Los ratones no hablan

Y pasaron muchos otros días y muchas otras noches, y los días y las noches, que al principio eran de piedra, se volvieron solo bruma. Ya podía mirar atrás sin sentir que me invadía un espacio y un tiempo ajenos. En ese nuevo atardecer lluvioso que iba despidiendo el día, Gabriel y Fernando habían salido juntos a hacer recados y yo sabía que tardarían. Había pasado un rato cepillándome el cabello, intentando decidirme a hablar con Katerina. Lo último que quería era molestarla. Y mientras lo pensaba, me miraba al espejo y observaba mi pelo. De todo lo que tuve que despedirme al abandonar el que hasta entonces había sido mi único hogar, justo de eso era de lo que más me acordaba. La larguísima coleta negra y suave había caído en un instante a mi espalda, de un tijeretazo traidor, y aún no me había acostumbrado a mi nuevo peinado: una melena lo bastante larga como para dividirla en dos trenzas compactas y un flequillo rebelde que Katerina nunca conseguía peinar hacia adelante sin apelmazarlo antes con mucha agua de colonia. Cómo se habrían reído mis hermanas y mis primas de mis ojos escondidos como los de una mula; ninguna mujer en la aldea llevaba jamás la frente tapada. Sin embargo, yo no me había quejado. Solo a base de ladearme el flequillo había conseguido que Katerina se apiadara de mí y aún no había vuelto a recortarme el mechón un dedo por encima de los ojos.

Terminé de anudarme la trenza y miré alrededor. De las nuevas costumbres, las que más me habían sorprendido eran las que transcurrían en el cuarto de baño: esa incómoda taza y el funcionamiento del agujero. ¡Qué curioso milagro el de la bañera! Ver caer el agua de la alcachofa era tan maravilloso como observarla brotar del cielo con los monzones, pero más cómodo y mucho menos peligroso. Allí, salía del grifo y en nuestra propia casa; bastaba con girar la manija y el chorro fluía para mí. Qué alegría al comprobar que el líquido salía sin cesar, helado, limpio, con un sabor a papaya fresca, sin la papaya; un olor similar al de la colonia que rezumaban algunas ingrese cuando iban a comprar al bazar que a mi abuela tanta gracia le hacía: «Parece que vayan a servirse ellas mismas en un plato con dhoti y arroz», decía, y yo, con la mirada, le daba la razón. El agua corriente olía como esas mujeres: higiénica, artificial.

Cuando por fin me atreví a hablarle a Katerina sobre lo que me preocupaba, me acerqué despacio, no quería asustarla. Iba descalza pero ella ya sabía que de nada serviría recriminármelo.

Mamabís, no quiero ser una carga. Yo sé trabajar. Lo hacía con gusto en Jaipur. Aquí también debe de haber algo en lo que pueda ocupar mi tiempo.

Katerina dejó a un lado la labor que había empezado a tejer ya en el viaje de vuelta. Las agujas largas y brillantes se enredaban en un hilo crema que brillaba al moverse con una rapidez insospechada, solo propia de un embrujo.

—Desearía ayudar, no quiero vivir en esta casa sin demostrarte mi gratitud. Con mi trabajo, contribuiré a llenar la despensa, al menos.

—Te honra tu intención. Pero la despensa ya está llena. En este país, las niñas de familias como la nuestra solo se educan y se preparan para ser buenas esposas y madres, y muy pocas se dedican a otra cosa, aunque tal vez tú lo desees, cuando te llegue el momento.

—Pero yo quiero trabajar. Siempre lo he hecho. Es mi obligación.

—Aquí tienes otras obligaciones. De hecho, creo que debemos ir solucionando otra cuestión muy importante. Hace tiempo que lo pienso. En primer lugar, está lo de leer y escribir. Con tu edad, los niños aquí ya saben. Yo no te he visto hacerlo, ¿te enseñó tu abuela?

