Los copos revoloteaban andarines sobre mi cabeza y continuaban despacio, trazando senderos de lucecitas hasta posarse en el suelo plagado de huellas profundas, encaminadas hacia el gran portón de hierro que separaba la ciudad de los muertos y la de los vivos. En ellas, no parecía que pudiera caber más que aire, aunque en realidad habían contenido los pies de alguien, igual que un ataúd contenía un cuerpo sin aparentarlo, igual que un cuerpo había contenido alguna vez un alma. Esos copos etéreos tampoco parecían de este mundo, no parecían de ningún mundo: la irrealidad los envolvía confiriéndoles forma de esa especie de velo cuajado de puntos desidiosos que se cruzaban muy despacio en distintas trayectorias hasta rozar el infinito, un infinito a mis pies; de nuevo a mis pies. Como la tierra fría que lo acoge todo: la nieve, los pétalos y, también, la muerte.
Solo nosotros quedábamos allí. Casi siempre desierto a esas horas posteriores al mediodía, el cementerio parecía de juguete, desprovisto de lo que le confería su esencia: aquellos que rondaban las tumbas, solos o en grupo, rememorando cada uno una vida diferente, reviviendo cada uno una misma muerte, que igualaba a los muertos siempre. Katerina, Fernando y Gabriel habían arrojado la tierra a la vez para tapar el hoyo en el que instantes antes habían depositado la cajita de madera de cerezo, encargada para la ocasión, con su absurdo contenido: el pequeño bulto en el que sobresalían dos coletas rubias y dos zapatos rojos, de charol alegre y demasiado mate. Su vestido con florecillas amarillas, todas del tamaño del pico de un ruiseñor, no era el más apropiado para el acontecimiento más lúgubre al que asistiría jamás su dueña, pero todos sabían que esa era la prenda que más le gustaba a Noa, la que siempre elegía en los momentos especiales, como cuando tenían que acicalarse para recibir a alguno de los clientes de papá que se empeñaba en acercarles hasta las mismísimas intimidades de su comedor un ostentoso regalo, muestra de agradecimiento por otro caso ganado; o como cuando despidieron a los abuelos, que se fueron a ese lejano país en el que todos eran por fin como ellos, pero nadie hablaba su idioma, en una huida que a su nieta, tan pequeña y sin embargo tan espabilada, le había parecido «mal, muy mal, abuela, que dice papá que con lo conservadores que sois, cómo os habéis atrevido a volver a la tierra prometida».
Gabriel se había resguardado tras su padre, de espaldas anchas y vigorosas: a sus ojos, siempre atalaya. Lloraba. Necesitaba llorar y aquel era un sitio lo bastante protegido y triste para que sus lágrimas no demostraran que él también era débil. Katerina había intentado cogerle la mano varias veces pero su hijo se había zafado. No compartiría con ella su dolor. No admitiría jamás que ya nunca volvería a ver a su hermana y, mucho menos, que su madre y su padre hubieran permitido que ella, ella, ella…, que yo viviera ahora en su casa. Y solo lloraba. Nada más que una vez lo había hecho, cuando Katerina había depositado la caja en el agujero y las lágrimas le habían impedido acertar a la primera y el minúsculo féretro se había bamboleado entre sus manos, antes de encajar en el fondo con un ruido hermético. Su madre se aproximó para darle un beso y él se retiró. Ella, ella, ella… Yo jamás sería su hermana. Jamás.
Me había quedado cerca del árbol, justo en el lugar en el que Katerina me había indicado que los esperara, sintiendo aquel entierro como si fuera el de mi hija o mi hermana, y el corazón confinado entre la agonía y la rabia. Me daba golpecitos en las piernas heladas, ¿sería ese el frío de la muerte, antes de revivir en otro ser, cuando se reanudara la circulación de la sangre y mis manos, mis dedos y mis párpados consiguieran moverse otra vez? ¿Así sería morir?
Enterrar a Andrea, la muñeca preferida de Noa, en el Cementerio Nuevo de Praga había sido una idea de Gabriel. Sin parar de llorar, después de muchos días tras haber regresado a su casa, salió de su cuarto con los ojos enrojecidos y, apretando la muñeca entre los brazos, dijo: «Tenemos que enterrarla». Y ya desde la primera sílaba, la voz y el alma sonaron resquebrajadas. Su padre lo abrazó con fuerza, como si quisiera traspasarle hasta el último soplo de su débil energía, e incluso Katerina consiguió sumarse a ese abrazo roto por una pena que solo la monotonía de la vida podría quizás llegar a aminorar.
