto gustaban a Irene, tal como se hacían en España. Pero él no era capaz de seguir la conversación. Se hundió en la butaca y se dedicó a imaginar lo que haría con el dinero que obtendría si consiguiera la pulsera. Se le ocurrían tantas posibilidades que le temblaban los labios. Solo oía de fondo la voz de Lucas, que se había llevado a la boca varios picatostes empapados en chocolate demasiado seguidos y, entre bocado y bocado, intentaba terminar la frase:

—En fin, creo que sois muy valientes los dos, invertir vuestro dinero así como así con los aires raros que vienen de todos lados, sobre todo del oeste. No sé, Fernando, creo que es un poco arriesgado.

—Estoy convencido de que es una inversión segura. Muchos conocidos también se han animado.

—Pero Hitler está haciendo muchos movimientos extraños y no parece tener muy buenas intenciones. Aunque me pone más nervioso lo que ocurre en España, para qué voy a mentirte. Casi es mejor no hablar de este tema. Es muy aburrido.

—Pues sobre España no podemos opinar, Lucas, vosotros estáis mucho mejor informados. Pero sí te digo que a nosotros Hitler no nos da ningún miedo. —Fernando habló con seguridad. El hombre de leyes confiaba en la ley.

—¿Ah, no? No sé qué decirte.

—Vivimos en una Europa democrática. Por mucho que Hitler quisiera, los países más poderosos no permitirían nunca que un fascismo se impusiera a estas alturas de la Historia. Es impensable imaginarlo. Estoy seguro de que estamos a salvo, gracias a Dios, de todos esos a los que les gustaría ponerse a mandar sin que les corresponda. Sería una locura tremenda permitir otra cosa. ¿No creéis?