La vida es un río tortuoso y la corriente fluye deprisa

Las nubes monzónicas crecían y crecían grises sobre la bruma. Quedaba muy poco para que descargaran y entonces todas las cosas desaparecerían tras la cortina de agua durante días. Los vientos arreciarían, aullando canciones tristes de plañideras, y los rayos centellearían e iluminarían los campos anegados. Los truenos lo sacudirían todo con rabia, ahogando en sus entrañas el grito de aquellos que no hubieran tenido tiempo de guarecerse. En ocasiones las lluvias eran tan intensas que destruían todo lo que osara inmiscuirse en su camino: árboles, sembrados, chozas, carretas; muchas veces hasta los animales, avezados siempre en presentir el desastre y huir a tiempo, morían ahogados o alcanzados por un rayo que los calcinaba incluso debajo del diluvio, tan impetuoso había sido el ramalazo de agua o de fuego que los había vencido. Pero para eso aún faltaba. El sol voceaba encendido allá arriba.

Rahul volvió al mediodía. Tenía una cabeza despierta, pero no entendía qué quería yo de él. Le costaba pensar, todavía le dolía el cuello y el runrún que le martilleaba la frente y la nuca se había agigantado hasta llegar a convertirse en el retumbar de una estampida de cebúes. Se iría a casa en cuanto me dejara. Se tumbaría un rato y luego todo estaría mejor. Esa sería la última vez que me ayudara; luego, yo lo obedecería. Él había cumplido su promesa: en la mano llevaba un bulto de paño: contenía dos golsus de plata y algunos anillos, un brazalete de oro —el de mayor valor— y una pequeña esmeralda engarzada en un aro de oro, para la nariz. Con una piedra, hizo un hoyo lo suficientemente hondo donde habíamos quedado y ocultó allí el hatillo con las joyas. Yo tenía razón, aunque el usurero Amul nos hiciera un mal precio, como era de prever, conseguiríamos lo suficiente para irnos. Pero ¿por qué no acatar su destino? ¿Acaso no era él feliz allí? Tenía lo que deseaba, una familia, un lugar donde dormir, comida no le faltaba y, si conseguía que yo me casara con él, todo estaría bien. No necesitaba más. La vida fluiría como siempre. Cierto era que, muchas veces, la búsqueda de lo que carecías terminaba en ti mismo. Tal vez la casamentera que siempre había ayudado a su madre a concertar las bodas de sus hermanos podría intervenir para convencer a mi familia.

Rahul llamó a la puerta y Neeja tardó poco en abrirle. Esa mujer le daba miedo, aunque un miedo diferente al que le provocaban las demás ancianas de la aldea. Sus ojos lo atravesaban; estaba seguro de que podían horadar sus sentimientos. Pero hoy él se había preparado para impedírselo y ella solo le preguntó qué hacía otra vez allí.

—Vengo a buscar a Lila. La distinguida sahib que se hospeda en la haveli del maharajá de Jaipur ha venido a buscarlas esta mañana al bazar. No sabía que Asha hubiera muerto.

—¿Y para qué vienes? ¿Qué quiere de ella esa extranjera?

—Le encargó un sari a Asha hace tiempo y ya le pagó más de la mitad. Solo reclama su vestido. Me ha dicho que si no se lo llevan, os denunciará a la Policía. Le da igual quién lo tenga, lo pagó y lo desea.

—Espera un momento.

Neeja entró. Rahul no tuvo tiempo más que de pensar lo fea que era la vieja. Tan negra y tan arrugada como una raíz del fétido amla, que servía para soportar el dolor terco. Enseguida salió llevándome casi en volandas, enganchada por el antebrazo.

—Explícame lo que me está contando este muchacho. Dice que una ingrese os pagó un sari y que tenéis que llevárselo. No quiero problemas, si un indio entra en el calabozo por culpa de un extranjero, ya no sale.

—Es cierto, Asha había encargado su sari a Chandresh, el sastre de Bilmar con el que trabajábamos. Seguro que ya lo habrá terminado. Se lo pidió hace mucho.

—Iré yo a buscarlo y se lo llevaré. ¿Dices que falta algo por pagar?

