Las flores de cardamomo convierten los recuerdos en humo

A menudo, Katerina se sentaba en el butacón de capitoné gris y seguía tejiendo. Después de la primera prenda, algo parecido a un jersey de lana azul, habían surgido de entre sus manos muchas otras: una bufanda verde mar, larga como una colcha; unos calcetines rojos tan grandes que al final sirvieron como calzones; unos guantes, de los cuales uno había resultado tener, por un misterio inescrutable y vil, seis dedos y el otro tan solo cuatro. La que llevaba tejiendo desde hacía meses era una aspirante a manta a cuadros amarillos y anaranjados que nadie sabía cómo llegaría a encajar con las tapicerías, aunque todos nos cuidábamos mucho de decirlo en alto. Yo me había acostumbrado a ver a mi madre de este mundo encogida sobre el sillón, con su gruesa chaqueta de paño gris marengo, la falda hasta los pies, sus rubios rizos aplastados en un moño, el rostro amarillento por la luz tenue de la lamparilla y la labor cayendo en una cesta de mimbre similar a la que usaban en mi aldea para llevar comida o boñigas. Esa imagen de una Katerina desvaída había sustituido a la de la mujer resuelta y real que había conocido en la India.

A veces me quedaba medio oculta tras la puerta observándola. ¿Adónde se había ido? ¿Cómo había sucedido el fenómeno contrario al natural? Lo normal era que el alma reviviera en otro cuerpo cuando el original se había consumido en sus cenizas, pero la sustancia de Katerina seguía allí, yo podía verla y hasta tocarla si me hubiera atrevido, y era su espíritu el que había huido. Aquella mujer que me gustaba tanto, vivaracha, alegre, siempre moviéndose de un lado para otro como una gacela de cuernos blancos, se había quedado en algún lugar de Jaipur y solo había regresado la materia que la contenía.

Y había cumplido la promesa de no volver a tocar, pero no pudo deshacerse del piano. Del violonchelo era mucho más fácil: lo había subido al desván y allí estaba, desafinándose con la humedad, triste sin volver a sonar. Pero el piano era demasiado grande y no había sido capaz de hacer que se lo llevaran. Ese bellísimo instrumento, altivo y zalamero como una yegua alazán, escondía entre sus teclas y sus cuerdas la memoria de demasiadas sonatas y bemoles; seguía allí, en la sala de al lado, pero callaba como los muertos que se resistían a volver y vagaban por el Antarloka, el mundo del medio, el plano sutil o astral, esperando a su siguiente reencarnación si no habían acumulado un mal karma que tuvieran que neutralizar en el infierno Naraka. La única nota que yo había escuchado brotar de él fue la que emitió al limpiarlo Erik, el fornido alemán sin pelo que vivía en la casita del fondo del patio y ejercía de mayordomo, jardinero, chófer y hasta cocinero en ocasiones. ¿Cómo podía un hombre calvo tener las cejas tan rubias y pobladas? Al conocerlo, lo miré muy seria. Él se acarició la cabeza desnuda, me rebautizó como la «dulce señorita» y me ofreció una flor. Desde entonces, se me iluminaba el rostro al verlo y él guardaba para mí un caramelo, un poco de la mermelada que acababa de preparar con los frutos de temporada o el capullo más bonito que creciera en el jardín.

Erik odiaba poner a punto el piano: siempre temía romper alguna de sus cientos de piezas especiales y carísimas. Sin embargo lo hacía con mucho mimo, como se limpia aquello que se sabe que alguna vez volverá a tener utilidad o se alberga el deseo íntimo de que eso suceda. Él no podía resignarse a que jamás volviera a sonar. Pero yo sabía que sí sonaría y, a veces, colocaba encima de él una guirnalda de las flores amarillas o naranjas que trenzaba igual que hacía con mi dadi en la India, y se las ofrecía como a la diosa Kali antes de rezarle su oración.

