En algún lugar décadas después

Dadi…

—¿Sí?

—¿Puedo contarte un secreto?

—Pues claro.

—Es que es algo muy importante.

—Te escucho.

—¿Te acuerdas de Nacho?

—¿Nacho?

—Sí, Nacho. El niño que iba a mi clase de cinco años, el que siempre jugaba conmigo y se fue a otro cole. ¿Ya se te ha olvidado?

—No, pequeña mochuela blanca, no. Sé quién es Nacho. Dime, ¿qué te ha pasado con él?

—Pues que ahora ha vuelto a nuestra clase porque a su madre no le gustaba mucho el otro cole y, cuando él está cerca de mí, el corazón me suena muchísimo. ¿Tú sabes por qué me pasa eso?

—¿Juegas con él?

—Bueno…, es que… él tiene muchos amigos y yo…, yo juego casi siempre con niñas. Pero me gustaría que él también jugara con nosotras. Es un niño muy divertido. Y muy guapo.

—Pero ¿te gustaría darle un beso? Puedo enseñarte un truco para conseguirlo.

—¡Qué asco, abuela! Yo, lo que quiero es hablar y jugar con él, pero cuando se me acerca me pone muy nerviosa. ¿Te ha pasado eso a ti alguna vez?

—Claro que sí, cariño. Algunas veces. Hace muchísimos años. Todavía tenía el pelo negro.

—Sigues teniendo el pelo negro.

—Sí, pero no es el mismo negro, antes era mío, mucho más oscuro y más brillante. Y mis manos eran lisas y suaves.

—Tus manos son muy bonitas, abuela.

—Lo que quiero decir es que yo era mucho más joven y no tenía esta cara tan pálida.

—Yo creo que eres joven y que no tienes la cara pálida.

—¿Quieres que te lo cuente o no, Elena?

—Ya me callo.

—Pues recuerdo ahora a uno de los chicos. Era muy guapo; para mí, el más guapo, como todos los chicos que hacen que te lata el corazón. Y yo no quería que me latiera, así que cada vez que iba a verlo me ponía la ropa más fea que encontraba en mi armario y me recogía el pelo en un moño espantoso. Ni me pintaba los labios siquiera.

—¿De verdad hacías eso, abuela? ¿Por qué?

—Bueno, no recuerdo si lo hacía, pero sí que debía hacerlo: yo no podía quererlo. Todos los chicos a los que empezaba a querer morían y a mí no me gustaba eso. Así que me juré no amar a nadie. Pero con este tampoco lo conseguí y mis latidos se oían como si tuviera veinte caballos trotando dentro de mi pecho.

—Eso no es verdad. Los chicos a los que quieres no se mueren tan fácil. Estás engañándome. Soy pequeña, no tonta.

—Por supuesto que no creo que seas tonta. Yo no podía querer a ese chico ni a ningún otro. Ya me había pasado antes y un niño había muerto. Así que el corazón me latía al verlo, pero yo intentaba que dejara de hacerlo.

—La única forma de que eso pudiera pasar es que los mataras tú, abuela. Y tú no has matado nunca a nadie, ¿no? Así que no me lo creo; además, ya sé que en la India hacíais cosas muy raras, pero nadie se casa tan pequeña. Eso no puede ser. A ver, ¿cómo murió ese niño?

—Me quedan muchas cosas que explicarte de la India, muchas. Y dejemos lo de la muerte. No es agradable.

—¿Ves? Es mentira. Ya soy mayor y tú me lo has explicado ya antes, así que sé que a veces algunos mueren. Los que llegan a tener cien años mueren siempre, por ejemplo. Me lo puedes contar. Puedes contarme cómo murió ese niño.

—Eres cabezota y lista. Mucho. Era mi mejor amigo, con el que iba a casarme, un niño muy amable y muy bueno. Se llamaba Rahul.

—¿Por qué no me lo has contado antes?

—¿Por qué tengo que habértelo contado todo?

—Porque soy tu nieta y quiero saber todo lo que te pasó.

—Sí, eres mi nieta gata, curiosa y felina.

—¿Y cómo murió Rahul?

—De peste bubónica. Es una enfermedad muy contagiosa que mataba a mucha gente antes. Cuando yo era una niña, mató a muchos de mi aldea, y a muchos otros en toda la India. Fue algo espantoso.

—Entonces ese a quien querías no murió por tu culpa, lo mató la enfermedad. Pero me lo apunto para otro día, eso y lo de casarte cuando eras pequeña. Ahora quiero que me cuentes la historia del otro chico, el que hacía que te latiera el corazón. ¿Cómo se llamaba, abuela?

—No puedo decir su nombre en alto.

—Pues vaya. ¿Y por qué no puedes?, si puede saberse.

—Ese era el truco que me enseñó mi dadi Asha para intentar burlar la maldición. No podía nombrarlo más que una vez. Ese era mi deseo más intenso: vencer la maldición de Neeja. Así que no puedo decirte cómo se llamaba, por si acaso. Ya nunca pronuncio el nombre de ningún hombre en alto, nunca se sabe qué podría ocurrir.

—¿Qué son las maldiciones? ¿Cuál era esa que tenías que no sé qué?

—Que burlar.

—Eso, que tenías que burlar. No sé lo que significa esa palabra, pero explícame primero qué son las maldiciones.

—Las maldiciones son mentiras que, hace muchísimo tiempo, unas personas se inventaban para controlar a otras, que pasaban toda su vida asustadas por ellas. Aunque lo cierto es que algunas sí que se cumplen. Sobre todo si crees en ellas.

