Jamás había visto nada tan hermoso, lo era mucho más que un nenúfar índigo o una puesta de sol de cobre sobre un río de aguas profundas; ni tan dulce, lo era más que un cuenco de leche de coco o un laddu de canela. Sus ojillos parecían transparentes de tan azules que se veían; cuando los abrió por primera vez, creí que me había mirado a mí, aunque al contárselo a Katerina me explicó que los bebés no fijan la vista hasta que tienen ya algunos días, semanas incluso. Su piel, suavísima, estaba cubierta de un fino vello blanquecino que olía a melocotón. Su cuerpecito frágil había tiritado cuando me permitieron tomarla en brazos, y me asusté, aunque por poco tiempo, hasta que se acurrucó como un gazapo entre mis brazos.
Me había lavado las manos a fondo con el jabón de aroma de jazmín; me había sentado muy recta en la mullida butaca de recio roble y respaldo más alto que yo y Fernando me había rodeado de cojines, por si acaso; había intentado con todas mis fuerzas que el corazón dejara de latirme tan aprisa, no fuera a ser que él notara mi nerviosismo y decidiera que era mejor que no la sostuviera; me había estirado los pliegues de la falda y las mangas de la camisa para estar más guapa delante de mi nueva hermana y, por fin, me habían puesto entre los brazos el pequeño fardo envuelto en un mantoncito blanco y rosa del que tan solo asomaba su rostro minúsculo y precioso. Entonces, Daniella abrió los ojos. Y lo había hecho para mí. La piel se me erizó, la besé en la cabecita suavísima como cola de conejo y sentí en sus labios la caricia de cielo de su pelusilla rubia. Un cielo nuevo para todos.
Qué regalo de los dioses era la niñita y qué felices habíamos recibido la noticia unos meses antes, cuando Katerina nos reunió alrededor de la mesa y, antes de empezar a comer, nos explicó que estaba esperando otro hijo. Tanta había sido la felicidad que Daniella había traído a la casa que olvidé mensajes de los que jamás debía haberme olvidado; Fernando y Katerina volvieron a sonreír, embrujados por la pócima que les había dado a beber durante tres noches seguidas; y Gabriel incluso cambió su humor y, de vez en cuando, se abrazaba a la tripa de su madre y la comía a besos. En ocasiones, buscar el bien de los demás también te trae el bien a ti mismo, sobre todo si ese no es el fin pretendido. Él incluso me había dirigido la palabra, aunque siempre eran conversaciones cortas, casi atropelladas y en las que no se mentaba a Noa. Ahora, él notaba cómo el nudo que se había formado en sus sentimientos tiraba con fuerza y le sudaban las manos mientras no era capaz de decidir si seguir allí o salirse de la habitación en la que su madre había dado a luz, donde la matrona ya había eliminado por completo todo rastro del parto antes de que nadie entrara a ver a la feliz pareja y a su recién nacida. Nada de acudir al frío hospital, Katerina siempre traía a sus hijos a la vida dentro de las paredes de su propia casa para que pudieran sentirse en su hogar desde el mismo momento en que abrieran los ojos. Igual que las mujeres indias.
—Gabriel, ven a coger en brazos a Daniella. Tu nueva hermanita es preciosa, se parece mucho a ti cuando naciste. También tenías esa misma expresión de ratón.
Pero el niño se resistía, no sabía cómo reaccionaría al verla. Ni siquiera levantó la cabeza para responder a su madre. Ella alzó un poco la voz.
—Daniella va a necesitar un hermano mayor, alguien que cuide de ella y que la quiera mucho. Tú sabes hacer eso muy bien.
Él se quedó donde estaba. Ya hacía algunos meses que había dejado de llorar por las noches. Una mañana se levantó y se dio cuenta de que llevaba varios días sin acordarse de Noa. Jamás había podido llegar a creer que la echaría tanto de menos cuando aprovechaba la mínima ocasión para meterse con ella. Y cuánto se había arrepentido de haberlo hecho y, sobre todo, de no haberle dicho jamás que la quería. Pero su madre no entendía nada: primero tuvo que traerme a su casa y después se había quedado embarazada otra vez. No comprendía cómo dejó de importarles que ella no estuviera y volvieron a ser como antes. Su padre, un día, no se metió más la fotografía en el bolsillo de la chaqueta y su madre volvió a tocar el piano. Lo hacía mucho menos que cuando Noa estaba viva y siempre, siempre, terminaba la interpretación llorando, pero lo hacía. Era como si solo Gabriel se acordara de que su hermana había existido alguna vez.