Rahul agachó la cabeza antes de contestarle. No quería que lo mirara a los ojos, no estaba seguro de que supiera mentirle. Aunque Neeja tenía la vista fija en mí, la voz de mi amigo salió como un suspiro.

—No, señora, me dijo que debía ser Asha o Lila quienes se lo llevaran, solo confía en ellas. Ya les ha encargado otras cosas y siempre han cumplido. No como otros indios avariciosos que intentan siempre engañarla; me lo dijo con esas palabras. Si no va ella, no le pagará lo que le debe.

Neeja dudó. Yo la miraba seria. Sintió una pizca de compasión por mí, pero la apartó con su voluntad. La meditación le había otorgado ese poder y estaba orgullosa de él.

—¿Y cómo llegarás allí?

—Me conozco el camino. He ido siempre con Asha.

—¿De cuánto es la deuda?

—De una rupia. Pero la mujer es muy generosa, siempre da buenas propinas.

—Volveréis hoy antes de que anochezca. Y quiero aquí todo el dinero. No vayáis a perderlo ni a gastarlo en nada.

Los dos echamos a andar lo más rápido que nos permitieron nuestras piernas, no fuera a ser que Neeja cambiara de idea. La vieja entró en la casa sin ni siquiera seguirnos con la vista. Dos pequeñas briznas de hierba en una selva de árboles enredados. ¿Llegarían a alcanzar el sol por encima de la maraña de lianas, hojas y ramas?

—Ten cuidado. Si ella te descubre engañándola, lo pagarás. Con Asha no llegaste a pasar hambre, pero no creo que seas tan necia como para no recordar lo que sucede en la calle cuando nadie cuida de ti. Incluso teniendo una familia, muchos no sobreviven. Te lo recuerdo porque parece que lo has olvidado.

—No soy necia, sé lo que hago. Y también sé por qué. Tú sí que no sabes nada. Prefiero morir de hambre a casarme con un hombre mayor. Solo me casaré contigo. Si no puedo, entonces nunca me casaré.

No pude soportar la asfixia en el pecho. Rahul me vio y me levantó la cara.

—¿Por qué lloras? ¿Es que no te he ayudado bien? ¿Es que no he hecho lo que me pediste? No creo que estés haciendo algo bueno, pero aquí estoy, ¿no? ¿Qué más puedo hacer para que dejes de llorar?

Deseé contarle la razón que me impedía respirar, pero intuí que él no me creería. Tampoco sabía demasiado bien cómo explicar la muerte de Bhumika. Ese fin tan extraño de un ratón atravesado por un ser repugnante, viejo y codicioso. Y no quería ofenderlo. Al fin y al cabo, él también se convertiría pronto en un hombre, parecido en parte al marido de mi hermana, el elefante que la había matado. Me restregué los ojos con los puños y me despedí de él con un namaskaran.

—Aquí nos separamos, Rahul. No temas, sabré agradecerte lo que has hecho por mí. Y seré prudente. Ahora ve a descansar, no tienes buena cara y necesito que estés saludable, seguro que vendrás conmigo; aquí, nada bueno nos aguarda. Sé que mi futuro está en otro lugar.

Lo vi alejarse de mí despacio, balanceándose como un ave de largas patas que zanquea sobre el agua del arrozal, y mandé con él a una parte etérea de mí para que lo acompañara en su camino, o al menos lo intenté. Rahul sería un hombre bueno, solo en él podía confiar.

Mientras me dirigía hacia Jaipur, pensé muchas veces en Asha. La recordé entonces machacando chiles, los rojos, los que más le gustaban. Los golpeaba con la mano del mortero y su polvo fino saltaba al ritmo de su machaque y su olor intenso se me metía en la nariz, entre picante y delicioso, preludio de los platos que podría condimentar con él si la venta nos iba bien. Rahul tenía razón: yo había sido muy afortunada, no sabía lo que era el hambre, mi abuela se las había apañado para esquivarla y hasta me había hecho algunos preciosos regalos. La muerte y el infortunio esperaban al acecho detrás de cada despertar pero, a diferencia de otros muchos nietos, yo había podido disfrutar de mi dadi hasta que la espalda se le había curvado y las rayas de su piel le habían empequeñecido los ojos y desdibujado los labios. Cómo la echaba de menos. Si al menos pudiera verla como veía a mi madre, entre penumbras, cuando el sueño me vencía y no sabía si era una porción intangible e invisible para otros de una realidad o si formaba parte íntima de esa única verdad que era la vida. Pero yo oía sus latidos con nitidez, del mismo modo que la escuchaba, la veía y la sentía. Mi madre estaba a mi lado. Y no era un sueño, no, era tan real como yo, aunque solo yo la percibiera.