Yo los había observado inmóvil desde la puerta del salón y enseguida había vuelto a meterme en mi habitación, tan grande y lujosa que en ella habría podido vivir con todas mis primas y hermanas. Llena de objetos misteriosos, me ahogué en ella desde el primer instante, en cuanto miré por la ventana y no pude ver el sol naranja que a menudo lo cubría todo en Jaipur hasta desaparecer en busca de la Madre Ganges. Cada noche, esquivaba la gigantesca cama y tendía en el suelo, junto a la ventana, una de las muchas mantas que esperaban dobladas en el armario inmenso que me acongojaba porque sus puertas parecían franquear el paso al infierno de los asuras, almas inmaduras atrapadas en un abismo de decepción y daño. Lo abría siempre cerrando los ojos y esperaba espantada a que ocurriese algo. Yo no había visto antes un mueble así ni unas prendas parecidas, tan recias y cálidas, aunque a eso, a las muchas novedades de una vida tan diferente, ya me estaba acostumbrando. Luego me tumbaba encima de la manta bien estirada y me tapaba con otras dos, las más gordas que hubiera encontrado, porque en la noche sentía un frío doloroso que atravesaba mi carne liviana y llegaba a traspasar mis huesos.
Y el sueño me venía despacio, después de recordar el sabor del shubat que me servía Asha, la dulzura de sus laddus o su chena murki; solo el calor en el alma que sentía al evocar uno a uno a todos mis seres queridos mientras lo comíamos juntos y visualizarlos después riendo, hablándome, abrazándome, me permitía empezar a percibir el calor físico y pasar al otro lado. Intentaba entonces hablar con Asha o con Barathi, pero ninguna de las dos se me había aparecido desde que abandoné Jaipur. ¿Lo harían alguna vez? Me aterrorizaba imaginar que se hubieran enfadado por haberlas abandonado.
Al despertar, siempre antes que los demás, me aseaba enseguida y me sentaba en el suelo en la posición padmasana, la postura de la flor de loto, frente al ramo de flores que Katerina me renovaba cada tres días sin falta antes de que se marchitaran, y cantaba en silencio mis oraciones. Ojalá tuviera cerca la especia churan, para el dolor de corazón, para la vida demasiado buena, para acallar la remembranza y la nostalgia, porque los días caían de sus horas como gotas de barro sobre río caudaloso.
Yo también lloraba mucho, a solas, cuando me daba cuenta de que ninguno de los míos seguía a mi lado en el mundo físico y que todavía no había vuelto a verlos tampoco en el otro. Primero se fueron mis hermanas, una casi al mismo tiempo que la otra; ambas se despidieron de mí antes de atravesar la puerta para llegar a la nueva habitación de su existencia, con un roce del dorso de la mano en mi mejilla como husmeo de hocico de ratón. A continuación, se fueron Sagar y Neeja; contagiados todos de la misma enfermedad que atacó a otros muchos, también a mi querido Rahul. Estaba sola y apartada miles de millas de mi país. ¿Cómo podría ahogar esa pena por su ausencia que dolía como raja profunda en la mano desgarrada por la hoja de palmera? Era extraño: saber que mis muertos regresarían de un modo u otro ya no me consolaba, ¿dónde se reencarnarían, cerca de mí o donde habían existido? ¿Conseguirían encontrarme en ese otro lugar que, excepto Noa, ninguno de ellos había visto ni imaginado? Asha se había ido sin explicarme demasiadas cosas y ahora nadie más podía guiarme, en ese mundo tan diferente al que me había cobijado hasta entonces, en el que la piel se erizaba al soplar un viento helado que hablaba en otra lengua, el propio aliento servía para calentarse la nariz y la lluvia envolvía el aire en ráfagas y no salpicaba a chorros desde el suelo; un mundo en el que, al pisar, el polvo amarillo no se pegaba en las plantas de los pies y la suciedad no hedía, los perros no morían en las escalinatas de los edificios y, aunque sus pobres iban vestidos y no se agarraban a los tobillos de quienes mendigaban, miraban de la misma forma; un mundo en el que los edificios eran grises y no rosas pero sus pilares no lloraban al derruirse con el tiempo, los jardines crecían contenidos en recintos geométricos y los árboles de nombres impronunciables se alzaban hacia un cielo igual de azul, pero inodoro e insípido. El cielo de Jaipur, en cambio, olía a lluvia y a pájaro; sabía a especias y a ghee. ¿No habría sucedido que yo misma había muerto y me había reencarnado en otro nuevo ser recién nacido?