Sin embargo, Daniella sí era su hermana, no tenía ningún derecho a no quererla. ¿O sí lo tenía? Durante los meses del embarazo, yo había percibido esa lucha en su interior. Aunque no había sabido ayudarlo. Y unos días no soportaba ni acercarse a su madre mientras que otros deseaba abrazarse de nuevo a su barriga y vivir otra vez sin sentirse culpable de nada. Tal vez si le hubiera hecho más caso, si no hubiera dejado a Noa salir al río con esos harapientos que venían a menudo a buscarla, si hubiera jugado más con ella…, tal vez… Gabriel oyó llorar a la niña. Quiso saber qué le sucedía. Se acercó. Tampoco podía comprender por qué vernos a las dos juntas le hacía sentirse bien. Y sin ser consciente más que de la sensación de calma que le embargaba por primera vez en mucho tiempo, dejó que ese sentimiento nuevo creciera y creciera mientras nos miraba.
Su madre se levantó a duras penas de la cama. Katerina no recordaba haber tenido antes una recuperación tan rápida: las heridas apenas le tiraban y se sentía fuerte y muy feliz. Con suavidad, levantó a Daniella de mis brazos y, mientras bajaba un poco la cabeza y volvía a subirla en gesto de aprobación, se la ofreció a Gabriel.
—Por favor, ¿puedes sujetarla mientras me preparo para darle el pecho? Ya debe de tener hambre, hace horas que no toma nada. No podemos dejar que pase mucho tiempo sin comer o se acostumbrará a llorar para conseguir lo que quiera. Eso, luego, es mucho peor.
Él se sentó a mi lado, tomó a la pequeña de los brazos de su madre y la acunó en los suyos. El olor a bebé era extraño: untuoso, como el del dulce de leche. Sus hipos lo asustaron; enseguida buscó a Katerina, le bastó su mirada serena para tranquilizarse. Como siempre había sido. Como debía seguir siendo.
—Espera un minuto, Gabriel; voy a lavarme antes de ponerla al pecho. Noa, por favor, cierra la puerta. Estos hombres no se dan cuenta de la humareda que forman cuando fuman todos a la vez, parecen los tubos de esos endiablados coches. No quiero que ella respire ese olor nauseabundo. Ojalá prohibieran fumar en todos los lugares, incluidas las casas.
Fernando entró en la habitación. Su cara era de plata. Su voz era de plata. Sus manos también. Todo en él brillaba: era feliz. Yo me alegré mucho más de lo que me permitía aparentar. Había tenido miedo de que, al ver a la pequeña, Katerina y Fernando recuperaran de golpe sus recuerdos. Pero el intensísimo dolor que sintieron por haber perdido a Noa se había desvanecido. Ambos sabían que habían tenido una hija, que la habían querido más que a sí mismos y que murió, pero no recordaban que la habían llevado a la India y las circunstancias de su muerte. Lo que ocurrió después solo era un sueño difuso y lejano en el tiempo y en el corazón que no les afectaba, era como si no les hubiera pasado a ellos. La magia había resultado poderosa.
—No te molestes en cerrar, amor, hemos dejado ya de fumar. Todos han decidido que era el momento de marcharse y me han pedido que te despidiera de ellos. Y los padres de Lenka han venido también, pero no han querido pasar, me han dicho que volverán en unos días, cuando estés más recuperada. Me han pedido que te entregara estas flores, las han comprado en la floristería de la Staré Mesto, cerca del puente. Son las más bonitas que he visto jamás, tengo que reconocer que superan en mucho a las mías. Esa tienda vende auténticas maravillas, no me va a quedar más remedio que cambiarme.