Recordé de sopetón las numerosas tardes que pasé junto a Asha intentando identificar y repetir esos signos tan extraños. «Tienes que aprender rápido, mi pequeña mochuela blanca, que para saber contar lo que vendes y lo que compras, hay que conocer los números y las letras, y también te valdrán para mucho más, aunque ahora no lo creas», me animaba cuando me quejaba. Asha me hacía repetirlos muchas veces con tizas de colores en la tabla de madera, como ella había aprendido en la escuela, junto a sus hermanas. De niñas, habían disfrutado de una vida mucho más relajada gracias a que sus padres habían hecho dinero con la profesión de talladores, que, de todas ellas, solo Neeja prosiguió. Aunque las vacas habían adelgazado por culpa de sus bodas, demasiadas para su bolsillo. Al recordar a Asha y sus enseñanzas, volví a sentir el dolor en mis dedos mientras intentaba copiar esos dibujos diferentes. Pero cuando lo logré, me sentí muy satisfecha: podía hacer algo de lo que ninguna de mis hermanas era capaz, ni tan siquiera Rahul lo hacía tan bien como yo.

—Sí, sí que sé. En inglés, en sánscrito y en urdu.

Respondí con el orgullo reflejado en mis ojos como el rayo de sol reverbera sobre la escarcha.

—Bien, pues entonces debemos avanzar. Ya conoces el inglés, aunque tenemos que trabajar para mejorar el acento, pero debes aprender checo. Estamos decidiendo el colegio al que llevarte. El Gymnasium alemán no me convence. Es un idioma demasiado brusco para empezar. Quizás el Liceo francés. Allí aprenderías ese idioma, pero la mayor parte de los niños hablarán en alemán y en checo, y también terminarás conociéndolos. Yo puedo ayudarte antes de que empieces. Y con Fernando, Gabriel habla a menudo en español, para no olvidarlo. No puedes estar toda la vida sin ir a la escuela.

—¿Al colegio? —Sonreí.

—Sí, claro, al colegio. Aquí todos los niños estudian. Aprenden a leer y a escribir y muchas otras cosas muy útiles. Aunque también está la cuestión de la religión. Ya te intenté explicar algo de nuestras creencias, que se parecen tan poco a las tuyas, creo que en eso hemos relajado un poco las costumbres, ya me entiendes…, o no, en fin, lo que quería decirte es que tendrás que tener sumo cuidado para intentar parecerte a los demás y no destacar, y eso quizás te resulte difícil en ocasiones. A mí no me importaría que instalaras un pequeño altar en tu habitación, como el que me contaba Noa que tenías en tu casa, pero fuera podría resultar peligroso y debes ser cauta, toda precaución es poca. ¿Lo comprendes, verdad?

—Yo no necesito ir al templo a rezar, mamabís, nosotros oramos cada día en nuestro hogar y solo en ocasiones muy especiales acudimos al templo. Si eso te preocupa, no debes sentirte mal, no lo echaré de menos. Aunque te lo agradezco mucho.

—Mucho mejor así. Es por tu bien, si alguien se enterara de lo que hicimos, no sé bien lo que podría pasarnos. Aunque por nada del mundo me gustaría que perdieras tus raíces, eso no pasará mientras vivas en esta casa, siempre serás lo que eres, Lila. Pero hemos de ir con mucho cuidado. Y está decidido, esperaremos un poco para empezar el colegio, a que conozcas algo de francés. Eres muy lista, ¡verás qué rápido aprendes y qué pronto podrás conocer a más niños y se animará esa carita preciosa!

Katerina me abrazó. Había empezado a llorar y no quería que yo la viera. Me mantuvo un rato así, con los brazos alrededor de mi cuerpo, sujetándome con fuerza mientras intentaba apartar de su mente la cara de su hija, su olor, su voz, esa cantarina voz que resonaba dentro de su cabeza sin parar cada vez que pensaba en ella, cada vez que me veía y, sin poderlo remediar, mi rostro infantil, mi pequeño cuerpo aún sin hacer, mis manitas tiernas que se aferraban a ella se la recordaban. Fernando tenía razón: traerme había sido un acto impulsivo del que no tenía derecho a arrepentirse, pero que la estaba martirizando. Y eso la hacía muy desgraciada, pero también, inexplicablemente, muy feliz, en un absurdo sentimiento que no era capaz de entender ni de refrenar, pero que a veces intuía que le había salvado la vida.

