Pechos como promesas que se marchitarían antes de abrirse

Abrí los ojos al día. No lloré. Para serenarme, respiré hondo y me concentré en el aire que entraba y salía de mi pecho. Asha me había enseñado cómo relajarme hasta que parecía que llegaba a perder el sentido. Lo habíamos ensayado muchas veces juntas. Ahora seguía sus instrucciones al pie de la letra para que mi rostro se mostrara tan sereno como si hubiera dormido durante la larga noche. Lo había intentado: necesitaba verla, saber si también sería capaz de comunicarse conmigo en sueños, igual que yo hacía con mi madre, pero no había podido dormir apenas y tampoco esa noche ninguna de las dos se me habían aparecido.

Los ojos me picaban y sentía los envites de mi corazón latiéndome dentro de la cabeza, pero me puse en pie la primera. Neeja nos hacía levantarnos antes de que las luces del alba se hubieran acomodado sobre la mañana y, después de asearnos y rezar a Nirrti todas juntas, nos servía un cuenco lleno hasta arriba con el agua de cocer el arroz y algunos granos deslavazados flotando, y nos lo bebíamos en silencio. El silencio siempre estaba donde estaba la anciana. Sin embargo, en ocasiones se levantaba contenta; entonces añadía al agua algo más del cereal y algunas verduras y terminaba la comida con pequeños trozos de fruta, carne de coco o shubat, pero aquellos eran días raros, en los que los ojos le brillaban de una forma diferente. Ninguna de mis hermanas ni de mis primas había podido explicarme el porqué.

Después nos poníamos a las tareas. Por orden de edad, nos íbamos ocupando de todas; eran muchas más de las que yo había realizado con Asha desde que apenas había alcanzado la altura de un cerdo adulto, pero en el hogar de Neeja todo era mucho más intrincado. Las más pequeñas salían a recoger boñigas y las iban apilando en la entrada, y las que las seguían en edad las iban aplanando y estirando hasta hacer una pasta. El trabajo más minucioso era el de preparar las piedras preciosas para los joyeros de Jaipur que confiaban en Neeja, pues sus nietas eran las mejores de toda la comarca cortando y tallando. Su familia había conseguido así ser la más próspera de la aldea, la única que tenía una casa de ladrillo con un porche grande y pintado de colores, varios bueyes y tierra propia, incluso algún acre de más que arrendaba a la familia del usurero Soheil desde hacía muchos años. Tan solo una de esas piedras valía para poder comprar mil elefantes. Yo le había pedido que me enseñara a tallarlas; así, al menos, estaría más cerca de mis primas.

—Tú ya no puedes aprender. Tus dedos son demasiado grandes y torpes y además te irás pronto, perderíamos un tiempo precioso para nada. Hasta entonces, te ocuparás de limpiar y ayudar en la casa. Hoy tienes que dejarlo todo muy limpio, vendrán a recoger las piedras de la joyería de Rahani Pradesh.

Los hombres, sentados a tomar los rayos del sol matutino bajo el porche, mascaban paan y hablaban en voz alta de cosas que yo no conseguía entender. Observé a mi hermana Chandrika: manejaba una pequeña piedra sentada en el suelo, apoyada sobre una mesa baja, a la altura exacta de sus manos. Su padre se acercó y la despeinó; ella le sonrió. Sagar tenía la piel oscura y sus ojos formaban una línea oblicua que se inclinaba hacia el lado contrario al normal, en descenso hacia las orejas. Lo que más llamaba la atención era que se veían tristes y apagados, igual que los de un carnero de pelo encrespado. Pero su voz sonaba limpia, como si se reflejara en el espejo de un corazón pío. Entonces me observó un momento. Me parecía tanto a Barathi que él, a veces, no quería ni mirarme. Solo por temor a ella se había decidido a recogerme cuando Asha murió.

—Ayer estuve con el viudo Raquil —le dijo Sagar a Neeja—, quiere adelantar la boda, ya hace un año desde el shraddha de su mujer y necesita alguien que se ocupe de su casa. Sus hijos son aún muy pequeños, Lila servirá. Pero no se quedó muy contento. Prefiere a Chandrika. La mala fama la precede. No sé si lograré convencerlo.

La anciana le susurró. Todas aguzamos el oído. Atentas como la araña negra observando desde su pequeño agujero en la tierra.