—No seas exagerado. Son flores, todos los ramos son hermosos. Igual que los hijos, no hay unos mejores que otros —le dijo Katerina y enseguida se volvió a recostar en la cama y bebió un sorbo de agua de anís.
El médico se había empeñado en que tuviera cuidado en hidratarse bien y tenía que beber a sorbitos cada poco tiempo; así le subiría mejor la leche. Fernando besó a su mujer en los labios con ternura. Sentía que la amaba más que nunca. Comenzó a colocar el enorme ramo de margaritas y rosas en un jarrón sobre la mesita de noche, el amarillo y el blanco jugaban a esconderse entre los colores de los otros ramos que ocupaban casi toda la mesa. Los pétalos bailaban. Se sentó junto a Gabriel y la recién nacida. Él le acariciaba las mejillas con una mano mientras la sostenía con la otra. Su padre la besó.
—Gabriel, por favor, tráeme a Daniella —dijo Katerina.
Se la dejó en los brazos y ella se retiró la bata. La niña enseguida se giró y, con los ojos cerrados, empezó a rozarle el pecho con su boquita medio abierta buscando con ansia el pezón. Las cosquillas le hicieron estremecerse: caricias de canto de ruiseñor. Daniella se enganchó con pericia, como si alguien le hubiera enseñado. La sonrosada aureola de su madre se estremeció al primer envite y el estómago se le contrajo en un espasmo vibrante y placentero. Una lágrima le resbaló por la mejilla. Varias más la siguieron despacio. Respiró hondo y se concentró en la niña; entonces se cerró el surtidor del subconsciente. No supo por qué había llorado.
Al mamar, la niña emitía ruiditos como silbidos de jilguero, mientras inhalaba el aire entre sorbo y sorbo. Sus mofletes se sonrojaron. Aferró con su pequeñísimo puño el meñique de su madre y, sintiendo los latidos de su corazón igual que los percibió dentro de su cuerpo, siguió mamando; Gabriel y su padre las miraban embobados. Fernando se retiró un momento para tomar la toquilla de la cuna y cubrió la parte del seno de Katerina que quedaba al descubierto. Luego la besó en la frente. Su piel era como la arena fina.
—Cuando termines, hay alguien fuera a quien le gustaría mucho veros. No esperaba su visita. Ha sido una grata sorpresa.
—¿Una sorpresa?, y ¿quién es? ¿No serán mi hermana y mi cuñado?
—No, mi amor, ellos no pueden venir todavía. Pero han telefoneado varias veces para preguntar por vosotras. Estabas dormida. Luego, si quieres, intentamos llamar a ver si conseguimos establecer comunicación. Tardarán bastante en regresar a Europa. Quienes han venido a veros son Irene y Lucas. —Fernando se dirigió a nosotros—. Noa, Gabriel, podéis salir ya a ver a Mariana y a Rafael, están con sus padres, esperándoos en el salón.
Yo negué con la cabeza y seguí mirando a mi nueva hermana. Katerina la había cambiado ya al otro pecho y estaba buscando de nuevo de dónde chupar. Era una imagen pura. Sentí el impulso de juntar los dedos y recitar un mantra para dar gracias a la Diosa de la Naturaleza y de la Vida, pero no lo hacía más que a solas, en mi cuarto, al concentrarme para intentar hablar con mis brujas favoritas. No había vuelto a rezar así desde que supe que ella iba a nacer; ensimismada en esa felicidad nueva, yo también había olvidado tantas cosas, incluso las que no debía haber olvidado nunca.
Katerina llevó a la pequeña a la cuna y, con una toallita de algodón, se limpió los pezones y se aplicó en las aureolas crema de glicerina. Se abrochó la bata y se sentó al lado de la niña, le tocó los deditos, le acarició el rostro redondo y blanquísimo, surcado por pequeñísimas venas rosáceas. Y tenía ganas de volver a llorar, aunque seguía sin saber por qué. Daniella se había dormido, sin acunarla ni prestarle más atención, y su carita mirando hacia arriba parecía de luna; los brazos doblados y las manos con los puños apretados cerca de la cabeza la enmarcaban. Gabriel y yo corrimos a su lado y nos quedamos boquiabiertos mirándola a través de los barrotes. Una enviada de la diosa Parvati, con sus coloreadas mejillas y su piel clara; una hermana preciosa e indefensa a quien no defraudar. Fernando se acercó a nosotros; se frotaba las manos, pero su rostro era el de un hombre sereno.