Entonces me soltó y se secó las lágrimas con disimulo; me tomó las manos y me las besó. La gratitud tenía el cuerpo de los Mahadevas, los grandes seres de luz. Le sonreí; aún no tenía el aliento y la sabiduría suficientes para intuir en ella todos y cada uno de sus pensamientos o su sentir, pero adiviné que sufría y quise aproximarme a ella. Su rostro hermoso era el de la gracia de Dios, iluminado y revelado; Katerina volvió a abrazarme. Yo era todavía una pequeña flor cerrada, clara, de débil aroma, trémula; pero crecía fuerte y, en pocos meses, mis pétalos habían adquirido brillo y esbeltez, los del capullo a punto de abrirse; y mi tallo se había vuelto espigado y vigoroso. Era una rosa hindú, una preciosa rosa hindú.

Me había fijado en Mariana y en Lenka desde el primer día. Para superar mi miedo, solo fingí que no era yo; con mi cartera al hombro, mi pizarra y mi plumier recién comprados en una pequeña tienda de un callejón de la Staré Mesto, había entrado en el aula del colegio de la calle Stepanska, la de las esquinas redondeadas y los tejados rojos terminados en largas agujas que cosquilleaban la panza de las nubes, mirando todo el tiempo al frente, sin fijarme en nadie. Y simplemente creí, poniendo todo mi empeño, que de verdad me había convertido en Noa. Dio resultado. Los niños me miraban, pero no porque no pareciera una más: me había incorporado a las clases cinco meses después de que hubieran empezado y todos llevaban mucho tiempo preguntándose cuál era la razón de que la hermana de Gabriel, el nuevo del último curso al que muchos ya conocían de las horas de patio y, sobre todo, del campeonato de ajedrez en el que había destacado como favorito en pocas partidas, no asistiera a la escuela. Algunos se habían atrevido a preguntarle, aunque su respuesta siempre había sido la misma: «Dejadme en paz, yo no tengo ninguna hermana». Sin embargo, ellos sabían que sí porque me habían visto ir a recogerlo al finalizar las clases de la mano de nuestros padres. Esa niña de pelo oscuro y ojos muy verdes, que no se parecía en nada a su hermano, tan rubio como la estela de una estrella fugaz y de ojos grises como los cráteres del dorso de la luna, que no hablaba con nadie y siempre miraba al suelo, había aparecido por fin y un suceso así daba para mucho tras las gruesas paredes del anodino colegio.

Cuando me senté en mi pupitre, muy cerca del escritorio de la maestra, ella me presentó con una frase corta y nada esperanzadora: «Esta es Noa. Tratadla como os gustaría que os trataran a vosotros». Entonces me esforcé por ver dentro de mis compañeros, en orden de cercanía, respirando despacio, inhalando el aire y exhalándolo al ritmo al que mi corazón tendría que acostumbrarse a palpitar. La primera niña que me llamó la atención tenía su sitio justo delante de mí, era delgada y parecía muy alta a pesar de estar sentada, su piel era más clara incluso que la de la mayoría de sus pálidos compañeros que me miraban casi sin pestañear y su larga coleta rubia me recordó a las crines de los caballos blancos sobre los que desfilaban los soldados del maharajá en la fiesta de Diwali. Su mirada curiosa me atrajo sin remedio y tuve la certeza de que nos haríamos amigas.

También me fijé en Mariana, que me observaba sin disimulo. Llevaba largos tirabuzones recogidos en dos coletas anudadas con lazos azules como el cielo de Siddharta, aunque solo a primeras horas de la mañana; después del recreo, los nudos se le habían deshecho y las tiras de seda estaban ya guardadas en lo más hondo de la cartera. Me pasé mirándola casi toda la hora; mientras la profesora hablaba sin cesar de cosas que yo aún no entendía, ella trazaba dibujos en un cuaderno de tapas duras de color amarillo. Al levantarme para salir al patio, pude ver que había estado dibujando a todos los que nos encontrábamos suficientemente cerca: yo, la profesora, su compañera de pupitre; incluso un pájaro posado en el alféizar.