También me había acostumbrado a orar siguiendo mi propio ritual. Allí no había incienso, no había tierra sagrada ni las mismas flores, no había altar, no había fuego ni akhasa ni moksha. Nadie creía en el reino de la oscuridad, en los mundos más bajos, en el infame lugar donde las almas aún novicias y los demonios transitan hasta que sus karmas se resuelven. Fue justo en ese mundo de incrédulos, agnósticos, católicos, protestantes y judíos donde me percaté de que las diosas de mi casa, en las que realmente quería creer, acudían a mí si las llamaba y, sin embargo, ya hacía mucho que había desistido de contarle a Katerina mi secreto, cómo hacía para volver a ver y a percibir cerca a mis seres queridos muertos. Ella no quería escucharme. Asha me lo había advertido: si ellos no desean reunirse con los que les hablan desde el otro lado, estos jamás invadirán con sus cuerpos astrales el Antarloka, ni se les presentarán en sueños ni mucho menos en el mundo físico. Tampoco había logrado acercarme a Fernando. Él no se había aficionado a una nueva pasión, como la de jugar al ajedrez o pintar cuadros, e incluso había abandonado la caza y hasta la lectura; solo se dejaba caer en el butacón al lado de Katerina y, mientras ella seguía tejiendo, perdía la vista al otro lado del jardín, en algún lugar comprendido entre los árboles y el cielo. Yo no era capaz de conocer sus pensamientos, aunque intuía que su hija ocupaba buena parte de ellos. A veces, la fotografía elegida para el día asomaba en su bolsillo y Noa le sonreía inmutable desde allí.

Todas las noches, después de cenar en silencio, Gabriel besaba a su padre y Katerina lo acompañaba a su habitación, aunque el niño siempre se resistía, y después repetía las mismas acciones: se aseguraba de que las ventanas estuvieran bien cerradas y de que se hubiera arropado, y le llenaba un vaso de agua, lo abrazaba fuerte y se despedía de él con un beso tierno en las mejillas, que el chico ya había vuelto a tolerar, y entonces pasaba a mi dormitorio y seguía el mismo ritual, me besaba con la misma dulzura que a su hijo y me daba las buenas noches antes de apagar la luz y salir. Katerina se dirigiría entonces a su habitación. La escuchaba abrir el grifo de su baño y asearse, lavarse los dientes, dejar correr el agua de la cisterna y cerrar con cuidado la puerta antes de acostarse. Fernando seguía mucho tiempo más en el salón, sin hacer ni un ruido, esperando no se sabía qué, con las manos entrelazadas y la vista enajenada, sintiéndose atrapado en una parte de sí mismo que no sabía ni quería compartir.

Sin embargo, otras veces parecía que se diluyera de algún modo el recuerdo de Noa y, por unos momentos, el resplandor de la esperanza inundaba las estancias de la casa y a sus habitantes. Katerina recobraba el brillo de sus ojos y la suavidad de su rostro, se aplicaba un poco de color en las mejillas y en los labios, se soltaba el pelo y se peinaba como antes. Durante unas horas jubilosas, volvía a ser ella, recuperaba también su esencia y contagiaba sin remedio a su marido, cuando lo recibía al volver del trabajo con un beso que a mí me parecía más sabroso, más largo, más indulgente. Un beso de adultos de los que jamás había visto hasta que ellos me los mostraron y que me dejaban la sensación de estar contemplando algo privado e indebido. Y hasta Gabriel parecía mirar a su madre de otro modo y pasarle el pan en la comida sin desear que se le atragantara.