—Lo siento, vais a tener que salir ya —nos dijo—, ha sido un día muy duro. Noa, id a avisar a los padres de Mariana. Ya pueden entrar, pero, por favor, vosotros no paséis, explicadles a vuestros amigos que mamá y Daniella tienen que descansar y que podrán venir otro día a verlas.
Enseguida oyeron los tacones de Irene acercándose por el pasillo. La madre de Mariana era una mujer pequeña, sin gracia; ningún rasgo en ella llamaba demasiado la atención, aparte de su pelo pelirrojo y su mal carácter, tormento de la legación española en Praga. A mí siempre me recordaba a las verduleras del Gran Bazar. Entró detrás de su marido y se subió las gafas por el centro de la montura tres veces antes de cerrar la puerta tras ella. Llevaba un ramo de tulipanes y calas que dejó sobre la cama antes de acercarse a Katerina. Se sentó a su lado y deslizó un poco la falda por debajo de las rodillas al tiempo que mecía sus caderas para facilitar el paso a la tela.
Lucas, con lágrimas en los ojos, se abrazó a Fernando.
—Mi querido amigo, no puedo dejar de estrecharte, de verdad, es que no puedo. ¡Enhorabuena! Me emociono tanto al ver la vida que Dios nos manda, que… ¡déjame abrazarte, por el amor de Dios!, déjame.
—Te dejo, te dejo, pero no llores, que no es para tanto.
Lucas le dio varios achuchones hasta que se soltó con el mismo ímpetu que lo había agarrado.
—Si es de alegría, no te preocupes. Siempre lo hace. No hay forma de evitarlo. Es así, tan saleroso él. Por eso le quiero tanto. —Irene sonreía mientras disculpaba a su marido.
—¿Saleroso? —La mujer había dicho esa palabra en castellano y Katerina la había imitado a la perfección.
—Disculpa a mi mujer, Katerina, sigue siendo española de pura cepa.
—Y a mucha honra. Yo no me casé con un señor secretario de embajada, me casé con un universitario muy guapo y con mucho salero. Katerina, eso significa que es muy gracioso, aunque no lo aparente casi nunca. Ahora ya habéis visto en lo que se ha convertido, siempre guardando las formas de embajador de carrera dondequiera que vaya. Pero no vamos a hablar de nosotros, ¿verdad? Que ya tenemos para eso otros momentos, degustando quizá una copa de buen Ribera, cuando te recuperes, hermosa Katerina. Os echamos de menos y los niños también. Disfrutaban mucho los cuatro juntos. Es muy gratificante haber encontrado en este país, tan bonito pero soso, a personas a quienes les satisfacen las costumbres españolas.
—Pues claro, Irene. Ya sabes que yo soy un poco español, sin haber nacido allí; los sefardíes conservamos muchas costumbres de tu patria. Algo ancestral que nos acompaña dentro del corazón, quizá. Ya sabéis que mis abuelos maternos eran de Toledo.
—Irene, no le des pie a mi marido, que nos vuelve a contar toda la historia. Y deja de llamarme así, te lo pido por favor, que tú eres mucho más guapa que yo. Y más ahora, que estoy hecha una piltrafa. —Mientras Katerina hablaba, su marido le estaba colocando otro cojín en el cabecero de la cama y la ayudaba a recostarse.
Irene se acercó más a la niña antes de responderle.
—Ya, claro, si te parece, también podías estar como una sílfide; anda…, mira qué belleza has traído a este mundo y no te quejes. Pero ¿qué es lo que tenemos aquí? —Irene arrastró largamente la última palabra, antes de emitir un sonido parecido a un gorgojo de paloma—. ¡Ay! ¡Qué cosica tan bonica! Es una auténtica monada de niña. ¡Una preciosidad como tú, Katerina! Enhorabuena. ¡Ay!, Fernando, espero que no te hayas ofendido. Es que es clavada a ella, de veras.