Y todos los alumnos vestían uniforme, pero a ella le quedaba mejor que a los demás, según el criterio que Katerina me había explicado que cuantificaba esas cosas y que yo debía intentar imitar: al andar, las tablas de su falda no se le doblaban jamás, la espalda bien erguida no dejaba que los tirantes resbalaran, la blusa blanca de nido de abeja hacía destacar la suavidad de su cara y de su cuello, y resaltaba al mismo tiempo el color diferente de su piel. Pero no me gustó por todo eso. Mariana no hablaba con nadie, ni siquiera cuando la maestra le preguntaba la lección o le exigía, inútilmente, que siguiera su turno en la lectura; tampoco cuando otras niñas, al principio, se le acercaban. Y eso habría sido normal, como todo el mundo sabía, si la pobre hubiera sido muda, pero la profesora a menudo se veía obligada a suspenderla —muy a su pesar, dado que obtenía siempre las mejores notas de la clase— porque estaba convencida de que era capaz de leer lo que escribía y de contestar a sus preguntas. Yo adiviné cuál era su problema y me puse enseguida de su lado. En cuanto nos encontramos en el patio, me acerqué a ella.

—Me llamo Noa, aunque tú puedes llamarme Lila, solo tú, y solo si estamos a solas. Sé que no vas a llamarme, por lo menos por ahora, pero cuando lo hagas podrás elegir mi nombre. Si tú quieres, seremos amigas.

Mariana me miró, parpadeó como si sus pestañas tuvieran prisa, sonrió y se sentó junto a mí. Despacio, terminó de comerse la manzana que su padre le había metido en la bolsa para el desayuno. El aroma a almendros en flor se asomaba por encima de los muros y se había extendido por todo el patio. La otra niña, la rubia de pelo como crines de caballo, se sentó junto a nosotras y se presentó sin esperar a que fuéramos a buscarla:

—Me llamo Lenka y soy polaca. Mi padre es marchante de arte y no paramos de viajar.

—Yo soy Noa y soy india, pero lo mío es un secreto, así que debe de ser peor que lo tuyo. Y te lo cuento porque sé que puedo confiar en ti, igual que en Mariana. Vamos a ser las mejores amigas.

Pasaron así muchas otras mañanas. Cuando sonaba la campana, todos los alumnos salían en tropel hacia el patio cercado por altas verjas que rodeaba el edificio de ladrillos grises donde se impartían las clases. Los castaños habían crecido tanto que ya impedían ver los tejados al otro lado del río. Pero nosotras siempre esperábamos sentadas en los pupitres y, solo cuando todos se habían ido, nos levantábamos y nos dirigíamos con calma a nuestro banco. Lenka y yo hablábamos mucho y Mariana escuchaba; las tres descubrimos pronto lo divertido que era tener en común saberse especiales. A veces, yo le contaba cosas a Mariana que no le había confesado a nadie: le expliqué de dónde venía, cómo era mi país, cómo había vivido; le conté cómo era mi abuela y que podía hablar con ella y con mi madre, cómo había trabajado desde siempre en el bazar y cuál era mi comida favorita; le conté que Asha me había dicho que era bruja, aunque todavía no sabía demasiado bien qué podía hacer con mi magia. Y le conté que las niñas hindúes eran ratones que a veces se casaban con elefantes gordos.

Mariana, al escuchar esta historia, me besó muchas veces las manos, con lágrimas en los ojos, y luego se abrazó a mí durante mucho rato. Le expliqué también incluso cómo había conocido a Noa y cómo había llegado a Praga. Y mi amiga siempre me prestaba atención, pero jamás me respondía. Sin embargo, una mañana en que el sol salió más brillante y las flores de los parterres del parque de Karlovo Námestí junto al colegio empezaron a pintar de colores la luz del mediodía, quise contarle algo aún más especial. Nos habíamos sentado en nuestro banco mientras Lenka jugueteaba cerca haciendo figuras nerviosas con un lazo de raso atado a una vara.