La luz del sol reverberaba por fin sobre los muros del cementerio y mirlos de pico naranja y ojos grises como neblina trinaban con sonidos nuevos. Katerina puso la mano sobre mi hombro y echamos a andar. La nieve lo esponjaba todo como el aroma del sándalo el paladar y el olfato. Yo solía resbalarme a pesar de las rudas botas que comprimían mis tobillos. La primera vez que vi el suelo blanco a mis pies, me agaché, tomé un puñado en las manos desnudas y me lo llevé a la boca. Sabía a agua fresca del río, pero quemaba. Me agarré fuerte a Katerina para continuar caminando. Antes de hablarle, la tomé de las manos y la miré a los ojos.
—Señora, Noa está bien, siempre está con usted. No debe preocuparse. Aún no se ha ido, pero está bien.
Una racha de viento movió algunas hojas podridas. El otoño acababa de terminar y todavía el invierno no había borrado del todo sus huellas. Las lápidas desteñidas exhibían inscripciones que no entendía. ¿Cómo podía nadie querer dejar su cuerpo prisionero en un recipiente? ¿Y si el alma no consiguiera cruzar al otro lado aprisionada bajo la tierra sucia y fría? Katerina me alzó la bufanda hasta taparme la nariz. Atrapada como avecilla en el puño de un niño. Abrir las alas y volar.
—Sabes que no debes tratarme de usted y que tienes que llamarme madre o mamá. Tienes que acostumbrarte cuanto antes, Lila, igual que yo debo llamarte Noa si hay delante otras personas; lo mejor sería que te llamáramos así siempre.
Junté las manos y bajé la cabeza, pero enseguida las separé y elevé el rostro. ¡Cómo me costaba evitar ese gesto! Aunque cada día lo hacía un poco menos. Katerina me sonrió y me acarició las mejillas. Esa suavidad caliente reconfortaba.
—¿Te encuentras bien? Ya pasó. Nuestras costumbres son diferentes, nosotros necesitamos tener a nuestros seres queridos cerca, en un sitio como este. Así, al menos una parte de ella estará aquí y podremos volver a visitarla. Aunque no sea la tumba verdadera, servirá. Noa siempre estará en nuestro corazón, pero ahora también podremos venir a rezarle.
—Pero tú no eres mi madre, mi madre es Barathi y ella viene a verme muchas veces y hablamos. Yo la siento conmigo desde que nací. No me gustaría que ella no volviera a aparecer si ve que ya tengo otra madre.
—¿Tu madre viene a verte? ¿Cómo dices eso?
—Mi madre está a mi lado, la llevo siempre conmigo, en mis pensamientos y en mi corazón.
—Por supuesto, Lila. ¿Por eso no me llamas nunca así? ¡Ay!, mi niña, tendrías que habérmelo dicho antes. Es cierto, a veces no nos damos cuenta, pero las palabras sí que tienen importancia. No debes preocuparte: tú siempre tendrás una madre, tu madre, igual que yo siempre tendré una hija y también un hijo, pero desde que tomamos la decisión de seguir este camino juntas un vínculo diferente y muy fuerte nos ha unido. Y yo ya sé que te querré como a una hija. ¿Qué te parece si me llamas «madre bis» o, mejor, «mamabís»? Al menos hasta que te acostumbres. «Bis» es una palabra extraña: en música, significa que se repita la ejecución de una partitura, cuando gusta mucho al público; también significa doble, que hay dos cosas. Yo creo que así solucionamos el problema de la terminología. Lo demás llegará por sí solo, si tiene que llegar.
Katerina miró a su hijo. Iba de la mano de Fernando, con la cabeza baja y arrastrando los pies contra las piedras, hacia la salida. Íbamos a volver andando a casa, el paseo nos haría bien a todos. Empezábamos a hacernos a la idea de que Noa se había ido y cada cual llevaba el luto a su manera. Katerina había decidido no volver a tocar el violoncelo ni tampoco su amado piano. Cada mañana, en lugar de practicar, se sentaba en la butaca redonda frente a ellos y pensaba en Noa; ya no se sentía del todo culpable. ¿Cómo podría haber imaginado que yo la ayudaría a superarlo en lugar de recordársela a cada momento? Y Fernando no mencionaba jamás a su hija muerta, pero ¿qué más señal de su dolor que esa fotografía suya en el bolsillo, cada día una diferente, que elegía al despertarse y besaba antes de introducir con mucho mimo en el lugar más cercano a su corazón? Solo Gabriel no había encontrado la forma de que la angustia fuera aminorando. Su madre lo sabía pero nada podía hacer. Tenía que ser él quien aceptara lo que había pasado, él y nadie más.