En una de esas ocasiones, Katerina había preparado una cena especial, la carne de pavo con puré de moras favorita de su hijo, y todos habíamos charlado sobre las mismas cosas que las familias normales: el trabajo de Fernando, mis amigas, las calificaciones del colegio, la tarde que había pasado mi madre de este mundo. Yo retiré los platos mientras Gabriel arrojaba algunos troncos más a la chimenea. Katerina y Fernando se sentaron juntos en el sillón grande, el más cercano al calor de las llamas, y se dieron la mano; él la miraba, ella lo buscaba; ambos sonreían al hablar, reían a la vez, aproximaban sus rostros cada vez un poco más, hasta que se llegaban a rozar, la piel y la otra piel. Cuando llegó la hora de irse a dormir, ella se levantó y le preguntó si esa noche se acostaría temprano. Fernando solo negó con la cabeza antes de que ella se fuera a su habitación de nuevo sin su marido y volviera a ponerse en marcha la dolorosa rueda de la memoria y la soledad. Entonces recordé la primera vez que mi abuela se me apareció, el día en que enterramos la muñeca de Noa, y entendí por fin lo que me había dicho: «Tienes que ayudarlos a olvidar. Las personas felices son las que perdonan y olvidan, las que son capaces de seguir sin recordar lo que les hizo mal. Pero ellos ahora no se perdonan a sí mismos. Tienes que ayudarlos». Y supe de pronto lo que debía hacer.

Al día siguiente, al concluir las clases de la tarde, en lugar de seguir el camino de siempre, me dirigí hacia el lado contrario.

—Vamos por aquí. Hoy tenéis que acompañarme a un sitio.

—¿Y cuál es ese sitio tan misterioso? —me preguntó Lenka.

—Ahora lo veréis. Si consigo encontrarlo.

Mis amigas intentaban seguirme el paso. El corazón les latía deprisa. Al fin haríamos algo distinto. Mariana, la más cauta, intentaba indagar en mis ojos la pista que necesitaba para atar cabos. Pero desistió pronto. Yo era siempre la más transparente, menos cuando no quería serlo.

—¿Adónde vamos? Si no nos lo dices, no podremos ayudarte —me dijo Mariana.

—A subir al tranvía. Hoy daremos un paseo muy largo.

Con pasos rápidos, dejamos atrás la calle Stepanska y llegamos a Karlovo Námestí. El parque estaba repleto de árboles altísimos y picudos que jamás había visto en la India, pero que ya echaría de menos si, por alguna razón, tuviera que abandonarlos. El invierno claudicaría pronto y su huida se adivinaba en las nuevas yemas, escondidas aún entre la escarcha. La plaza a esas horas solía estar llena de praguenses con sombrero de fieltro, guantes de piel, abrigo y caras rojas. El enorme artefacto rebufaba ya por detrás de los árboles, mientras recorría su camino hacia la parada, en paralelo a algunas facultades de la Universidad Karlova, la más antigua de Centroeuropa. Tuvimos que echar a correr para que no se nos escapara. El conductor nos miró con recelo: las niñas con uniforme no se hallaban entre sus pasajeros favoritos. Yo odiaba la plaza: sabía que en ella, hacía tantos años como los transcurridos desde que los maharajás vivían en palacios con cúpulas de oro y el viento llevaba al pueblo sus edictos silbando sobre ondas plateadas, se encontraba el Mercado de Ganado, el más grande de la ciudad. Era Praga un lugar lleno de fantasmas y ya los conocía bien a casi todos, los de las reses y también los de los humanos. Y allí presentía en las entrañas animales el miedo atroz que les producía la anticipación de la muerte. Algunos se resistían a irse con uñas y dientes.

El tranvía giró en busca del Moldava. Me estremecí: en aquel edificio lleno de ventanales y dinteles jónicos al otro lado de la calle, varios consejeros y ediles católicos fueron arrojados desde la ventana más alta por una masa de hombres enfurecidos que sentían que su religión estaba siendo menospreciada. Sus cráneos y otros huesos algo menos valiosos se quebraron contra la tierra embarrada al pie del Viejo Ayuntamiento de la Nové Mesto. Esa sangre derramada atrajo mucha más sangre, la que se vertió en la guerra de católicos contra protestantes y sumió a Checoslovaquia en el dolor de la rebelión husita durante décadas, aunque entonces yo solo era capaz de verla y no entendiera nada sobre sus razones. Los tres triángulos de la fachada del edificio junto a la torre me recordaron el tocado picudo de la diosa Sarawasti. Pero la angustia se me pasó pronto; ya casi había aprendido a controlar esas imágenes extrañas que se adueñaban a veces de mi ser.