—Ya sé por qué murió mi madre, Mariana.

Mi amiga terminó de masticar el trozo de manzana con parsimonia, colocó las manos sobre el regazo y asintió con la cabeza.

—Mi abuela Asha me lo advirtió, pero yo no sabía lo que quería decirme. Ahora ya lo sé. Barathi incumplió la Ley Universal, la Ley de la Naturaleza y del Tiempo. Hizo algo que ninguna bruja de la luna plateada puede hacer sin arriesgarse a las consecuencias y fue castigada. —Comencé a llorar. Una sonrisa tenue asomaba en mis labios, pero las lágrimas me caían despacio por las mejillas. Mariana me abrazó—. Ninguna bruja de la luna plateada puede ser castigada mientras lleve una vida dentro. Cuando nací, ella ya pudo sufrir el castigo y entonces pagó con su muerte lo que había hecho mal.

—¿Cómo lo sabes?

La voz de Mariana era dulce, aunque enérgica, como la del mi sostenido de una viola antigua. Me alegré de escucharla por primera vez y dejé de llorar. La abracé tan fuerte que tosió.

—Me lo ha dicho mi abuela Asha esta noche —le respondí cuando se calmó.

—¿Y por qué te lo cuenta ahora?

—Dice que debo saberlo ya, que es el momento. Ya me voy haciendo mayor.

—Pues vaya, también a ti te pasa, que somos mayores cuando los mayores quieren. ¿Y qué hizo tu madre tan espantoso como para que tuviera que morir por ello? ¿Era como Jesucristo?

—Solo era Barathi. Solo era mi madre. Y no tengo ni idea de cuándo conseguiré averiguar qué fue lo que hizo.

—¿Cuántas leyes tiene tu magia?

—Muchas, pero nadie las conoce todas. Y no siempre se castiga a quien las incumple.

—Pues qué cosa más rara, ¿no hay algo así como los Diez Mandamientos?

—Que yo sepa, no. La magia no está escrita, no es religión, es fuerza. No tengo ni idea de qué significa eso, solo lo sé. A veces me despierto sabiendo algo que el día anterior no sabía. Es difícil de explicar. Mi abuela no me lo cuenta todo. Siempre dice que tengo que aprenderlo por mí misma. Que tengo que elegir yo.

—Pues es muy raro. O sea, que no conoces bien las reglas, pero si te saltas alguna, puedes morir como tu madre.

—Sí.

—No me gustaría ser bruja.

—A mí tampoco me gusta. Ojalá mi abuela se haya equivocado y no lo sea de verdad. Ella ayudaba a la gente, muchos venían a verla para eso, para que les curara o les dijera cómo podían resolver un problema. Supongo que tenía más poderes y yo no lo sabía. Para mí era lo normal. Aunque yo no he hecho nunca nada como ella. Y muchos le tenían miedo. Tenías que haber visto la cara de Sagar y del marido de mi hermana cuando los amenacé. ¡Creyeron que yo podría hacerles daño! Saber algunas cosas antes que otros está bien, ver dentro de las personas, imaginar cómo son, lo que les ocurre…, todo eso sí me gusta, pero ¡morir como mi madre! ¿Cómo me va a gustar? Lo malo es que no puedo elegir.

Los pétalos de algunas flores se perseguían en remolinos blanquecinos alrededor de la estatuilla del viejo libertador, recién instalada, que vigilaba nuestros juegos desde la entrada. Olía a calma y a dulce de pistacho.

—Claro que puedes, no sigas pensando siempre en los demás. En tu hermano, en tu madre, en tu padre. En nosotras. Casi nadie piensa tanto en los otros como tú.

—Para ser así no hace falta ser bruja.

—¿Cómo te sientes siendo tan distinta a todos, Lila? Eres tan diferente que hasta tienes fantasmas con los que hablar. Mi madre no me habla tanto ni estando viva.

—En el fondo, no hay tantas diferencias. Solo hay dos tipos de personas: las que hacen cosas buenas y las que hacen cosas malas. Lo más difícil es saber quién es quién. Pero tú, Lenka y yo somos de la misma clase, así que no hay de qué preocuparse.

