En la víspera del Akha Teej

Estábamos agotadas. Las bodas se habían prolongado durante varios días y varias noches. Habían dedicado meses a ultimar todos los preparativos, pero al final siempre eran todo prisas. Yo no quise perderme uno de los momentos más felices en la vida de mis hermanas y me empeñé en que Asha me llevara a la casa de Neeja unos días antes de la ceremonia. Desde un rincón, casi acurrucada en el suelo para que nadie reparara en mí y no pudieran echarme sin contemplaciones, observé emocionada cómo cubrían las palmas de sus manos y pies con dibujos en henna de delicadas flores de madreselva, peinaban sus largas melenas con cepillos de plata bruñida y les pintaban la cara: sus ojos y sus labios me parecieron entonces los más hermosos que había visto nunca. Luego las enjoyaron con pulseras, anillos de angulosas piedras y golsus brillantes; ambas habían recibido de sus futuras familias sendas diademas que lucirían sobre los velos de seda bordada.

Yo sabía que no podría llevar jamás esas joyas; aunque mi abuela consiguiera casarme con Rahul, su familia era mucho más modesta y Asha no podría conseguir nunca el dinero, pero me sentía muy feliz por ellas. Como nuestra madre decía, no se puede tener el sol y las estrellas.

Las que serían devotas esposas cumplirían su dharma, y se volverían emocional, física y espiritualmente completas, ofreciendo su corazón puro a sus maridos, que les darían su fortaleza, su amor y su comprensión; y brindándoles su ternura, su compañía y su estímulo. Porque, ya lo decían los Vedas: «Yo soy él, tú eres ella, yo soy canción, tú eres verso, yo soy los cielos, tú eres la tierra».

Los dos futuros esposos eran de la misma aldea y, a pesar de que la boda solía celebrarse en la casa de las novias, en esta ocasión, inexplicablemente para todos menos para Asha y Neeja, tuvieron que desplazarse hasta Balmir, a medio día de carro de distancia. Pero Asha ya no podía andar demasiado rápida y llegamos las últimas, cuando algunos de los rituales ya habían concluido.

Mi abuela sentía unos picores extraños en las piernas y en las manos, aunque no me había querido decir nada. Para desentumecerlas, se sentó en el suelo y las masajeó mientras observaba a unos y a otros. Le gustaba ver dónde se colocaban los invitados; cómo iban adornados, vestidos y peinados; quién hablaba con quién; qué regalos recibía cada uno. El más anciano de la aldea, con los ojos perfilados en kohl y vestido solo con el dhoti y el turbante rojo de las ceremonias más pomposas, se pavoneaba entre todos, mirando a los hombres con complicidad y a las mujeres por encima del hombro, ignorando a los niños y a las ancianas. Asha no lo conocía y, por mucho que lo observó, no consiguió adivinar si era un hombre sabio y justo y, por tanto, venerable, o solo un viejo necio y engreído. Asha se preguntaba cómo habría conseguido Neeja volver a celebrar la boda en casa de la familia del novio. La vieja testaruda…, había vuelto a intentarlo, a pesar de que con su hijo y con Barathi ya había comprobado que el hechizo había perdido su eficacia. Mucha suerte había tenido que con ella sí le funcionó.

Era la víspera del Akha Teej, la celebración del nacimiento de la sexta encarnación de Visnú, el señor Parasurama; el día en que el Veda Vyas y Ganesha empezaron a escribir el Mahabaratha. Era la época más favorable para celebrar bodas, los granjeros ya habían recogido la cosecha y vendido el grano. Aunque a la familia de Neeja le había ido bien de otra manera y no habría tenido que esperar a esa fecha para casar a mis hermanas, intentaban procurarse el buen augurio para que parieran hijos varones. Algunos críos corrían desnudos entre los invitados que se arremolinaban en el centro de la aldea, otros aprovechaban la felicidad compartida para pedir limosna. En las pequeñas caritas de las niñas, Asha veía una chispa de envidia cuando alguna de sus amigas o familiares se casaba. Qué poco sabían de la vida. Pero ¿alguien sabía de la vida de verdad? Ni siquiera ella, que ya lo había visto todo, sabía nada. Quizás en la siguiente reencarnación.

