Lenka era como una matrioska: si abrías una de sus capas, encontrabas debajo otra, y luego otra y otra más. Todas diferentes, pero todas ella. La muñeca de las diez caras había aprendido también a hablar en castellano, como yo, y ya lo usábamos como si lo normal fuera que una india, una polaca y una española en un país ajeno se entendieran en ese idioma. Pero nos habíamos acostumbrado a emplearlo en el patio del colegio; así, los demás no se enteraban de qué profesor nos reíamos a hurtadillas, a quién querríamos o no como marido, o cómo Lenka le haría rabiar. Daniella, en su media lengua, también lo había aprendido a base de jugar con las palabras, igual que con cualquier otra cosa que le interesara; ahora les había tocado el turno a los tarros de mermelada que mi madre de este mundo iba preparando a medida que las frutas maduraban.
El invernadero estaba repleto de plantas de temporada que ya tocaba trasplantar en los parterres. A pesar de la insistencia de Erik en hacerlo él, casi siempre nos encargábamos Katerina y yo; a ambas nos encantaba el tacto de la tierra resbalando entre los dedos al caer sobre la plantita, la sensación de dejarla bien protegida presionando alrededor, para que no quedara aire cerca de las raíces y pudieran llegar bien a los nutrientes. Y, sobre todo, compartíamos la ilusión por ir viendo alargarse los tallos y surgir después las flores. Yo evocaba en esa explosión de azules, rosas, rojos y naranjas el colorido de Holi, del Festival de los elefantes pintados, de Diwali y de otras tantas ceremonias que no había podido olvidar.
—Ya la has liado otra vez. Te hemos dicho que no abrieras más tarros. Mamá se va a enfadar mucho cuando vea este estropicio.
La cara de Daniella estaba untada de mermelada de pera, de higo y de melocotón. Frunció el ceño, se pasó el dedo por los labios y lo relamió con su sonrisa más pícara.
—Tú lo limpiarás, ¿verdad? Tienes que ayudarme, ¿eh, Noa? Cuando mamá me regaña, se le ponen los ojos de ardilla y parece que va a pegarme un mordisco.
—Eres un pequeño demonio asura. Y encima te burlas de mamá.
—Yo no soy eso, yo soy guapa. Una niña guapa y lista. Tú lo dices.
—Solo a veces, cuando no estoy enfadada contigo.
Mariana cogió el primer paño que encontró, se acercó a la fuente en forma de concha adosada a una de las paredes y lo empapó. La niña hacía un mohín cada vez que ella le pasaba el pico mojado y frío por la cara, pero no se quejaba.
—Venga, Lila, si es graciosísima. Parece una muñeca de esas rusas, con los tirabuzones tan rubios y los ojos grises. Además, nosotras tenemos la culpa, que no le hemos hecho ni caso.
—No me llames Lila cuando esté Daniella, por favor. No quiero que se le escape delante de mis padres.
—Pero qué exagerada eres, ¿qué puede pasar ya? Si hace mil años que estás aquí. Nadie ha sospechado nunca nada.
Mariana se sentó junto a mi hermanabís y le acarició el pelo mientras seguía hablando. Era tan suave como el vientre de un pichón.
—Katerina y Fernando nunca me llaman Lila y yo no quiero hacer nada que les haga mirar atrás. No te cuesta nada llamarme Noa.
Lenka se había arrimado más a Mariana. Le gustaba mucho sentirla cerca, pero nuestra amiga ya no se lo permitía. Estaba demasiado resentida desde que la otra le había mostrado su nueva cara de matrioska al descubrir que dejarse querer también por los hombres era muy agradable.
Cogí en volandas a Daniella y la senté sobre la mesa que ocupaba el centro del invernadero, intentando echar a un lado las herramientas de jardín y los semilleros.
—Te va a doler la tripa toda la noche, ya lo verás. Si es que no te puedo dejar sola. Quédate aquí y ni se te ocurra tocar nada o me enfadaré, ¿me has oído?