Sin embargo, a Katerina le preocupaba mucho que tampoco me hablara, que no me mirara, que ni siquiera me diera los buenos días cuando yo, sin falta, lo saludaba al encontrarnos cada mañana o al despedirnos al llegar la noche y abandonar la habitación. Ella ya había intentado explicarle decenas de veces que yo jamás sustituiría a su hermana, que era otra persona, a quien podría llegar a considerar lo que él quisiera, pero jamás su hermana. Sin embargo, él seguía sin hablarnos a ninguna de las dos.
—Noa sigue cerca, aún no se ha ido. Pero está bien, tranquila, tiene paz. Lo sé, la siento; tienes que creerme…, madre. Siento esas cosas, desde siempre.
—Gracias, Lila…, ¡ay!, y yo te riño a ti, pero tampoco me acostumbro. Y te agradezco mucho tus palabras, me consuelan, pero hay cosas de las que es mejor no hablar. Ojalá yo creyera, como tú, que mi hija se ha reencarnado en alguien que vivirá cerca de mí. Tendría otro hijo enseguida, para que ella renaciera mil veces si mil veces muriera. Eres una persona increíble, no te he visto llorar y tú lo has perdido todo, más incluso que nosotros. Sin embargo, sigues a mi lado, animándome cada día de un modo diferente, siempre con una sonrisa. Eres una persona especial, Lila, me alegro mucho de que hayas venido con nosotros. Eso no lo dudes nunca.
Durante todo el camino de regreso, había conseguido aguantar las lágrimas y solo cuando Katerina me abrazó y continuamos caminando así hasta la casa, me eché a llorar. Pero me anudé la bufanda algo más arriba, me encajé un poco el tupido gorro de lana gris noche de tormenta, bajé la vista al suelo y confié en que nadie se percatara de mis lágrimas. La vuelta a casa se hizo larga y los pies me dolían. Odiaba esa piel muerta de animal sagrado que debía llevar; toda esa ropa que me comprimía conseguía angustiarme, me picaba el cuerpo, sobre todo los brazos y las piernas, que hasta entonces había llevado siempre al aire. En cuanto entraba en mi habitación y cerraba la puerta, me desnudaba y, si hacía frío, me vestía con una bata holgada de cachemir muy suave, que según Fernando procedía de ovejas del Himalaya, la morada de la nieve donde nacían muchos de los ríos que recorrían mi tierra. Sin embargo, cuando me vi por fin allí, no tuve fuerzas para desvestirme y solo me senté en el suelo, debajo de la ventana, me llevé las manos a la cara y volví a llorar. De repente, la puerta se abrió y Gabriel entró como un gamo, la cerró de un golpe y echó el pestillo. Seguía teniendo la mirada lastimosa de buey herido y resoplaba como si lo fuera.
—Vaya, no me digas que estás llorando. Creí que tú no llorabas nunca. No sé por qué lo haces si has logrado lo que querías. No entiendo cómo has conseguido que te trajeran. —Gabriel no se agachó, me hablaba muy cerca, desde lo alto. Incluso así, yo podía percibir toda su rabia, la de un corazón maltrecho.
Él echaba de menos a Noa. ¿Se dejaría abrazar? No, no me lo permitiría. No en ese momento.
—Nunca serás como mi hermana, ella era mucho mejor que tú. Ojalá hubieras muerto tú y no ella.
—Yo habría querido morir en lugar de Noa, de Rahul, de Neeja o de cualquiera de mis hermanas. Pero ese es mi karma. La vida fluye en el río del mundo. Tienes razón en estar enfadado conmigo.
—A mí no me engañas con tus tonterías, nunca me has engañado como a ella. No me gustas. Eres un bicho raro. No quiero que te acerques a mí, no quiero que me hables ni que me persigas, no pienso ser tu amigo y mucho menos tu hermano. No pienses que puedes pertenecer de verdad a esta familia. Entérate de una vez. Tú no vas a ser mi hermana. Y encontraré el modo de que te vayas.
