La caja de música de Burbujas reaparece

Hacía días que se había colado un gato en la casa. Sus ojos, de arcano, se veían estrellados de motitas verdes, amarillas y violetas. Su pelaje gris caricia era denso como una nube del monzón a punto de sucumbir al peso del agua y convertirse en lluvia igual de fría que la piel de un sapo. Y arrastraba su cola, señorial y esponjosa, por todos los lugares donde se contoneaba. Se había metido a través de la ventana en nuestra residencia de cuatro plantas y escalera de mármol con barandilla dorada, y se había hinchado a comer codornices, las que Katerina había dejado preparadas para la cena junto al puré de castañas en la mesa de la cocina. El gato solía pasar la noche en mi habitación y yo me había acostumbrado a verlo allí, sobre la mesilla, cuando entraba para acostarme y encendía la luz. El animal me esperaba mirando hacia la puerta sin moverse y solo se tumbaba en mi cama cuando yo apagaba la lamparita y me metía dentro; en invierno ya lo hacía, el suelo resultaba demasiado frío. Entonces sus ojos como piedras de crisoberilo refulgían hasta que me dormía.

Yo estaba convencida de que ese gato era mi hermana Bhumika, pero ¿por qué se había reencarnado en un felino si su karma le habría permitido hacerlo en princesa búlgara? Por si acaso, yo lo llamaba así y la mirada del animal cambiaba cuando lo hacía. Tenía que ser Bhumika; si no, ¿por qué siempre huía cuando se cruzaba con Gabriel? También podría ser porque a los gatos no les gustan las personas que ocultan secretos, como tampoco les gustan los que van a morir: intuyen que su alma cruzará el zaguán de la guarida de la vida en algún momento no muy lejano. A veces, sin embargo, se equivocan y confunden al que hará el viaje, pero si lo presienten, siempre habrá alguien que lo hará cerca de ellos, antes o después, y que vivirá mucho menos que el minino.

El gato Bhumika y la magia de sus ojos me recordó a otros fantasmas. El del joven que vivió en la casa Fausto de Karlovo Námestí con su familia me tenía maravillada. Cada vez que pasaba por delante, veía a alguien diferente transitando a través de los muros de tiempo y sombras. Llevado por la curiosidad, según decía la leyenda que Mariana y Lenka me contaron la primera vez que nos dimos de bruces con ese edificio y con sus ilustres y antiquísimos habitantes, aquel curioso joven terminó encontrando los viejos libros de magia negra de su primer habitante y conjuró al demonio, y este se lo llevó volando por un agujero del techo que nunca desde entonces pudo ser cubierto. Sin embargo, yo no había visto ese espíritu vagando en el Antarloka, por lo que suponía que aquella era tan solo otra de tantas fantasías ideadas por la imaginación de los mortales praguenses. O quizás fuera que el joven no querría estar allí, no tenía forma de saberlo. Aunque sí había llegado a mostrárseme, con timidez, algún que otro operario fallecido al intentar tapar el gran hueco del tejado, con tan mala suerte que perdió el equilibrio y se terminó cayendo de la escalera y matándose; pronto se corrió la voz y pocos consintieron en seguir probando suerte. Y a veces me enfadaba al visualizarlos: si podía ver a tantas almas ajenas vagando por los edificios de Praga, ¿por qué no era capaz de visualizar a mi hermana reencarnada en el animal que dormía en mi propia cama ni conocer tantas otras respuestas que me interesaban?

El gato salió espantado con la cola erizada y los bigotes erectos cuando Gabriel entró en el despacho donde sabía que su madre había guardado lo que buscaba. Tenía que estar allí. Él mismo lo había llevado a esa habitación al regresar de la India. Rebuscó durante un buen rato en las cajas que su padre almacenaba en los estantes inferiores de las grandes vitrinas, llenas de libros, papeles y artilugios varios. Al final la encontró: la cajita de música que Burbujas, el príncipe hijo de la maharaní de Jaipur, le regaló a Noa estaba allí, envuelta entre papeles de periódico y medio escondida detrás de una gran esfera del mundo que pesaba como la vida eterna.

Estaba brillante y limpia. Olía a madera de sándalo. En la parte posterior, Gabriel vio una pequeña cerradura en la que encajaba con precisión la llave atada con un fino cordón entrelazado de seda roja. El artefacto metálico chirrió con cada vuelta como si se fuera a romper pero se mantuvo intacto. Muchas otras cosas eran también así, parecía que se resquebrajaban pero su fuerza interior les permitía seguir indemnes. Llegó al tope y respiró hondo. Quería escuchar. La música le transportó a aquella sala grande y lujosa donde Burbujas corría con él, persiguiendo a los gatos o a los sirvientes o a quien le diera la principesca gana. Y en ese momento, Gabriel vio a su hermana. La vio. Pero el ruido de mis pasos lo sacó de su ensoñación.

—¿Por qué has recuperado eso, Gabriel? ¿No sabes que la memoria duerme a veces y se despierta con la música del recuerdo?