—Tú nunca te enfadas. No sé por qué me dices eso, Noa. Es tonto.
Lenka miró a Daniella con gesto serio. Era muy graciosa, aunque necesitaba una buena reprimenda. Mi amiga sabía que yo jamás había regañado a mi hermana y eso me iba a costar caro, no se podía mimar tanto a una cría o saldría torcida como el tronco de una vid en época de sequía. Pero la niña me quería hasta más allá de las nubes o de la última de las estrellas y eso era todo lo que a mí me importaba.
—¿Vais a bajar mañana al río? Irán todas. Podríamos ir también nosotras —propuso Lenka.
Entonces la docena de canarios comenzó a cantar a coro. Fernando se había convertido en un experto criador de esos ruidosos pajarillos traídos de España. Cubrí la jaula y los cantos cesaron.
—¿Todas? ¿No será que va él, Lenka? —Mariana entrecerró los ojos, en una simpática mueca que algún tiempo antes habría sido suficiente para que la otra le acariciara el rostro, al menos.
—¿Por qué siempre estás con lo mismo? —Lenka parecía un oso hormiguero arrugando el morro antes de entrar a buscar hormigas.
—Porque tienes a la mitad de los chicos de la clase detrás de ti, pero siempre que quieres llevarnos a algún sitio, es porque él estará allí. El único que no te hace ni caso.
Lenka se había metido las manos en los bolsillos e intentaba arrancar un hilo suelto en el derecho. Estaba harta de Mariana, aunque siguiera queriéndola, ya debía haberse hecho a la idea de que las cosas seguirían siendo así.
—No es verdad. Sí que me lo hace.
—Si tú quieres pensar eso, allá tú, pero harías bien en no perseguirlo, se nota mucho y a él no se le ve muy por la labor.
—Mariana, pareces su madre. Lenka sabrá lo que tiene que hacer. Es libre de actuar como quiera. —Quise dar por finalizada la disputa, aunque era difícil.
—Ya estás con esas ideas raras tuyas, Noa. Las traerías de tu país hace siglos, porque aquí las cosas no son así. —Mariana seguía seria. Pero al menos yo había conseguido cambiar de tema.
—En la India, puede que haya más equilibrio, pero en este país puedes elegir si deseas casarte o no y si quieres tener hijos o no. Nadie te obliga, ni eres una vergüenza si un chico te rechaza o si no puedes engendrar o no te da la gana. Eso allí es el peor de los pecados, no poder darle a tu marido un hijo varón. Hay muchas cosas mejores en este lado del mundo, aunque no todas lo sean.
—Eso lo dices porque ya te has acostumbrado. Pero esto no es maravilloso. Sé de lo que hablo.
Mariana jamás discutía ni alzaba la voz. Era una persona tan equilibrada que yo a veces me encontraba pensando si no sería mi abuela Asha. Quizás por eso hiciera tanto tiempo que no había vuelto a visitarme ni respondía a mis llamadas.
—Nunca me creéis pero no sabéis la suerte que tenemos. En lo físico, aquí se vive mucho mejor, otra cosa es en lo espiritual. El alma de los europeos es transparente; nunca la percibís, solo para hablar de esos castigos tan fabulosos si pecáis. Es muy curioso. Yo he decidido que no me voy a casar nunca. Eso en la India no podría haberlo hecho jamás.
—Aquí tampoco, Noa. Si no te casas, serás una solterona y se reirán de ti. —Mariana sabía de lo que hablaba. Y la estaba atormentando. Pero no podía contarle su secreto a nadie. Incluso dudaba de que yo la comprendiera—. Además, le darás un disgusto a mi hermano, ya lo sabes. Mira que es pesado, no hace más que preguntarme si vas a salir con alguien. Me he tenido que inventar algunos novios tuyos para que siga teniendo esperanzas. Si se llega a enterar de que no vas a casarte, adiós a la tranquilidad. Aunque es un golfo, bien que está probando eso que todas sabemos y de lo que no debemos hablar. Se cree que no lo sé, el muy estúpido, y lo deben de saber hasta mis padres.