Dejamos atrás la iglesia de San Ignacio, con su cúpula globosa verde esmeralda, en la que el santo se reía desde lo alto a sabiendas de que ese lugar estaba reservado para sus superiores: la Virgen y su hijo resucitado. Yo ya había estudiado quiénes eran, ¡qué curioso que el dios de los católicos se encarnara en él mismo!

—¡Mirad! ¡Qué bonito el río! ¿Cuándo vendremos otra vez a patinar? Ya estoy cansada de que seáis tan miedosas. —Lenka estaba roja de emoción.

Pegamos las narices a la ventanilla. El frío del cristal no nos hizo retroceder y enseguida el vaho dibujó formas redondeadas que enmarcaban nuestras caras formando una hermosa imagen que parecía difuminada en agua de rocío. Al otro lado, por fin el tranvía había llegado a la calle paralela a las márgenes del río y se alejaba de la Nové Mesto. El Moldava seguía helado y los trineos y los patinadores lo recorrían haciendo piruetas mágicas debajo del puente de las Legiones, como dibujos de mandalas en círculos místicos, sin comienzo ni final. Una patinadora bajo un gorro con un enorme pompón verde se cayó al suelo y, al instante, dos niños se toparon con ella y terminaron los tres hechos un gurruño de abrigos, piernas y patines.

—Vamos al Mercado Viejo, el del Barrio Judío. Tengo que conseguir unas cuantas cosas.

—¿Y por qué no vas con tu madre? —preguntó Lenka.

—Porque está muerta.

—¡Lila! No bromees con eso, ya sabes a lo que me refiero. —Los ojos de Lenka chispeaban cuando se alteraba. Eran como pájaros jugueteando sobre el agua de un estanque.

—Porque no debe saber lo que voy a hacer. Voy a arreglar esto. Ya es hora de que alguien haga algo.

—Ya, y lo que quieres arreglar es…

—Mi familia. Ha llegado el momento. Mi dadi decía que todo fluye, que todo es como tiene que ser, pero muchas veces hacía lo contrario a lo que decía. Y además ella me dijo que debía hacerles olvidar. Venga, nos bajamos aquí.

El tranvía se detuvo en la plaza Smetana, la de los cuatro nombres. Yo los conocía todos; también sus historias pasadas y futuras. Aunque no podía saber si habían sido o si serían, y tampoco, a veces, ni siquiera sus razones. ¿Por qué el joven Jan se quemó ante un rey de mirada de bronce? ¿Por qué el Mozart austriaco sustituyó al Smetana eslovaco? ¿Quiénes formarían el Ejército Rojo? ¿Serían hombres o demonios? Casi siempre prefería olvidar lo que intuía y no se lo contaba a nadie, era en vano: no estaba segura de que pudiera cambiar algo. Tampoco sabía si la estatua del hermoso ángel que tanto me gustaba saldría volando por los aires cuando los hombres que visualizaba con intensidad por toda Praga, portando un símbolo muy parecido a la esvástica de las escrituras sagradas de la suerte y la reencarnación, invadieran esa plaza para usar como cuartel general la deliciosa Casa de los Artistas. Me quedé mirando al ángel: su color dorado era el del Palacio de los Vientos.

Bajamos en dos saltitos del flamante vagón de hierro pintado en verde. El ruido de sus puertas al cerrarse parecía el choque de dos ricksaws en una de las congestionadas calles de Jaipur: chirriante, seco, desentonado. Como de monstruos ráksasa, de diez cabezas y uñas venenosas, estornudando.

