Los dulces indios están hechos de sorpresas y canela

Rachel y Katerina estaban sentadas en el salón rosa que, aun siendo el más pequeño de los cinco de la haveli, era sin duda digno de un palacio oriental: las baldosas imitaban pétalos en diferentes tonos de mármoles nacarados; en las paredes, dibujos exquisitos de hombres y mujeres representaban escenas del Mahabaratha; largos cortinajes cubrían los cinco arcos que se abrían al jardín para terminar arrastrándose por el suelo como lenguas de volcán; y, en el centro, una fuente en forma de nenúfar dejaba caer sus chorros en un estanque lleno de pececillos anaranjados. Mientras esperaba a la raní, Katerina miraba tanto lujo a su alrededor y había algo que no le terminaba de convencer.

—Las esposas pasan todo el tiempo jugando a los dados y al ajedrez, cuidándose la piel y el cabello, y cotilleando. No salen de palacio, no pueden hacer otra cosa. Yo no podría vivir así, Rachel.

—Todo tiene ventajas e inconvenientes. Como estás viendo, son inmensamente afortunadas.

—Claro, visto así, lo son. Es mejor vivir holgazaneando y rodeada de lujos y riquezas que morirte de hambre tirada entre desperdicios.

—No seas tan cínica, Katerina. No me refería a eso.

—Pues yo sí. No sé cómo puedes vivir aquí.

—Creí que te gustaba la India, que te parecía un país bello y fascinante.

—Es un país triste. Europa no es la perfección, pero aquí…, aquí el corazón desaparece del pecho y se convierte en una alubia blanca.

—No sé por qué insistes, cada mundo es diferente. Tienes que acostumbrarte a lo que hay, sin más. ¿Nunca vas a dejar de ser tan pretenciosa? Katerina, ya has crecido, deberías entender que las cosas son así.

—Ya, y tú te has acostumbrado. Y por eso no sales apenas del palacio. Rachel, sé que tú tampoco eres insensible a lo que ves en las calles. Jaipur es una ciudad hermosísima, digna de su creador. Aquí los maharajás juegan a ser arquitectos y astrónomos y dedican su tiempo libre a construir ciudades. Y hay que reconocer que esta la hicieron muy bien. No he visto nunca nada así, parece un gran tablero de ajedrez. Cuánta actividad y qué organización más eficaz, cada cual con su trocito de ciudad: ceramistas, tejedores, tintoreros, joyeros y banqueros, en sus propias calles, como si estuviéramos en la Gran Manzana. Pero detrás de todo eso, a la vista incluso, hay mucha miseria.

—Jai Singh fue todo un personaje. Las nueve divisiones de Jaipur representan las nueve partes que él creía que tenía el universo. Y dices de Europa, pero ¿dónde encuentras tú allí estas calles tan anchas en un lugar que no sea una gran urbe?

—Ya, si no fuera porque siempre están colapsadas de mendigos, perros y vacas…

Rachel miró a su hermana con gesto de fastidio. Ella, como siempre, no se dio cuenta o así lo fingió.

—Pero si tienen hasta pozos de agua potable, Katerina, no seas tan negativa. La ciudad rosa es una maravilla.

—Y ¿por qué es rosa?

—¿No me digas que todavía no lo sabes? Antes no era así pero, hace unos años, el príncipe de Gales vino a visitarla y el maharajá Ram Singh II quiso homenajearlo: probó a pintarla de blanco y de azul, pero al final eligió el rosa, muchos dicen que porque a su amante más joven le encantaban los zafiros de ese color y ella se los agradecía con deleite. Ahora todos tienen que utilizarlo y repintar con el mismo tono o son multados.

—Muy ilustrativo, como también lo es que llevamos ya una hora esperando. ¿Cuándo se dignará a aparecer la raní?

—Pues o te ha oído o ha terminado su partida de ajedrez.

La maharaní de Jaipur entró en la sala; seis criadas y otros tantos guardianes la seguían, sin levantar la vista del suelo.

—Estimadas amigas, me alegro mucho de volver a verlas. No podía dejar pasar esta última oportunidad. Les he traído algo. Espero de todo corazón que sea de su agrado. Ese es mi deseo.

Dos de sus criadas extendieron sobre la mesa una sábana de satén azul. Encima colocaron con diligencia un instrumento musical de madera; junto a él, un anillo y una enorme piedra preciosa en sendas cajitas de su mismo color; un puñal de empuñadura de plata; y una caja de música con figuritas de animales. Rachel observó las joyas, le parecieron muy valiosas. Enseguida, algunas de las criadas se retiraron sin dar la espalda a las hermanas, que saludaron a la maharaní con una media reverencia y sin mirarla jamás a los ojos. Rachel se inclinó antes de hablar.