—Basta ya, Mariana, que te está oyendo Daniella y luego se lo suelta todo a mi madre. Es un loro de medio metro.
La pequeñaja, con esas pecas de marioneta y su ingeniosa boca de trapo, estaba a otro asunto, interesada en sacar y meter tierra en una de las macetas. Lenka y yo seguimos tapando los frascos; ella no podía resistirse a introducir el dedo en algún tarro. Luego lo lamía despacio mientras cerraba los ojos. Mariana se la quedó mirando, era tan guapa que a veces le costaba trabajo dejar de contemplarla. Cuando Lenka la descubrió, le acarició la mano con disimulo pero la otra la apartó enseguida para tomar otro tarro.
—A mí me da igual lo que diga tu hermano —continué—. No me casaré nunca. Sé que mis padres respetarán lo que yo decida.
—Eres la única chica del colegio a quien no han besado, ni mucho menos le han metido mano, que nosotras sepamos, claro. Eres muy rara, pero allá tú. No sabes lo que te pierdes. Es un secreto entre nosotras, los demás sí que pensarían que estás loca de remate.
—Sí, sí, un secreto. Sobre todo, el estúpido de mi hermano no tiene por qué enterarse —zanjó Mariana.
A mí, simplemente, el sexo no me interesaba. Poco más quería explicarles.
—Pero bueno, ¿me queréis contestar de una vez? Siempre hacéis lo mismo, es como si yo no estuviera. ¿Podríais decirme si bajaréis mañana al río? —Lenka tenía el ceño fruncido y las manos en jarras; la matrioska ofendida estaba asomando ya.
—Yo no puedo, tenemos que ir a la iglesia, en España es día de fiesta y hay que ir a rezarle a la Virgen —replicó Mariana—. Menudo rollo. Y luego, a no sé qué acto de la legación española, en la embajada. Las hijas de los otros jefes de misión y secretarios son un auténtico pestiño, con sus zapatitos de charol y sus cuellos de barco.
—Mariana, eres increíble. ¿No crees en Dios? —le preguntó Lenka—. Pues yo sí que creo, me gusta saber que formo parte de algo universal.
Mariana no le contestó. Daniella ya tenía las manos llenas de tierra y se las estaba llevando a la boca. La limpió y la levantó del suelo.
—Anda, vete a jugar por ahí, aquí ya has escuchado bastante. —Mariana se aseguró de que la niña se alejaba lo suficiente y se acercó a Lenka. No podía soportar que creyera que iba a estar detrás de ella toda la vida. Le contestó en voz muy baja—: Una creyente muy puta, diría yo.
—Llámame lo que quieras, tú y yo sabemos por qué me insultas. Y cuanto antes te hagas a la idea de lo que hay, mejor.
—Sé que en el fondo no pensáis lo que os decís —intervine por fin—. Dice un proverbio hindú que quien cae al suelo se levanta con su propia fuerza. Aceptad vuestra naturaleza. Lo que importa es que siempre estaremos juntas si nos necesitamos, porque nos queremos. —Las agarré a las dos por los codos—. ¿Pasamos ya al salón? Mi madre habrá puesto la merienda, es raro que no haya salido a avisarnos.
Lenka se soltó de mí. ¿No había forma de ocultarme un puñetero secreto?