—Quien se parece a sus padres, les honra, ¿no lo dicen así?
—¿Quieres cogerla en brazos un poquito, Irene? —le preguntó Katerina.
—Pero mujer, si está dormidita. No, no, que yo soy madre y sé de sobra lo que es que te anden zarandeando a la niña nada más nacer. Te la despierto, te la espabilo, la niña se pone como un caballo percherón a todo galope y luego os da una noche que pa qué. ¡Ya habrá tiempo para achucharla, cuando haya crecido un poquito! Mira que me gustan los bebés, pero esta chiquitina es ¡una auténtica preciosidad!
Las dos mujeres se quedaron junto a la cuna, mirando extasiadas cómo dormía la niña.
—Fíjate, Fernando, ahora mismo podríamos llevárnoslas a la cama y ni se enterarían. —Lucas había bajado el tono para hablar casi al oído de su amigo. Se tocaba una gran alianza de oro repujado que llevaba en el pulgar.
—No puedo seguirte, Lucas, siempre me desconciertas con tu increíble apetito y, más aún, con tu franqueza. Pero en fin, será la sangre española y que yo me he acostumbrado enseguida a la frialdad nórdica.
—¡Qué sangre ni qué sangre! Es la vida, hombre, míralas. Si es que solo con verla, se me pone un yo qué sé que qué sé yo. Y es todo un récord, quince años llevo con ella, quince, que se dice pronto. Y eso que me ha hecho pasar algunos aprietos, ya lo sabes. Porque la conocí antes de sacar la carrera de diplomático, que si no… No está hecha ella para estos menesteres tan de postín, tan de guardar las formas. Pero lo solucionamos fácilmente: ella no me acompaña a los compromisos. Solo va a los ineludibles y ya sabe que no tiene que abrir la boca; si no, siempre andaría como el Maestro Ciruela. Pero eso es lo que me gusta de ella. Y es que entre hombres no hay secretos de este tipo. A todos nos atrae lo mismo, ¿verdad? Ancha es Castilla.
—Solo ellas tienen lo que hay que tener. Nos ganan por mucho en estas lides. Mira que esto lo he vivido ya antes y no me acostumbro a esa sensación de tonto que se te queda. Pero ya se sabe, los hijos son para ellas, al menos mientras no llegan a ser adultos.
—Yo nunca he sabido qué hacer con un crío. Y andar investigando es como echar agua al mar. Nosotros les damos lo que necesitan y ellas se ocupan del resto. Así ha avanzado la Humanidad. —Lucas cogió del codo a su amigo y se lo llevó aparte—. Fernando, también quiero decirte que me alegro mucho por vosotros. Se os ve muy bien ahora, no como cuando nos conocimos, entonces pensé que estabais a punto de divorciaros, si no te molesta que te sea franco.
—Si me molestara, no estaríais en mi casa. Sabes que solo la abro a quienes considero amigos. Pero hablemos de ti. Ya puedes ir diciéndome qué te ocurre, Lucas, que desde que has entrado por la puerta sé que no estás en tu ser. Ya me lo pareció la última vez que estuvimos juntos, en la recepción con Gaspar Lázaro. Dale recuerdos de mi parte.
—Le agradó mucho conoceros, también al jefe de misión. Es un buen hombre. Demasiado para el cargo que ejerce, diría yo. Pero lo cierto es que andamos ahora preocupados con otras cosas.
—Hace tiempo que te noto nervioso. Están los tiempos muy convulsos por España, espero que no haya habido ningún contratiempo en la legación.
—Serías muy buen diplomático, Fernando, mucho mejor que yo, sin duda, ¿no lo has pensado?
—No es tan difícil percatarse. Además, llevas un calcetín negro y otro marrón.
Lucas se miró los pies.