—No tenía por qué haberse tomado la molestia, alteza. Su presencia siempre es el mejor de los regalos.

—Nunca está de más acompañarlo con uno material, que les traiga el recuerdo de mí y de mi hermoso país cuando se encuentren de vuelta en el suyo.

—Pero sabe bien que yo no regreso aún a Europa, estamos muy a gusto aquí, en la India, alteza.

—Nunca se debe agasajar a alguien delante de una persona que no reciba nada, no al menos en mi presencia. Además, deseo agradecerles a ambas su amabilidad en nuestra pequeña aventura secreta. No olvido lo que hicieron por mí. Su decisión de acompañarme para ver a Gandhi y a mi pueblo siguiéndolo me permitió encontrar un alma a quien me gustaría acercarme. Gracias, sin su ayuda, jamás podría haber emprendido ese viaje.

Rachel inclinó la cabeza para agradecer las palabras de Naisha y se acercó a la mesa donde estaban los regalos.

—El anillo con el rubí es para usted, Rachel. Sé que le agrada el color rosa. Por favor, pruébeselo. Si es necesario, nuestros orfebres se lo ajustarán. La otra piedra es su regalo, Katerina. Una esmeralda. Del color de su mirada.

Rachel se quitó la alianza y en su lugar se colocó el anillo de la raní. A ojo de buen cubero comparó las dos joyas: debía de ser el destino, pero la que le tocaba a ella siempre era de menor valor. Intentó esbozar una sonrisa para esconder la punzada de rencor que le sobrevenía cuando recordaba la valiosísima pulsera que su abuela había regalado a Katerina. Enseguida le ofreció a su hermana la esmeralda. Sus brillos eran los de los ríos sagrados de la India, misteriosos y amplificados por millones de lágrimas.

Naisha se acercó entonces a la mesa y cogió el tercer objeto.

—Katerina, este otro regalo también es para usted. Una mujer que toca como los ángeles merece poseer un instrumento como este. Es un sitar, de sonido delicado y versátil, ideal para los ragas, las melodías hindúes. Será un placer para mí que lo tenga usted.

—Y, para mí, un honor, alteza. Es un instrumento bellísimo.

—Lo mandó hacer mi bisabuelo, Shri Aditya Kumari, el rajá de Akshajdham. Los artesanos de entonces daban su vida si era necesario hasta conseguir los finos rasgos de este instrumento: su madera de teca está finamente labrada, los trastes son de plata y la caja de resonancia, de calabaza, como marca la tradición.

—Me honra con sus palabras más incluso que con sus obsequios. Lo guardaré con mucho mimo. Se lo prometo.

—También me han encargado que les dé esto. Es un recuerdo de mi hijo Bhawani para Noa. No puedo explicarle por qué solo para ella, no ha querido contarme la razón. Me he permitido añadir un pequeño presente para no desairar a su hijo Gabriel: este puñal de empuñadura de plata, que espero que no le parezca peligroso, solo es un adorno que quizás le guste guardar para cuando se haga mayor, que no será dentro de mucho. El tiempo es un hondo pozo en la vida por el que se caen sin remedio los segundos. La cajita de música es para su hija. Si se le da cuerda a la pequeña llave al dorso, se mueven las figuritas mientras suena una bella melodía.

La maharaní miró a una de sus sirvientas y ella se apresuró a demostrar el funcionamiento, el mismo que el de las cajitas de música que Katerina había visto en otros muchos lugares. Sí eran diferentes las figuritas que se movían en círculo, varios animales de la selva: un león, una pantera, un elefante y algunos monos pintados al detalle en vivos colores.

—Bhawani ha hecho que me aprendiera de memoria un mensaje, que me ha recitado con mucho celo procurando que nadie más que yo lo escuchara, para que se lo transmita: «Deben cuidar muy bien de esta caja; contiene un tesoro valiosísimo, que solo quienes amen lo suficiente podrán disfrutar». No puedo decirles a qué se refiere, aunque jamás me habría esperado de él un regalo tan especial. Es un objeto más complejo de lo que parece: tiene numerosos compartimentos ocultos que se muestran al mover las figuras en un orden concreto. Es como una caja de caudales, pero de tamaño minúsculo. Su hija ha debido de impresionarle. Los hombres…, qué secretos guardan, incluso siendo tan críos todavía.