Hablaba con los puños apretados y las palabras le salían rotundas y bien pronunciadas, como si hubieran sido dichas por un viejo escarmentado y no por un alma angustiada. Pero el viaje a la India le había hecho crecer. Gabriel había dejado allí algo más que una hermana. Me daba tanta lástima…, seguía compadeciéndome de él, de su sufrimiento; ni un ápice menos que antes, en Jaipur, cuando había conocido ya su debilidad. Él aún no era capaz de vencer esa sensación de ser distinto que le apartaba de mí y de otros. Aunque deseaba ayudarlo por encima de todo, desistí. ¡Y cómo me dolió ese abandono! Como si la huida fuera mucho peor que la lucha, como si, al dejarlo solo, me hubiera quedado aislada yo también. Ese dolor me aterró: sabía por qué él no podía expulsar bien el aire y apretaba los dientes con furia, qué sentía al contener las lágrimas y restregar con violencia los dedos sobre sus palmas. Pude ver su odio y su lucha para no acercarse a mí. En sus vísceras. Bajé la cabeza mientras me caían unas lágrimas nuevas, diferentes, de desánimo por mi derrota. Lágrimas de empatía.
Gabriel salió de la habitación. Cerró la puerta procurando que la hoja encajara en el marco sin que nadie lo oyera y cruzó de puntillas el largo pasillo empapelado de flores de color mostaza y pistilos ondulados hasta llegar a su dormitorio. Entorné los ojos, junté los dedos pulgar e índice y, durante un instante, intenté ser de forma consciente Gabriel, pensar y sentir como él, verlo en su interior. Y llegué a percibir su rabia y su impotencia, también su rechazo. Pero me empeñé en rebuscar más adentro. De refilón, encontré esperanza. Eso me reconfortó. Abrí entonces los ojos y dejé que sus sentimientos me abandonaran poco a poco, respirando despacio y sintiendo cada vez un poquito más de mí y menos de él hasta que creí que me había dejado del todo, inhalando y exhalando el aire en un movimiento acompasado de resurrección que me llevó de nuevo a recuperar todo mi cuerpo. Necesitaba semillas de cilantro y de clavo que, machacadas con una pizca de aceite de sésamo y pimienta, vencían la resistencia a los otros y dejaban aflorar los sentimientos verdaderos; ojalá pudiera saber dónde conseguir todas esas cosas que en la India estaban tan a mano, en cualquier puesto del bazar, y que yo, de repente, me sentí con la sabiduría de emplearlas para un propósito.
Me levanté del suelo de un salto y me puse con rapidez el pijama de fieltro azul y unos calcetines largos hasta las rodillas. Esos tubos siempre me hacían sonreír, se parecían tanto a las guaridas de los topos bajo los campos de berenjenas… Retiré con cuidado las diez muñecas que guardaban mi cama, las apilé en una esquina y me acerqué al armario morada de los demonios asuras, tomé aire, cerré los ojos y abrí las puertas. Esperé… contuve la respiración… y, de nuevo, no ocurrió nada, así que rebusqué por todos los cajones e incluso, con ayuda de una silla, en el altillo. Y no dejé de hurgar hasta que encontré la caja de cartón con el estampado de margaritas. Retiré la tapa y saqué mi sari. Enseguida lo extendí sobre la colcha y lo acaricié despacio. Ya no deseaba llorar más. Las lágrimas resecan el alma por dentro y arrugan la piel por fuera. El brillo de la prenda me pareció mucho más intenso incluso que cuando mi dadi la lavaba en el río y me la volvía a poner reluciente antes de ir al bazar a media mañana. Me recosté a su lado y, rozando la seda con los dedos, me quedé dormida.
—Vienes a mí, mi pequeña mochuela blanca.
Me sobresalté: la voz de Asha resonó como si jamás hubiera abandonado el mundo físico y un hilo de olor a burfi, la golosina marrón aderezada con cardamomo, clavo y canela, se me introdujo por los agujeros de la nariz. Siempre me había encantado ese dulce, lo masticaba despacio y el aliento se limpiaba de todos los humores del cuerpo y del alma. Las manos callosas de Asha me rasparon la mejilla. Lloré entonces en el hogar de los sueños, donde las lágrimas no eran saladas ni los párpados se cerraban con los rayos del sol.