—Le dirías que tiene una buena dote, ¿no? Ya te dije que encontramos algunas alhajas en el baúl de Asha, no se las daremos todas, pero también había comida y algunas telas. Menos mal que la vieja fue previsora y guardó. Si no hubiera sido así, no podríamos casar a Lila: corre por sus venas su sangre, ¿quién podría quererla?

Yo miré al suelo mientras Sagar y Neeja hablaban. Me sentí invisible y habría querido serlo. Desaparecer. Solo ese anhelo me rondaba cuando ella se volvió hacia mí.

—No sé por qué tienes esa cara tan seria. Has tenido mucha suerte, te casarás a la vez que Chandrika y el viudo Raquil te aceptará, no le será fácil casarse otra vez teniendo tantos hijos y habiendo nacido en esa casta. Pero a ti eso te da igual, estás acostumbrada a vivir con Asha, no podrías soñar otro futuro.

—Déjala, ya es suficiente —dijo Sagar.

Neeja bajó el rostro y también la voz para contestarle. Siempre lo hacía cuando un hombre la recriminaba.

—No he dicho nada que ella no sepa.

—Le he dicho que la deje. Se me ocurre algo para contentarla un poco. La llevaré a ver a sus hermanas. Cuando compruebe que el matrimonio es para bien, se quedará más tranquila. No quiero que Asha crea que trato mal a su nieta. Podría ser mi hija, al fin y al cabo. Tener una parte de mí. No podemos saberlo.

—¡No digas eso, Sagar! ¡Nunca! Lila es igual que ellas, que su abuela y que su madre. Cómo me equivoqué eligiéndola como mujer para ti…, menos mal que era una débil y murió pronto.

Me eché a llorar.

—¿Ya no temes a Asha, madre? Qué pronto le has perdido el respeto. Yo, en cambio, le tengo más miedo ahora.

Neeja se miró las manos. Su hijo hablaba con sabiduría. No podía saber en qué mundo estaba Asha y en quién se reencarnaría. Recordaba sus ojos cuando se cruzaron por última vez en la boda de sus nietas. Aún la seguía odiando.

—Llévala a ver a Bhumika. No la quiero aquí. Solo es un estorbo. Me alborota a sus hermanas y a sus primas. ¡Menuda joya se lleva Raquil! En bruto está, en bruto.

—Todo se puede enmendar. Su tronco todavía no ha crecido lo suficiente como para que no pueda ponerse derecho. Y el matrimonio siempre es un buen puntal.

—Este tronco será difícil de enderezar, espero que no nos la devuelvan dentro de unos años, usada y maltrecha, después de haber parido cuatro o cinco hijas, o peor, una de esas albinas de pelo y piel clara como la luz de la primera llama que lleva el cuerpo a su destino de ceniza, como hizo la mayor de sus tías. Solo de recordarlo me suben por las piernas unos escalofríos… Llévatela, hijo mío.

Por el camino, Sagar guiaba con mano decidida el buey que tiraba del carro y el chirriar que las ruedas producían al avanzar resonaba como un quejido angustiado de un sadhu andrajoso mendigando. Los ojos del animal supuraban sangre a veces por culpa del abundante polvo que levantaba al caminar, pero seguía su camino con ánimo, espoleado por el olor del nabo que Sagar le ponía delante de cuando en cuando. Yo callaba. Y había abierto mucho los ojos: quería memorizar el camino para llegar a casa de Bhumika, que hice por última vez con mi abuela Asha y no recordaba bien, y me iba fijando en cada hito que pudiera ayudarme a orientarme.

Pero la idea de Sagar había dado resultado y yo miraba el horizonte tranquila, apenas podía contener la sonrisa y en mis ojos habría podido apreciarse que, por unos momentos, había conseguido olvidarme de mi pena, si alguien los hubiera mirado desde que salimos de la casa de Neeja. En la distancia, Balmir se veía más grande que mi aldea y más próspera, algunas havelis se distinguían en la zona más elevada, donde repuntaban motas de verde, y las guías del tren dividían en dos las chabolas del sur. Eso siempre significaba buen augurio y más rupias para algunos.

En cuanto divisé la casa de Bhumika, salté del carro y no esperé a que Sagar me siguiera. En la techumbre de la pequeña construcción faltaban algunas tejas y en sus muros enlucidos en blanco se insertaban varias ventanas con postigos cuarteados y una entrada de madera oscura y agrietada. La puerta estaba cerrada con llave. Llamé y esperé, pero nadie me abrió. Sagar se colocó a mi lado.