La aldaba de hierro fundido en forma de tigre pesaba tanto que el ruido del choque contra el portón sonó profundo, como el de las voces de cien viejos retronando. El vigilante ya me conocía y me dejó pasar en cuanto abrió. Aunque también me miró por encima del hombro, ¿qué vendría a hacer tan a menudo a la magna casa alguien tan insignificante? Pero yo no sabía indagar aún en los pensamientos y solo le di las gracias y entré en la haveli. Qué extraño que nadie saliera a recibirme. Al cabo de un rato, me cansé de esperar y decidí entrar, me sabía el camino de memoria y no me extravié al atravesar los largos pasillos y las decenas de puertas. Cuando casi estaba llegando a mi destino, me asusté al oír los gemidos de alguien. En un rincón del corredor, Gabriel permanecía sentado en el suelo, con los brazos alrededor de las rodillas y la cara embutida entre las piernas. No dejaba de sollozar. No me atreví a interrumpir su dolor y entré en la sala. Al fondo, un hombre al que no había visto nunca abrazaba a Katerina, mientras otro desconocido les hablaba. Iba vestido con traje, corbata y chaleco, como los ingrese más distinguidos que pocas veces aparecían por el bazar, y llevaba un maletín oscuro en la mano. Desde el inmenso sofá, su hermana presenciaba la escena pálida e inmóvil, sentada al lado de otro sahib de pelo casi blanco que le acariciaba la mano. El hombre le prestó un pañuelo con el que ella se sonó. En cuanto se percató de que yo había entrado, Rachel se me acercó enseguida. La tela de su largo vestido negro formó ondas turbias en el aire.

—Ven, mi niña, ven conmigo.

Namasté. —Bajé los ojos esperando que la mujer me diera permiso para seguir hablando.

Pero Rachel no me respondió hasta llevarme junto al ventanal, lejos de donde Katerina seguía llorando.

—Has llegado en muy mala hora.

—¿Qué ocurre, señora? Solo quería ver a Noa antes de que todos regresaran a su país; pero puedo venir otro día, si me lo permiten.

Rachel se agachó hasta que su cabeza estuvo a la altura de la mía y me puso las palmas en las mejillas. Su frialdad me traspasó los poros. Tenía los ojos vidriosos y el pelo alborotado en ondas enrabietadas; un estremecimiento me hizo sudar. Enseguida dejé de mirarla. Había percibido como un grito el dolor del corazón de la mujer y la angustia reservada de su alma, aunque ella no me había hablado con la voz física sino con la interior. Le cogí las manos con suavidad y se las besé. Lloré con un gemido acongojado, infantil pero incontenible. Mis lágrimas caían ya, frías como la tierra después del aguacero.

—¿Cómo lo sabes, pequeña? Mi sobrina Noa falleció de madrugada. Ha sido una gran desgracia, es horrible, horrible. No puedo encontrar otra palabra. Nuestra niña, nuestra niña preciosa. Mi hermana ha mandado a buscarte estos días, antes de que ella se encontrara tan mal, pero ni en el bazar hallaron a nadie que quisiera explicar dónde vivíais. Tal vez no se fiaran de nosotros, pero deben de apreciarte mucho: tampoco accedieron a cambio de algún dinero. Y Noa preguntaba por ti todo el rato, quería verte, pero se fue a un sitio de donde ya nadie podrá hacerla regresar.

Katerina me señaló mientras le decía algo al señor del maletín y él se acercó y me ofreció un vaso con un líquido amarillo y muchas golosinas de intensos colores que yo no había visto nunca. Pero el pecho me oprimía y no podía dejar de llorar.