Mientras atardecía y observaba a las decenas de mujeres que caminaban en fila con bamboleantes vasijas de barro sobre sus cabezas, mi abuela no dejaba de pensar que no quería morir. No quería dejarme sola. Todavía no. Las mujeres parecían tener el rostro mucho más grande que el cuerpo, como langostas sinuosas. Sus pasos seguían el ritmo que marcaban los músicos en una danza antigua como los ojos de Parvati. Al llegar a la rueda del alfarero, la música cesó, ellas dejaron las vasijas en el suelo para que se llenaran con los buenos auspicios y los invitados volvieron de nuevo a sus casas o a los hogares en los que se hospedaban mientras tenía lugar la ceremonia. Las mujeres de la familia de los novios continuaron afanándose por preparar la comida y la bebida y tenerlo todo listo para la celebración del día siguiente.

Mi abuela y yo pasamos la noche tumbadas sobre una manta que ella había estirado con mimo sobre la tierra. A mí me había maravillado su idea: quedarme dormida abrazada a su pecho mientras miraba las estrellas. Compartir con ella el cielo. Pero Asha no durmió, se quedó despierta oliendo el pelo y la piel de su pequeña mochuela blanca, susurrándome historias que aún no había tenido ocasión de contarme y que debía conocer, por si acaso ella estaba equivocada y no podía volver. Sabía que sus palabras se me quedarían insertas en el alma y podría recuperarlas cuando las necesitara. A veces, acariciaba mis mejillas o me besaba en las manos, en la frente, en los párpados, cuidando de que no me despertara. Yo dormía tranquila. Protegida y serena. Todo estaba bien.

Al amanecer, rezamos y nos ayudamos a arreglarnos la una a la otra para que nuestro cabello y nuestros vestidos lucieran como si nos acabáramos de acicalar para la gran fiesta, y regresamos a la casa. Cuando hubieron llegado todos, empezó el intercambio de regalos para los ancianos y los familiares. Los del novio más sonriente, que había tenido tiempo ya incluso de perder algunas muelas, se llevaban los más caros. Asha aprovechó un momento en que Neeja salió de la estancia donde las mujeres bañaban a sus nietas Bhumika y Bhuvi, y, a pesar de las protestas de las que las aseaban, las abrazó y las apretó sintiendo sus jóvenes corazones latiendo junto al suyo; ellas, como polluelos que eran, se pusieron a llorar. Asha las soltó ya empapada y su alma lloró también con lágrimas eternas que mis hermanas no pudieron ver. Pero Neeja sí las percibió cuando entró de nuevo. Se dio media vuelta y se quedó fuera. A veces, ella también sabía, aunque no tanto como antes. Sin embargo, cuando Asha abandonó el cuarto y se cruzaron las miradas, ninguna le habló a la otra, ninguna se decidió a abrazarse, a cogerse de la mano, a limpiar con una caricia las huellas de la traición o el abandono, a perdonar ni a pedir perdón. Sus ojos echaron chispas. Y solo sus corazones lloraron. En su nido, se escuchó el ulular de la vieja lechuza que también intuía, como ellas.

Al cabo de un rato, las mujeres sacaron a mis hermanas. Asha no las siguió, prefería no ver cómo eran exhibidas ante todos con sus caritas exultantes de felicidad. Ella sabía lo que vendría luego, pero así había de ser. Los niños las tocaron para que les dieran suerte; las mujeres alabaron sus preciosos vestidos, sus joyas de plata, las pinturas brillantes de sus caras y, en sus manos, los dibujos perfilados con pericia. Los ancianos solo fumaban pipas de agua y miraban impasibles al viento, que susurraba en los muros de las chozas el nombre de las que morirían pronto.

Por fin las dos parejas se montaron en sendos caballos y, seguidos a pie por los invitados, la banda y un hombre vestido de mujer para que no les faltara la suerte a los prometidos, llegaron al templo. Allí permanecieron sentados mientras el sacerdote encendía el fuego sagrado y recitaba los textos de la unión en sánscrito, esa lengua sagrada que casi nadie entendía pero todos veneraban. Yo me cogí de la mano de mi abuela y la apreté mientras miraba a mis hermanas. Después comimos, bebimos y bailamos hasta la madrugada, y Asha danzó sin parar con todas sus nietas mientras Neeja le lanzaba violentas miradas de reprobación que ella ignoraba con el desdén de quien se sabe ya fuera del tiempo. Cuando todo terminó, Asha no quiso entrar conmigo a decir adiós a las recién casadas. Ella ya se había despedido.