—Eres muy perspicaz. Y yo, bastante idiota. Sí, tienes razón. Estoy preocupado. Y mucho. Es algo que ya viene de hace unos meses. Sabes que desde que el Frente Popular ganó las elecciones, no estoy muy tranquilo. No me gusta esta situación. Pero menos me gusta lo que está pasando ahora. Y los últimos dos atentados han sido la gota que colma el vaso. Primero Luis Jiménez y luego Fernando Caballero, que se salvaron, pero otros muchos han sido asesinados. No sé adónde nos conducirá todo esto.
—¿Luis Jiménez? ¿Has dicho Luis Jiménez?
—Sí, ¿por qué?
—¿Luis Jiménez de Asúa, el diputado socialista?
—Sí, ese mismo, ¿lo conoces?
—Por supuesto que sí, Luis es un gran amigo mío. Coincidimos en España muchos veranos, cuando mis padres iban a visitar a mis abuelos. Una pena lo de su padre. Lo obligó a empezar a trabajar enseguida. La última vez que lo vi fue en Londres, antes de que Katerina y yo decidiéramos instalarnos en Praga. Pero no me digas que le ha pasado algo malo…
—Pues casi, estuvo a punto de morir en el atentado. Salía de su casa en la calle Goya, en una de las zonas más selectas de Madrid, el barrio de Salamanca, y unos falangistas le dispararon desde un automóvil. Gracias a Dios, consiguió ocultarse en una carbonería y se salvó de esos fanáticos fascistas, pero su escolta no lo contó, el pobre hombre.
—No me lo puedo creer. Pero si Luis es una bellísima persona. ¿Por qué iban a intentar matarlo?
—Es algo difícil de entender si no estás al tanto de lo que está ocurriendo en España desde hace tiempo. Todo está muy enrarecido allí. Los asesinos fueron localizados y juzgados y el juez que los condenó, don Manuel Pedregal, fue asesinado muy poco después como represalia y, al poco tiempo, otro movimiento de izquierdas pegó fuego a la sede del periódico La nación. Está España que echa fuego, Fernando.
—¿Y Luis? ¿Dónde está ahora?
—El Gobierno lo ha enviado fuera, para evitar riesgos. No es el primer incidente así.
—Mira que he pensado muchas veces en escribirle, lo aprecio mucho, pero los últimos años han sido un poco extraños y hace tiempo que no sé de él, desde que le nombraron profesor de universidad y quiso invitarnos a Madrid, pero no pudo ser y no hemos vuelto a vernos ni a escribirnos. Tenía que haberle devuelto la invitación. Espero que estén bien él y María, un encanto de mujer.
—Por cierto, ahora que hablas de mujeres, ¿le has mencionado ya mi propuesta a Katerina?
—¿Tu propuesta?
—No me digas que ya la has olvidado. Está visto que tengo que insistir más. Me gustaría que me vendierais ese plano antiguo que trajisteis de la India. Es muy valioso, ya te lo dije, un documento único, y te ofrecí un buen precio. Consulta a quien desees.
—Y tú ¿para qué lo quieres? El hijo de la raní fue muy generoso, sí. Aunque tienes que disculparme: hemos estado muy ocupados. No se lo he consultado a Katerina. Ella nunca ha querido vender ninguno de esos regalos. Le tiene un cariño especial a todo lo que trajimos de allí. Yo, si te digo la verdad, apenas recuerdo más que había muchos pobres por todos lados persiguiéndote para que les dieras unas rupias. También que es un país muy hermoso. Si puedes soportar el hedor de las calles y de las gentes, y ver niños muertos en las alcantarillas, te gustará. Pero lo recuerdo más como el escenario de una novela de viajes que como un lugar real. Mira, si fuera por mí, ten por seguro que te regalaría ahora mismo ese plano. Pero Katerina dudo que sea de la misma opinión.
—Lo entiendo, pero me gustaría que, al menos, se lo preguntaras. Mi colección ganaría mucho con un objeto como ese. Y tú no sabes aprovecharlo, no te ofendas, pero no le das el valor que tiene.