—Daos prisa, no podemos llegar muy tarde a casa.

Lenka me observaba enfurruñada y yo me sentía muy feliz de haberlas conocido.

—De acuerdo, os lo cuento ya: es la primera vez que voy a hacer magia.

—¿Magia? —me preguntaron las dos a la vez. Luego se llevaron las manos a la boca, se miraron y estallaron en carcajadas nerviosas.

—Pero si llevas haciéndola desde que te conocemos, a ver si no cómo conseguiste que esta empezara a hablar —respondió Lenka en un impulso.

—No os pongáis nerviosas, es magia buena. En realidad no sé si es magia o no, solo sé que funcionará. Si consigo encontrar los ingredientes que necesito. No sé ni cómo se llaman muchos aquí ni si los venderán tan lejos de la India.

—¿Y sabes si incumples alguna ley de tu magia? —me preguntó Mariana en voz baja.

—Es algo bueno para otra persona, lo que voy a hacer es solo por ellos. No puede pasarme nada.

—¿Estás segura?

No le respondí, seguí andando deprisa. La calle Siroká se adentraba en el antiquísimo Barrio Judío y se extendía en línea recta entre puntitos de luz que parpadeaban: las bajas farolas de hierro fundido, las pequeñas tiendas abiertas todavía, las ventanas encendidas en los pisos más bajos. Otros edificios aún se hallaban en ruinas: habían sido derribados para acabar con siglos de hacinamiento, suciedad y pobreza; también para que muchos ganaran dinero construyendo los nuevos. El aire frío nos erizó la piel bajo nuestras tupidas trencas pero apenas lo sentimos: estábamos viviendo una aventura maravillosa a las orillas de un Moldava tan cercano que el olor a patatas y a castañas asadas de los puestos en el Josefov se desdibujaba en el efluvio de sus aguas.

—Espero que sepas lo que haces. Y también que no conviertas a nadie en sapo. Aunque, pensándolo bien, ¡sería muy divertido!

Mariana tuvo que contener la sonrisa mientras pensaba en la posibilidad de ver saltar por encima de las mesas a Jana, la estúpida de segundo que se comía a veces su merienda, con la piel mojada y moteada de verde, y los ojos como huevos, seguida por la mitad de sus compañeros de clase; en especial, de muchas de las chicas, todas ellas con la misma pinta de batracio.

—Lila, no irás a hacerle algo malo a tu hermano, ¿no? —me preguntó Lenka—. Ya se porta un poco mejor contigo.

—Jamás le haría mal a nadie, parece mentira que no lo sepas. Ni siquiera a Jana. Aunque a veces algunos se lo merecerían. Ahora necesito flores de cardamomo, pétalos de la flor de la pasión y una pieza de haritaki.

—Sí, es muy probable que aquí encuentres todo eso… ¡Lila! ¡Despierta! Que estás a miles de kilómetros de la India —objetó Lenka con ímpetu.

—Hay una tienda, camuflada como farmacia, en la que sus dueños practican artes de magia y brujería. También leen el futuro. Podrían tener algunas de esas cosas u otras que las sustituyan.

—¿Y qué harás con el no sé qué taki ese? ¿Se lo tienen que comer? ¡Qué asco!

Lenka puso los ojos bizcos y sacó la lengua en una mueca de repugnancia tan expresiva como era habitual en ella. Mariana se rio con ganas.

—El haritaki es una fruta milagrosa. Dicen que sirve para la inmortalidad. Aunque ninguna magia, por muy potente que sea, debería ir contra las Leyes de la Vida. Estamos en invierno, así que se debe mezclar con cúrcuma y flores de cardamomo. De todo eso, tengo que extraer el jugo y conseguir que los dos lo tomen por la noche, en la cena, antes de que la luna se dé la vuelta y empiece a huir. Es la mezcla del olvido, de la desmemoria, del perdón. Tendrán que olvidarse de ellos para volver a ser ellos.