—¿No pasas?

Yo ya no sonreía. Quería echarme a llorar. Mis ojos temblaban como rocío a punto de caer de la hoja fría movida por la brisa. Mi voz salió como un quejido.

—La puerta no se abre y parece que no hay nadie dentro. Es extraño, debe de ser casi el tiempo de comer o al menos de que Bhumika estuviera cocinando.

—Shauri no habrá llegado aún. Es un hombre ocupado que sale temprano para hacer sus tareas.

Comencé a gritar su nombre, pero tampoco obtuve respuesta. Un soplo de viento movió la arena del suelo en torno a mis pies. El frío me erizó la piel. Me miré el sari, lo vi sucio. La seda era demasiado ostentosa para mi cuerpo ínfimo. Entonces me senté en el suelo junto a la entrada dispuesta a esperar, pero no tardé mucho en oír el ruido de un cerrojo herrumbroso descorriéndose a trompicones. La puerta se abrió y la cara de Shauri asomó tras ella.

—¿Qué queréis? No podéis entrar ahora. Ha ocurrido un accidente y debéis iros. Ya arreglaremos cuentas.

Me levanté de un brinco, empujé la puerta con fuerza y me colé dentro antes de que el marido de Bhumika tuviera tiempo de reaccionar. Enseguida llegué a la habitación donde la habían vestido para la feliz boda. No había transcurrido ni una luna nueva. La sala estaba a oscuras y olía a almendras fritas. También al hedor que segregarían el miedo y la lujuria si desprendieran olor. En las esquinas, algunas arañas tejían redes cristalinas de sedas minúsculas, millones de veces más fuertes y sólidas que las vidas de los humanos, pero insignificantes, a su semejanza. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, miré al suelo: intrincados dibujos esbozados con cenizas y polvo de arroz partían de la puerta y llegaban hasta un bulto arrinconado entre paños, al otro lado de la entrada. Me dirigí hacia él. Antes de alcanzarlo, ya supe lo que era.

—Bhumika, ¿qué te ocurre? Háblame, sé que estás ahí. Soy Lila. Tu hermana Lila.

El bulto se movió un poco bajo la tela oscura. Entonces pude distinguir la costra pegajosa que la sangre solidificada había formado sobre la sábana y también alrededor, esparcida en rodales por el suelo. Un olor acre se removió en el aire cuando Bhumika tiró del paño para enjugarse el sudor de la cara dejando a la vista parte de su delgado cuerpo desnudo. Los pechos eran aún solo promesas y su piel lisa y suave parecía perfilada con leche y almíbar. Pero en los muslos se percibían los restos alargados que dejó el líquido sanguinolento al resbalar. Habían pasado muchas horas ya desde que se habían resecado. Vencí mi estremecimiento y me aproximé más a ella.

—¿Qué te ha ocurrido? —le pregunté temiendo oír la respuesta.

Me senté a su lado junto a la maraña de trapos sangrientos y esperé. Un temblor recorrió el torso medio destapado de mi amada hermana. Un colibrí con las alas partidas. Moví un poco la hedionda sábana para abrigarla a la vez que intenté cubrirla con mi cuerpo. Casi recostada encima, acerqué mi rostro al suyo y lo besé. Me llegó un efluvio mezcla de sudor, sangre y orín. Bhumika me habló al oído en un susurro, pero oí sus palabras tan claras como las del alma pura que se prepara para desprenderse de su coraza de materia.

—No te acerques nunca a un hombre, Lila, nunca. Él me rompió por dentro. Ya no lo siento, por fin ha dejado de dolerme, pero él me rompió. Me hincó como un puñal en las entrañas y comenzó a moverse con la furia de un animal salvaje y, con cada empujón que me daba, yo sentía que me rompía un poco más. Cuando salió de mí, empezó a arderme el vientre. Ni moverme ni orinar podía sin que me quemara ahí abajo. Antes podía levantarme; ahora, ya no. Pero he dejado de sangrar. Y casi no te veo, pero te siento, me alegro mucho de que hayas venido. Dame tu mano, Lila, dame tu mano. No me dejes sola.