—Y ¿tú sabes diferenciarlos siempre?

—No, creo que nadie sabe. Si no, no pasaría nunca nada malo, ¿no crees?

A partir de ese día, Mariana siguió hablando. Cuando ella o Lenka no sabían bien de qué tipo era una niña que se les había acercado por primera vez, me miraban y yo, casi siempre, les hacía una de las dos señas que indicaban si podían dejarla jugar o no. Al principio, solo me hablaba a mí y a la maestra, que agradeció mucho poder comprobar por fin que su alumna más brillante no era muda, pero luego, poco a poco, siguió hablando a todos aquellos a los que yo daba el visto bueno. A veces, dudaba y entonces clasificábamos al sujeto en la clase de los buenos, por si acaso, porque así era más fácil darle una oportunidad y que realmente lo fuera. Otro día, Lenka me preguntó:

—Y tú, ¿por qué sabes eso de las personas? ¿Cómo sabes cómo somos?

—Todo el mundo lo sabe. Pero muchos no se escuchan porque no quieren. Es muy difícil seguir tu camino, mucho más difícil que dejarte llevar.

Pero ¿sería de verdad como creía? Yo lo intuía desde muy pequeña, mientras observaba a Asha y a Neeja. Las dos hermanas que no habían querido seguir siéndolo, que habían muerto sin hacer las paces, que habían seguido caminos diferentes porque ambas lo habían deseado. A pesar de haber nacido bajo la misma estrella, de haber crecido en la misma chabola, de creer en los mismos dioses, una había sido amada y la otra odiada, una había elegido vivir en la luz y la otra en las tinieblas. Yo había presentido desde siempre la razón de esa diferencia, aunque no había podido conocer su razón hasta que Asha me contó por fin su historia. Lo que no había querido explicarme cuando vivía con ella, me lo había revelado una vez muerta. Contarle ese misterio a Mariana la había ayudado a salir de su silencio. Porque algunas personas se sentían mejor en el lado de los buenos y mi amiga no se pasaría nunca al otro.

Me lo demostró por primera vez una tarde al salir de la escuela. A menudo paseábamos juntas hasta más allá de la Staré Mesto antes de regresar a casa; siempre nos acercábamos a saludar a la tendera de la floristería de Karlovo Námestí, que nos regalaba una flor de temporada a cada una. Solíamos apostar a reconocerlas, aunque fallábamos casi siempre a pesar de las minuciosas explicaciones de la amable señora. A veces, a cambio, le llevábamos algunos encargos, cuando no teníamos que desviarnos. Gabriel nunca me esperaba, salía del colegio acompañado por muchos de sus compañeros y echaba a correr, no fuera a tropezarse conmigo.

Pero esa ocasión fue diferente. El olor de las cenas ya se esparcía entre las callejuelas, la sempiterna col entre blancuzca y verde alga que los checoslovacos añadían a casi todas las comidas hervía sin cesar en las ollas de cobre de todas las cocinas. Su belleza anaranjada me recordaba a los brillos de Jaipur. Pero el olor, el sabor y el color de los knedliky no se parecían en nada a los de las añoradas recetas de Asha, y esas albóndigas extrañas no mejoraban mucho ni con el jabalí, el conejo o el pato; ni con las lonchas de cerdo con puré de castañas, la carpa o trucha en Navidad; ni con las setas con zarzamoras o la compota de arándanos. Hacía tiempo que había dejado de ser vegetariana, me habían podido las miradas reprobatorias de Fernando cuando Katerina me servía solo legumbres, frutas y verduras: «Esta niña necesita proteínas, se va a quedar así de escuchimizada, cariño, si sigues mimándola tanto. Ya no estamos en la India, debe acostumbrarse». Y yo, que tampoco había engullido nunca como una pantera, seguí haciéndolo como un pajarito, pero empecé a picotear de las carnes y los embutidos y así todos estuvieron contentos. Aunque los knedliky seguían atormentando mi estómago y mi nariz.