—¿Estás segura, Noa?

Mariana había dejado de reír. Estaba empezando a ponerse nerviosa. Todavía recordaba el dolor en el estómago que le sobrevino a la maestra aquel día en que ella no se había sabido la lección. La pobre tuvo que salir corriendo del aula para ir al baño. Yo les juré por mi abuela y por mi madre que no había tenido nada que ver, que solo usaba mi magia para hacer el bien, nunca para dañar a otros; pero si logré que las heridas en la rodilla de Lenka cuando se cayó de la bicicleta dejaran de sangrar y le dolieran menos, ¿cómo podían ellas creer que no sería capaz de lo que estaban pensando?

—¿Y por qué solo con tus padres? —preguntó Mariana—. Si realmente quieres que olviden, ¿por qué no arreglas a los tres al mismo tiempo y santas pascuas? A Gabriel también le vendría bien olvidar, seguramente te dejaría en paz.

—Pues por eso, porque lo haría pretendiendo conseguir algo bueno para mí.

—No, si está muy claro. Lo de tus padres no es bueno para ti y lo de tu hermano sí. Y como es algo bueno para ti, no puedes hacerlo. Solo puedes usar esos poderes mágicos que tienes para hacer cosas buenas para los demás.

—Exacto. A Katerina y Fernando solo quiero ayudarlos porque me da mucha pena que estén así, tan tristes, tan solos, tan… separados. Ya casi ni se hablan. Teníais que haber visto lo que se querían cuando los conocí. Cómo se apoyaron el uno al otro cuando Noa murió y decidieron traerme a Europa. Se siguen queriendo mucho, aunque no se acuerdan.

—No te entiendo, ni entiendo tampoco esta magia rara tuya llena de leyes que no conoces bien y que no puedes usar para hacer cosas buenas para ti. ¿De qué te sirve entonces?

—Lenka, eso debes entenderlo tú sola. —La tomé de la mano: parecía tan distinta a como era en realidad que, en ocasiones, había que cerrar los ojos para saber verla—. Aunque recordadme algún día que os cuente la historia de mis dos abuelas, es posible que ahí tengamos la respuesta.

Mi amiga polaca presintió que necesitaba su apoyo y me apretó con fuerza la mano. Mariana se nos unió. Llegamos a la puerta del viejo Cementerio Judío. La verja chirrió cuando el cuidador pasó por décima vez un cepillo de cerdas metálicas para limpiar con agua y jabón la herrumbre. Justo enfrente, varias personas entraban en la sinagoga Pynkas. Los hombres llevaban la cabeza cubierta con la kipá, las mujeres miraban al suelo.

Tener una amiga como yo era divertido pero también desconcertante: ¿sería verdad que los muertos me hablaban? Lenka deseaba que le hablaran a ella, poder comunicarse con su abuela Rania y con su prima, que murió de gripe cuando las dos eran muy pequeñas. La que tenía los ojos amarillos como su padre y aún le faltaban muchos dientes, pero era capaz de roer el queso añejo que quedaba olvidado en el aparador de la casa de campo, en las montañas de Tatry. ¡Qué recuerdos más bonitos le venían a la memoria de su Polonia! A veces, Lenka seguía todas las instrucciones que yo les había dado, pero nada. Y si de verdad me hablaban los muertos, ¿conocería también sus secretos?

—Vamos, tenemos que entrar —les dije.

—¿Adónde tenemos que entrar? ¿Al cementerio? —Mariana sonrió al preguntar. Sabía la respuesta.

Pero Lenka se había separado de nosotras de un brinco. Las dos estaban dejando ya de ser niñas, aunque sus ojos eran todavía infantiles y ahora hablaban de miedo y de excitación, de compartir una correría o dejarla en el cajón de las de «No nos atrevimos».