—Maldita niña, sal de aquí, ¡ahora! —El marido de Bhumika había entrado en la habitación. Sus arrugas alrededor de los ojos que yo tanto odiaba me parecieron más profundas que en la boda y las canas que empezaban a salpicar su barba de pico le conferían un aire de brahmán furioso. Gritaba, pero se detuvo en seco junto a la entrada—. Ya le he explicado a vuestro padre que ha sido un accidente. Llamé a la curandera y Bhumika mejorará, pero debéis iros ahora, tiene que descansar y no os necesita aquí. Ya me ocupo yo.

—¿Y al médico? ¿No has traído al médico?

Yo también gritaba, mi voz de cría se había agigantado con la furia del dolor.

—El médico cuesta dinero. Y además, no es conveniente. Vete de aquí o te sacaré a rastras. Déjanos en paz, esto no es asunto tuyo, solo ha sido un accidente. Si me acusas, diré que la violaron y, además, ¿a quién le importará? Puede que no sepas ni de lo que hablo, pero te conviene irte de aquí como te digo.

—Vámonos, Lila —dijo Sagar—. Nada más podemos hacer. Ella es fuerte. Debes respetar la decisión de su marido. Nada puede suceder sino aquello que tenemos la fortaleza de soportar. Será lo que tenga que ser. Volveremos a verla mañana, seguro que habrá mejorado.

Lo miré, pero él no pudo sostenerme la vista. Oí a Shauri aproximarse y me levanté del suelo enseguida. Sentí murmurar el espíritu de Barathi detrás de mí y su cólera se me contagió.

—Eres un elefante viejo y gordo que se ha unido en matrimonio a un ratón. No se te ocurra acercarte a nosotras, puerco asqueroso. Me invade el espíritu de Kali, la diosa de la muerte, la protectora de las mujeres maltratadas. Si me tocas a mí o vuelves a tocarla a ella, su furia caerá sobre ti y sobre todos los tuyos, y los conjuros de las brujas de la luna plateada, de la vieja bruja Asha, de la joven bruja Barathi y de la niña bruja Lila caerán sobre ti y sobre los tuyos. Y si no crees lo que te digo, gírate y mira la cara encogida de mi padre, él sabe de lo que hablo. —Miré a los dos hombres y supe que me temían. Y me sentí fuerte, ínfima pero fuerte.

Bhumika me agarró del brazo con las dos manos temblorosas y tiró de mí. Movía los labios pero la voz no le salía. Me acerqué y le besé los ojos, la boca, las mejillas.

—Tranquila, iré a buscar al médico que cura a mi amiga Noa y te sacaremos de aquí. Su madre no permitirá que te pase nada. Te curarás tú también y jugaremos juntas otra vez a contar historias y nos reiremos, como siempre, mucho más con las tuyas. Eres muy divertida contando historias. Verás cómo te pones bien, ya lo verás.

Bhumika murmuró con un hilo de voz fino como la baba del gusano de seda y delicado como su tacto.

—Dame agua. Tengo mucha sed. Y no puedo moverme, Lila. Creo que esto debe de ser la muerte. No siento mi cuerpo, ni mi cara, ni mis piernas, ni siquiera siento mi corazón. Y solo veo tu rostro. Eres mucho más bonita ahora, pareces de cristal. No me dejes, por favor, Lila, no me dejes sola.

En ese momento, las manos de Bhumika soltaron mi brazo y fueron resbalando despacio sobre su cuerpo. Enseguida, desvaído entre mis lágrimas, pude ver el humo blanco que salía de sus dedos y de sus ojos y le acariciaba el rostro antes de seguir ascendiendo hasta el techo y empezar a evaporarse. Quise aferrarlo con fuerza, anclarlo a mi alma para mantenerla más tiempo junto a mí, pero eso era imposible. Era imposible hasta para las mujeres de la media luna plateada. Si aún no eran sabias.

Bajé entonces los párpados de mi hermana amada y le besé los pies y luego le besé las mejillas y los ojos cerrados y los labios descarnados, y me abracé a ella y la apreté todo lo que pude hasta que dejé de sentir mis brazos, hasta que el dolor me atravesó el pecho y el corazón y se quedó escondido allí, tan adentro, esperando a que la luz de su alma cantara al irse. Y cuando mi amada Bhumika se despidió de mí con el roce de su nueva sustancia de niebla, apoyé la cabeza sobre su pecho desnudo y lloré sobre su suave cuerpo de ratón.