Katerina respondió algo aturdida.

—¡Oh! No, no es posible, alteza, no puedo aceptarlos. Mis hijos no tienen ningún regalo para los suyos y tampoco podrían llegar a rozar siquiera su generosidad. Además, Noa sigue enferma, no podremos terminar los preparativos de nuestra marcha mientras no mejore.

—Espero que su hija se restablezca cuanto antes. Eso es lo más importante. Y no se preocupen, sus altezas no deben aceptar nada de sus huéspedes. Y Bhawani ya ha disfrutado de la compañía de Noa y de Gabriel, y de sus juegos durante todo este tiempo. Los echará de menos, créame, a Gabriel en especial, aunque visto lo visto también a Noa. Y no piense siquiera en rechazar el regalo, mi hijo se enfadaría muchísimo. Él mismo lo eligió. Además, tengo que contarle que no soy tan espléndida. Uno de mis regalos oculta una trampa: solo puedo regalarlo, por culpa de la maldición. Si vendiera la esmeralda, moriría de la más horrible de las muertes. Desde tiempos inmemoriales, si alguien se ha desprendido de ella obteniendo un beneficio, ha muerto cruelmente al poco tiempo. Es una joya muy especial. Así que ya ve, Katerina, no es un regalo tan valioso como parece. O sí, eso deberá decidirlo solo usted.

Rachel miró incrédula a su hermana. Era capaz de no aceptar la maravilla que la raní le ofrecía. Y eso sería una catástrofe. ¡Qué maldición ni qué niño muerto! ¿Quién creía en maldiciones? Su hermana estaba observando el instrumento; ni una mirada furtiva a la esmeralda. ¿Es que nunca iba a cambiar? Como cuando era una niña y se empeñaba en caminar tres metros más adelante, separada de ella y de sus padres cuando volvían del paseo de cada domingo, antes de comer. Siempre tan altiva. Siempre tan superior. Rachel la miró con gesto duro.

—Pues claro que lo aceptará, alteza. ¿Verdad, Katerina? En Europa no estamos acostumbrados a este tipo de agasajos, solo es eso. Nuestras costumbres son mucho menos exquisitas, como ya sabe.

Rachel intentó reírse y la raní la siguió. Sus hermosos dientes eran tan perfectos y blancos que la porcelana de las tazas de té palidecía entre sus brillos. Estaba acostumbrada a apreciar que su belleza influía en la forma en que la trataban los demás. Movió un dedo y una de sus sirvientas tomó un enorme abanico de plumas gigantescas y lo agitó con pericia delante de ella, mientras otra le servía té con hielo picado. El calor había conseguido que la fuente se llenara de pájaros que se colaban por los arcos desde el jardín. Un ruiseñor cantaba a la vida. O al pozo del tiempo.

—Por favor, no hablemos más de presentes. Son minucias, los más valiosos no son los que se reciben, sino los que se dan.

Probó el té y, a una mirada suya, sus criadas sirvieron sendas tazas a Rachel y Katerina, y trajeron varias bandejas con dulces que olían a miel y a especias.

—Pero estoy siendo una desconsiderada, usted quería pedirme algo, si no estoy equivocada.

Katerina no se había olvidado. Llevaba días pensando en cómo abordar a la raní, quería rogarle por mí. Pero al ver a sus sirvientas, casi todas tan solo un poco mayores que yo, se dio cuenta de que para esa mujer acostumbrada a vivir en un lugar donde tras lo más maravilloso había siempre inmundicia, su ruego probablemente no significaría nada. Respiró hondo y encontró la fuerza que necesitaba.

—Quería hablarle de una amiga de mi hija. Es una niña hindú. Quería pedirle su ayuda, para que pueda entrar en la escuela y labrarse un porvenir.

Rachel estuvo a punto de lanzarse sobre su hermana para taparle la boca y llevársela de allí, pero sabía que no serviría de nada: antes o después, Katerina haría lo que quería hacer.

—Katerina, me lo habías prometido.

—Lo siento, Rachel, deberías haberlo hecho tú.

—No se preocupe, mi querida amiga. La dádiva generosa y desinteresada es una de las realizaciones básicas del dharma. El propósito de la vida es espiritual, no material. Las riquezas rotan como las ruedas de un carruaje, viniendo a un hombre hoy, mañana a otro. Dicen los Upanishads: «Lleva a cabo acciones nobles para formar buen karma». Continúeme contando, por favor.

Pero Naisha olvidó su promesa en cuanto salió de la estancia. No por maldad, tan solo por costumbre.