El camino de vuelta hasta la aldea lo hicimos un buen trecho acompañadas por algunos de los invitados. El calor había arreciado y nos quemaba las plantas desnudas de los pies y la garganta. Algunas vacas con las que nos topamos nos miraron sin inmutarse. La blancura de su piel rugosa contrastaba con la pintura roja de sus cuernos, cuyas puntas habían sido limadas con esmero. Asha sentía las piernas pesadas y los huesos crujiendo, y tampoco me lo dijo. Tan solo soltaba lo que se le pasaba por la cabeza, incluso chascarrillos que yo no solía escuchar de su boca. Pero así conseguía disimular la angustia.

—¿Por qué estás tan contenta ahora, abuela? No has parado de hablar desde que salimos de Balmir.

—¿Te molesto? Puedo callar.

—No, no es eso. Me gusta escucharte. Pero en la boda no me pareciste tan feliz, bailabas, pero algo te hacía mirar al suelo demasiadas veces. ¿Ha pasado algo que yo no sepa?

—Solo me alegro cada vez que me quito de la vista a Neeja. No debo decírtelo, no está bien, pero ya poco importa. Lo dicen los Upanishads: «Los necios moran en la oscuridad. Sabios en su propia presunción, andan en círculos, tambaleándose de aquí para allá, como ciegos guiados por ciegos». Así vive Neeja. Pero deja de pincharme, que no quiero hablar más de ella. Ya he tenido suficiente por esta vida.

—¿Por qué os lleváis tan mal, abuela? Solo ella hace que hables así.

—¿Has visto esos bueyes revolcándose en la tierra seca? Aramos nuestros campos con los bueyes y con el macho del búfalo de agua. Las vacas protegen a los campesinos, si no las amáramos como lo hacemos y decidiéramos matarlas antes de que llegue el monzón, cuando toda la tierra está muerta y nada puede hacerse en ella, si los campesinos se las comieran cuando casi desfallecen de hambre, en las épocas de sequía, si sucumbieran a su necesidad y no pensasen en el futuro, firmarían su sentencia de muerte, porque tal vez conseguirían sobrevivir a la sequía, pero morirían poco tiempo después, cuando llegaran las lluvias. Sin las vacas, no tendrían modo de arar sus campos.

—¿Y eso qué le importa a Neeja?

—El amor por sus vacas hace sabio al agricultor. Lo obliga a pensar en el futuro, a prever lo que ocurrirá. Además, ¿qué pasaría con los dalits? Ellos tienen derecho a comerse las vacas muertas. Con curry y bien hervida, su carne está muy sabrosa.

—No me respondes. Ya no puedes hacer esto, abuela, no se me olvida lo que quería saber.

—Neeja fue tan necia como una campesina que se comió su vaca. Una campesina gruñona, vieja y sucia. Ella hizo algo que la hizo morir para mí. Tu abuela murió en mi corazón. También murió en el suyo, aunque ella no se dé cuenta. Pero ya poco importa.

Asha se calló y siguió andando. De repente, pareció despertar otra vez y carraspeó.

—Recuerda que luego tenemos que repasar los himnos a la Diosa Tierra. Los Brahamana. Son los más importantes, los libros mágicos con las fórmulas y los ritos sagrados. Lila, no lo olvides. Contienen hechizos para curar dolencias y procurar la salud y la inmunidad; imprecaciones contra los demonios y los brujos; hechizos para beneficiar a las mujeres, y que consigan marido o hijos; también para los hombres, cuando desean asegurarse el amor de una hembra o el regreso de una esposa frívola; con ellos, los reyes se consagrarán y sus empresas triunfarán; para defender la armonía, aplacar la ira y apaciguar las discordias. Pero has sido aplicada, estoy segura. Ya estás preparada.

—¿Por qué sonríes ahora, abuela?