Vi en su cara que lo estaba fastidiando. Había cometido el error de dejar la puerta entornada, pero estaba decidido a llevarse esa caja. Yo lo había visto ir hacia el despacho y, de repente, recordé la advertencia que mi abuela me hizo en el cementerio acerca de los regalos de Burbujas y de la raní. Me sentí mal. Había dejado que mi propia felicidad me desviara de mi camino. Pero ya no estaba a tiempo de obedecer a Asha: el plano de Gabriel estaba expuesto en una de las vitrinas y lo habían visto muchos, ya no podía hacerlo desaparecer. Y la caja de Noa la sujetaba su hermano con fuerza entre las manos. La magia es misteriosa, tiene sus propias reglas, nadie, ni las brujas ni los mortales ni los seres infinitos, puede conocerlas todas mientras no alcancen el último estado, el de la perfección. ¿Acaso alguien lo consigue en una sola existencia? ¿Y cuál de esas reglas fue la que incumplí y me impidió saber que había más regalos que debía hacer desaparecer? Tampoco lo sé ahora. Entonces me hice la promesa de orar y de estar alerta para intentar evitar cualquier fatalidad que pudiera haber ocasionado con mi olvido. ¡Qué mal hacemos cuando nos centramos solo en nosotros mismos!

—No empieces. No quiero escucharte ahora —me dijo Gabriel con rabia. La de un animalillo acorralado.

—No deberías haber vuelto a buscarla. Está mejor oculta. Debe estarlo. Es necesario.

—Yo hago lo que quiero. Esta caja no es tuya, es de Noa. Es mía.

—¿Por qué sufres, Gabriel? A lo mejor, yo puedo ayudarte.

—Tú no puedes hacer nada, ¿por qué ibas a poder?

—Porque a veces quienes menos parecen estar de nuestro lado son los que más nos podrían servir. Podrías hacer la prueba. Aceptarme.

—La echo de menos. Pero soy el único. —Gabriel bajó los ojos. Estaba a punto de llorar.

—Porque no quieres que se vaya aún, no estás preparado para empezar a olvidar. Aunque no es cierto que seas el único, todos la añoramos, pero hay que dejar que los muertos se vayan del mundo de los vivos. Si no, no pueden elegir su camino. ¿Y no la ves? ¿Ni siquiera en sueños?

—No. ¿Cómo podría verla? ¿Es que acaso tú sí?

—A ella no la he visto aún, pero sí a otras personas a quienes quiero mucho. Las veo desde siempre, aunque solo ahora estás preparado para que te lo cuente. Sé que tu interior está casi en paz. Ya puedo contártelo, si tú quieres.

—Lila, vete de aquí. Por favor, no quiero escucharte. No creo ni una palabra de lo que me dices.

—No sé si todo el mundo puede ver a sus seres queridos muertos. Pero yo sí puedo. Mi abuela me contó que los ven quienes anhelan reencontrarse con ellos si ellos no desean irse aún. Aunque no me dijo nada de la religión ni de la maldad de las personas ni del color de su piel ni de su sexo. No me dijo que hubiera que ser de ninguna forma especial ni creer en un dios o en varios para sentir el alma de los otros, para intentar saber lo que sienten, para ponerse en su lugar. Solo hay que quererlo. Ella no me contó que hubiera que ser hindú ni checo ni polaco ni español ni judío ni cristiano; tampoco mujer, niño o viejo. Todos somos iguales, todos podemos sentir el amor de los demás y todos podemos amar, si lo deseamos. Podría decirte cómo lo hago yo. Aunque tu odio hacia mí aún no ha desaparecido del todo, ya no es el de antes.

—No seas estúpida. Yo no te odio.

—Me odiabas. Durante mucho tiempo. Se te notaba mucho. Aunque ya sé que has empezado a apreciarme un poco, o eso creo. Me es muy difícil saber lo que sientes, contigo casi nunca puedo. No quieres abrirte a mí. ¿Quieres ver a tu hermana?

Los ojos de Gabriel se iluminaron como las velas encendidas sobre el río en Diwali.

—¿Y qué tengo que hacer?

—Esperar, voy a pedir ayuda a mi abuela, esta noche. Ella es más fuerte que Barathi, mi madre, y será más fácil.

—Estás loca.

—Si no crees, ella no vendrá.

—¿Y qué tengo que creer, que mi hermana sigue cerca de mí? Eso ya me lo contaron mis padres, que todo el que muere sigue vivo si lo recuerdas, pero eso es una estupidez: no sigue vivo, solo lo recuerdas porque tú no has muerto. Es muy diferente. Y no es más que un modo de dejar que pase el tiempo hasta que te acostumbras a pensar que ya nunca volverá. Pero ¿es que acaso tú la has visto?

—Ya te lo he dicho, lo he intentado, pero ella no quiere verme a mí. No todas las almas desean regresar y, entonces, no lo hacen. Pero veo a otros.

—¿Y qué te dicen? ¿Te han explicado cómo es la muerte?

