Y me llamaron Lila

Yo no obtuve mi nombre hasta el primer aniversario de mi nacimiento, porque mi namakaran se llevó a cabo cuando los mayores se reunieron de nuevo para la shraad, una vez que el espíritu de mi madre ya había llegado al siguiente nivel de su existencia. Pero a cambio conservé la vida. Mi abuela Asha me llevó consigo y me alimentó con shubat, la sabrosa leche de camella que intercambiaba por sus frutas y sus verduras, las mejores de Jaipur. Al principio, ella misma se ocupaba de plantarlas y arrancarlas y las llevaba luego al mercado, pero enseguida empezó a comprárselas a otros. Sabía bien quiénes conocían el secreto de la tierra para cuidarlas de forma que crecieran hermosísimas de los retoños reventones, asomándose desde el suelo o descolgándose de las alturas, y en qué época debía ir a buscarlas. Los campesinos que las cultivaban preferían ofrecérselas a ella porque era quien mejor se las pagaba: seis annas por una calabaza y cuatro por una docena de berenjenas. Los chiles verdes se vendían mejor que los rojos, nunca a menos de un anna. Después, las exponía en el Gran Bazar, acompañada de los mil olores a cielo, entre los que sobresalían los de la pimienta, el azafrán y el cilantro; de los mil olores a infierno: el del sudor y la suciedad de los infinitos cuerpos arrastrados por el suelo, el de la carne putrefacta de los cadáveres de las ratas entre los puestos, el del combustible de los autos de los sahibs que se metían tan adentro que parecían desear subirse sobre los tenderetes; de los mil colores de las mercancías; de las mil texturas y tintes impetuosos de los saris, los turbantes, las chogas, los cholis, los kurtas y los dhotis de los paseantes o de los que esperaban una seña para ofrecerles mil y una noches; de los mil gritos de todos, que terminaban entendiéndose mejor por gestos. Casi siempre se las compraban los extranjeros que vivían en la ciudad rosa, la visitaban o la atravesaban. En los últimos tiempos, eran muy numerosos.

Asha dejó de ofrecerme solo leche cuando llegó el momento de mi annaprashan, en mi séptimo mes de vida y, tras celebrar la puja a la diosa Nirrti, me dio de comer arroz dulce, que tragué sin reparos ante su regocijo. Así, yo probé mi primera comida sólida antes de ser Lila. El día de la asignación de mi nombre, Neeja había pasado ya dos noches expulsando de su cuerpo restos de comida por arriba y por abajo, y su rostro se veía lívido y su cabeza parecía ida, pero su marido decidió continuar con la ceremonia porque el namakaran no podía posponerse más: un alma anónima durante tanto tiempo podía perderse y enredar en lo que no debía. No querían que la murmuración pasara de corriente revoltosa a océano endemoniado. Mi carta astral con la posición de las estrellas y los planetas, elaborada el duodécimo día de mi nacimiento, había sido muy incierta y ni el astrólogo ni los más sabios ni los más viejos pudieron desentrañar algunas de sus señales, pero el panchangam indicaba que esa fecha era propicia y casi todos los invitados habían llegado ya. Sin embargo, nadie trajo granos de arroz ni dulces que regalar para mostrar su felicidad y proveerme de buen augurio, y ninguna de las vecinas de Neeja tomó las esquinas de mi sari y simuló olas de las que yo emergía, ni tampoco resonaron cánticos con mi nombre ni quiso nadie llenar de flores los altares de las diosas de la casa, ante la ausencia de mi madre Barathi. Solo su espíritu mirándome de cerca. Y a mí me bastaba eso para sonreír, pero a Asha no.

—¿Dónde está tu compasión y la de los tuyos, Neeja? ¿No cumplirás con tu dharma? Es tan solo una niña. No ha pecado conscientemente. Si alguien pecó a sabiendas, no fue ella.

Asha ignoró la mirada reprobatoria de los hombres. No se atreverían a echarla ni a recriminarle, también ellos la temían. El miedo hacía que el respeto fluyera de su pecho y de sus manos. Y sabía que Neeja la estaba oyendo, aunque se mantuviera en un rincón, alejada. Al estar enferma, no tenía que asistir a la ceremonia, pero habría podido permitir que alguna de sus nueras ocupara el lugar de Barathi. Asha se dispuso a prepararme. Prolongó el baño un poco más de lo habitual para disolver en él mi falta y me secó con energía. Entonces, sin mostrar mi cuerpecito desnudo, me envolvió con rapidez en una pequeña túnica nueva de un vivo verde esmeralda. Parecía una maharaní. Aplicó kohl en mis ojos y en el dorso de mis manos, y en mis pies trazó con henna una hermosa flor de alargados pistilos. Yo sonreía. Mis pestañas de color canela subían y bajaban como colas de pavo real. Luego me mojó la frente y la nuca, me levantó por el aire y me recostó sobre las rodillas del que había sido su yerno. El aroma del incienso revoloteaba entre las cabezas. El sacerdote tomó el pliego con el horóscopo y lo dejó ante las figuras de Siva y de Nirrti, y les dedicó a ellas sus plegarias. También a Agni, el dios del fuego sagrado y de la purificación; a los elementos; a los espíritus y a sus antepasados, en especial a mi madre muerta. Y a todos ellos rezó para que me protegieran.

Aunque sabía que no debía, Asha se alegró de que Neeja estuviera sufriendo. Su magia había surtido efecto de nuevo: bastaron unos trozos de corteza de neem; la brisa del árbol de la margosa daba la salud pero el jugo de su cáscara la sustraía. Y su karma se resentiría por ello o quizás incluso algún día sería castigada, pero había caminos que todavía no había conseguido enderezar. También sabía que no lo haría nunca. Logró dominarse y no se rio de su pensamiento mientras el sacerdote bendecía a la cuarta hija de su Barathi añorada. El nombre elegido para la primera había sido Bhuvi, cielo; el de la segunda Bhumika, tierra; y Chandrika, luna, el de la tercera. Todas ellas observaban mientras su padre me elevaba por encima de su frente y me cantaba al oído derecho mi nombre, susurrándolo a través de una hoja de betel: el que Asha había soñado para mí y que el sacerdote completó entonces con mi apodo nakshatra, secreto para que mis enemigos no pudieran encontrarme; el de la diosa de la familia; y el del mes y el día en que nací. Su nieta, de la casta de los guerreros, de los rajputas como ella, ya tenía nombre en esta vida: Rohini Aditi Lila.