—Te has vuelto loca —dijo Lenka—. Yo no pienso entrar ahí y menos de noche. Ya tengo bastante con mis padres, que no paran de insistir para que vaya con ellos a la sinagoga.

—De acuerdo, tú quédate aquí fuera. Mariana, ¿vienes?

—¿Lo dudas? No sé qué mosca te ha picado hoy, pero no pienso quedarme sin saberlo. Toma, Lenka, quédate con las carteras.

—¿Y vais a dejarme aquí sola? Ni hablar.

Nos dimos la mano y recorrimos agarradas la senda que marcaban las pisadas de otros muchos. En el efluvio de las tumbas había algo que me traía recuerdos de mi país en oleadas. La espiritualidad del ser. En ningún otro sitio había visto más almas; en ningún otro rincón, edificio, plaza, parque, callejón o callejuela, tienda o glorieta, en ningún otro lugar al abrigo del viento o a la luz intensa de la luna balanceándose en su cuna de noche; en ningún otro escondite o balcón de toda Praga había podido sentir con más fuerza a mi madre y a mi abuela. También a Barathi, a Bhuvi y a Bhumika; a Rahul y a Noa. Como si estuvieran allí en carne y hueso. Una parte diferenciada de sí mismos seguía meciéndose en las olas de ese espacio intangible que existía en alguna partícula del Universo.

—Lila, ¿tú sabes qué significan esas marcas?

Mariana se acercó más a una de las lápidas. Señalaba con el dedo unos dibujos tallados en la piedra inclinada en un ángulo agudo sobre otras muchas, como en un castaño crecen las setas.

—¿Marcas? —preguntó Lenka—. Dejaos de marcas y termina ya con lo que tengas que hacer aquí, por el amor de cualquiera de los dioses que queráis.

—Tranquila, Lenka, ellos son mucho menos peligrosos que nosotros. Mariana, ¿te refieres a las uvas?

—Sí, a esa especie de dibujos: leones, racimos de uvas, tijeras…

—Si así nos vamos antes… —interrumpió Lenka—. Los dibujos son símbolos de cómo era el muerto o su familia. Los racimos representan riqueza; las tijeras indicaban que eran sastres, y los leones, que el fallecido pertenecía a la familia de Judá.

—¿Y las piedrecitas? —Mariana cogió una de la tumba más cercana.

—Nosotros, al menos en mi familia, no ponemos flores en los cementerios. Dejamos piedras para recordar que el pueblo de Israel anduvo por el desierto antes de llegar a la Tierra Prometida. En ese larguísimo viaje, cuando alguien moría, los demás dejaban piedras para señalar el sitio donde le habían enterrado.

De repente, dejé de oírlas discutir y, en un instante, también de verlas. Empecé a oler a flores de agapanto; también al aroma de las plantas venenosas de karabi. Ni rastro de frío quedaba en mi piel, ni rastro de sensaciones físicas más allá del calor de la caricia con que mi abuela me saludaba. Oí su voz como si detrás de ella cayeran decenas de gotas de escarcha.

Dadi, ¿por qué quieres que te escuche ahora?

Namasté, mi pequeña mochuela blanca. No olvides tus costumbres, son parte de ti misma. Sobre todo las buenas.

—Hace tiempo que no venías a mí.

—Lo estabas haciendo muy bien, no me necesitabas.

—¿Y ahora? ¿Por qué vienes ahora? ¿No debo dejarles sin memoria? ¿Está mal? ¿No debo hacerlo?

—Yo no soy quién para dirigirte, Lila. Ya no. Ya sabes que toda magia puede tener consecuencias, no solo para ti, sino también para los otros. Siempre hay consecuencias, en un mundo, en otro o en el del medio.

—Pero yo no quiero hacer el mal.