Asha se detuvo. La piel reseca del rostro se le había llenado de manchas oscuras como ciénagas de tristeza, pero olía bien, al dulzor de la canela. Y seguía sonriendo.

—Soy feliz, Lila, contigo he podido disfrutar mucho más que con mis hijas. Todas vinieron a la vez y yo era tan joven e inexperta y ellas tan agotadoras… No se deberían tener hijos hasta que la vida te hubiera enseñado a quererlos como se merecen. Así, algunos no los tendrían nunca. Pero cuando vuelva a nacer, lo recordaré. Vosotras sois lo mejor que me ha pasado, al menos en esta vida. Espero habérselo dicho suficientemente a tus tías y a tu madre.

—Mamá lo sabe. Te quiere mucho, abuela, y sabe que tú la quieres también. ¿Por qué tú no la ves cuando duermes como la veo yo?

—Porque ella no quiere verme a mí, mi pequeña mochuela blanca. Ella desea estar contigo.

—Y ¿por qué la veo solo cuando duermo?

—¿Nunca te has preguntado por qué perdemos el tiempo durmiendo? Si no lo hiciéramos, viviríamos mucho más, una gran parte de nuestra existencia la pasamos dormidos. Pero lo necesitamos y no solo para descansar del duro trabajo. Podríamos haber aprendido a descansar de otra manera. Dormimos porque soñamos en nuestro cuerpo mental, que está dentro de nuestro cuerpo astral, al que, mientras vivimos en esta vida física, solo podemos llegar cuando nos quedamos dormidos. En el estado de vigilia, nuestro cuerpo astral usa nuestro cuerpo físico y así el cuerpo mental puede usar el cerebro de los otros dos. Pero el cuerpo más importante es el del alma. Sin él, no podríamos descansar de nuestros karmas. Ese es el descanso que de verdad necesitamos y la razón por la que tenemos que dormir. A este cuerpo, el del alma, solo podemos conectarnos entonces y es cuando nos cargamos de energía divina. Todas las mujeres de nuestra familia menos una, que renunció a ese don porque así lo deseó, a cambio de algo horroroso, a través de sus actos y de la última magia que hizo, tenemos una energía divina fabulosa, que se recarga al dormir, cuando conectamos con lo divino. Tu madre ha decidido quedarse ahí, en ese estado del alma, queriéndote y protegiéndote. Ella se resistió a dejarte, ni siquiera a mi cargo, cuando murió al nacer tú. Es a ti a quien quiere ver, no a mí. Pero disfruta de ella, porque no podemos saber cuánto tiempo decidirá quedarse.

—Pero Noa no ve a nadie cuando duerme, ni Bhumika, ni Chandrika. Tampoco Rahul.

—No todas las personas están preparadas para ver a sus fantasmas. O también puede ser que ellos no quieran verlas a ellas. Su toma de conciencia individual pasa de conciencia física a conciencia emocional, mental, de cuerpo astral o del alma al entrar en el sueño profundo. Esas personas no recuerdan esos sueños profundos, en los que se les pueden aparecer sus fantasmas, porque no lo desean o porque su conciencia física les parece más interesante que su conciencia del alma. Tú recuerdas a tu madre cuando la ves en sueños porque deseas permanecer cerca de ella. Y hay brujas tan poderosas que incluso ven a los fantasmas despiertas, y no solo a los suyos, también a cualquier otro que desee comunicarse con ellas.

Le di la mano a mi abuela, que me la apretó con cariño. Estaba cansada y quería acostarse. Los campos requemados por el sol empezaban a esconderse tras la noche y nuestra choza ya estaba cerca. Sin embargo, aún quedaban algunos campesinos con el rostro curtido y la piel renegrida asomando en cada trozo de carne que no tapaban sus escuetos calzones. Todos conducían arados desvencijados y arañaban la tierra en surcos marchitos. Los bueyes que tiraban de ellos parecían tan débiles como si estuvieran a punto de derrumbarse sobre el suelo yerto, aunque seguían su camino imperturbables en una línea recta infinita. El aire se revolvía seco y caluroso entre las almas vigilantes, pero pronto llegaría el monzón y su energía se intuía sobre todas las cosas.