Cuando pasamos por delante del edificio del número 40, cerré los ojos; aun así, en los ventanales de la hermosa fachada rosada en la esquina con U Nemocnice, vi pasearse a aquel sabio alemán que quiso vender su alma al diablo a cambio de que le revelara el secreto de la inmortalidad. El diablo lo engañó; para eso era diablo. Bien sabía yo que el sabio murió y, sobre todo, cuán espantosa fue su muerte para él, que aún cobijaba la esperanza de sortearla. Y no podía evitar temblar al recordarlo. Mis amigas adivinaron que estaba sufriendo otra vez al recrear en mi mente esa imagen y me colocaron entre ambas y me agarraron fuerte, cada una de un brazo. El tacto suave y cálido de sus largos dedos aferrándose a los míos me reconfortó, así como saber que los fantasmas solo atravesaban a este mundo si desde aquí se estaba dispuesto a recibirlos.

—Tranquila, hemos dejado atrás la casa Fausto. Ya puedes abrir los ojos.

Sin embargo, incluso protegida por su cariño, yo seguía sintiendo a algunos de los que habían sido los habitantes de esa fabulosa casa: los exquisitos príncipes de Opava, amantes de las ciencias naturales y de la cábala; el boticario y notario inglés Kelley, quien, invitado por su compatriota Dee, matemático, astrólogo y ocultista, convencieron al emperador Rodolfo II de que les sufragara la investigación para revelarle sus secretos de alquimia y magia. El monarca, cansado de esperar sin obtener resultados, se enfadó tanto cuando sus esfuerzos y su dinero se desperdiciaron en vano que hizo que acusaran a Kelley de practicar la magia negra, y allá que encarcelaron, torturaron y hasta llegaron a cortar una oreja, cual vil ratero, al inglés. Al contrario de lo que había temido cuando vi por primera vez a uno de esos espíritus ajenos y se lo conté a mis amigas, yo no podía ver a todas las almas que murieron en los lugares por los que pasaba, solo quizás a las que en vida se creyeron superiores. Ni la muerte había conseguido rebajarles las ínfulas.

Aquella tarde, al doblar la esquina, nos topamos con Gabriel y los demás. Habían dejado las carteras amontonadas a un lado de la calle y jugaban con las canicas arrastrando medio cuerpo por la arena. Pasamos delante como si no los hubiéramos reconocido.

—Mira, tu hermana. ¿No vas a irte con ella? Tendrás que acompañarla a casa.

Gabriel levantó la cabeza del suelo y apenas miró a quien le hablaba, pero aun así vio su sonrisa burlona: Rafael era el más alto de la clase y su oponente más furibundo en el ajedrez. Además le sacaba una cabeza y media espalda, corría mucho más rápido que él y, por desgracia, lo sabía muy bien.

—Ya os he dicho muchas veces que no tengo ninguna hermana. Esa es un bicho raro que no tiene nada que ver conmigo.

Los chicos se rieron y siguieron jugando. No era el único que renegaba así de su sangre.

—Ya, entonces ¿por qué vive en tu casa con tus padres? Ese bicho raro no será tu novia, ¿no?

Rafael se había plantado frente a nosotras con los brazos cruzados ante el pecho y las piernas entreabiertas. Solo su presencia bastaba para descartar toda escapatoria. Pero yo lo rodeé y seguí caminando. Él me tiró de una trenza. Gabriel lo vio desde el suelo y bajó de nuevo la vista. Siguió midiendo el espacio que su canica necesitaba para darle a la que se encontraba más cerca del agujero. Me volví hacia Rafael.

—Déjanos en paz. No te hemos hecho nada.

—Tu hermano dice que eres un bicho raro. Solo quería comprobar si eras un bicho de verdad.

—Pues pregúntamelo, sería más fácil saberlo así, ¿no crees?

—¿Eres un bicho raro?

—Soy igual que tú. Ni más ni menos.