Me fijé en Daniella, se había vuelto a sentar en el suelo un par de macetones más allá; tenía el pelo despeinado y las manos repletas de restos verdes. El vestido era mejor no mirárselo. Me aproximé a ella y le acaricié la cabeza. La quería tanto que me parecía bien casi todo lo que hacía; para regañarla ya estaban sus padres, aunque tampoco parecían tener mucho interés. Katerina seguía siendo una mujer melancólica; la mezcla de desmemoria, dolor y felicidad era un conglomerado de sentimientos turbio que había desembocado en una personalidad extraña. El color de su corazón era el del barro cocido. En ocasiones, la magia traía efectos indeseados. Muchas veces dudé sobre si hice bien al emplear el hechizo con ella. Aun así, esta nueva Katerina parecía mucho más feliz de lo que habría sido sin mi magia. Con Fernando, el bebedizo había servido solo como comienzo. El paso de los años había obrado en realidad el milagro: ahora era muy feliz, viendo crecer a Daniella y madurar a sus otros hijos, con sus pájaros, su trabajo, sus negocios, sus amistades, su mujer. No necesitaba más.
En ese momento supe que se iba a abrir la puerta de la única pared ciega de todo el invernadero. No podía predecir a voluntad, casi siempre las visiones eran inesperadas y poco útiles, pero esa vez me sirvieron para retirar a Daniella a tiempo. Gabriel y Rafael entraron en tromba. Los dos se habían convertido en adolescentes impetuosos. Rafael era un joven atlético, con una mirada demasiado tierna para lo aventurero y picaflor que había resultado. Gabriel, sin embargo, era serio y poco hablador. Con el pelo más rubio incluso que de niño y los ojos tan grises como el resto de su familia, parecía más checo que san Wenceslao, el patrono de Bohemia. También tenía mucho éxito entre las jóvenes, aunque ni Lenka ni Mariana le habían pillado con ninguna. Ambos chicos habían terminado llevándose muy bien, quizá porque jamás volvieron a mencionar el motivo de aquel puñetazo de Gabriel.
Rafael se paró de golpe nada más vernos. Mi hermano de este mundo se aproximó a mí, aunque fue el otro quien habló:
—Nos han enviado a buscaros.
—Podías haberte ahorrado la molestia, ya íbamos a entrar.
Mariana se había hecho la promesa muchas veces de ignorar por completo a su hermano, pero casi nunca podía cumplirla.
—Bueno, no está mal venir a comprobar qué estáis haciendo. Alguien tiene que vigilaros. ¿Verdad, Gabriel?
Él no respondió. Mariana siguió increpando a Rafael.
—Anda, vete ya, que vamos enseguida. ¿O vienes a buscar a alguien más?
Lenka ya tenía otra vez esa cara de tonta que se le ponía cuando tenía tan cerca a alguien del otro sexo. Sobre todo si era tan atractivo como ellos dos.
—Noa, por favor, mamá quiere que lleves a Daniella a merendar, se le está pasando la hora de descansar.
—No, espera. Lo mejor es que te la lleves tú mientras termino de recoger esto. Es un demonio rubio vivo.
Él cogió a la niña de la mano y comenzó a andar con ella hacia la puerta pero, antes de salir del invernadero, se volvió hacia mí. Rafael estaba a mi lado y me observaba con descaro. Me pareció que mi hermanobís iba a decirle algo, pero salió con Daniella. Barathi me había advertido: «Pasa a su lado como un pajarillo, vuela si le ves venir, escóndete si le oyes llorar, picotea las migajas siempre cuando él no te vea». Y yo había seguido sus consejos. Cuántas veces dormí con las muñecas untadas con semillas de vainilla reblandecidas en miel y, al salir el sol, canté en silencio los mantras del desamor mientras me concentraba en su respiración y mi mente vagaba por lugares del otro mundo, para ahuyentar de mí su mirada. Y creí que había surtido efecto, porque él, desde aquel beso que nunca debió darme, apenas mostraba interés en mí.
Gabriel tomó en brazos a la niña y se dirigió a la casa mientras le hacía cosquillas bajo los brazos. Ella estalló en risas. El jardín estaba mojado. Había llovido y goterones fríos caían aún de las ramas. El cielo seguía teniendo el color de la piedra y la tierra olía a alumbramiento.
—¿Y bien? —Mariana se encaró con su hermano.
—Y bien, ¿qué?