—Dadi, por fin has vuelto a verme. Te he echado de menos. Has tardado mucho en venir.
—No te he abandonado, ya lo sabías.
El olor meloso se intensificó y mis lágrimas cesaron. Brillaron cuentas de cristal a mi alrededor y en su convexidad rebotaron las imágenes de ambas. Nunca antes había soñado así; una luz azul se reflejó en nosotras y me hizo cosquillas en cada parte de mi cuerpo donde los destellos se posaron.
—Sí, pero nunca te he sentido como a mi madre Barathi. Tú estabas más lejos.
—Es tu corazón, se está recuperando, pero aún sufre demasiado. Necesitas que pase el tiempo y que se fortalezca, que acoja a otros a quienes querer. Pronto eso pasará.
—¿Cómo puedo ayudar a los demás, dadi?
—No siempre puedes, no siempre debes. Y yo no tengo las respuestas. Mira mi vida, no fue perfecta.
—Sí fue perfecta. Muchos te quisieron y te respetaron. Yo te sigo queriendo. Esa es una vida perfecta.
—Me sigues enseñando y eres una niña. Eso es que cumplí bien mi cometido. Pero no puedo quedarme mucho más, siempre hay muchas almas esperando transitar el camino entre los mundos. Solo he de decirte que tienes que ayudarlos a olvidar; y tú también debes aprender a hacerlo, debes olvidarlo todo menos lo que te hace ser tú. Si no lo haces, desaparecerás. Las personas felices son las que perdonan y olvidan, las que son capaces de seguir sin recordar lo que les hizo mal. Pero ellos ahora no se perdonan a sí mismos. Tienes que ayudarlos.
—¿Y cómo se hace eso, dadi? ¿Cómo puedo yo conseguir que otros no sufran recordando cuando yo misma no soy capaz?
—Para eso eres bruja, mi pequeña mochuela blanca. Una bruja mejor que yo, mucho mejor. Tú reúnes la noche y el día, tu poder despegará. No será como el de las grandes brujas de la antigüedad, la de los Atur Vedas y los Majabarathas, porque la magia palidece en un mundo sin creencias, pero los poderes de la mente y de la naturaleza sobreviven a los hombres, a pesar de los hombres. Yo ya te enseñé todo lo que sabía, sin que te dieras cuenta, aprendiste el nombre, la forma y la utilidad de las plantas; los mantras; las llamadas a la luna y a la vida; a mirar dentro de otros; a ver el futuro que no te concierne solo a ti; a vislumbrar el sufrimiento y el mal, a evitarlo a veces; a poner tus manos sobre los puntos de fuerza que llevan la energía y sanar aquello que trastornó la falta de equilibrio. Todo eso aprendiste y algunos otros embrujos que conocerás sola y que explorarás. Porque cada poder es diferente de los anteriores y de los futuros y tendrás que descubrir hasta dónde llega el tuyo. Hoy lo has hecho, por primera vez desde que me fui. Entraste en el niño, lo viste, soñaste con su dolor, te metiste en su mente. Poco a poco, ese don aumentará. El poder no se controla, es una gracia salvaje que te dominará a ti si tú intentas dominarla o que te podría destruir si la usaras para hacer el mal o si infringes las leyes eternas, como ya hicieran otras muchas brujas de la luna plateada antes que tú y harán muchas otras después. Y sí, este ahora es tu destino y lo elegiste bien, el que descartaste al venir aquí era mucho menos largo aunque, también por ello, mucho menos doloroso.
Cuando desperté, al cabo de solo unos segundos o de toda una existencia, recordaba cada palabra de mi sueño y aún olía a la esencia de mi dadi. Me incorporé lentamente, respiré despacio y me pasé las manos por los brazos. El escalofrío que recorrió mi cuerpo me confirmó que había abandonado ya el Pretaloka, el mundo de los que habían partido, el dominio de las almas ligadas a la Tierra; y que había vuelto al Bhuloka, donde los sentidos ya perciben. Volví a doblar con sumo cuidado el sari, lo coloqué en la caja y la dejé en el mismo sitio, cerré las puertas de la morada de los asuras, orgullosa de haber superado ya el miedo, y me tumbé en el suelo sobre las mantas. Enseguida volví a quedarme dormida mientras imaginaba que Asha me abrazaba como cuando ambas nos acostábamos juntas muchas noches y esperábamos a que nos llegara el sueño al cobijo de miles de estrellas. Cerca de su corazón. Cerca de ella.