—Tienes que tomarte esto —me dijo él—. Son medicinas. Mejor prevenir. La epidemia pronto se extenderá también por esta zona de Rajastán, ya ha causado estragos en el sur de la India y se propaga rápidamente. Deberíamos habernos preparado antes, mucho antes, porque no existe vacuna para la peste bubónica, pero sí tiene cura si se toman los medicamentos durante las primeras cuarenta y ocho horas. —El hombre había bajado la voz al pronunciar la última frase, mientras evitaba mirar a Katerina; después se dirigió a todos—: Ya sabéis cuáles son las instrucciones, hasta que salgáis de Jaipur, tenéis que ser muy estrictos y seguir todas las indicaciones que os he dado. Hay que administraros la misma dosis al menos una vez más antes de que volváis a Europa. Para salir de la India ahora que la epidemia está a punto de convertirse en pandemia, no podéis tener ni unas décimas de fiebre o las autoridades británicas no os darán el permiso para abandonar el país. Tampoco debéis decirle a nadie cuál ha sido la causa del fallecimiento, los papeles que estoy preparando y el acta de defunción ya lo explican de forma que podáis salir. No permitirán que la enfermedad llegue al viejo continente.

Entonces Katerina se levantó, se aproximó también a mí y me abrazó con fuerza. Mi cuerpo frágil y menudo era tan parecido al de su pequeña hija que su llanto se acrecentó.

—Mi niña, mi linda niña…

Advertí cómo la presión de sus brazos iba disminuyendo hasta que cedió del todo y entonces cayó a mis pies. Yo me arrodillé junto a ella.

—¡Katerina! —gritó el hombre que la había estado consolando.

Todos corrieron a su lado y nos rodearon. El sol de la tarde jugaba con su pelo, desparramado sobre los dibujos de pájaros azules que extendían sus alas en las gigantescas baldosas. Yo lo observaba sorprendida, acostumbrada a la negrura en la melena de todas las mujeres de mi vida. Por un instante, temí que ella también se hubiera ido como todas las demás, como mi abuela y como mi hermana, como mi madre y como Noa. Mi corazón volvió a latir con normalidad cuando oí hablar al hombre del maletín.

—No temáis, solo es la emoción. Es un golpe muy duro. Por favor, apartaos y dejad que le dé el aire. Pedid que me traigan un vaso de agua, de la hervida, por favor.

Obedecimos las órdenes del médico y nos colocamos haciendo un círculo más amplio alrededor de ella. Un sirviente llegó con dos copas llenas. Bastaron unas gotas vertidas sobre el rostro de Katerina para que volviera en sí, pero su palidez no había remitido. Mientras la ayudaban a levantarse, yo la miraba: su piel, no mucho más clara que la mía, parecía ahora polvo de huesos. Se sentó en la butaca que le acercó alguien y se bebió el contenido de la otra copa. Su marido se colocó a su lado y la tomó de la mano. Me fijé en él y supe que era el padre de Noa. Tenían los mismos ojos, azules como el elixir del manjistshá, que sanaba las penas de niebla y amor, y al igual que ella, movía los párpados despacio como una vaca sagrada cuando su vista pasaba de uno a otro.

—Fernando, esta es Lila —dijo en un susurro Katerina—, la niña que venía a menudo a jugar con Noa. Ella la quería mucho. Han sido como hermanas.

La mujer apenas pudo terminar la frase antes de que el llanto la interrumpiera. Su marido me examinó con expresión de afecto.

—Su dolor es el mío, señor —le dije, sosteniéndole la mirada. Quería que supiera que sentía de verdad lo que iba a decirle—. Me entristece la muerte de Noa como si hubiera sido una de mis hermanas quien se hubiera ido.

En ese momento, recordé a mi abuela. Me di cuenta de que ella ya sabía lo que iba a ocurrir, ¿por qué no me habría dicho sin más que fuera a despedirme de ella? ¿Habría cambiado la fortuna de alguna de las dos? Me arrepentí de no haber seguido su consejo.

—Lila, por Dios, tómate las medicinas que te ha ofrecido el doctor Mathew. Podrían salvarte la vida. —Katerina me hablaba entrecortadamente. Estaba sentada cerca de mí y respiraba con dificultad, como si el aire se le hubiera congelado en el pecho y formara una espesa capa que hubiera que separar a base de calor, de calor humano. Me agaché para besarle los pies pero me lo impidió—. Por favor, levántate. No hace falta que me tengas tanto respeto.