Los demás rieron a carcajadas. Rafael me dio un empujón y mis manos y mis rodillas se estamparon contra el suelo. Sonó como el crujir de la pita al trenzar un cesto. Mil avispas me aguijonearon a la vez. No lloré. Gabriel continuó chocando las pequeñas bolas. La azul le había dado un tremendo golpe a la amarilla y ambas habían entrado en el agujero: doble puntuación; había conseguido carambola. Lenka y Mariana me ayudaron a levantarme, pero Rafael se volvió a colocar delante.

—Creo que Gabriel dice la verdad y que tú no eres su hermana. Si fueras mi hermana, yo no permitiría que nadie te hiciera esto. ¿Quién eres entonces?

—Y tú eres idiota, Rafael. Siempre lo has sido, aunque te creas muy listo y, por desgracia, seas mi hermano. —Mariana se había situado frente a él y lo miraba desde sus muchas pulgadas menos de altura. Pero su voz resonaba fuerte y armoniosa, como un sitar recién afinado.

—¡Mariana! Vámonos, no merece la pena. No le hagas caso. —Lenka estaba temblando. No era la única.

—Déjame, tengo que decírselo. Si alguien le hubiera dicho antes que es tonto y que no por pegar a los demás va a ser menos tonto, sino al contrario, quizás dejaría de serlo. Pero todos lo temen. No tiene amigos, solo lo siguen porque es fuerte y rápido, pero algún día alguien lo vencerá y entonces se quedará solo.

—Tú sí que eres tonta, Mariana, y aunque seas mi hermana, te daré una paliza. Era mejor cuando no hablabas. Ahora dices muchas estupideces. Claro que tengo amigos. Muchos, todos estos.

—¡Ah!, ¿sí? ¿Estás seguro? ¿Cuántos de ellos te invitan a su casa a jugar o a merendar? ¿Cuántos te llaman cuando bajan a bañarse al río en verano? ¿Cuántos te han ayudado a entender algún problema de matemáticas o te han dejado copiar sus tareas sin que los amenazaras? Cuando eliges, te pones en un lado. Y en tu lado, estás muy solo.

Me coloqué junto a Mariana y la tomé de la mano. Enseguida se nos unió Lenka. Continué lo que Mariana había comenzado:

—Déjanos en paz. No te hemos hecho nada. Pero si quieres pegarnos, aquí estamos. No vamos a defendernos.

—«No vamos a defendernos, no vamos a defendernos…» Pero… ¿tú estás loca? Si le hubiera dado por atizarnos, ¡nos habría hecho pedazos!

Lenka casi gritaba. Sus ojos brillaban y la emoción le había resecado la lengua hasta sentirla como el papel de estraza con que la tendera le envolvía el pescado a su madre y, debajo de la trenca, sentía su menudo cuerpo empapado de sudor. Reíamos a carcajadas mientras corríamos camino de nuestras casas por la calle Jecná, nerviosas pero contentas de haber salido indemnes y, mucho más, de haberlo hecho juntas. No percibíamos el frío que descendía hacia la tierra ni la caída de la noche inmensa ni las miradas de los que espiaban nuestra felicidad.

—Bueno, es un truco que conocí en mi país, lo usaban muchos para fastidiar a los ingrese. Se lo inventó un gran hombre que se llamaba Gandhi. No siempre da resultado, pero de todos modos ¿podríamos haber hecho algo más para evitar que nos sacudiera?

Pero yo ocultaba un pesar que no deseaba compartir con ellas: me había equivocado. Estaba empezando a creer que Gabriel había comenzado a aceptarme y sin embargo… Ahora no podía quitarme de la mente su mirada displicente y su menosprecio. Pero me callé y me abracé a ellas. Ese era el mejor modo de celebrar nuestra pequeña gran victoria. Ese, y la gran chocolatina que la dependienta de la bombonería Rupa en la que entrábamos a menudo, muchas más veces a mirar que a comprar, nos dio a cada una a cambio de un beso y tres chelines, que era todo lo que a Lenka le quedaba de la paga de los domingos. Nunca habíamos saboreado un chocolate como aquel, aunque jamás llegaríamos a saber si había sido porque era el mejor que probaríamos en nuestra vida o porque las victorias siempre dulcifican los sentidos.