Rafael pasó rozando adrede mi brazo desnudo, pero salió sin decirme nada. El escalofrío que me removió fue a dar su último coletazo en el estómago, pero continué metiendo en un saco la tierra derramada.
—Qué extraño, no se ha quedado contigo. Debe de tener fiebre.
—Mariana, déjalo ya, por favor. Tu hermano no está tan loco por mí como tú piensas. Solo fueron cosas de críos.
—Ya, ya. Lo que tú digas. Si prefieres pensar eso, allá tú. Pero date prisa, que tengo hambre. Estos son capaces de comérselo todo. —Mariana me miraba con un gesto de impaciencia. Parecía habérsele pasado el enfado.
—Id vosotras, por favor. Quiero dejar todo esto como estaba.
Por fin me quedé sola. Necesitaba un momento, nada más. No conseguía respirar con normalidad; no me gustaba verlos, ni juntos ni separados. Aunque ya habían pasado muchos años, yo no había podido olvidar. Y mi miedo era atroz. Tenía la imagen y las palabras de mi hermana desangrada incrustadas en el cerebro. Muchas veces había pensado en contarles a mis amigas cómo había muerto, pero solo les había explicado que la vi morir y que fue por culpa del elefante. Jamás podría estar con un hombre, tanto si lo quería como si no. Aunque Lenka jurara que el sexo era lo más maravilloso que pudiéramos imaginar. Y recordaba con precisión el momento en que mis dos amigas, ellas entre risas y codazos, y yo lívida al averiguar por fin cómo murió Bhumika, me contaron en qué consistía con todo lujo de detalles, inconexos e increíbles como son los que se suministran de oídas, en el despertar de la libido que siempre llega. En mí aún era tan solo una promesa. Y sabía bien por qué permanecía incumplida. Lenka y Mariana me aseguraron entonces que el sexo era así, que así era cómo se follaba, que también se llamaba «hacer el amor» y que usar una expresión u otra solo dependía de quién te lo hiciera.
También por esa razón, no quería ni mirar al hermano de Mariana, que seguía insistiendo en que nos casaríamos. Cuando iba de la mano de otra chica, me guiñaba un ojo y yo sabía lo que eso significaba: «No te preocupes, Noa. Estas son solo un entretenimiento hasta que estés preparada. Tú serás solo para mí». Y lo peor era que a veces no podía evitar fijarme en los chicos guapos o en los que eran amables conmigo. Me quedaba observando a los acompañantes de Lenka, cuando se pavoneaba con ellos a la salida del colegio y sentía una mezcla extraña, entre atracción y repulsa, de la que no podía deshacerme en horas.
Al único que yo evitaba siempre sin excepción era a Gabriel; aunque estuviéramos a solas, al hablarle ni lo miraba a los ojos. No me costaba: era algo que había aprendido de mi abuela; Asha lo hacía a menudo con los hombres con los que comerciaba, como casi todas las mujeres en la aldea, para evitar que las consideraran unas atrevidas sin honor. Sin embargo, no había logrado olvidar su beso. Ni mucho menos sus palabras. Todavía me agitaban el cuerpo con el mismo calambre de desesperanza o de miedo o de excitación. Y muchas veces me despertaba de madrugada soñando que Gabriel había muerto; que volvíamos a aquel oscuro cementerio helado, lleno de lápidas y flores secas, rematado por nubes con forma de serpientes de ocho cabezas; y que él era el cadáver que reposaba en el ataúd. Entonces me despertaba empapada en sudor, con las manos heladas y la boca seca, ahogando un grito porque me había acostumbrado a hacerlo todo en silencio, igual que a rezar sin elevar la voz, para mí misma, sin molestar a los demás ni darles ni una sola razón que pudiera perturbarlos.
Y es que si el miedo y la culpa por separado eran suficientes para mantenerme en ese duermevela de sentimientos que no había conseguido amaestrar, juntos…, juntos eran un acicate fabuloso de la represión y la memoria. Quizá el mayor de todos los posibles.