—Muchas gracias, señora, muchas gracias.

—No me des las gracias, nunca más nadie debería darme las gracias. Por mi culpa, lo que más quiero se ha ido de mi lado. Si yo hubiera estado más pendiente de ella, esto no habría pasado. Ahora, ya nada que pueda hacer merecerá agradecimiento. Por favor, tómate la medicina.

Me metí las pastillas en la boca y sentí la lengua espesa al beber el líquido, sabía amargo como la raíz machacada de bel y tuve que tragar varias veces hasta que conseguí que las píldoras bajaran por la garganta. Nunca antes había probado algo parecido. Katerina suspiró en un intento por recomponerse, tenía el rostro desencajado y los ojos como huevos de tortuga, llenos de venitas rojas que se veían demasiado grandes amplificadas por sus lágrimas. Tomé sus muñecas. Ella volvía a llorar.

—Por favor, no sufra. Noa está bien. Y no se ha ido todavía, las está viendo ahora. Nunca los abandonará, permanecerá siempre en su corazón. Ella quiere que lo sepan.

Yo aún no tenía el poder para saber si lo que decía era cierto, solo sentía la fuerza de la compasión. Pero podía adivinar que, en el lugar donde mi querida Noa estuviera en ese momento, desearía que yo intentara aliviarles su dolor. Porque su corazón era de los blandos, de los que mi abuela Asha decía que no servían para hacer el mal, de los que se transparentaban a través de la mirada limpia. De los que eran como nosotras.

El médico se acercó a Katerina y le colocó alrededor del brazo un aparato que yo no había visto nunca, un gran reloj sujeto con unas correas y un inflador. Su marido le besó la mano y se dirigió a ella con dulzura.

—Por favor, déjame que te lleve a tu cuarto. No puedes seguir sin dormir más tiempo. Has pasado muchos días cuidando de Noa. Y estoy seguro de que esta muchacha tendrá que irse ya.

—Haga caso a su esposo, señora. Las almas no desaparecen, se reencarnan en otro cuerpo y su hija volverá a este mundo siendo algo muy bello y estará muy cerca de usted, créame.

—¿Vendrás otro día? Me gustaría hacerte un pequeño regalo y, tal vez, dejar solucionado lo de la escuela. No quiero dejarte de la mano de Dios y mucho menos ahora, Lila. —Katerina había hablado con voz firme. Segura de lo que quería.

—Eso ya no podrá ser, señora. Mi abuela murió hace varios días y tengo que prepararme para la boda y para mi vida de casada, pero le agradezco que me tenga en sus pensamientos.

—¡Oh! Lila, lo siento muchísimo, ¡qué desconsiderados hemos sido! El otro día cuando te vi aquí, ¿ella ya te había dejado? No me digas que sí, por favor…, ¡cuánto lo lamento!, de veras. Pero aún eres muy pequeña, no es posible que ya vayas a casarte. Eso no es posible.

—No se preocupe por mí, todos estamos en las manos de Dios.

—Pero niña, ¿cómo puedes decir eso? ¿Cómo no voy a preocuparme?

Su hermana Rachel intervino en la conversación:

—Katerina, ya te lo dije, no debes inmiscuirte. Por favor, haz caso a tu marido y a nuestro amigo el doctor y deja que te acompañemos a tu cuarto.

Katerina miró a Fernando. En los últimos días, parecía haber envejecido, los ojos se le hundían en grandes bolsas claras y le había crecido mucho la barba; en la barbilla, las canas le daban un aire adusto, cuando siempre había sido tan alegre. No contestó a su mujer. Katerina se dirigió al médico, que seguía poniendo en orden su maletín.

—Mathew, tú llevas años trabajando aquí, ¿no podemos hacer nada?