—Como eso de los dioses.

—Elena, te he dicho muchas veces que todavía eres pequeña para saber si quieres creer en dioses o no. Tu madre se enfadará como digas algún día eso delante de ella.

—Tendré cuidado, no te preocupes, abuela. Y yo ya sé en lo que creo, en lo mismo que tú. Siempre tienes razón en lo que me dices. Pero ¿de verdad tú crees en ellas?

—En algunas sí. Por eso dejé de llamar a los chicos por su nombre.

—Y ¿por qué?

—Para que la maldición de Neeja no pudiera encontrarlos. Cuando nací, ella me maldijo para que cualquier hombre al que llegara a querer muriera.

—No me habría gustado Neeja.

—No, no te habría gustado. A mí tampoco me gustaba.

—¿Y cómo podía ella conseguir que se cumpliera su deseo? Y además, ¿por qué deseaba eso tan feo?

—Porque había sido una bruja igual que mi abuela Asha, pero una era buena y la otra era mala. Ellas, además, eran hermanas. También porque Neeja no me quería, su intuición le decía que algo no iba bien conmigo.

—Vale, ¿te has creído que porque te he dicho que creo lo mismo que tú me voy a creer también esto? Es imposible que tu abuela no te quisiera y, además, si eran hermanas, ¿cómo iban a ser una mala y la otra buena? Si eran brujas, tenían que ser las dos iguales, ¿no? Ya no sé si creer eso de las brujas.

Me arrepentí de haber llegado tan lejos, pero ya era el momento de contarle algunas cosas a mi nieta, antes de que empezara a no creer en nada y se pusiera del lado de los que tienen el espíritu preso para siempre en su cuerpo. Se perdían tanto en la vida…, más de la mitad de todo lo que ocurre no puede verse con los ojos de la razón. Pero Elena también tenía, como todas nosotras, la marca plateada en el vientre. Si todo fuera igual que cuando yo era pequeña, ya haría mucho que la habría iniciado, aunque ahora tenía que hacerlo de otro modo, desde un lugar muy difícil de manejar y a la europea, y casi todos los europeos que conocía perdían su alma con mucha facilidad.

—¿Y cómo van a ser hermanas tus dos abuelas? Eso no puede ser.

—Son muchas preguntas juntas. Las brujas han existido desde siempre, en todos los lugares del mundo, parece mentira que tú no lo sepas, Elena. Y ellas eran hermanas aunque casaron a sus hijos, que eran primos. Antes se hacía, cuando la gente vivía en sitios más pequeños. En la India, muy a menudo. Y Neeja no me quería porque ella no creía que yo fuera su nieta y porque yo era una niña y no un niño, pero yo crecí pensando que ella era mi abuela y yo sí que la quería. Neeja y Asha habían dejado de llevarse bien mucho tiempo antes de que yo naciera.

Elena se quedó mirándome extrañada, sintiéndome tan cerca de ella que si alargaba un poco la mano, sentía que podía tocar mi piel reblandecida y suave.

—¿Por qué no se llevaban bien si eran hermanas? ¿Se habían enfadado?

—Sí, eso es, se habían enfadado hacía mucho tiempo porque antes, en la India, las mujeres solo querían dar a luz a hijos varones y Neeja y Asha solo podían tener hijas, como todas las que son iguales que ellas. Tú también solo podrás tener hijas.

—Bueno, las niñas son más guapas y juegan a cosas más divertidas, no me importa.

—¿Te cuento por qué ellas se odiaban y por qué Neeja no me quería, o no?

—Pues mira, mejor sigue contándome cómo era el chico que hacía que tu corazón sonara tan fuerte como el mío. Me gusta más esa historia. Que si no, luego se me olvida preguntártelo y me quedo sin saberlo.

—¿Y por qué no le cuentas estas cosas a tu madre y que ella te hable de tu padre o de quien mejor le parezca?

—Tú eres más divertida. Me hablas de cosas que no se ven. A mamá no me atrevería a preguntárselo. Se enfadaría conmigo.

Sí, Elena estaba ya preparada. Pero antes había que solucionar otros problemas.

—¿Has hecho la prueba?

—No hace falta.

—Sí hace falta. Ya sabes que no se puede juzgar a las personas por lo que parecen.

—Es mi madre. Sé cómo es.

—Eres muy pequeña.

—No tanto. Y tú dices que soy muy lista, así que ya sé que ella no me hablaría como tú de maldiciones ni de corazones descocados.

—Desbocados.

—Eso.

—Es imposible discutir contigo.

—Y contigo. Anda…, cuéntame la historia de ese chico. Pero no te creas que me voy a olvidar de tus abuelas ni tampoco de las niñas que se casan. Eso es imposible. ¿Y quién les hace la comida y las lleva al cole? Además, si las niñas se pueden casar, ¿me dejaría mamá casarme ya con Nacho?

—Ese chico tenía los ojos de color miel y la barba más cerrada que había visto nunca. Y mira que había visto hombres con pelo en la cara, en la India muchos llevan bigote y barba, pero él tenía una mata de pelo increíble. Al hablar solía sonreír, incluso cuando estaba hablando en serio. Eso me ponía nerviosa porque yo no lo entendía bien y no sabía si debía reír o quedarme seria. Lo conocí en una ciudad preciosa, llena de fantasmas, que se llama Praga. La bella Praga.