Katerina e Irene rieron al otro lado de la habitación. Había algo extrañamente hermoso en ver a dos mujeres sosteniendo un bebé, algo que hasta un hombre que hablaba de sexo, política, atentados o negocios podía apreciar; algo universal, mágico, químico, místico; lo que convertía a la naturaleza en omnipotente y sabia. Ellas dos reían mientras hacían carantoñas a Daniella. Y la vida se regeneraba en una sucesión de karmas y akhasas imposibles de entender para un occidental. En la rueda de la vida.
Entonces se oyeron gritos al otro lado del pasillo. La niña comenzó a llorar. Katerina miró a Fernando; él salió enseguida. Dos salas más allá, separados de la habitación de Daniella por paredes construidas de adoquines y de sueños, Gabriel y Rafael se estaban pegando. Mariana y yo los intentábamos sujetar. Ya nos habíamos llevado un par de empujones. Pero el puñetazo en el rostro que Gabriel propinó a su amigo hizo que ambas los soltáramos a la vez. Rafael cayó de bruces. El labio superior le sangraba. Yo me arrodillé y le toqué la cara, pero me retiró la mano con furia. Me volví a Gabriel. Jamás le había visto pegar a nadie de ese modo.
—¿Qué has hecho? Eres un salvaje, mamá se va a enfadar. No debes pegarle, eso no está bien.
—Pero tú no se lo vas a contar, ¿verdad que no? —Gabriel me contestó sin quitar la vista de su rival, que seguía en el suelo con la mano sobre el labio rajado. La sangre le resbalaba por los dedos.
—Claro que voy a contárselo, en cuanto ellos se vayan.
—No se lo vas a contar porque lo estabas besando, ¡os he visto!
Rafael había empezado a tontear conmigo y Gabriel había dejado de escuchar a Mariana, que le seguía hablando sobre ñoñerías que no le interesaban, y no había podido dejar de observarnos. Así vio cómo él acercaba su rostro a mi boca e intentaba besarme. Y se quiso morir cuando creyó que yo le había devuelto el beso a ese cerdo asqueroso. ¡Maldita yo y maldito él!
Y qué poco podía imaginarme yo sus sentimientos. Pero ¿no era bruja? ¿No debía haber sabido enseguida lo que le ocurría? Gabriel tenía la cara enrojecida. ¿Cuándo podría experimentar qué era eso que le habían contado tantas veces los mayores? Todos hablaban de ello en el colegio, cuando se ponían a cuchichear tras los árboles y miraban a las chicas con ese nerviosismo tonto y esa expresión inconfundible que cambiaban en cuanto las maestras hacían la ronda a su lado.
—¡Tú no has visto que yo le besara! Gabriel, ¡no mientas! —yo le gritaba ahora, mientras intentaba no llorar.
—Claro que no miento. Os he visto muy bien, has dejado que te besara en la boca. Como esas de las que hablan en el patio. Se lo tenía merecido. Y tú también.
—Yo no he hecho lo que tú dices. Solo estábamos hablando. Igual que tú con Mariana. Yo jamás haría eso. ¡No quiero hacerle daño a nadie nunca más!
Empecé a llorar. No volvería a besar jamás a un chico. En toda mi vida volvería a hacerlo. Gabriel no sabía lo que estaba diciendo. Ni un solo beso más, ni viva ni muerta. Nadie volvería a sufrir por mi culpa. Rafael se había levantado y se estaba acercando a Gabriel, pero él le lanzó una mirada furiosa, de hombre en ciernes, de macho que defiende lo suyo, y su contrincante supo interpretarla a tiempo. Rafael se dio la vuelta y echó a andar hacia la puerta.
—Vámonos, Mariana, no quiero estar más aquí con este estúpido. —Ella me acarició la mano al colocarse detrás de su hermano con la cabeza gacha, pero él, antes de salir, se giró y miró con odio a Gabriel.
Algo en él provocaba miedo a sus compañeros del colegio, lo mismo que nos atemorizaba ahora a Mariana y a mí: el temor que siempre infunde lo profundo, lo escondido, lo que no debe ser.
—Que sepas que a Noa le ha gustado —continuó Rafael dirigiéndose a Gabriel—. Algún día me casaré con ella, será para mí. Vete haciéndote a la idea. Tú no eres su novio, eres su hermano. ¡Idiota!