—La India es así, Katerina, tremendamente hermosa, pero también tremendamente injusta. Nosotros somos occidentales y nos resulta difícil comprender cómo viven. Ella debe casarse o morirá de hambre. Hay lugares donde los padres conciertan los matrimonios incluso antes de que nazcan sus hijos. Sobre todo en ciudades como esta, llenas de gente que viene a buscar fortuna intentando huir de la dureza y la injusticia del campo, ya has visto los cientos de desharrapados que salen cada día a mendigar una mísera ración de comida, los que duermen en las calles, los que no hacen otra cosa que ver pasar la vida, tienen hasta un nombre: los sadhus. —El doctor no supo si callar. Pero era mejor sacarla de dudas—. He trabajado mucho tiempo en el hospital Mayo. Es el único que atiende de forma gratuita en toda esta zona. Allí abres los ojos enseguida. Los guardianes echaban a patadas a los que más ayuda necesitaban. La mayoría no puede pagar los médicos ni las medicinas, en realidad no puede pagar casi nada. Por no hablar de los dalits, los intocables. Hay tanta miseria en este país que te vuelves insensible. No debemos sorprendernos, en muchas ciudades de Europa, sobre todo ahora tras la Gran Guerra, hay pocos lugares donde no se pase hambre. Y en la India, al menos, su espiritualidad permite que exista un equilibrio. Estoy convencido de que los indigentes de este país son más felices que los nuestros. Los hindúes tienen una esperanza de la que nosotros carecemos: si se comportan correctamente, cuanto más sufran, mayores riquezas y privilegios alcanzarán en su próxima reencarnación. Ellos pueden seguir probando hasta que llegan a un grado en la existencia que les satisface y entonces logran su objetivo: consiguen alcanzar a Dios.

—Pero ¿por qué no hacen nada? Yo no puedo hacerme insensible como dices. Es solo una cuestión de principios. Podemos hacer algo para cambiar eso. Al menos podemos salvar a Lila.

—No juzgues equivocadamente, Katerina. No he conocido ningún pueblo como este: se resigna, no grita por su vida, no grita por nada, pero aun así es feliz en su infelicidad, con su comida y su rezo del día. Hasta el Gandhi ese, es su ídolo porque él es su esencia. Nadie hará nada por Lila. Ella te lo ha dicho: están en manos de Dios. Y, aunque parezca mentira, en eso es en lo que más nos parecemos: nuestros dioses tampoco actúan. La niña se casará. Si está sola y tiene algo material que ofrecerle, lo hará con un hombre mayor y le dará muchos hijos, trabajará como una mula y, con suerte, se arrojará a la pira de su marido cuando él muera antes que ella y así dará honra a sus familiares y todos la respetarán. Pero no nos corresponde a nosotros cambiarlo.

—Fernando, ¿tú no tienes nada qué decir? Amor mío, me gustaría escucharte.

El hombre había logrado serenarse. Pero conocía demasiado bien a su mujer y se estaba poniendo nervioso.

—Katerina, sé cómo te sientes, sé lo que estás pensando, sé lo que harías y sé que no podemos hacerlo.

—¡Ya está bien! ¡No puedo creerlo! ¿Ninguno de vosotros queréis ayudar a esta pobre niña?

Katerina había dejado de llorar. Ahora su cara tenía la fuerza de las madres que no renunciarán jamás al amor de sus hijos. La mano que mece la cuna dirige el mundo. Su marido le había dado la espalda, también en lo físico. Podía ver sus hombros anchos pero delgados y el pelo cortado con el mismo espíritu marcial de su abuelo y de su padre, e igual de ralo ya que ambos.

—Es lo normal aquí, Katerina. No todas se casan tan pronto, pero no pueden esperar demasiado, muchos abusan de ellas si no están comprometidas; no puedes imaginar la de niñas que llegan desangrándose al hospital y las que ni llegan por vergüenza. Y luego no las quieren como esposas y nadie desea cargar con una hija repudiada. Las mujeres solo sobreviven si se casan.

—Pero su abuela vivía sola y cuidó de ella. Yo no juzgo, solo quiero ayudarla. ¡Es una niña indefensa!

—Katerina, harías bien en dejar que te diera un tranquilizante —insistió el doctor—. No podemos hacer nada por ella, no podemos cambiar nada.

—¿Por qué no? Podríamos llevárnosla con nosotros.

—Dios santo, te has vuelto loca. No sabes lo que estás diciendo. —Rachel se llevó las manos a la cabeza, su hermana siempre tan engreída.