—No es el mal o el bien, son las acciones. Ya deberías saberlo, Lila. Pero se puede decidir el camino. Siempre se puede, nada nos obliga a tomar una u otra senda. Ahora decides tú. Yo solo vengo a avisarte. Es divertido estar más allá de la vida. Aquí ya no hay reglas. Escúchame bien: debes buscar los regalos de Burbujas y de la raní y esconderlos en el sitio más recóndito. Nadie debe descubrirlos ni volver a verlos nunca más. Sería la ruina de aquellos que te quieren. No deben olvidar la maldición. El karma es lo que hace que las maldiciones funcionen, se crea en ellas o no. Y la de la piedra de la raní procede del principio de los tiempos. Es muy potente. No deben ignorarla.

—Y ¿dónde están esos regalos, dadi? Yo no los he visto. No sé cuáles son.

—Deja que te siga guiando tu corazón. Pero no olvides lo que te he dicho.

—¿Volverás a verme?

—¿Acaso no lo sabes?

—No quiero que te vayas. Todavía no.

—Sigue este camino, Lila, sigue el camino de tu corazón, de tu propia esencia. Todo tiene un principio y un fin, nada es infinito. Ni siquiera el ser.

Mi abuela siempre se despedía batiendo alas de libélula en mis labios y en mis mejillas. Al volver, percibí además un sabor dulce en el paladar y vi partículas de luz azul y blanca. De nuevo el frío me subió desde los pies, ese frío doloroso y húmedo de Praga que se infiltraba en la carne como el veneno de una mordedura de serpiente cascabel. Mis amigas no se habían movido del sitio. Solo había pasado absorta unos segundos.

—Bueno, vamos a dejarnos ya de tonterías, que me estoy helando, ¿vas a decirnos qué hacemos aquí o qué? ¡Lila!

Sonreí a Lenka; vi el tono índigo de la desesperación en su mirada. De momento no les contaría nada. Ellas no necesitaban saber. El aroma del agapanto se diluyó y regresó el olor a tumbas mojadas y a hojas muertas. El viento silbó su melodía fúnebre a través de las ramas. Algo se movió detrás de una estatua de lobo. Tal vez el Golem escondiéndose para escapar una vez más.

—Ya podemos irnos.

—¿Y ya está? ¿Solo es esto? —gritó Lenka—. ¿Entramos aquí, te quedas ahí atontada mirando al aire y nos vamos, así, sin más? A veces me pregunto qué hago con vosotras dos, estáis locas como cabras.

Lenka tenía las manos heladas y la nariz roja. Mariana no se resistió a mirarla. Estaba hermosísima cuando se enfadaba. Y cuando no, también; Lenka siempre le parecía hermosísima.

—Estás con nosotras porque con las otras niñas de la clase no te diviertes tanto —le respondí— y porque somos tus mejores amigas, Lenka. Y también porque nos queremos. ¡A ver quién se queda aquí la última!

A todo correr abandonamos el cementerio, las carteras colgadas en bandolera nos rebotaban sobre las piernas; enseguida nos adentramos en el corazón del Barrio Judío. Decenas de puestos aguardaban todavía la visita de los compradores tardíos, aunque algunos tenderos tenían a sus pies cajones de madera en los que recogían sus mercancías: cuchillos, cacerolas, largas escobas; pañuelos, sombreros, bufandas de lana y guantes de piel de oveja; también comida, juguetes de madera o libros antiguos. Otros ya habían extendido una gran lona oscura, rematada con recias cuerdas, por encima de sus productos. Yo los miraba nerviosa, aunque confiaba en encontrar lo que buscaba. Una vieja con ojos de lechuza se cruzó en nuestro camino. Su pelo encanecido caía suelto sobre los hombros. Me miró con descaro, quizás me descubrió. Ignoré su pensamiento. Cada vez quedaban menos vendedores ofreciendo su género. Entonces la vi; allí estaba, al otro lado de la calle, la tienda donde lo encontraría todo. Ahora solo hacía falta esperar; tan solo esperar a que la luna llena se durmiera hasta tres veces. Después, todo mejoraría.