—Los secretos como esos que te revelan los que vuelven no puedes contárselos a nadie. Son más impenetrables que los secretos de los vivos. Podrías romper el equilibrio y entonces ellos ya no volverían jamás. Es como si tú le cuentas un secreto a un amigo y ese amigo se lo dice a todos. ¿Cómo te sentirías? También podría hacer que la olvidaras, si es lo que quieres. Eso sí sé cómo hacerlo. Es fácil.

—Sigues diciendo tonterías. No sé por qué te escucho.

—Tú y yo estamos hechos de lo mismo, igual que los demás, todos venimos de la misma luz; solo nos diferenciamos en lo que elegimos: cómo queremos vivir, dónde queremos estar, qué queremos hacer. Nadie es mejor o peor que otro por cómo está formado, ni por los dioses a los que reza, ni siquiera por la comida que puede comer o por la cama donde duerme. Solo hay quien desea hacer el mal y quien desea hacer el bien. Ahora ya sé lo que significa. Por eso, tú y yo somos iguales.

—No, no lo somos. Tú eres una chica y yo soy un chico. Tú tendrás hijos que saldrán de ti, igual que mi madre, y yo no. Tú vivirás como viven las mujeres y yo como viven los hombres. Somos muy diferentes, Lila.

—Todo eso no importa. Yo no quiero hacer el mal y no lo haré nunca. Si tú eres así, eres igual que yo, Gabriel. Todo lo demás es como llevar un sari u otro, eso decía mi abuela. Y ahora creo que ya la entiendo.

—No es cierto, hay muchas más cosas que nos separan. Muchas. ¿Sabes por qué no somos iguales? Pues, por ejemplo, por esto. Esto nos hace diferentes.

Gabriel me sujetó por las sienes con las dos manos y puso sus labios sobre los míos con violencia, me introdujo la lengua en la boca y la movió como le habían dicho que debía moverse. Me quedé paralizada. Cuando él notó que no reaccionaba, me apartó con brusquedad. Bajé la cabeza. Empecé a llorar. Entonces él, con suavidad, me limpió las lágrimas, me levantó el rostro con ternura y me besó otra vez, ahora con mucha delicadeza, lamiendo cada labio entre los suyos lentamente, con la pericia de quien ya ha comenzado a madurar, con el íntimo e instintivo deseo que lleva a los hombres a acercarse a las mujeres y a las mujeres a ir al encuentro de los hombres. Cuando se separó de mi boca, me acarició el rostro como si yo fuera el bien más preciado de la creación o la última superviviente en un mundo a punto de extinguirse.

—Perdóname, no quería hacerte daño. Solo quería darte a ti mi primer beso. Por eso pegué a Rafael el otro día. Tu primer beso tenía que ser mío. Él me lo robó.

Gabriel percibió en mis ojos el reflejo de una luz extraña que nunca me había visto. Yo había dejado de llorar, pero el pánico me dibujaba un rictus que consiguió atemorizarlo. Se apartó.

—No deberías haber hecho eso —le dije—. Ahora morirás. No he hecho caso de lo que me advirtió mi dadi y te he llamado por tu nombre.

Él pareció relajarse. Me tomó de la mano y me sonrió.

—¿Ves, Lila? Somos muy diferentes, yo no creo en esas tonterías. Pero a mí ya no me importa que seas una hindú. Yo solo quiero poder cuidar de ti. Quiero estar a tu lado y, cuando sea mayor, me casaré contigo.

—Eres un niño, no puedes decir esas cosas.

—En tu país, ya estarías casada, ¿no es verdad?

Me di cuenta de que debía ir más allá. Jamás me arriesgaría a ponerlo en peligro.

—¿Es que no te has enterado todavía? ¡No puedo quererte! No podré querer nunca a nadie, Gabriel. ¿Recuerdas al niño con el que me iba a casar, el que me acompañaba a veces a la haveli de Jaipur? Él murió porque yo empecé a quererlo. Así que prefiero que me sigas odiando. No puedo vencer la maldición. No sé cómo. Mi abuela Asha intentó ayudarme, ¡pero yo no le he hecho caso! Maldita sea, Gabriel, no quiero que nadie más muera por mi culpa.

Le relaté entonces con detalle la maldición de Neeja, cómo mi abuela Asha había intentado contrarrestarla y le hablé más de Rahul. Gabriel me escuchó sin interrumpirme ni una sola vez y, cuando terminé de relatarle esa historia vieja como la maldad, sentí que había hecho bien en compartir también con él aquello que me martirizaba. Pero, entonces, ¿por qué mi miedo no había menguado? Me dio un beso en la mejilla.

—Ya te he dicho que yo no creo en todo eso. Ninguna maldición me matará. Puedes quedarte tranquila. No son más que supersticiones. Pero si lo prefieres así, haz caso a tu abuela Asha y no vuelvas a llamarme por mi nombre. Yo esperaré todo el tiempo que haga falta, hasta que me haga mayor y pueda demostrarte que las maldiciones no existen, Lila. Solo necesito tiempo.