—Mi hija ha muerto y tendré que enterrarla aquí. No me dejarán sacarla del país porque se infectó de una maldita enfermedad contagiosa. Mathew tendrá que mentir para que podamos irnos. Ni siquiera podremos decir cómo murió si no queremos quedarnos aquí una larga temporada. Así que ella podría venir con nosotros en su lugar. Y no me digas que estoy loca, los locos sois vosotros, que no reaccionáis ante la desgracia ajena. Yo quiero seguir siendo una loca si eso significa tener corazón y ponerme en el lugar de los demás.

Buscó los ojos de su marido. Sabía que él la entendería. Por eso lo amaba, era como ella. Pero él seguía dándole la espalda, cabizbajo, mientras se frotaba las manos con nerviosismo. Se hizo el silencio. Cuando por fin levantó la vista y se giró hacia Katerina, su voz sonó áspera.

—No me pidas que sustituya a mi hija. No tienes ningún derecho, no lo tienes.

Ella lo abrazó con tibieza. Él comenzó a llorar.

—Si no os hubiera traído a este lugar, esto no habría sucedido. No puedes pedirme que recuerde siempre que nuestra querida hija murió por mi culpa. No puedes pedirme eso. Si nos la llevamos, eso significará para mí el tener que verla cada día.

Fernando hundió su frente en el pelo de su mujer y siguió llorando. Ella besó cada lágrima que caía por sus mejillas y lloró con él. Pero no podía dejar de intentarlo.

—Jamás te pediría eso, amor, jamás. La India nos ha quitado a una hija y es justo que nos dé otra, no la misma, cada alma es irrepetible y única. Nosotros podemos educarla, hace muy poco que nos habíamos mudado a Praga; allí apenas nos conoce nadie y además llevamos varios meses fuera, ella podría pasar por nuestra hija, es muy lista, aprendería rápidamente el idioma y nuestras costumbres. Apenas tiene nueve o diez años, ¿de veras no se te parte el alma pensando que esta pequeña se casará en breve? Imagina que fuera Noa, tu Noa convertida en la esposa de un hombre que podría ser su padre o su abuelo. Es repugnante. Y que Dios me perdone, porque para nosotros todas sus criaturas son iguales y todas son dignas de ser amadas. Yo sé que tú no me defraudarás.

Mientras ella pronunciaba esas palabras entre lágrimas, el médico me había agarrado de la mano y me estaba conduciendo a la puerta.

—Esperad. —Fernando se separó de su mujer y vino hacia nosotros—. Mathew, ¿qué posibilidades existen de conseguir que nos dejen llevarnos de aquí a Noa y enterrarla en Praga?

—Lo siento, pero no hay ninguna. Ni siquiera con dinero, los británicos son muy estrictos con las cuestiones sanitarias. Los indicios de su enfermedad son muy obvios.

—¿Y podríamos adoptarla?

—Para eso lo primero que deberíais hacer es, sin duda, localizar a su familia, hablar con ellos, y luego, seguramente, pagarles bien. Lo normal es que sean pobres y puede que les hagáis un favor. Pero después tendréis que sufrir la burocracia del aparato legislativo indio y, peor aún, la del británico, que es lentísimo e intrincado. Quizás en año o año y medio podríais concluir todo el papeleo. Sería mucho más lento y caro que comprársela a su familia.

—Yo no quiero esperar. Yo quiero irme ya de este país. Y llevármela —zanjó Katerina con tono firme y buscó apoyo en su hermana.

—A mí no me mires de ese modo, no puedo ayudarte esta vez. El maharajá no intervendrá en algo así, y menos ahora con toda esa polémica sobre los niños robados que ha provocado la anulación de las adopciones en la corte. Es imposible, Katerina, te lo aseguro.

—Y entonces, ¿qué posibilidades hay de que podamos llevárnosla como si fuera nuestra hija y sacarla del país, en lugar de Noa?

—Nadie podría decir que no es hija vuestra, si vosotros lo aseguráis y enterramos aquí a Noa sin que nadie lo sepa. Sus rasgos son occidentales, los de una de las razas hindúes más parecidas a la europea. Mírala, tiene la piel muy blanca y los ojos tan claros como vosotros, solo su pelo es demasiado oscuro; esto incluso puede arreglarse, aunque no lo veo necesario. Podría pasar perfectamente por europea si no abre la boca. Pero ¿sabéis lo que estáis haciendo? Tendríais que enterrar aquí a Noa sin ninguna ceremonia y sin comunicárselo a nadie. Y sería para siempre. Os aconsejo que lo penséis bien, todo está muy reciente y nunca es recomendable actuar por impulso. Además, estáis cometiendo un delito; si alguien os descubriera, podrían condenaros a la horca. Aquí nadie quiere a las niñas, pero tampoco permiten que se las lleven así como así. Y ¿cómo sabéis que su familia no la reclamará? Si ven posibilidad de sacar algún dinero, tened por seguro que lo intentarán. Por no hablar de lo que tendréis que hacer en Praga. Lo que estáis pensando no tiene marcha atrás, si os la lleváis asumiendo la identidad de vuestra hija, supongo que deberá conservarla siempre. Pensadlo bien, os lo ruego…

Katerina lo interrumpió, agarrada al brazo de su marido:

—Ya lo hemos pensado. Aún no has comunicado la muerte de Noa. Si tú nos ayudas, ella vendrá con nosotros. Y su familia era Asha y ella está muerta. Nadie la buscará.

Fernando le apretó la mano.

—Lo haremos, Mathew —dijo él—. Hasta ahora, nunca habíamos llevado a los niños a reuniones sociales, nadie de nuestro entorno en Praga los conoce. Y nuestros familiares lo entenderán, aunque ahora están muy dispersos por el mundo como para que tengamos que preocuparnos de eso. Nos llevaremos a la niña. Será como si Dios nos hubiera ofrecido un regalo después de habernos arrebatado otro.

Entonces, muy despacio, me coloqué más cerca de los hombres y los miré con los ojos vidriosos. Mi corazón era un caballito de madera como aquel con el que habíamos jugado Noa y yo la última vez que nos vimos. Trotaba encabritado dentro de mi cuerpecito. No conseguía que me salieran las palabras, ¿por qué todo el mundo había decidido morir al mismo tiempo? ¿Qué mal había hecho yo para que los dioses me castigaran con tanta crueldad? ¿Qué Dios podía ser tan malévolo para arrancar de mi vida a todo aquel a quien yo amaba?

Necesitaba encontrar consuelo en la certeza de que mi madre, mi hermana, mi abuela y mi amiga estarían ya en el mundo astral, que serían materia y luz. Todas, sin excepción, habían acumulado buen karma, así que volverían al mundo físico siendo hijas de hombres ilustres y respetados, bellas mujeres como las que nos compraban saris a Asha y a mí. En el peor de los casos, mi abuela regresaría convertida en una gacela, por haber odiado tanto a Neeja. De repente, resonó en mi mente su maldición, de la que Asha me había hablado alguna vez, pero ¿no había sido solo contra los hombres que yo empezara a querer? No recordaba bien las palabras de mi dadi, pero ¿podía deberse tanto dolor a la maldición que una vieja resentida pronunció el día de mi nacimiento? Por fin, en un hilo de sonidos aflautados, tartamudeando casi, hablé:

—Por favor, no sigan discutiendo por mi culpa. Yo no quiero irme de mi país. Les agradezco mucho su bondad, pero debo quedarme con Rahul, se lo prometí. Él y yo nos casaremos y seguiremos viviendo como todos, con trabajo y con la ayuda de Dios. Además, Gabriel no me quiere. Yo le entiendo. Él sigue teniendo miedo a lo que no conoce, ¿cómo podría yo ocupar el lugar de su hermana?

—¿Cómo puedes decir eso? Gabriel aprenderá a quererte y no desearía que te pasara nada malo —respondió Katerina.

—Pero yo no dejaré solo a Rahul ni a mis hermanas. Son lo único que me queda ahora. Asha siempre me decía que no podemos abandonar a los que nos quieren, que lo que hacemos es lo que somos. Ahora, debo irme, me esperan en casa.

—Lila, eres aún una niña, ¿quién te ha obligado a crecer así de rápido, pequeña?

—La vida es un río tortuoso y la corriente fluye deprisa. Pero, a veces, las aguas se calman y el sol brilla allá abajo, en el fondo cristalino. Eso decía mi abuela. Y, señora Katerina, por favor, disculpe mi desvergüenza, pero si no vuelvo con una rupia y algunas annas, Neeja me azotará hasta que me haga perder el sentido.